¿Antropoceno, Tecnoceno o Capitaloceno? Algunos marcos para pensar el tiempo de la crisis climática
Las nociones de Antropoceno, Tecnoceno y Capitaloceno divergen en la centralidad concedida al ser humano, la técnica o el capital en nuestra época geológica; sin embargo, debemos evitar la contraposición fuerte de estos diagnósticos y atender a los múltiples factores que han causado la crisis climática, así como al entrelazamiento de la ecología, la economía y la tecnología.
La ecología y la tecnología son dos ámbitos que, generalmente, se han abordado por separado. Heredera de la tradición occidental, esta división se enraíza en la oposición entre tecnología y naturaleza, entre lo artificial (o lo cultural, o lo social), por un lado, y lo natural, por otro; una oposición que ha ido de la mano de procesos que han traído la catástrofe ecológica que define nuestra época. ¿Cómo pensar -teórica y prácticamente- las relaciones entre estas formas del conocimiento y esferas de lo real en vista de la crisis climática? El presente artículo esboza algunas notas preliminares en torno a esta cuestión.
Conexiones entre ecología, economía y tecnología
Una concepción “estándar” de la ecología la define como la ciencia que estudia las interacciones de los organismos entre sí y con su entorno. El término fue acuñado por el zoólogo alemán Ernst Haeckel en 1866 para describir la “economía de la naturaleza”. Esta definición no es sorprendente, ya que ecología y economía comparten la misma raíz etimológica, oikos, que en griego significa “casa” u “hogar”, pero también “familia” y “la propiedad de la familia”. En el caso del término “ecología”, el oikos va ligado al logos -que en griego antiguo significaba palabra, discurso o razonamiento- y, en el de la economía, al nomos -que hacía referencia a la ley, la norma o la administración de algo-. Por lo tanto, ecología y economía harían referencia, respectivamente, al razonamiento en torno del lugar donde se vive, por un lado, y a su administración, por otro. Por lo que respecta a la tecnología, término que surge en diferentes lenguas europeas en el siglo XVII, su composición deriva de la palabra griega techné -arte, destreza u oficio-, íntimamente ligada a la poiesis -es decir, a la producción o creación de objetos- y, de nuevo, a logos, por lo que se trataría de un razonamiento o discurso en torno al saber hacer. Como ocurre en el caso de la ecología, aunque las raíces etimológicas del término se remontan a la Antigüedad, su construcción y significado actual es de origen moderno. Por tecnología puede entenderse hoy alta tecnología, es decir, la producción u operación de conocimientos, objetos o procesos desarrollados sistemática y empírico-racionalmente, y orientados a intervenir en el entorno. Por tanto, en una primera aproximación, la ecología y la tecnología pueden verse, respectivamente, como el conocimiento sobre el entorno (o sobre los sistemas de organismos y entornos) y sobre los medios o sistemas para transformarlos.
En Occidente, estas dos formas de discurso o conocimiento se han tratado a menudo de forma independiente. El ejemplo paradigmático de ello es el de la filosofía: resumiendo en extremo puede decirse que, por un lado, la filosofía medioambiental se ocupa del entorno natural y el lugar de los seres humanos dentro de él; y, por otro lado, de manera independiente y habitualmente inconexa, la filosofía de la técnica reflexiona sobre los artefactos y sistemas técnicos, sus características, condicionantes y efectos sociales. Sin embargo, en Philosophy, Technology and the Environment, David M. Kaplan subraya que, dado que “las cuestiones medioambientales implican inevitablemente tecnología, y las tecnologías tienen inevitablemente repercusiones medioambientales”, deberíamos “ecologizar la filosofía de la técnica y tecnologizar la filosofía medioambiental”. Para complementar la propuesta, como hemos insinuado al apuntar la conexión etimológica entre ecología y economía, la filosofía de la economía (y, particularmente, la crítica de la economía política) parece ser otra rama del saber que debe tenerse en cuenta a la hora de articular ese encuentro. Ahora bien, para justificar tal hibridación es necesario que existan no sólo problemáticas comunes sino quizá también un vínculo fundamental entre ecología, tecnología y economía.
