Los privilegiados
Cada día se fortalece la idea de que los derechos deben “merecerse” y que la posibilidad de su ejercicio debe “agradecerse”. Esa retórica, que mucha veces nos pasa desapercibida, colabora en la construcción de un sentido común meritocrático que nos desresponsabiliza por nuestros privilegios de clase, raciales y nacionales.
La avanzada conservadora ha puesto en discusión la nueva agenda de derechos. Cuestiona libertades básicas como la decisión de las mujeres a interrumpir un embarazo o la posibilidad de elegir contraer matrimonio con una persona del mismo sexo. Patologiza las identidades divergentes, reniega del pensamiento crítico apelando a caricaturas de la ciencia y la naturaleza. Culpabiliza a las personas y sus decisiones por los contextos de vulnerabilidad a los que las expone. Ataca programas que vuelcan recursos económicos a poblaciones desfavorecidas presentándolos como la causa de la reproducción de la pobreza. Su estrategia es hacer aparecer derechos como privilegios apelando al (re)sentimiento de quienes no son “favorecidos” por esas políticas.
Generar indignación es siempre una buena estrategia. La indignación es más bien superficial y cobra al grito. Pero no es necesario girar tan a la derecha para encontrarse con la disyuntiva derechos versus privilegios. Cada vez que esperamos gratitud, lealtad o coherencia por los beneficios recibidos nos estamos desplazando el eje de los derechos al campo de la beneficiencia. No es poco común que entre los defensores de un estado fuerte que promueva las políticas de inclusión social como trabajo, vivienda o educación, quienes resultan el público objetivo de esas políticas sean vistos con desconfianza, y se les exija presentarse como verdaderos “merecedores”.
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El primero de marzo las clases comenzaron para todos en Uruguay. Ese día en educación inicial muchos niños y niñas no fueron al jardín. En su lugar, las familias fuimos convocadas a reuniones de “padres”. En calidad de “madre” de mi hija más chica, me tocó participar de la reunión de un grupo de tres años en el jardín público al que asiste. Pasadas las 10 de la mañana, cuando apenas nos habíamos acomodado en las sillitas y la maestra empezaba a presentarse irrumpió la directora del centro. Iniciaba su recorrida por los salones para darnos la bienvenida. Con un incesante sonido de celular en el bolsillo comenzó:
“ustedes son el grupo de padres privilegiados, cuyos hijos han quedado inscriptos en el jardín”.
La directora se fue, la maestra continuó con la reunión y mientras escuchaba sobre maduración emocional, pantalones con elástico y mochilas sin cierre intenté reconstruir mentalmente en que consistía exactamente nuestro privilegio.
El referido jardín se trata de un centro de educación inicial – tres a cinco años – en el modelo de tiempo extendido. Funciona en un turno de siete horas, con almuerzo cubierto por el Consejo de Educación Inicial y Primaria (CEIP) y merienda que llevan de casa. Cuenta con una profesora de educación física y una de teatro designadas por el CEIP y profesores de huerta y música contratados por Comisión Fomento. En todos los grupos, que no son excesivamente numerosos, hay una maestra a cargo y una auxiliar durante todo el horario. Escribiéndolo, yo misma me convenzo de las razones de la directora.
Las condiciones de trabajo en este centro son envidiables, si las comparamos con otros. He visto con mis propios ojos (con mis propias hijas) jardines del sistema público en los que maestras de tres y cuatro años deben afrontar la tarea con grupos de hasta treinta y dos niños, sin disponer de auxiliares para la tarea educativa, ya no en el salón, sino en todo el centro, donde pueden concurrir en torno de 180 niños. Es bien sabido que el alcance de los jardines de tiempo completo/extendido es limitado y sus cupos muy codiciados. Para entrar, además de tener la suerte de que “el sistema” te designe, hay que cumplir con algunos “requisitos”.
Un horario de cobertura escolar que permita la permanencia en el mercado laboral, una comida diaria y una proporción adecuada entre educadores y adultos trabajando en un edificio mínimamente adaptado a la escala de educación inicial, podría ser pensado como un ejercicio de derechos de los niños, las niñas y sus familias. Pero en las palabras institucionales de bienvenida, se no presentaba como un privilegio, y se nos recordaba que deberíamos actuar en consecuencia, respetando las formas de funcionamiento del centro.
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Trabajo también en educación, en el otro extremo del ciclo, en educación terciaria. Entre los contenidos que me toca abordar con estudiantes de grado se encuentra la estructura racializada de la sociedad uruguaya y la desigualdad que ésta genera. Es un tema complejo, con múltiples aristas y que genera ciertas resistencias. En cada oportunidad y a cada nueva generación es necesario explicitar los motivos que hacen que las configuraciones de diversidad – desigualdad – diferencia imbricadas en nuestra sociedad sean conocidas por quienes pretenden obtener un título en antropología. Para eso remonto la historia de la disciplina y el protagonismo que ha tenido en la legitimación de las ideas de raza. Luego presento algunos datos estadísticos que demuestran la forma en que el acceso a bienes y oportunidades se encuentra distribuidos según categorías raciales que, socialmente construidas, construyen también su propia realidad. Llevo algunos años en esto y mis argumentos son efectivos, después de algunas horas de clase casi no quedan quienes permanezcan indiferentes a la temática.
