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El principio de autoridad

5 mayo, 2019

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Zur

El principio de autoridad


Zabalza visita el final del siglo 19 uruguayo para comprender las formas en las que se pretendió asentar el principio de autoridad «en el cepo y el rebenque». Alambramiento, revolución de las lanzas, golpe de Latorre, educación vareliana y leyenda negra del artiguismo. En ese pasado vivo de resistencias que le habla al presente denuncia la demonización del pobrerío de los nuevos «imponedores» del orden y el progreso.


En 1864 los hermanos Young importaron reproductores Hereford como requería la industria de la carne europea y, en adelante, esa raza dominó en el rodeo vacuno05, unas 8.000.000 de cabezas. Por su parte, en respuesta a la demanda de las textiles británicas, que estaban dejando de usar algodón y lo sustituían con lana, los ovinos pasaron de 2: 600.000 en 1860 a 16: 600.000 en 1869. Al empuje de la apremiante tasa de ganancia y de la necesidad de un manejo más eficiente de los Merino y los Hereford, fue preciso cerrar las estancias y dividirlas en potreros. Al demarcar los límites de sus predios, los latifundistas lograban, paradójicamente, el goce ilimitado de su derecho de propiedad.

Los estancieros cimarrones fueron reemplazados por ganaderos modernos, las razas criollas por ganado de calidad y los cercos de piedra por más baratos alambrados. El cambio en el modo de producir y de vivir llegó por el litoral oeste, de la mano de inversores extranjeros y, en particular, de los de origen inglés.  Según cuenta Isidoro de María, Ricardo Hughes fue el primero en cerrar con alambre sus campos al sur de Paysandú. En poco más de un lustro, los ganaderos acompasaron su baile a la música que venía de afuera. Los mayordomos criollos enriquecieron en recompensa por sus servicios a la acumulación de capital en Europa.

Con el alambrado se expulsó de las estancias a peones, puesteros y agregados y, además, como subió el valor de la tierra, se desalojó a los cientos de ocupantes precarios que sobrevivían del reparto artiguista. Marcia Collazo lo describe así: “[se] condenó a los desposeídos y desarraigados a una vida de privaciones, rancheríos de ratas y robos ocasionales para sobrevivir”. El enriquecimiento de los pocos acarreó la marginación del 10% de los 400.000 habitantes del medio rural. Los cambios tecnológicos que favorecían al capital empobrecieron más a los ya empobrecidos y ello se tradujo en crecimiento de los delitos contra la propiedad. El sistema provee sus propios sepultureros. Si se quiere terminar con la delincuencia, hay que cambiar el sistema, enseñaba el Bebe Sendic. 

En 1869 se desplomaron los precios internacionales y, para peor, sobrevino una epizootia que azotó los lanares primero y los vacunos poco después. La catástrofe redujo sensiblemente la rentabilidad y puso en peligro las cuantiosas inversiones. Más gente fue condenada a la marginación. En 1870, los ‘sin tierra y sin trabajo’ se fueron a las cuchillas detrás de los caudillos Timoteo Aparicio y Anacleto Medina, aunque a muchos los reclutó la leva, otros fueron por voluntad propia. Durante los dos años de la Revolución de las Lanzas (1870 -1872) y para escándalo de los latifundistas, unos 20.000 paisanos, la mitad de la población marginada, cortaron alambres y carnearon costosos toros y carneros de pedigrí. 

En esa fértil subjetividad de la clase propietaria echó raíces el estado de alarma que, desde 1848, sobrecogía a la burguesía europea. Se amplificó el temor a que reaparecieran Encarnación Benítez del tiempo de Artigas. Sintiendo que les respiraban en la nuca, en 1871 los latifundistas fundaron la Asociación Rural. Se organizaban para restablecer el clima favorable a los negocios y ‘ordenando’ la vida desordenada de los pobres. El 8 de octubre de 1872 se firmó una paz ‘sin vencidos ni vencedores’ y los montoneros colgaron las lanzas de los horcones, sin saber que la cuestión social no había sido resuelta y seguían condenados a su miserable modo de sobrevivir. Olfateando el peligro latente, los estancieros recurrieron a los ‘pacificadores’ de los cuarteles.
El ejército de línea, el profesional, el de los que traicionaron a Artigas, venía de prestar servicios a Gran Bretaña y recoger harta experiencia ‘pacificadora’ en el genocidio del pueblo paraguayo.

En 1875 se lo veía como el sustituto cantado de los partidos blanco y colorado, incapaces de establecer la ‘paz social’. José Pedro Barrán resumió la situación en una frase: “Sin el asentamiento del principio de autoridad, ninguna política era posible en el Uruguay”1. Apenas lo fueron a buscar, el bien dispuesto coronel Lorenzo Latorre dio el golpe cívico militar. En la década siguiente las fuerzas vivas volvieron a enriquecerse con un nuevo empuje de la producción, que atribuyeron al restablecimiento de la autoridad por la dictadura. Domingo Ordoñana comunicaba su satisfacción en “El Ferrocarril”: “Va siendo habitable la campaña, lo que significa decir que se van resolviendo los problemas de seguridad en la vida y en la sociedad”.