Los nombres de nuestra época geológica
La era presente, definida mediante términos como “Antropoceno”, “Tecnoceno” o “Capitaloceno”, parece subrayar ese vínculo como clave histórica. Diversos autores y autoras plantean esos conceptos como marca de nuestra época geológica. Una época geológica representa una unidad cronoestratigráfica, es decir, un periodo de tiempo que comprende las rocas formadas en ese lapso (habitualmente de millones de años), y que suele reflejar cambios significativos en las biotas, esto es, en los sistemas vivos, de un periodo a otro. El nombre asignado a una determinada época deriva de ciertas localidades o áreas geográficas, o de las características generales de la fauna que habitó durante ese tiempo, entre otros criterios que, en no pocas ocasiones, varían entre analistas y países. Son este conjunto de factores los que dan contenido a la raíz del nombre de una determinada época. En el caso de los tres nombres mencionados para la época presente, serían “anthropos”, “techné” y “capital”. Por su parte, el sufijo “-ceno” deriva del griego kainós, que significa “nuevo”, “reciente” o incluso “extraño”, y opera como marcador temporal genérico, es decir, hace que la palabra nombre un tiempo o época determinado. En el caso de los términos “Antropoceno”, “Tecnoceno” y “Capitaloceno”, la raíz de la palabra apunta a la centralidad y los efectos biológicos y geológicos bien del anthropos (el ser humano, en griego antiguo), de la tecnología, cuya etimología ya hemos mencionado, o del capital, esa forma de relación social que transforma toda realidad en medio para la maximización del valor de cambio (o, en términos más coloquiales, el beneficio económico) y que define la economía mundial en los últimos siglos. El Holoceno, la época actual del periodo Cuaternario en la historia de la Tierra, estaría dando paso a una época definida por el impacto global que las actividades humanas, la tecnología o el capital han tenido sobre los ecosistemas terrestres.
Ahora bien, cada uno de estos tres términos se enraíza en una forma o tradición de pensamiento en torno a las relaciones entre el ser humano, la tecnología, la economía y la ecología dentro de la cultura occidental. Además de plantear distintos diagnósticos, cada uno de ellos presenta como solución el opuesto de la causa: la respuesta al Antropoceno sería un descenso poblacional o la modificación de nuestra especie; la respuesta al Tecnoceno sería una reducción de las infraestructuras tecnológicas y energéticas o -desde posturas neoprimitivistas- el regreso a un mundo pretecnológico; y la respuesta al Capitaloceno sería la abolición del capitalismo. A continuación abordamos cada uno de estos marcos.
Antropoceno: el ser humano como agente geológico
Para empezar, las relaciones entre ecología y tecnología han variado en el tiempo porque el significado del oikos, el logos y la techné, así como la relación entre ellos, no es estable sino variable. En los siguiente párrafos hacemos un recorrido brevísimo (y, en esa medida, insuficiente) que va de la Antigüedad a la actualidad, revisando algunas de esas variaciones. Cabe comenzar comentando que el griego oikos, traducido como “entorno natural” o “medioambiente” en la ecología contemporánea, parece remitir a una versión moderna (y, por tanto, sujeto-céntrica, incluso si ese sujeto es el organismo) del concepto griego de physis, término habitualmente traducido como “naturaleza”. Para Platón, la physisalude tanto a la totalidad de las cosas corpóreas como a la esencia ideal o el modelo inmutable que la techné o arte imita y, en cierta medida, falsea: “el arte […] no participa demasiado de la verdad, sino que produce una especie de imágenes emparentadas con ella, como las que generan la pintura y la música” (Las leyes, X, 889d). Por otro lado, según Aristóteles, la techné “existe para auxiliar a la naturaleza y suplir sus deficiencias”, ya que “el ser humano precisa de muchas artes para su supervivencia” (Protréptico, 11); un ejemplo sería el de la agricultura, ya que la naturaleza tal cual viene dada no satisface las necesidades humanas. El rol de la técnica en la Grecia antigua está, en todo caso, incardinado y subordinado a la physis, una realidad natural eterna y poderosa. Así, según el mito, Prometeo paga caro el entregar a los humanos el don del fuego, símbolo de las habilidades técnicas y de la capacidad de transformar una realidad cuyo destino último es cosa divina.
Esta visión, que sitúa a la naturaleza por encima del ser humano y de la técnica, llega a su fin con el cristianismo, que según el historiador Lynn White Jr. es la raíz histórica de nuestra crisis ecológica. En el cristianismo la naturaleza no es ya eterna sino creada de la nada por Dios, que crea también al hombre a su imagen y semejanza, para que tenga “dominio sobre los peces del mar, las aves del cielo, el ganado, y en toda la tierra” (Génesis 1:26). Esta es una de las bases religiosas del antropocentrismo moderno, que ya en siglo XV situaría al ser humano en un lugar privilegiado dentro del cosmos, bien por las circunstancias excepcionales de su creación y condición (desde una postura entre lo teológico y lo existencial, como en Pico della Mirandolla) o bien por ser el Sujeto del pensamiento y único animal dotado de razón (desde una postura filosófica, como en Descartes). Esto lo separaría del resto de animales, a menudo considerados meras máquinas vivientes. Así, el recién mencionado Descartes se propone, en su Discurso del método, elaborar una filosofía práctica “por medio de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean, […] podríamos hacernos como dueños y poseedores de la naturaleza”; un proyecto muy similar al de Francis Bacon, en cuyo Novum Organum se presentaba un nuevo método científico que partía de una única convicción: “sólo podemos dominar la naturaleza si la conocemos”. Este dominio era, según Bacon, la manera de recuperar el estado anterior al pecado original y la caída – otro punto de conexión con la tradición cristiana.
