Estamos en crisis y tu plato lo sabe
Estamos en crisis y no es por un virus. La pandemia desatada en Wuhan recordó aquello de que el aleteo de una mariposa puede sentirse del otro lado del mundo. Conforme avanzaba el calendario y la virulencia ganaba territorio, la crisis empezó a desnudarse. En la miseria se distinguen las costuras frágiles del mundo, dice Juan Solá. Y si algo hemos confirmado en los últimos meses es lo frágil que es la vida y lo miserable que puede ser la humanidad.
Reflexiones en torno a ecofeminismos y sistemas agroalimentarios
Estábamos en crisis y esto ya lo sabíamos. Social, económica, política, ecológica, civilizatoria, alimentaria, de cuidados. Crisis de reproducción de la vida si lo pensamos en clave feminista, clave urgente, para entender el mundo que estamos pisando. Transitar vidas dignas de ser vividas y gozadas se ha tornado un privilegio cada vez más restrictivo. Y no hablamos de lujos ni tampoco del acceso a esa escurridiza categoría denominada “bienes básicos”. Hablamos de la línea que separa el cuidado de la vida como posibilidad cotidiana (comer alimentos saludables, respirar aire limpio, acceder a agua potable, no lidiar con violencias que amenacen nuestra integridad) del abandono a la intemperie de los confines del azar.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver esto con lo que ponemos en nuestro plato? Mucho, o casi todo: depende como se lo piense. Podríamos, por ejemplo, detenernos en el supuesto privilegio que supone llenar el plato todos los días y más de una vez al día. También podríamos preguntarnos quién preparó ese alimento y cuántas horas de trabajo hay detrás de un plato de fideos con tuco. O capaz podríamos indagar cómo fueron producidos los alimentos y por cuántas manos pasaron hasta llegar a nuestras cocina. Si nos detenemos en cada uno de estas preguntas, vamos a encontramos desigualdades de larga data. La crisis actual no inventa nada, pero el apremio tensa la cotidianidad y trasparenta sentidos: el capitalismo patriarcal ataca la vida y por ende la alimentación. La crisis está en la mesa y nosotras lo sabemos.
Punto de partida para la crítica: ecofeminismos y agroecología
Somos una especie vulnerable. Para que nuestras vidas sean viables requerimos de una serie de cuidados más o menos intensos (según las etapas vitales, contingencias o características peculiares) pero seguro necesarios e indispensables. Nuestras vidas se sostienen en comunidad. Somos interdependientes. A su vez, la viabilidad de nuestras vidas supone el acceso al agua, alimento, espacio para el deshecho de nuestros residuos, entre otra larga lista de cuestiones cotidianas que atañen, más temprano que tarde, a nuestro vínculo con la naturaleza. Somos ecodependientes1. Contrario a lo que promulga el ideal neoliberal, nadie nace, crece y se alimenta en soledad. Existimos porque estamos en relación, con los seres y las cosas. Concebirnos como sujetos en relación que precisamos vivir dignamente, a la vez que, cuidamos las posibilidades de existencia de las generaciones próximas, es una clave ético política.
Esta clave ha alumbrado prácticas, debates y movimientos políticos que han permitido ejercitar la crítica hacia las relaciones cotidianas con la alimentación, ejemplo de esto son los ecofeminismos y la agroecología. Por un lado, los ecofeminismos configuran un crisol de enfoques plurales que denuncian el marco opresivo capitalista patriarcal por sobre mujeres y naturaleza y que han cobrado importancia mayoritariamente en las periferias del mundo y del sur global. Por otro lado, la agroecología es definida como un modelo que se basa en la producción de alimentos desde una perspectiva sustentable, lo cual supone el desarrollo de relaciones de trabajo equitativo, el cuidado de los bienes comunes y la circulación de mercadería por redes de comercio justo. Ambas propuestas sintonizan entre sí y hay un largo camino recorrido en conjunto no exento de tensiones, de hecho las relaciones entre ecofeminismos y agroecología no siempre han sido afables. Las desigualdades de género dentro de la producción agropecuaria familiar y las dificultades de participación de las mujeres en las organizaciones no son ajenas al campo de la agroecología. “Sin mujeres no hay agroecología”, gritaba una pancarta que intervino el panel de cierre del VI Congreso Latinoamericano de Agroecología en el 2017. El patriarcado en las filas de la agroecología reclama una urgente mirada feminista. Sin embargo, para poder realizar este abordaje no está de más detenernos a repensar los conceptos que sostienen este planteo.
