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“Las ideas que no tocan los cuerpos dejan el mundo igual”

8 abril, 2024

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“Las ideas que no tocan los cuerpos dejan el mundo igual”

Vivimos un tiempo de malestar generalizado. Paradójicamente, el mismo sistema que lo provoca nos ofrece los remedios. Sin embargo, esas anestesias o alivios inmediatos prometidos nos impiden formular las preguntas necesarias para cambiar de raíz unas condiciones de vida dañinas. ¿Cómo salir de ese bucle catastrófico?


En Capitalismo libidinal (Ned ediciones, 2024), Amador Fernández-Savater nos propone, machadianamente, hacer un nuevo camino para estar en el mundo de una manera diferente, reapropiándonos de nuestro propio malestar como energía de cambio y transformación. A ese camino le llama “políticas del deseo”.

Spinoza decía que la esencia del ser humano es desear, apetitos naturales los llamaba. Pero, cuando esas necesidades biológicas se convierten en deseos construidos socialmente, y que demandan algo que no necesitamos, se convierten en capitalismo.

Capitalismo libidinal es una pieza configurada, por un lado, a través de las lecturas y reinterpretaciones de aquel Lyotard que escribió Economía libidinal en 1974, de Marcuse y de Franco Berardi (Bifo), así como de las conversaciones, incluidas en el libro, con Christian Laval, Pierre Dardot, Yayo Herrero, Jorge Alemán o Achille Mbembe.

Un puzzle bien encajado que toca temas como el auge de la ultraderecha, el ensimismamiento de cierta izquierda o la esperanza depositada en que políticas del deseo como el 15M o los feminismos nos abran hacia nuevas sensibilidades redentoras.

Toma de conciencia y toma de deseo

¿Qué es ese capitalismo libidinal del que hablas?

La economía libidinal es en primer lugar una pregunta por la relación entre capitalismo y deseo. El deseo es el motor de lo humano, más allá de la sexualidad, y el capitalismo extrae su fuerza de que logra enganchar con él. No hay por tanto cambio posible sin desengancharlo. La libido hoy está captada y capturada por los objetos-mercancía, las experiencias diseñadas por el mercado, los signos de prestigio. El capitalismo ya no es fundamentalmente represivo, como pudo serlo en un pasado reciente, sino también incitador y seductor, optimizador y maximizador. La presión para el rendimiento y la competitividad sustituye a la represión y conduce a la depresión.

Entiendo que todas las políticas tienen esa dimensión deseante; de hecho, también hay políticas del deseo de izquierda, ¿no?

Sí, el problema es que la izquierda se ha hecho y se hace en general una idea muy ilustrada de la política. La política se entiende como pedagogía, como crítica, como contrainformación, como desvelamiento de la verdad. Los que saben enseñan a los oprimidos lo que estos no saben, permitiéndoles una toma de conciencia.

Pero el ser humano no sólo vive en la esfera de la conciencia y la voluntad, de la identidad y el interés de clase, sino que tiene también un inconsciente donde laten pulsiones y deseos. La toma de conciencia sin una toma de deseo no nos lleva muy lejos. Podemos saberlo todo –que el sistema capitalista es injusto, que tritura nuestras vidas y explota la tierra– y que, sin embargo, eso no nos mueva a acción alguna. Es un saber desconectado del cuerpo, una especie de lucidez impotente.

Las “batallas culturales” pretenden cambiar las opiniones de la gente, pero somos mucho más que nuestras opiniones. Hay que tocar algo del deseo, pinchar en el deseo, suscitar una toma del deseo, el deseo entendido como fuerza de cambio y motor de transformación. Las ideas que no tocan los cuerpos dejan el mundo igual.

¿Cabría separar el deseo de la necesidad y, por lo tanto, políticas libidinales de políticas materialistas? Es decir, el hambre, la necesidad, te lleva a una política materialista, mientras que el deseo de comer te lleva a una política libidinal.

Podríamos distinguirlas, sin oponerlas. Las políticas en torno a la necesidad tienen que ver con lo que se ha llamado históricamente economía política. Hay precariedad, hay falta de vivienda, hay desigualdad, hay carestía de derechos. Todo eso, digamos, construye una sociedad explotada y desigualitaria, lo que tiene efectos también en los cuerpos, en la salud, el bienestar.