En resumidas cuentas, en la Modernidad la técnica (cada vez más, tecnología, de la mano de la ciencia) aparece sobre todo como un medio al servicio de un Hombre concebido como medida de todas las cosas (según la antigua fórmula de Protágoras), como protagonista principal de la Historia Universal. De este modo, la actual crisis ecosocial se conectaría al antropocentrismo de nuestra herencia filosófica y religiosa. Hay quien, yendo más allá, se retrotrae a la aparición del Homo sapiens sapiens hace unos 100.000 años; o, como sugiere Timothy Morton, al año 10.000 a.C, con el paso del nomadismo al sedentarismo y la invención de la agricultura. En cualquier caso, sería en los últimos siglos cuando el impacto de la actividad humana sobre el planeta ha alcanzado una escala geológica. A todo ello parece apuntar el concepto de Antropoceno (que deriva, como hemos visto, del griego anthropos, “humano”, y kainós, “nuevo”), acuñado a principios de los ochenta por el ambientólogo Eugene Stoermer y popularizado a raíz de un artículo escrito junto al Premio Nobel de Química Paul Crutzen en el año 2000. A pesar de su gran acogida tanto en el ámbito científico como en el cultural, se trata de una noción problemática en la medida que atribuye el mismo grado de responsabilidad a todos los humanos en los procesos de devastación ecológica, sin establecer ninguna distinción entre clases sociales o entre el Norte y el Sur Global. Como el propio antropocentrismo y humanismo modernos, omite las formas de subordinación internas a la imagen del “hombre medida” en Occidente, es decir, la subordinación de las mujeres o las personas racializadas, a menudo identificadas con la naturaleza o lo salvaje, y que han sido secularmente damnificadas del proceso cristiano, cartesiano y baconiano de control de la “naturaleza”. Además, si una de las raíces de la crisis ecológica reside en la centralidad concedida hasta ahora al ser humano (especialmente, como decimos, a cierto modelo del mismo), es posible que el convertirlo en protagonista exclusivo de nuestra época geológica sólo refuerce su autoimagen narcisista como propietario, destructor y potencial salvador del mundo.
Tecnoceno: las consecuencias planetarias del despliegue técnico
Esta ficción moderna de dominio del Hombre sobre la naturaleza comenzó a desmoronarse en el siglo XX (si no antes), cuando el desarrollo técnico mostró su faceta más inhumana y destructiva. En este contexto, Martin Heidegger escribió La pregunta por la técnica(1953), donde se desmarcó de la concepción instrumental y antropológica de la técnica como un medio y un hacer humano y la definió como un modo de desocultamiento (un modo de revelar y revelarse del mundo) que, en su forma moderna, “acontece de tal manera que se descubren las energías ocultas en la naturaleza”, convirtiendo a esta última en un “almacén de existencias” que se nos presentan como disponibles. Lejos de tener el control, el ser humano es por un lado interpelado por la técnica (en tanto que modo de revelación del mundo) y, al tiempo, se ve transformado en una existencia o recurso (p.ej.: un recurso humano). Por tanto, frente a la visión según la cual los seres humanos usan la técnica como un mero instrumento para satisfacer sus ansias de control, para Heidegger es la técnica la que encarna e instaura una nueva forma de ver el mundo y relacionarse con la naturaleza: “al aire se lo emplaza a que dé nitrógeno, al suelo a que dé minerales, al mineral a que dé uranio, a éste a que dé energía atómica, que puede ser desatada para la destrucción o para la utilización pacífica”. Esta última cuestión no es menor: el Grupo de Trabajo del Antropoceno (AWG) fijó el inicio de la presente época geológica en la era atómica, al considerar que es la capacidad de liberar energía nuclear lo que convierte al ser humano en un agente geológico con capacidad para destruir la vida sobre el planeta. Otras personas han fijado la fecha en el inicio de la revolución industrial, con el uso de combustibles fósiles y la consiguiente emisión de gases de efecto invernadero. Por ello, Flavia Costa propone “poner el acento en la cuestión del despliegue técnico, en las infraestructuras construidas y en los modos de energía desencadenados”, a través del concepto de Tecnoceno. El término fue originalmente acuñado por el sociólogo Alf Hornborg en The Political Ecology of the Technocene (2015), donde aborda la tecnología moderna como eje que vertebra tanto el estudio de las dimensiones biofísicas de la historia natural como el de las dimensiones socioculturales de la historia humana (sin abandonar por tanto la distinción entre Naturaleza y Sociedad), por lo que “en lugar de dar a entender que el cambio climático es la consecuencia inexorable de la aparición del Homo sapiens, como sugiere la noción de Antropoceno, preferiría que la época geológica inaugurada a finales del siglo XVIII se denominase Tecnoceno”. Para Costa, sin embargo, se trata de una herramienta conceptual que permite abordar un conjunto de problemáticas y dimensiones del Antropoceno ligadas a la tecnología sin disputar el consenso terminológico ni arrogarse un carácter omniexplicativo. Se trata de una contribución parcial al debate en torno al carácter de nuestra época, subrayando el coste ecológico de la digitalización a causa del consumo energético de los centros de datos, la extracción de minerales y metales raros, el desecho de basura electrónica o las emisiones de CO2 resultantes de la fabricación y el transporte de dispositivos.
