¿Disidencia o deserción?
Bebida é água
Comida é pasto
Você tem sede de quê?
Você tem fome de quê?
A gente não quer só comida
A gente quer comida, diversão e arte
A gente não quer só comida
A gente quer saída para qualquer parte
A gente não quer só comida
A gente quer bebida, diversão, balé
A gente não quer só comida
A gente quer a vida como a vida quer
Titãs
Leo en un email que invitan a fundar, en una isla de Europa, una Escuela de Autonomía Social: “Estamos planificando una escuela para las comunidades que se preparan para la Gran Deserción. Comunidades de personas que desertan de la guerra que se difunde por todas partes. Comunidades de personas que desertan del consumo laboral y de la participación política”. Me quedo pensando en el significado de la palabra deserción. Busco en el diccionario, desertar es abandonar las obligaciones, separarse de una causa.
Dicen que la subjetividad neoliberal nos impone ser empresarios de nosotros mismos y que ésta imposición está produciendo un efecto: la desafectación de la democracia en el mundo global. O bien delegamos la democracia a la quinquenales elecciones y la representación institucional o es tal la decepción y el hastío que nos retiramos (¿al mundo íntimo, privado, de las redes?). Otra forma de respuesta dice Bifo Berardi, es la deserción, un interrumpir activamente la vida de mercado.
No sé si me tienta desertar en una isla. Me gusta pensar la política como lo de muchos, no de los pocos.
Recuerdo el título de un libro (Spinoza disidente de Diego Tatián) que en su presentación afirma: “La de Spinoza fue una vida filosófica disidente, aunque no una ‘filosofía de la deserción’. Desertor es quien abandona, el que se aparta, el que abjura de su lugar -sus dos remisiones fundamentales son la guerra y la escuela- y de sus funciones o tareas. Desierto es lo abandonado, el territorio que es desertado por completo. La de Spinoza no es una filosofía de la deserción sino de la disidencia porque su ruptura no abandona el lugar ni escamotea el trabajo sobre él; si rompe, es para iniciar, explorar y generar de otro modo. Se tratará de una ruptura que no es autónoma de la pregunta que interroga sobre cómo vivir-juntos.”. Disentir es construir con lo que efectivamente hay, y siempre algo hay.
Pienso que cuando me fui de mi casa paterna (sin duda mucho menos materna que paterna) deserté. Traicioné la primer patria. Quizá esta sea la diferencia entre ser víctimas a la eternidad, impotentes resignados o, ser sobrevivientes, asir la vida propia. Ese encuentro deslumbrante e insistente entre lo dañado y lo deseante, dice la poeta y psicoanalista, Claudia Massin.
Es necesario desertar de algunas cosas sin dudas. A una vida de consumo, a la desensibilización neoliberal, las anestesias que nos impiden indignarnos ante el aumento de personas durmiendo en la calle (las calles de nuestro barrio, de nuestra ciudad), ante la ausencia de agua potable en uno de los países más ricos en agua dulce, de los feminicidios atroces casi diarios (!hoy una niña de 17!), de los asesinatos más que diarios de jóvenes pobres que trabajan para otros, mucho menos pobres, que Heber, no llama homicidios sino “ajustes de cuentas”. Pero al unísono necesitamos imaginarnos un futuro. Imaginar y construir desde estas disidencias. ¿Será que primero sea necesario imaginar algo distinto para poder desertar?
El mundo está fuera de control. Nunca lo estuvo, pero jugamos a creer que sí. Durante varios siglos. Ahora sabemos, que un meteorito se nos acerca. El antropoceno es real.
La escena casi final de la película “No miren arriba” me conmovió. Sabían que era el fin de la vida del planeta y de la vida humana pero deciden esperarlo juntos y re crear un ritual de unión afectiva. Todos saben que se agota el tiempo y, sin embargo, apuestan a la honestidad de saberse afectivamente necesarios unos de otros. Esperan el final con la mesa compartida.
Con apenas 24 años así obligaban a desertar a Spinoza:
«Por la decisión de los ángeles, y el juicio de los santos, excomulgamos, expulsamos, execramos y maldecimos a Baruch de Spinoza (…) Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa (…) Ordenamos que nadie mantenga con él comunicación oral o escrita, que nadie le preste ningún favor, que nadie permanezca con él bajo el mismo techo o a menos de cuatro yardas, que nadie lea nada escrito o transcrito por él” (Amsterdam, julio de 1656).
Alguien capaz de indignar hasta este extremo a su comunidad de origen (!su familia!) es un personaje interesante. Pero además si sabemos que, durante el resto de su vida, insistió en la posibilidad de experimentar otros tránsitos posibles de la vida (en) común.
Una vez una amiga me habló de la indefensión aprendida, aquella del elefante castigado en su infancia por el domador del circo que, habiendo crecido en la crueldad y aún pudiendo huir se mantiene obediente, frente al látigo. Finalmente acepta su impotencia, -él inmenso y poderoso -, se resigna a su destino y actúa cada noche en la función.
“Un día los marginados van a ser mayoría. ¿Cómo vamos a contenerlos?” se preguntaba en 2018 el Director Nacional de Policía, Layera.
Ya lo somos. Somos mayoría pero hemos aprendido la impotencia. Desertemos, disintamos, hagamos lo que haga falta pero subamos el volumen de esa certeza fugaz que nos habita, la intuición de que la vida puede ser otra cosa, puede ser más y mejor, puede ser disfrutable al menos de a ratos.
Viene con barro la metamorfosis. Tanteando cual equilibrista, la frontera porosa entre la deserción y la disidencia.
Elijo creer que es posible. Y sé que somos muchos.