Todo cambia cuando aparece sobre la mesa la pregunta sobre la ley 19.122 Afrodescendientes, normas para favorecer su participación en las áreas educativa y laboral. Popularmente conocida por la reserva de un porcentaje de cupos en los llamados para el ingreso a la función pública, la ley no es en absoluto un tema resuelto en nuestra sociedad. En clase, incluso después de haber llegado al consenso de que la población afrouruguaya se encuentra en una situación de desventaja estructural en relación al resto de la población, una norma orientada a revertir esa desventaja es duramente resistida. La presencia de esta ley es vivida como un privilegio para las personas afrodescendientes por quienes ni de hecho ni de derecho pueden aplicar a ella: “¿Porqué ellos sí y yo no?” nos preguntamos una y cien veces a pesar de que acabamos de conversar sobre esto. “A mi eso me parece injusto” pensamos. Las respuestas son fáciles y están sobre la mesa: la presencia de marcadores sociales desvalorizados, como el de pertenecer a una categoría racial es lo que indica lo posibilidad de ser incluido dentro de la acción afirmativa. El privilegio de no ser detenido por la policía, de no ser relegado en el sistema educativo, de no ser excluido del mercado laboral, es el que hace que no sean necesarias. Las acciones afirmativas no solo no representan un privilegio para las personas afrodescendientes, sino que son un instrumento para que quienes nos pensamos como sin color por ser blanco, dejemos de ser un sector privilegiado de la sociedad.
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“Gobierno del FA entrega casas gratis a dominicanos. Esta es la gente que le importa al gobierno, LOS URUGUAYOS NO.” Titulan dos de las entradas de una youtuber de más de 60 años. La totalidad de sus publicaciones refieren a movilidad humana y se trata de filmaciones con celular de una televisión que trasmite noticias sobre migrantes en Uruguay. Esto no sería preocupante, si no fuera la tónica de la gran mayoría de los debates en torno a políticas de integración específicas para población migrante. En este debate, así como en otros vinculados a salud, educación y trabajo, no están en discusión los planes de vivienda, la calidad de las casas o el tipo de restricciones que se imponen a la propiedad. Tampoco se menciona el hecho de que la mano de obra para la construcción proviene de quienes ahora reciben la vivienda.
Dos palabras en estos títulos condensan la indignación: gratis y dominicanos. El centro del problema reside en el país de origen de algunos de los entrevistados en las noticias televisivas y el hecho de que el gobierno haya decidido volcar los recursos del estado en los “dominicanos”; que parecen tener menos derecho que los “uruguayos” a una vivienda digna.
“Pero tienen hijos, y esos niños son uruguayos” nos apuramos a responder. Jugando el partido en la cancha del otro reconstruimos la lógica de pertenencia / no pertenencia, construyendo un colectivo que si es merecedor de las viviendas: una familia con niños uruguayos. Defendemos el derecho a la vivienda de estas personas, en tanto madres y padres de “nuestros” niños. Legitimamos así el acceso a derechos de algunos y no de otros. Estar, habitar, trabajar, reproducir, cuidar no son garantía de derechos, es necesario merecer, pero para este caso, de una forma que nunca se podrá alcanzar, ellos son dominicanos, nosotros uruguayos.
No es un problema legal, la situación migratoria de una persona puede variar. Desconocemos cual es concretamente, la de las personas que han recibido estas viviendas. Incluso es posible que estos “dominicanos” hubieran tramitado su ciudadanía, siendo también “uruguayos”. Lo que vemos en la noticia no son documentos, la discusión no refiere a categorías jurídicas, sino a caras, acentos, formas de vestir, formas de vivir, que se condensan y comunican en la mención al lugar de nacimiento. Para ellos, el acceso a la vivienda no es siquiera un privilegio, se transforma en una usurpación. Si el gobierno les da algo, nos lo quitó a nosotros. Si al gobierno le importan ellos, significa que no le importamos nosotros. Si ellos tienen algo, ese algo que tienen debería ser nuestro.
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Las tres viñetas presentadas refieren a experiencias de diferentes ámbitos, una familiar, una como docente y otra como militante e investigadora. Van de lo más próximo a lo distante, y de lo doméstico a lo público y de lo vivido a lo observado. Elegí presentarlas juntas porque las tres situaciones están atravesadas por un eje de preocupación común: cómo algo que idealmente entendemos como un derecho, al transformarse en realidad concreta pasa a ser interpretado como un privilegio. Esto solo es posible por un movimiento que opaca los contextos económicos y sociales, que hacen necesarios la existencia de tales dispositivos de justicia social, invisibilizando los verdaderos privilegios.