Capitaloceno: el capitalismo en la trama de la vida
Por último, hay quienes, siguiendo a Marx, no consideran que la causa principal de la destrucción medioambiental sea el ser humano en abstracto, ya que este siempre ha transformado la naturaleza mediante el trabajo; y tampoco la técnica, aunque bajo el capitalismo esta se ve reducida a un conjunto de medios y procedimientos para la autovalorización del capital mediante la mejora de la productividad, la reducción de costes, la redefinición de las relaciones de poder en el ámbito laboral o el incremento de la explotación. Antes bien, según autores como Jason W. Moore, la raíz de nuestra época geológica se hunde en el origen del capitalismo, entre los siglos XV y XVI. En Marx, el capital como relación social vive de la explotación de la fuerza de trabajo humana y la fuerza productiva de la tierra: como explica en el primer libro de El Capital, “[la industria y la agricultura] se estrechan la mano, puesto que el sistema industrial rural también extenúa a los obreros, mientras que la industria y el comercio, por su parte, procuran a la agricultura los medios para el agotamiento del suelo”. Aquí es fundamental el concepto de fractura metabólica, que autores como John Bellamy Foster consideran la aportación más directa de Marx a la discusión ecológica, con la que -también en El Capital– describe el modo en que la producción capitalista (y, concretamente, la agricultura inglesa del siglo XIX) “perturba la interacción metabólica entre el ser humano y la Tierra al impedir el retorno al suelo de los elementos constituyentes consumidos por el hombre en forma de alimentos y vestimenta, obstruyendo la operación de la eterna condición natural de la fertilidad imperecedera del suelo”. Frente a eso, Marx propone que “el hombre socializado y los productores asociados regulen racionalmente ese metabolismo suyo con la naturaleza poniéndolo bajo su control colectivo”. Por lo tanto, desde la perspectiva del denominado marxismo verde, el capitalismo -y no el ser humano o la técnica- es el principal responsable de la devastación ecológica; o, como ha sugerido Matthew Hubber, el cambio climático es en realidad una guerra de clases.
Por su parte, el ya mencionado Jason W. Moore se aleja del concepto de metabolismo al considerarlo “una metáfora de separación cuya premisa son los flujos materiales entre Naturaleza y Sociedad”, perpetuando así una visión dualista donde lo social surge de la naturaleza y la perturba desde fuera. Por ello, como expone en Capitalism in the Web of Life, hay que “elegir entre un paradigma cartesiano que ubica el capitalismo fuera de la naturaleza, actuando sobre ella, y una forma de ver el capitalismo como proyecto y proceso dentro de la trama de la vida”. A este fin propone, entre otros, el concepto de Capitaloceno (originalmente acuñado por el ecólogo Andreas Malm) que permite pensar el capitalismo como “una ecología mundial situada y multiespecies de capital, poder y (re)producción” que no solo abusa de la naturaleza como algo exógeno sino que la produce históricamente bajo la ley del valor como una naturaleza barata -alimentos, materias primas, energía…- de la que posteriormente se apropia, y que está en camino de agotarse o llegar a su fin. Se trata por tanto de un doble movimiento (o doble internalidad) de flujos de capital en la naturaleza y flujos de naturaleza en el capital.
