Aniversario de la mayor tragedia minera de Brasil: memoria, dolor y la fuerza de las comunidades
El municipio de Mariana (Brasil) fue escenario del desastre de millones de toneladas de barro con mineral de hierro y químicos que arrasaron cientos de viviendas, escuelas, iglesias y vidas. La empresa responsable: Samarco (Vale/BHP Billiton). Una crónica-ensayo, nacida del dolor y las lágrimas, que denuncia el extractivismo y propone otras formas de vida.
Por casualidad o por destino, me tocó conocer la ciudad de Mariana y recorrer las zonas devastadas por el rompimiento de la barregem de fundâo (presa de fundición) un 12 de octubre. Las jugarretas que nos tiende la historia enmarañada de fechas marcadas por el poder, la memoria de hegemonías impresas en las instituciones y los cuerpos, se hizo presente ese día, de conmemoraciones antagónicas. A un lado, la fecha evocaba grandezas y epopeyas de “la humanidad” con el “descubrimiento”; del otro lado, sólo dolor infinito y pérdidas irreversibles.
Mientras en Madrid se llevaban a cabo obscenas celebraciones al imperialismo y al colonialismo, explícitos en el “día de la hispanidad”; acá, en el interior rural de Brasil, las poblaciones asistían masivamente a las iglesias católicas, a celebrar el día de Nuestra Señora de la Aparecida, también otra marca de la colonialidad, aunque ésta ya convertida en campo de disputa.
La advocación de la virgen negra —“aparecida” un 12 de octubre de 1717 en las aguas del río Paraiba para salvar la pesca que alimente el banquete de una autoridad colonial— parecía pretender tapar con el milagro de la abundancia lo que fue el horror de aquel primer 12 de octubre, el de la catástrofe originaria, que desencadenaría esta Era de las Catástrofes que hoy habitamos. Sin embargo, lejos de ocluir, la Aparecida fue (re)tomada y (re)significada por los humildes y despojados, como símbolo de amparo y de re-existencia.
Bajo esos sentidos es que se congregó la comunidad de Paracatú do Baixo este 12 de octubre de 2022. Entre las miles de misas que se celebraban en honor a su patrona en el Brasil, nosotros estábamos en un pequeño templo “rescatado” de los barros de la minera Samarco (de las multinacionales Vale y BHP Billiton). Las marcas del crimen, presente en sus paredes, elevándose casi hasta el techo mismo, como documento histórico de la catástrofe del 5 de noviembre de 2015, cuando un mar de barro extinguió para siempre el modo de vida que sus pobladores habían cultivado allí durante generaciones sucesivas arraigadas en ese territorio.
Ese día, en esas circunstancias y esos acontecimientos, se revolvían en los cuerpos los torbellinos flagelantes de la violencia colonial, la violencia del despojo originario resurgía potenciada en la violencia criminosa de nuestro tiempo. En esas múltiples y antagónicas celebraciones y conmemoraciones, se hacía presente el colonialismo/colonialidad como columna vertebral de la era moderna, una verdadera Era de catástrofes socialmente producidas y políticamente naturalizadas.
La colonialidad justamente busca eso. Pretende naturalizar las catástrofes, producir sensibilidades y subjetividades acostumbradas a convivir con el dolor de la depredación y el desconsuelo de la injusticia. Hace de las ruinas, monumentos históricos; y de la historia, una memoria sesgada, que ocluye sistemáticamente la sangre derramada en la edificación de las “proezas” de la “Humanidad”.
Puede decirse que Mariana está signada bajo estas marcas de la colonialidad. Mariana, una ciudad “tombada”, (considerada parte del «patrimonio» del Estado de Brasil) llena de momentos y edificios patrimonializados, al igual que el municipio de Ouro Preto; cargando una memoria de pasados dorados imperiales, los tiempos del auge del oro, y del tráfico de esclavos. Las calles empedradas, las pintorescas veredas con piedras colosales no dejan de mirarme y de gritar. Las veo y escucho los gritos de tantos cuerpos humanos masacrados en la esclavitud; sus fuerzas y capacidades de trabajo exprimidos hasta la última gota, para ennoblecer una historia y un paisaje de grandeza ajena, que se forjaba a costa de su explotación.
Una ciudad tombada y una población arrasada: los monumentos históricos conviviendo con paisajes de puras ruinas. Marcas de el barro que arrastró biografías, paisajes e historias de comunidades de vida hasta su propio fin del mundo. Recordaremos: fue el 5 de noviembre de 2015, un evento propiamente apocalíptico, que pretende ser borrado como tal en la historia colonial del “progreso” extractivo, apenas como una “contingencia”.