Sobre qué son (y qué no queremos que sean) los ecofeminismos y la agroecología
Nominar no es un acto neutral. Darle nombre a algo, inventar un concepto o crear una categoría no es más que una marca primogénita. Luego los conceptos juegan en uno u otro contexto, se enfrentan, se oponen, se cancelan y a veces se vacían de contenido. De hecho, un eficaz mecanismo de la hegemonía cultural consiste en apropiarse de un término para hacerlo circular lavado de contenido controversial y convenientemente barnizado para la ocasión.
Así la “agrecología” ha sido tomada como sinónimo de la producción agropecuaria sin agrotóxicos desdibujando la crítica al modelo hegemónico de producción, distribución y consumo de alimentos. Ha quedado por el camino la reivindicación del acceso a un ambiente saludable para la producción y la crítica hacia las condiciones de explotación de los y las trabajadoras de la agricultura. La consideración de la agroecología como una producción de alimentos elitista, de alto costo y que circula en circuitos restrictivos y mayoritariamente urbanos, ha dejado por el camino un largo planteo crítico al sistema de producción de alimentos. Una agroecología emparentada con el capitalismo verde, que torna el acceso a alimentos sanos en un privilegio de clase y que poco o nada se cuestiona sobre las relaciones sociales en las que se basa su alimentación.
Por su parte, buena parte del “ecofeminismo” ha quedado encorsetado en los planteos esencialistas que promueven un estereotipo de mujer (generalmente blanca, burguesa, heterosexual, occidental) que se erige como modelo único del ser mujer. Será este un ecofeminismo liberal, que centra las preocupaciones por el cuerpo, la salud y el bienestar en clave individual. A modo de ejemplo, en esta línea de pensamiento la alimentación es entendida como un ejercicio de opciones individuales donde cada sujeto escoge “libremente”, desdibujando las diferencias que existen a la hora de escoger e invisibilizando las opresiones que se tejen a lo largo de la cadena de producción de alimentos y donde las mujeres ubican lugares de particular vulnerabilidad. Hay una agroecología y un ecofeminismo que no solo no molestan sino que se adaptan muy bien a un sistema en crisis. Un sistema que ante la amenaza a la reproducción de la vida opta por construir muros cada vez más altos, cada vez más gruesos. De un lado se ubicarán quienes pueden comprar su bienestar y el de sus familias; del otro, la enorme cantidad de la población mundial que sobrevivirá en los márgenes del despojo.
Más allá de la agroecología o porqué pensar en sistemas agroalimentarios
Ahora bien, una vez plantadas en la defensa de los términos, cabe la pregunta ¿nos alcanzan las palabras para dar cuenta de todo aquello que queremos expresar? Probablemente no. Como si prendiéramos un fósforo en la oscuridad, los términos son como halos de luz que iluminan en forma siempre acotada. Pensar las relaciones entre feminismos y ecología en la producción de alimentos no puede quedar restringido solamente a la producción agroecológica. Recordemos que la agroecología surge como alternativa. Si hay una alternativa, generalmente, es porque hay una constante que no nos convence y, en la producción de alimentos, la constante es el modelo agroindustrial. Un modelo que generalmente se organiza verticalmente (articulando la fase agraria e industria), con fuerte injerencia del capital transnacional, y que instaura un orden geopolítico desigual y dependiente. Por un lado, las metrópolis de los países centrales que demandan esos alimentos. Por otro, los países periféricos que exportan alimentos con escaso o nulo valor agregado, con paquetes tecnológicos que incluyen agrotóxicos y transgénicos, que concentran, privatizan y contaminan bienes comunes (tierra, agua, aire). Como si todo esto fuera poco, se precarizan al extremos las relaciones laborales, con trabajo “en negro”, contratos zafrales, incumplimiento de responsabilidades patronales.