Este concepto presenta algunas ventajas respecto a los dos anteriores -Antropoceno y Tecnoceno- al permitir la atribución de responsabilidades diferenciadas histórica y geográficamente, incorporando el peso de la dominación colonial o el imperialismo; y ofrece herramientas útiles para abordar el antropocentrismo y la técnica como resultado de relaciones sociales e intereses económicos. Sin embargo, también presenta algunos problemas. Como ha señalado McKenzie Wark, la visión de Moore se ve atrapada en el mismo dualismo que pretende rechazar, ya que la doble internalidad entre Naturaleza y Sociedad (o Capital) es “una especie de duplicación metafórica que, a diferencia del paradigma cartesiano, hace hincapié en la interacción -más que en el distanciamiento- de los dos términos; pero sigue habiendo dos términos, y la naturaleza nunca aparece del todo como un agente activo”.
Chthuluceno: más allá de la división Naturaleza-Tecnología-Sociedad
Este último punto es especialmente relevante en un panorama cultural y filosófico que lleva décadas volcado en la crítica del dualismo entre la cultura, la sociedad o la tecnología, por un lado, y la naturaleza o la ecología, por otro. Una de sus estrategias más comunes entre autores y autoras asociados con la posmodernidad ha sido el constructivismo: en el caso de la oposición naturaleza/cultura, esto implica sostener que ni una ni otra existen como ámbitos delimitados de la realidad sino como constructos sociales, lingüísticos o semióticos que adquieren distintos significados en diferentes textos y contextos, a los que solo podemos acceder desde un determinado marco de sentido. Paradójicamente, esto no ha servido para desmontar el dualismo sino para subsumir uno de los polos (la naturaleza o lo material) por el otro (la cultura o lo social). De ahí que los esfuerzos posteriores de pensadoras como Donna Haraway se hayan concentrado en escapar del dualismo sin ser reduccionistas, proponiendo no ya la inexistencia de la naturaleza y la cultura sino la existencia de múltiples enredos semiótico-materiales que dan lugar a naturoculturas emergentes en las que -como dice en su Manifiesto de las especies de compañía– “la co-constitución, la finitud, la impureza, la historicidad y la complejidad son lo que hay”. Esto cuestiona también la definición de ecología planteada al comienzo del artículo, como “estudio de las interacciones entre los organismos y el entorno”, al desdibujar los límites entre esas dos entidades. Todo ello tiene implicaciones para la concepción de nuestra época geológica. Yendo más allá de los conceptos de Antropoceno o Capitaloceno, Haraway ha propuesto el concepto de Chthuluceno (cuya raíz deriva del griego khthónios, “perteneciente a la tierra”), con el que nombra “un tipo de espaciotiempo para aprender a seguir con el problema de vivir y morir […] en una tierra dañada”. Más allá, señala:
Contrariamente a los dramas dominantes en el discurso del Antropoceno y el Capitaloceno, los seres humanos no son los únicos actores importantes en el Chuthuluceno, con todo el resto de seres capaces solo de reaccionar. El orden ha sido retejido: los seres humanos son de y están con la tierra, y los poderes bióticos y abióticos de esta tierra son la historia principal.
Se trata, en primer lugar, de ir más allá de los relatos antropocéntricos sobre nuestra época geológica; en segundo lugar, de acabar con la idea de Naturaleza como espacio prístino y puro (es decir, certificar su muerte, como apuntó Bill McKibben en The End of Nature, resultado de las transformaciones de los ecosistemas vivos por causa de la actividad técnica y económica humana, que desemboca en una postnaturaleza artificial); y, en tercer lugar, de ofrecer una visión de oikos, techné, logos y nomos como realidades co-constituyentes, lo que lleva a un cuestionamiento y entrelazamiento de tecnología, ecología y economía en tanto que espacios de conocimiento y acción. Como respuesta, Haraway apela a nuevas formas de respons(h)abilidad para hacernos cargo de esos entrelazamientos y orientarlos en direcciones deseables. Y para ello la narración, el logos, juega un papel crucial, puesto que “importa qué historias crean mundos, qué mundos crean historias”.