La economía libidinal propone añadir una capa más de análisis. La pregunta por el deseo es la pregunta por la relación con el mundo. ¿Cuál es el sentido de la existencia? ¿Cómo experimentamos la vida, qué nos hace vibrar? ¿Cuáles son nuestras imágenes de felicidad? Somos víctimas en el plano de la economía política, pero cómplices en el de la economía libidinal. ¿Cómo sustraer la libido del capital, dejar de vibrar ahí?

La izquierda hoy se propone medidas de regulación en el ámbito de la economía política, aunque sin llegar a modificar las estructuras profundas del salario o la especulación; pero ni siquiera se plantea la intervención en el plano libidinal.

Deseo mimético y deseo singular

¿Se podría decir que el neoliberalismo extremo ha llevado a que el deseo sea el propio deseo, el hecho de desear?

Si pensamos el deseo como una pregunta e invención singular, podríamos decir que en nuestra sociedad hay muy poco deseo y mucha obediencia. Mucha identificación e interiorización de los mandatos capitalistas: rendimiento, competitividad, visibilidad, consumo. Mucho deseo mimético: desear lo que el otro tiene y lo que el otro es. El deseo, pensado en un sentido fuerte, es una especie de viaje o desplazamiento singular, la construcción de algo que no existe aún, que no sabemos aún. Lo podemos definir, machadianamente, como ese camino que se hace al andar. Un nuevo camino, la invención de maneras singulares de ser y de estar, de hacer y de pensar, de hablar y mirar. El capitalismo libidinal pone una respuesta allí donde debería haber una pregunta y una creación. Propone una oferta infinita de objetos-mercancía que tapona la construcción necesaria de deseo. Lo deseable (ya dado) obtura el deseo (por inventar).

Que no nos hagamos preguntas y que el capitalismo piense por nosotros nos lleva a una existencia inauténtica. Desde ahí, llegamos a lo que tú llamas un desbordamiento, tanto psicológico, social, como climático. Estamos cansados, estamos agotados, no tenemos tiempo, hay desapego hacia los representantes, instituciones básicas como la sanidad y la educación públicas están saturadas, sufrimos una emergencia climática, sequía… Un desbordamiento que conduce a una vida insostenible que genera malestar. Vivimos en una sociedad del malestar, ¿se puede luchar contra ese desbordamiento o sería mejor asumir el malestar para convertirlo en algo constructivo?

Creo que lo has visto muy bien. En tanto que el deseo no es propio, sino que nos viene de ‘otro’, de la sociedad y sus mandatos, estamos instalados necesariamente en la insatisfacción. Nada es suficiente, nunca estoy a la altura, me vivo siempre en déficit… Es algo terrible, llevamos una existencia desgraciada, no por las cosas que nos ocurren, sino por definición. Esa insatisfacción hace de nosotros sujetos devoradores: devoramos personas, procesos y relaciones como modos de compensación de una vida sin deseo propio. Lo explica muy bien Santiago Alba Rico cuando habla del “hambre” que atraviesa hoy nuestra sociedad…

Más que hambre, tenemos ganas de comer, de consumir compulsivamente.

Exacto, el hambre se puede colmar y saciar, esto de lo que hablamos no. El malestar se debe a esa ausencia de deseo propio. Ese malestar no hay que erradicarlo, sino interrogarlo. Es una señal de alarma. ¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué, aunque tenga una vida exitosa según lo establecido, hay un malestar de fondo que nunca se apaga? El malestar es, en primer lugar, una pregunta sobre lo que no va bien, lo que no encaja, lo que duele. Si no lo anestesiamos con pastillas o terapias, si no delegamos su interpretación a otros, podemos reapropiarnos de él como fuerza de interrogación y energía de cambio. No sólo de cambio personal, sino también social y colectivo. Inventar, juntos, otros modos de relación con el mundo. Un nuevo deseo de vida, base posible de un nuevo proyecto político.

Desertar el victimismo

El capitalismo libidinal ha constituido un ejército para evitar las preguntas y las necesarias transformaciones, un “ejército emocional” que es la nueva ultraderecha. ¿Cómo es esa ultraderecha y cómo se combate a ese ejército?

Yo creo que buena parte de la fuerza de la nueva derecha, en términos libidinales, es proponer a la gente la siguiente idea: no hay nada que cambiar, no hay nada que preguntarse, el mundo está bien tal y como es. Sólo hay demasiados inmigrantes, demasiados trans, demasiados menas, demasiadas mujeres feministas, demasiados izquierdistas, demasiados separatistas, pero cuando acabemos con todo eso volveremos a la normalidad, al orden, la grandeza, la prosperidad. Ese es el contenido libidinal del llamado “negacionismo” de derechas: con respecto al cambio climático, a la violencia contra las mujeres, a la desigualdad social, a la memoria histórica.