El progreso de la burguesía minera, los récords de lucros de la Fiemg (cámara empresaria minera de Minas Gerais) aplastando sembradíos de maíz y caña, de verduras y hortalizas; tapando vertientes inmemoriales que dieron de beber a humanos y no humanos, a comunidades de vidas enteras; esterilizando los suelos y asfixiando los nutrientes de donde nace la leche con la que sus pobladores hacen sus quesos emblemáticos; las ganancias de las mineras destruyendo las cadenas tróficas de los lugares, los círculos de comensalidad, la confianza, la ayuda mutua, la generosidad abierta; los sistemas comunales de seguridad y amparo sobre el que las poblaciones afectadas construyeron sus modos de vida.
Me pregunto cuál es es el nombre adecuado para este desastre-crimen; cuál es —si la hubiera— la palabra exacta para dar cuenta de su naturaleza, de sus condiciones de producción y sus efectos de larga duración. ¿Qué es propiamente este acontecimiento? ¿Cómo nombrar a sus “damnificados”? ¿Qué significa exactamente ser “un/a atingido/a” (afectado/a)?
Despojo: crimen político y evento apocalíptico
La temperatura del agua del río acusa la matanza de árboles que provocó la lava derramada. El calor, como síntoma del fuego arrasador, es una violencia sutil que permanece en las aguas que corre. Quién sabe cómo afectará a los peces, a la flora fluvial y de las orillas, a microbios, insectos y pájaros que conviven en su entorno; cómo les sabrá al ganado y a las cabras esa agua que ya no les refresca. En la misma orilla se ve un conjunto depredado de cocales, de los pocos que quedaron en pie tras la tragedia; unos en pie, pero ya muertos, otros agonizantes, con las hojas ralas y marchitas, unos pocos resistentes, que aparentan cierta mejoría relativa; todos ellos, con la marca del barro/lava en las alturas de sus troncos.
En una clase organizada por la profesora Andréa Zhouri en su cátedra “Crisis, Antropoceno y desastres: el neoextractivismo en América Latina” de la UFMG (Universidad Federal de Minas Gerais), Patricia Greneroso, de Concepción de Mato Dentro, decía: “Cada licencia es una sentencia de muerte; cada concesión, un crimen continuado. La minería es una muerte a cuentagotas y, a veces, toma la forma de un derrame letal”.
Siento esa definición como profundamente reveladora, que nos lleva a lo más profundo y verdaderamente oscuro de la esencia de este tipo de actos criminosos.
En las ciencias sociales se viene hablando recursivamente sobre el “despojo” como fenómeno fundacional y crónico de esta Era; de este modo de acumulación de riquezas oligárquicas y catástrofes socializadas. Pero tenemos que ser muy cuidadosos con la palabra; detenernos a pensar qué significa exactamente “despojo”, pues de lo contrario corremos el riesgo de banalizarla.
A la luz de las palabras de Patricia Greneroso, despojo no es apenas quitar un medio de producción, un “recurso económico” a alguien. El despojo es la aniquilación de una forma de vida que está arraigada a esa tierra, y que es co-constitutiva de ese territorio que sustraído y eliminado. Ese territorio es la materialidad y la espiritualidad de una vida colectiva, una vida-en-común (porque la vida en sí es un evento, más que colectivo, comunitario) que ha sido gestada y criada por una trama de biografías personales y colectivas, trans-generacionales y trans-específicas que han prosperado en-común.
El territorio condensa los saberes vitales producidos en ese acto propiamente milagroso de (con-)vivir y de (co)producir la vida. El territorio es también el cúmulo de emociones vinculados a esas vidas vividas y compartidas; saberes y emociones emergentes en el acto de producción social del propio sustento, del abrigo y el cuidado requerido para que la vida en sí prospere, emerja como creación colectiva, singular, única, irrepetible de ese lugar.
Así, es la vida toda la que es arrebatada en un acto de despojo. No es apenas el valor de mercado de esa tierra arrasada. Implica una violencia literalmente inconmensurable; porque provoca un daño irreparable. No se trata de un robo —al fin y al cabo, un delito menor— sino de un verdadero crimen político; acaso, el crimen más grave que pueda cometer un ser humano.
La tierra arrasada, el despojo y el desplazamiento de las poblaciones afectadas acaba de un plumazo con un hábitat; deja a las familias que lo crearon y lo criaron en la intemperie existencial misma. Arrasar una tierra habitada es propiamente un acontecimiento apocalíptico. Es poner fin a un mundo de vida; a un modo de existencia único que será ya definitivamente arrancado de la temporalidad de la Tierra. Aniquilado en su historicidad. El pasado se hace ruina; el presente, tragedia; el futuro, un agujero negro de precariedad, vulnerabilidad e incertidumbre amenazante. Si el despojo es un evento apocalíptico, ¿qué es entonces, un/a atingido/a (afectado/a)?