Negacionismo y colapsismo: retórica y ciencia en la crisis climática
Una de las narraciones más extendidas hoy es el negacionismo climático en sus diversas formas, que van de la negación de la crisis climática o su gravedad a la negación de la urgencia y profundidad de las acciones necesarias. Como señala Bruno Latour en Dónde aterrizar, “no tenemos suficiente conciencia de que el negacionismo climático organiza toda la política del presente”. Para explicar este fenómeno no basta con culpar a los medios de comunicación por promover la posverdad o a las redes sociales por potenciar la polarización, si bien tienen un profundo impacto ideológico (o, por usar una fórmula de Guattari, traen efectos nocivos para la ecología mental, social y medioambiental). Más allá de las tecnologías de la información y la comunicación es preciso examinar las razones socioeconómicas y cognitivas tras esa reticencia a aceptar la evidencia científica y a afrontar la principal amenaza a la supervivencia de nuestra propia especie. Entre las razones socioeconómicas se encuentran factores como la dependencia de la vida contemporánea de los combustibles fósiles, el poder económico y mediático del lobby energético, o la complicidad de los gobiernos con esas mismas industrias fósiles y extractivas. Por lo que atañe a las razones cognitivas, el activista medioambiental y experto en comunicación George Marshall explica en su libro Don’t Even Think About It que, por su naturaleza vasta e incierta, somos incapaces de concebir plenamente el cambio climático. Por lo tanto, concluye que para movilizar a la gente es necesario “algo emocional, debe tener inmediatez y prominencia” puesto que “una amenaza lejana, abstracta y discutible no posee las características necesarias para movilizar a la opinión pública”. Lejos de cualquier logomaquia o conflicto entre formas de discurso y razonamiento, esto no implica olvidar la centralidad de las tecnociencias, cuyas modelizaciones siguen siendo la única forma de la que disponemos para conocer, predecir e intervenir en los sistemas climáticos. Se trata de asumir que los números no hablan por sí solos. Y aquí es donde el arte o las humanidades juegan un papel fundamental en la traducción comunicativa y estética de esa escala amorfa e impensable; como lo juegan también en la especulación sobre otros mundos posibles y deseables.
Como antítesis del negacionismo, recientemente se ha popularizado en España el término “colapsismo” para referirse a la postura de científicos como Antonio Turiel o Alicia Valero, que en trabajos como Petrocalipsis o Tanathia cuestionan la viabilidad de una transición energética que sustituya los combustibles fósiles por renovables debido a la escasez de materiales y la dependencia de las tecnologías verdes respecto a energías convencionales como el petróleo, en muchos casos en proceso de agotamiento. La etiqueta ha sido motivo de respuesta por parte de sus adjudicatarios: a los ojos de Turiel se trata de una etiqueta sesgada, que presenta a los científicos como una pandilla de agoreros sin fundamento en lugar de como expertos con un conocimiento tecnocientífico sobre los límites del planeta y para quienes, además, el colapso es evitable mediante un “Gran Descenso”. Por ello, considera que la verdadera división no es entre colapsistas y no-colapsistas (o negacionistas) sino entre pro-capitalistas (quienes creen que no será necesaria una transformación del sistema económico) y post-capitalistas (para los que solo una reducción drástica en los niveles de producción y de consumo podrá evitar la catástrofe). Sin embargo, el alegato de Turiel en favor de la objetividad científica omite los elementos retóricos y emocionales que van de la mano de toda comunicación, comenzando por la que se lleva a cabo en redes sociales. Los modos y dimensiones del logos (del discurso y el razonamiento) no son únicos y simples sino múltiples y complejos. Como afirma Emilio Santiago Muiño, “además de análisis fríos y arquitecturas teóricas, muchas veces implícitas, el colapsismo comparte afectos, estéticas, modos de razonar” y va ligado, en definitiva, a “un estado de ánimo”.
Alternativas sistémicas y transición ecosocial
Al margen de la crítica recién esbozada, la división que apunta Turiel entre pro-capitalistas y post-capitalistas resulta ciertamente más útil que la de colapsistas y no colapsistas a la hora de agrupar las distintas soluciones que se proponen para superar la crisis ecosocial. Del lado de los pro-capitalistas estarían visiones como la del capitalismo verde. Este Green New Deal busca mantener el sistema económico actual defendiendo la posibilidad de un “crecimiento sostenible” y otorga un papel central a las corporaciones transnacionales en el abordaje de la crisis climática y el despegue de la transición ecológica. Tanto la crisis como la transición son consideradas problemas para los que sería posible encontrar soluciones tecnológicas, que van desde las energías renovables a los coches eléctricos, pasando por distintas intervenciones climáticas -como la captura y secuestro carbono- que suelen agruparse bajo la etiqueta de “geoingeniería”. En esta línea se encuentra también el ecomodernismo, para el que el desarrollo de las fuerzas productivas puede conducir a la creación de sistemas energéticos industriales más eficientes, basados en combustibles limpios y renovables, lo que permitiría no tener que renunciar al crecimiento. De este modo, el capitalismo suele estar alineado con el tecnooptimismo, que parece ignorar factores como la paradoja de Jevons, según la cual el incremento en la eficiencia con la que se usa un recurso provoca un aumento -y no una disminución- de su consumo, debido a factores como la reducción de costes asociados a su uso.