Freud constataba, al final de su vida, que muchos de sus pacientes no querían curarse. Porque curarse significaba emprender un camino de transformación que les aterraba. Preferían instalarse en el victimismo, aunque sufrieran, y echar las culpas a otros: a papá, a mamá, al vecino, a quien fuese. Pasa algo parecido a nivel social y colectivo.

La nueva derecha apela a una subjetividad victimista que se relaciona con el malestar, no como una pregunta y un desafío, sino como el daño que algún agente malvado ejerce sobre nosotros. La derecha tiene hoy mucha fuerza, no sólo por sus medios de comunicación o su ideología, sino porque habla desde esa posición libidinal. Emite un mensaje que entra en resonancia con un cuerpo que se niega a cambiar.

Ese miedo sólo puede disolverse desde otras politizaciones, que asuman y den forma al malestar sin buscar chivos expiatorios, que entren a disputar el malestar desde otras interpretaciones y elaboraciones. Es el caso del 15M, la PAH, el feminismo: revoluciones culturales que tocan el deseo, contra la contrarrevolución preventiva de la extrema derecha.

Tu libro visibiliza la situación perversa que hemos dado por válida como modo de vida, pero también plantea la posibilidad de ir haciendo nuevos caminos para construir políticas del deseo emancipadoras, a partir de las propuestas de Lyotard, Marcuse o Franco Berardi (Bifo), revisadas por ti para darles un contexto más actual, sobre todo el caso de las dos primeras.

Las políticas del deseo que pienso con esos tres autores pueden encontrar una imagen común y actual en los comportamientos de deserción. ¿Qué es la deserción? Es el desenganche de la rueda del hámster, de la trampa que nos tiende el capital al ofrecernos su rueda de deseos sin fin como sustituto al desafío de crear nuevos deseos, más propios y singulares, por tanto, más satisfactorios.

La deserción alude a todos los gestos de “bajarse” del mundo, de una relación con el mundo en términos de rendimiento y competitividad, de producción y lucha por la visibilidad, una relación con el mundo que hace daño, produce ansiedad y depresión. Esa deserción, ese bajarse del mundo, es un síntoma difuso. Se esconde tras la epidemia actual de cansancio y depresión, tras las decisiones de dejar el trabajo o largarse a vivir a otro lado.

Si bien en los años sesenta ese bajarse del mundo tomó una forma claramente colectiva y política, en las comunas, las contraculturas, las mil y una experimentaciones en compañía, hoy por hoy no es así. Son decisiones más bien personales, tentativas de que la vida duela algo menos, de vivir distinto sin llegar a cambiar el principio de realidad capitalista. La deserción por ahora es un síntoma, se trataría de pasar del síntoma a la politización.

¿Es posible construir desde ahí, desde esos síntomas y malestares, un desplazamiento colectivo de sentido, otra relación con el mundo, ya no desde la productividad que estresa los cuerpos, en primer lugar, el cuerpo de la tierra, sino desde la escucha, la acogida y la receptividad como valores, ese cuidado de la vida que el feminismo ha puesto en el centro? Sólo así la izquierda podría salir de su presente puramente defensivo, identificado con lo establecido, que deja toda la rabia antisistema y rupturista a la extrema derecha.

La vida desautomatizada

Para eso hay que preguntarse qué estamos haciendo y por qué lo que deseamos no es nuestro deseo. En el libro, insistes sobre algo ya has tratado en libros anteriores, como son la falta de atención y los automatismos que frenan esas preguntas necesarias.

Hay una frase de Simone Weil que dice que “donde hay deseo hay atención”. Me parece que es una frase que le da la vuelta a lo que entendemos por problemas de atención. Cuando nos quejamos de la poca atención que ponen los chicos en un aula, lo que tendríamos que preguntarnos más bien es por qué el aula hoy no es capaz de convocar el deseo de los chicos. En lugar de decir y repetir que los chicos tienen el cerebro frito de tanto móvil, en lugar de denigrarlos, habría que interrogarse sobre la relación entre escuela y deseo. ¿Es capaz la escuela de suscitar deseo por aprender, de contagiar el amor por tales o cuales contenidos?

Como el deseo es un camino difícil, que implica soledad, que implica creación, que implica un atravesamiento de los límites de la angustia, hay una delegación masiva en los automatismos. Los automatismos nos dicen lo que tenemos que hacer, lo que tenemos que desear, el camino para ser feliz, el camino para tener pareja, el camino para ser el hombre o la mujer perfecta, para alcanzar el éxito. No hay tanto distracción como captura de la atención por los automatismos.