Cuando se piensa los efectos negativos de la producción agroindustrial de alimentos sobre la salud se suele pensar en los y las consumidoras. La advertencia hacia la elección de alimentos saludables se ha instalado con los años, inaugurando un nicho de mercado que individualiza y despolitiza la alimentación cotidiana. Pero el problema no se acaba en los cambios de hábitos de la población; es más: apenas comienza. Por un lado porque la gran mayoría de la población no puede costear alimentos saludables y la libertad de opción que nos vende el sistema es una burla frente a la escasez de alimentos. La feminización de la pobreza es un fenómeno nada novedoso y que no precisa mayores explicaciones, la pobreza a nivel mundial tiene cuerpo de mujer. Decimos que son las mujeres, y quienes de ellas dependen, las que se ven obligadas a consumir alimentos de mala calidad, de pobre valor nutricional y envenenados con agrotóxicos. Por otro lado, el mero cambio de hábitos de consumo tampoco bastaría porque los sistemas agoralimentarios hegemónicos generan relaciones laborales precarias: de baja remuneración y con impactos negativos sobre la salud. Hay un fenómeno de feminización, precarización y zafralización de la mano de obra de la agroindustria que recorre el mundo. El capital busca producir a bajo costo y una de las principales variables de ajuste es mantener bajo el costo de la mano de obra. Así, en aquellas producciones que demandan mano de obra, como por ejemplo la hortifruticultura la lechería o la avicultura, la contratación de las mujeres ha ido en aumento. La vulnerabilidad de las vidas precarias fuerza a las mujeres a aceptar condiciones de trabajo realmente duras, profundizando la desigualdad y la explotación. Toda una cadena de violencias que resulta convenientemente invisibilizada.
Nuestros platos están en crisis
¿Comemos? ¿Qué comemos? ¿Cuánto cuesta? ¿Quién lo produce? ¿Quién lo elabora? El alimento como mercancía muestra su costado fetiche. Y sobre la crisis de la comida está la crisis de la palabra ¿Qué decimos? ¿Cómo lo decimos? ¿Desde qué términos? ¿Qué entendemos de lo que decimos? Es preciso deconstruir los vínculos naturalizados con relación al problema de la alimentación. Y es preciso hacerlo desde una mirada ecologista y feminista situada y en relación.
Nuestras vidas se sostienen, a pesar y en contra, de un sistema que permanentemente las niega. Desde las ollas populares a la distribución de tareas de cuidados en el teletrabajo, pasando por la dilatación de los consejos de salarios del sector rural o el plan nacional de agroeoclogía, estamos en problemas. Que la producción de alimentos saludables se destine a una élite es un problema. Que no critiquemos las desigualdades de género que se estructuran en el seno de estas producciones alternativas es otra arista del problema. Que la gran mayoría de la producción de alimentos dañe la salud y que se comercialice a precios onerosos son un gran problema. Que no visualicemos las condiciones de explotación y precarización de los y las trabajadoras que producen los alimentos en el sistema convencional es otro enorme problema.
Ni la alimentación, ni el feminismo ni la ecología pueden ser problemas de pocas personas. Es preciso visibilizar las enormes desigualdades que hay detrás de los alimentos y a lo largo de toda la cadena de producción. De nuestras cocinas al mundo, precisamos de una mirada feminista que no solo ponga el foco en el producto sino también en el proceso. Precisamos de una crítica ecofeminista a los sistemas agroalimentarios para inteligir la crisis alimentaria de un sistema en crisis. No queremos autoestima alta en un mundo injusto y desigual. Queremos pensar y actuar en desde nuestros pedacitos de mundo pero sabiendo que hay más mundo allá fuera, para poder, ahora si, nosotras poder.