Frente a esto, el decrecimiento sostiene que, en un planeta finito y de recursos limitados, las dinámicas de crecimiento continuo no son sostenibles. Las posiciones decrecentistas suelen exigir que los países ricos del Norte Global reduzcan sus niveles de producción y de consumo, y adopten nuevos valores y estilos de vida: ocio creativo, reparto del trabajo, reducción de las infraestructuras energéticas y tecnológicas, restauración del hábitat local, sobriedad y sencillez voluntarias… Se trata de una propuesta ampliamente aceptada tanto en el ámbito académico como en el activismo medioambiental, aunque no está exenta de críticas. Especialmente en sus versiones iniciales, formuladas por autores como Serge Latouche, omitía la crítica sistemática al capitalismo: ponía el foco en el dogma del crecimiento y en los estilos de vida, a menudo ignorando los antagonismos de clase o las condiciones materiales de una clase trabajadora que no se beneficia de dicho crecimiento (ni siquiera en un Norte Global atravesado por la desigualdad), u otras cuestiones como la propiedad de los medios de producción y el poder del Estado. Por ello, en El capital en la era del Antropoceno, Kohei Saito afirma que “la teoría decrecentista […] debe basarse en una crítica mucho más radical del capitalismo: el comunismo”. En cuanto a la mitigación del cambio climático, una posición habitual en el bando decrecentista pasa por apostar por estrategias “naturales” como la reforestación, la agricultura regenerativa o el carbono azul, razón por la cual se le suele atribuir cierto ideal pastoril y tecnopesimista. Matthias Schmelzer, Andrea Vetter y Aaron Vansintjan se oponen a dicha atribución en The Future is Degrowth:
En lugar de la hostilidad general hacia la tecnología que a menudo se asume como distintiva del decrecimiento, éste se caracteriza por una visión diferenciada de la tecnología y la democratización del desarrollo tecnológico. […] Se trata también de oponerse al mito del progreso tecnológico imparable e independiente, del aumento continuo de la productividad y de la mejora constante de las fuerzas productivas sociales (como también prevalece en gran parte de la izquierda tecnofuturista) y de ofrecer una alternativa democrática.
Desde esta perspectiva, además de objetivos como la democratización de la economía, la redistribución y limitación de los ingresos y de la riqueza o el desmantelamiento y reconstrucción equitativos de la producción, el decrecimiento también debería evitar toda tecnofobia y, en su lugar, aspirar al diseño de tecnologías convivenciales –en la tradición de Ivan Illich– de acuerdo con principios como los de la conectividad, la accesibilidad, la adaptabilidad, la biointeracción y la adecuación. Actualmente existen varias propuestas que tratan de aplicar dichos principios al ámbito digital, desvinculando su desarrollo del imperativo del crecimiento o el tecnofetichismo, e imaginando qué formas alternativas podría adoptar en una era de falta de recursos y colapso climático. En esta línea se encuentra la informática del colapso, que aboga por aprovechar las condiciones de abundancia del presente para crear sistemas operativos (como Collapse O/S) capaces de funcionar en épocas de escasez; o la permacomputación, que aplica los principios de la permacultura -como la resiliencia y la regeneración- al diseño de tecnologías digitales más sostenibles. Esto tiene implicaciones tanto en la producción de hardware (donde se aboga por una disminución radical en la fabricación de dispositivos y un aumento de la vida útil y la eficiencia energética de los ya fabricados) como en el desarrollo de software (donde se adopta un enfoque minimalista ante una posible reducción de la potencia de almacenamiento y procesamiento). Estas propuestas apuntan a un horizonte decrecentista no tecnofóbico: si la técnica -y, para un mundo con 8.000 millones de personas, la tecnología- es condición de posibilidad de nuestro estar en el mundo (el oikos), y esta tecnología ha transformado de raíz la vida en la Tierra, no parece lógico aspirar a eliminarla o a volver a una forma de vida “natural”, sino que solo cabe rehacer esa misma tecnología más allá del horizonte capitalista y antropocéntrico, con una mirada ecológica, económica y tecnopolítica crítica.
Esto también es aplicable a la geoingeniería, que Holly Jean Buck propone pensar no como una tecnología emergente sino como un conjunto de “prácticas que combinan aspectos de infraestructura y de intervención social (…) sobre los que la sociedad civil puede decidir”, y que en modo alguno deberían contraponerse al decrecimiento, la descarbonización o el cambio sistémico. En la actualidad la geoingeniería ha tomado una deriva solucionista y empresarial, pero es posible imaginar otros modelos en los que su desarrollo esté impulsado por Estados y sociedad civil y no por grandes corporaciones. Muchos expertos abogan por un modelo público de propiedad y gobernanza de la geoingeniería o, en palabras de Andreas Malm, una “socialización de los medios de captura de carbono”, partiendo de que el problema no está en la tecnología sino en las condiciones de su diseño y despliegue.