La vida hoy está protocolizada, justo lo contrario de la frase de Machado. Hay fe en los automatismos porque hemos perdido confianza en nuestro radar sensible, en nuestro radar erótico, en nuestra capacidad de orientarnos por la vida con autonomía. Los automatismos son una especie de GPS para todo, para el amor, para el trabajo, para el pensamiento. Me dejo llevar por los caminos trazados en lugar de construir nuevos caminos. El automatismo es una renuncia al deseo.

Frente a esa renuncia al deseo mediante los automatismos, propones lo que denominas “los valores del sur”. ¿En qué estás pensando?

Ese texto al que te refieres lo escribí después de conocer Nápoles a través de un amor. Nápoles me pareció otro mundo. Una ciudad caótica, donde el pueblo tiene todavía fuerza para imponerse, una ciudad a veces dura, a veces peligrosa, pero también muy viva, donde la vida no se desarrolla principalmente según los automatismos del mercado y la tecnología.

El sur es un espacio-tiempo mítico, imaginario, porque también hay sur en el norte y norte en el sur. Es una experiencia de la vida sin automatismos que la hace más intensa y desafiante, más apasionante, aunque también más difícil. Una vida que tiene que ver con una invención de lo común por fuera del mundo que dispone para nosotros la alianza entre el mercado y la tecnología. Los valores de la socialidad del sur, como explica Michel Maffessoli, son los vínculos y las complicidades, el tiempo de la fiesta y la celebración, el apaño y la astucia como estrategias de vida, la relación trágica con el mal y la muerte.

Lo trágico pervive donde no se cree que hay solución para todo. Para el amor, el envejecimiento, la muerte. La cultura tecnológica nos vende que siempre hay una cirugía, una pastilla, un tratamiento, un protocolo que funciona. Perdemos así la capacidad autónoma de lidiar con el mal, con lo imposible, que también constituye la esencia humana.

Un animal loco, entre Eros y Tánatos

En varias ocasiones, a lo largo del libro, mencionas cierta “maldad innata” en el hombre, pero también es verdad que, a la vez, apelas en varios momentos a la colectividad, a lo común, al apoyo mutuo, a cierta lectura rousseauniana del ser humano, a la bondad de lo humano. No sé muy bien dónde situar tu posición frente al ser humano…

Yo diría que hay un desquicie del ser humano, que el ser humano está desquiciado, fuera del quicio. Castoriadis, un filósofo que me acompaña desde hace años, dice que el ser humano es un animal “loco” porque está incompleto, carece de sentido. Somos animales heridos, abiertos, que tienen que inventar el sentido de su estar vivos. Ese sentido no es sólo significado, sino vibración, ritmo y deseo.

No sé si hay ningún otro animal desquiciado. No sé por ejemplo si hay algún otro animal que se autodestruya. Desde luego, no hay ningún otro animal que haya inventado armas capaces de acabar con la vida sobre el planeta. Ese desquicie se puede declinar en muchos sentidos y algunos son terribles. No hay deseo bueno por debajo de la sociedad mala, sino que tenemos que aprender a educar el deseo. Educarlo de modo que Eros sea capaz de sujetar a Tánatos, que las pulsiones de vida puedan lidiar con las pulsiones de muerte, como decíamos antes de las culturas del sur. El mismo Rousseau decía que la piedad debe educarse, que la sensibilidad por el otro se aprende.

Queda claro en el libro que reivindicas ese sistema de creencias, de valores y de sensibilidades que se han enlazado históricamente sólo a lo femenino y que tú entiendes como una manera de fortalecer el Eros.

Una de las razones que explican el victimismo, esa instalación en el lugar de la víctima, aunque duela, es según Freud “el rechazo de lo femenino”. El rechazo de lo femenino entendido como el rechazo a pedir y recibir ayuda, a perder el control y mostrarse vulnerable, a emprender procesos sin garantías ni protocolos.

En ese sentido, el feminismo o la política en femenino, como dice Rita Segato, es un cambio de relación con el mundo. No simplemente una reivindicación de igualdad en un mundo patriarcal, sino un cambio de paradigma. Salir de la posición libidinal masculina del control y la dominación como modos de relación con todo, también en el caso de muchas mujeres. Entrar en una relación de cuidado con la vida, con los potenciales de lo vivo, con lo vivo como sujeto.


Publicada originalmente en ctxt.es