Sobrevivir al Apocalipsis, re-existir…
Las palabras de doña Ana María (madre de Clodoaldo, ambos re-existiendo junto a su tambo de vacas diezmado por el barro minero) penetraron como una daga en mi sistema perceptivo para dejarme una sentencia imborrable. “El ruido de la lama (barro) no se sale de la cabeza… Queda ahí… uno no se la puede sacar…”. Y los testimonios, cada vida afectada por el crimen de la empresa Samarco, lo confirman. El ruido de la correntada arrasando todo a lo que tenía enfrente queda grabado para siempre. El olor fétido, mórbido del mar de barro comiendo los territorios de vida, impregna la vida diurna y acecha el mundo onírico; todo lo transforma en pesadilla. La “bagunca” del alud de barro no se sale de la cabeza por su ruido y por su olor. Es el olor del fin del mundo. La profesora Andréa Zhouri cuenta que la primera vez que caminó el territorio de Bento Rodrigues convertido en ruinas, don José Barbosa le dijo: “En tres segundos, los 43 años de mi vida se acabaron”.
No hay palabras que contengan la violencia de 50 millones de toneladas de relaves deglutiendo cientos, y hasta miles, de años de vida en sólo unos segundos. Los testimonios de sus sobrevivientes sacuden visceralmente. Uno no puede permanecer impávido, imparcial, ante los mismos. La pregunta sobre ¿Qué significa un/a atingida/o? se manifiesta justamente incontestable. ¿Qué estado mental, afectivo, social, psíquico-somático enuncia? ¿Cómo se siente serlo?¿Haber pasado esa experiencia traumática de ver el alud llevándose su vida? ¿De amanecer al otro día y ver todo lo hecho y sembrado bajo los escombros y los lodos rojizos del poder? ¿Cómo subsistir y re-existir a partir de ese evento extremo; de violencia colosal, desnuda?
La empresa minera, de crueldad infinita y cinismo sin límites, juega con el sufrimiento de la/os afectada/os; especula con su dolor, con sus dolencias, con sus esperanzas, con sus sueños y pesadillas. Sólo especula. Nunca le interesó reparar nada; nunca los pobladores estuvieron en su mira como “sujetos de derechos”, mucho menos como seres dignos de respeto.
Para ellos, los atingidos son, como el crimen mismo que los creó, una contingencia de sus negocios; una tabla en su Excell de contabilidad; es decir, un costo cuyo único objeto en la racionalidad de los negocios, es ser reducido a la mínima expresión. En cada operación de reducción de costos, la impunidad se perpetúa; la crueldad se ejerce con saña sobre las vidas sobrevivientes.
Desde su nombre, “Renova (Renueva)”, la empresa que creó Samarco para ocultarse y lidiar con sus “contingencias”, habla de la liviandad inhumana con que se trata el crimen. “Renova”. ¿Qué se supone que renueva la “Renova”? Seguramente no la vida. Renova renueva el sufrimiento, la impunidad y la injusticia. Renova es el dolor y el nombre de lo irreparable. Renova renueva las masacres históricas de la minería colonial; el colonialismo y la colonialidad, su barro de saqueos, de territorios devastados y vidas ahogadas en la codicia del metal.
Las vidas de las comunidades, sus paisajes, memorias y saberes no es algo que simplemente se borra de un plumazo y luego se “renueva”. No hay renovación; no hay reparación posible. Sólo los atingidos (afectados) son los que pueden llegar a renovar su compromiso con la vida; no es que tienen una vida nueva, renovada, sino apenas una en la que deben re-emprender sus vidas, sobrevivir con el peso de la catástrofe a cuestas.
Marino, esposo de María, ambos criadores de cabras, vacas, caballos y deliciosos quesos, dice: “Estamos como presos, viviendo una vida dentro de una prisión… No tenemos dónde ir; no podemos pensar en nuestro futuro; no podemos hacer ningún plan para nuestras vidas, hasta que se le ocurra a Samarco terminar con la reparación; somos prisioneras de la minera”.
La vida congelada, puesta entre paréntesis, en una temporalidad que corre pero que, de hecho, está estancada; estancada en la tragedia, en la impunidad, en una situación de violencia estructural que se prolonga con los tiempos dilatados de las “justicia” que no llega y la incertidumbre que se hace carne y vida cotidiana.