Por otro lado, incluso en su insostenible despliegue actual, hay formas en que los sistemas tecnológicos existentes contribuyen, siquiera indirectamente, a la mitigación de la catástrofe climática. Por ejemplo, si ha sido posible elaborar modelos climáticos ha sido gracias a datos recabados por flotas de drones, redes de sensores, técnicas de aprendizaje automático e instrumentos de teledetección en todo el mundo. Esta contribución podría ir más allá del ámbito científico si se crean infraestructuras públicas de datos planetarios que monitoricen los flujos de carbono y otros procesos ecológicos no solo para rendir cuentas y exigir responsabilidades, sino para que los gobiernos planifiquen la descarbonización, las comunidades se organicen y la ciudadanía conozca su entorno. Por otro lado, también suele insistirse en las posibles aportaciones de estos sistemas técnicos a la sostenibilidad, tales como el uso de tecnologías digitales para mejorar la eficiencia energética o reducir las emisiones del transporte mediante su optimización. Aunque su impacto de conjunto parece ser negativo (p.ej.: en términos de huella de carbono), y pueden en ocasiones ser meros parches o arreglos tecnológicos (techno-fixes), estas respuestas podrían ser útiles si se combinan con cambios socioeconómicos sistémicos.
Los movimientos de base son cruciales para impulsar estos cambios. En este sentido, las tecnologías digitales han hecho posible la creación de plataformas como Global Forest Watch, desde la que se impulsan iniciativas para cultivar o conservar los bosques frente a la deforestación; o como Open for Future, una organización de “hacktivistas climáticos” comprometidos con la soberanía digital y con el uso de herramientas libres para la movilización y la protesta social. Por otro lado, existen proyectos como el Atlas de Justicia Ambiental que documentan y catalogan los conflictos sociales en torno a cuestiones medioambientales; o Damage Earth Catalogue, que recoge diferentes términos empleados por comunidades de tecnólogos y activistas comprometidos con la ética ecológica, el decrecimiento, la resiliencia, la reparación y el minimalismo. Por su parte, colectivos como Extinction Rebellion han abogado por la constitución de asambleas ciudadanas para gobernar la transición ecológica, función para la que herramientas como Decidim han mostrado su utilidad. Este tipo de iniciativas funcionan como dispositivos de alta tecnología potencialmente valiosos –no sin necesidad de reevaluaciones y rediseños— para una posible transición y gobernanza medioambiental democrática en clave decrecentista y post-capitalista.
Hacia una teoría y práctica ecosociotécnica
Una clave será encontrar estrategias virtuosas capaces de recombinar ecología, tecnología y economía desde la crítica y la creatividad; su separación no solo es equívoca desde el punto de vista filosófico, dada su relación co-constitutiva, sino también en términos prácticos. Esta recombinación implica ir más allá de la oposición entre los conceptos de Antropoceno, Tecnoceno y Capitaloceno; la contraposición fuerte de estos diagnósticos supone ignorar el solapamiento o la interconexión de los procesos a los que apuntan, obviando las conexiones entre anthropos, oikos, techné, logos y nomos que hemos señalado. La actual crisis ecosocial está causada por factores múltiples y entrelazados que provienen de esferas y tiempos diversos. Por ello, necesitamos abrir espacios de cooperación entre diferentes áreas de conocimiento y acción -como las ciencias ambientales, la economía, la ingeniería, la filosofía, el arte o el activismo- y compaginar distintas estrategias aceptando que existe un amplio espectro de formas de promulgar e implementar la reparación ambiental y la justicia climática, sin plantear falsas oposiciones o reduccionismos que nos obliguen a elegir entre respuestas “naturales” (como la agricultura regenerativa o la reforestación), intervenciones tecnológicas (como la captura y secuestro de carbono), estrategias discursivas (como el desmontaje del antropocentrismo o la reevaluación de las relaciones entre ciencia y retórica) y transformaciones socioeconómicas (como la abolición del capitalismo en vistas a un comunismo decrecentista). En definitiva, generar una teoría y práctica ecosociotécnica poliédrica, capaz de hacer frente a la complejidad de nuestro tiempo, el tiempo de la crisis climática.
Una versión preliminar de este texto fue debatida en la decimoprimera sesión del Vector de Conceptualización Sociotécnica sobre Ecología y Tecnología, que incluyó una exposición a cargo de Toni Navarro y Antonio Calleja-López y una conversación entre Christian Kerschner, Joana Moll y Open for Future, disponible aquí.
Publicada originalmente en El Salto Diario