Como demostración de amor hacia el latifundio, Andrés Lamas, ministro de hacienda de Latorre, exoneró de impuestos la importación de alambre, abaratando el costo del cerramiento de las estancias. Además, demostró su cariño hacia el comercio subiendo los permisos a los 2.000 vendedores callejeros de Montevideo y persiguiendo a los que no pagaban, hasta expulsarlos de las calles. La dictadura sometió el pueblo a políticas públicas que beneficiaban a una muy favorecida clase dominante. Otra pata de la ‘pacificación’ fue educar, educar y educar. El plan de José Pedro Varela para la educación popular y la educación científica ajustó como anillo al dedo a las intenciones de disciplinar en la obediencia y el ‘orden’, de formar cuadros que reprodujeran las ideas liberales y la hipocresía ética y moral de la ‘clase alta’. A Latorre no le importaba que Varela sustituyera el catecismo con las ciencias, ni que aplicara sus teorías pedagógicas, veía en la escolarización obligatoria y gratuita una oportunidad para hacer de cada salón escolar el recinto de un régimen casi militar.

El coronel Latorre compró fusiles Mauser, carabinas Remingtons y cañones Krupp, mejoró el entrenamiento y la disciplina de la tropa, centralizó en Montevideo una red propia de telégrafo que comunicaba el mando con todas las comisarías del interior, e hizo lo mismo con el transporte ferroviario, imprescindible para trasladar las tropas más rápido que a caballo. Para encarcelar unos pocos ‘vagos y mal entretenidos’ que, matrereando y delinquiendo manifestaban el descontento general, Latorre ocupó militarmente el territorio: la población se sintió agredida, provocó sentimientos de rechazo. Para garantizar seguridad a los latifundistas, volcaron la violencia institucional sobre los de abajo. El Estado siempre viste uniforme.

En ese proceso de expansión del dominio de clase, se debía borrar de la memoria la gesta de José Artigas. En ese sentido, el manual con que se enseñó historia en las escuelas de la dictadura fue el ‘Bosquejo histórico’, publicado en 1865 por el argentino Francisco Berra. Esa versión de la leyenda negra, elaborada por Bartolomé Mitre, que inculcaba el odio de clase, fue un instrumento para justificar la transformación del Estado Tapón en ‘Estado Nacional’, la imposición de la voluntad de los dueños del poder económico y político militar.
En el período en que la montonera artiguista ejerció su poder, el principio de autoridad surgía del pueblo reunido y armado y se ejerció para expropiar latifundios. Latorre, por el contrario, se proponía instalar la autoridad desde arriba y en toda su crudeza, mostrando la peor cara del poder de los dueños de la tierra, del comercio y del Estado. Sin embargo, como la tasa de ganancias seguía empujando a lucrar y hundía en la miseria a los desposeídos, la brecha social se ahondaba y Latorre no pudo reducir las estadísticas de la rapiña, el abigeato y las muertes en duelo criollo.

Se mantuvieron las condiciones que ahondaban la brecha social y, pese a la represión feroz y los muertos que cosechaba, mantenían el alza de la delincuencia y el aire seguía oliendo a rebelión. Más a la corta que a la larga, Latorre debió reconocer que “los orientales son ingobernables con el cepo y el rebenque” y…renunció. El principio de autoridad estaba instalado, es cierto, pero, al mismo tiempo, germinaba su contrario, la resistencia y la rebelión. En 1897 y 1904 se reeditó el fenómeno de las cuchillas y los ponchos blancos.

No parece que los actuales ‘imponedores’ del orden y el progreso, hayan aprendido nada de las peripecias de Latorre. Sus intenciones transformadoras se perdieron en el pantano liberal del progresismo y, como se proponen convencer a los inversores extranjeros de que están afiliados al sistema, salen a instalar el principio de autoridad a fuerza de PADO y Mirador. Esta vez, como en tiempos de Latorre, para terminar con el irrespetuoso espíritu de ilegalidad, ocupan con la policía los territorios de la población excluida y marginada. No enfrentan la ilegalidad congénita del capital, sino que salen a demonizar el pobrerío. Aunque sus cifras pretenden desmentir la realidad, la brecha social se ahonda y parece muy improbable que logren resolver la cuestión del delito y la violencia, esa tuerta forma de salida que se ofrece a los desesperados. En esencia, nada nuevo bajo el sol.
 

Nota
1. J.P.Barrán. “Latorre y el Estado uruguayo”. Enciclopedia Uruguaya. Editorial ARCA. Montevideo. 1968. Pág. 25