Vivir sin poder retomar el propio rumbo, despojado del derecho elemental de construir el propio sentido de existir. Vivir viviendo una vida interrumpida, sin poder ser re-tomada, ser re-apropiada. Quizás esa es la violencia más aguda e insoportable creada por este acto criminoso. Un dolor más insoportable que el propio alud de barro de la minera.
Mientras tanto, los jueces y todo el sistema institucional colonial muestran sus impericias, incompetencias y sobornabilidades; igualmente siguen fingiendo hacer lo imposible: ¿Cómo hacer justicia ante las vidas destruidas? ¿Cómo poner un valor a lo irreparable, a lo irreversible, a lo insustituible? La vida, por definición, no tiene precio; no consigue —con justicia— ser traducida al lenguaje del valor de cambio.
Re-existir: la vida como movimiento apocalíptico
La pregunta por la entidad ontológica de un/a atingido/a se muestra como un boomerang contra un sistema edificado en base a crueldad y cinismo. No es una pregunta a ser respondida. Es un grito de denuncia que surge de lo más profundo de las carnes que han sido flageladas por el apocalipsis.
El filósofo Bruno Latour proponía que la humanidad hoy se divide en tres grandes grupos: el de quienes “se sitúan antes del apocalipsis” que “son quienes viven en la dulce inocencia o en la indisculpable ignorancia”; los que se sitúan después del apocalipsis, a quienes “ninguna trompeta del Apocalipsis será capaz de despertarlos de su sueño, y descenderán como sonámbulos hacia las formas más o menos confortables de aniquilación”.
Latour sólo tiene esperanza en quienes se sitúan durante el apocalipsis, que son aquellos que, porque han atravesado esa experiencia apocalíptica, “saben que no escaparán al tiempo que pasa”; su “pasión apocalíptica no tiene otro objetivo que el de impedir el apocalipsis”.
Mi madre, también maestra de vida, teóloga autodidacta y discípula de comunidades apocalípticas, quiso enseñarme que el apocalipsis —contra las creencias coloniales hecha cuerpos—, no es un evento sino un movimiento. Históricamente, es un “movimiento de creyentes que nace unos 700 años antes de Jesús y que la iglesia oficial logró ‘sofocar’ y desviar el sentido del mismo. Con lenguaje mítico —para no ser interpretado por el imperio dominante— aluden a la construcción de una nueva sociedad, aquí en la tierra”.
En el marco de la Teología de la Liberación, se trata de un movimiento aún más radical que el profético, que apuntaba a “cambiar los corazones de quienes tienen la potestad de gobernar”; en el horizonte apocalíptico, “se trataba de acabar con el propio sistema de gobierno; de revolucionar el orden del Imperio”.
Por casualidad o no, el 12 de octubre pasado en Paracatú do Baixo, en el templo marcado por el barro de Samarco, se leyó un extracto del libro del Apocalipsis. Sin saber su sentido luego revelado, esa sola palabra me estremeció y me hizo sentido para intentar comprender semejante paisaje en ruinas. Creo que la pregunta adecuada para aprender no es ¿qué significa un atingido/a (afectado/a)? Sino de dónde saca fuerzas para sobrevivir, para re-existir.
Entre lágrimas, me viene a la memoria la palabra de Patricia Greneroso: “Siempre pensé que sólo la fuerza sagrada de las comunidades podría parar la fuerza devastadora de la minería. Con esa esperanza y esa convicción empecé a participar de estas luchas… La revolución contra la minería nace de las comunidades afectadas, porque ni los sindicatos defienden siquiera los derechos de los trabajadores de las mineras”.
Su compañera de lucha María Teresa Corujo, «Teca», explica la centralidad de las mujeres en este movimiento: “Esta lucha exigen un esfuerzo sobre-humano. Muchos sucumben; sencillamente no aguantan… Pienso que las mujeres continuamos perseverando más, porque sabemos compartir el dolor; lloramos y salimos llorando de cada reunión, pero fortalecidas. Nuestra cultura crea en los hombres un impedimento para ser emotivos. Hay un mandato que les lleva a anular su afectividad y eso mismo los hace más débiles y vulnerables. Sólo compartiendo el dolor se puede caminar esta lucha”.
Sobrevivir. Re-existir. Vivir con la consciencia de ser-Tierra que vive en un tiempo apocalíptico; de apocalipsis político: extinciones masivas políticamente provocadas por un patrón de poder que violenta, irrespeta y arrasa la trama comunal de la vida. Re-existir, re-hacer las condiciones de la propia existencia en un tiempo en el que sustentar la vida requiere acabar con este sistema necro-económico que nos ha arrebatado el mundo, el mundo de la vida, y se está devorando la Madre-Tierra.
Publicado originalmente en agenciatierraviva.com.ar