Uruguay

La vida se defiende: relatos de lucha de mujeres rurales en el nordeste de Rocha

24 octubre, 2022

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Taller «Territorio y bienes comunes» Proyecto Fortalecimiento trayectorias integrales, Sceam-UR 2018

La vida se defiende: relatos de lucha de mujeres rurales en el nordeste de Rocha

El pasado 15 de octubre se celebró el día de las mujeres rurales. Festejos, encuentros, talleres, han venido organizándose desde distintos rincones del Uruguay desde hace algunos años. Es octubre un mes de lucha para las mujeres rurales, y una oportunidad para compartir relatos de lucha desde territorios rurales. En esta ocasión, relatos de Ana y Mónica, mujeres que se dedican a la ganaderí­a familiar en el nordeste del departamento de Rocha en las localidades de San Luis al Medio y Rincón Bravo, a unos 30km de Chuy, ciudad de frontera con Brasil. Desde que nos conocemos, hace unos seis años, no pierden oportunidad de relatar su historia, la de “las locas de los agroqu­ímicos», como las señalarán varias veces, la de defensa de un territorio donde para ellas la prioridad es la vida, y donde saben que hay otros intereses en juego, con los que han tenido que aprender a convivir, pero sin quedarse calladas.


Encuentros con ellas*

“Los valientes nunca se cansan de correr. Hasta que alcanzan la meta” está grabado en una taza que guarda con mucho cariño Mónica. En la taza está impresa la imagen de caballos al galope en el campo, con las crines al viento y las patas en el aire, casi como si volaran. Mientras seca la taza que recién lavó, se le resbala de las manos, cae y choca contra la mesa. La mirada de Mónica concentrada en la taza se detiene unos segundos que parecen interminables.  Y es que la tristeza es profunda. Esa taza le significa mucho. Por el amor a los caballos, es en parte la respuesta, y dedicó una buena parte del tiempo a hablar sobre sus caballos, pero más que nada por el momento en que la adquirió. Los caballos, me explica, son valientes, valentía que se denota en su relato al decidir salir de una relación por demás complicada, con una separación que le costó hacerse cargo sola de sus hijos entonces pequeños. Son también libres, continúa explicándome, mientras admiramos a esos animales cuyas patas apenas se ven posadas sobre la tierra. Y es que la Mónica que hoy conozco es una mujer muy andariega, una tejedora de esas que cuando las encontramos, nos aferramos a ellas porque sabemos que allí, en esas historias, hay mucho para aprender. 

Ana nos recibía hace unos años en la portera, mate listo y pan casero en el horno. En ese entonces yo llegaba junto a un grupo de estudiantes que, una vez más, Ana se mostraba muy contenta de poder recibir. Ana sabía, y sabe, que tiene mucho para compartir, para inspirar, para contagiar. De nuevo escucho la historia que tiene para contarnos, y de nuevo me despierta esa rabia que una siente ante la injusticia. Atravesando su predio, hay un canal de riego para el arroz. Al frente, un predio arrocero. La escucho hablar sobre cómo se ve beneficiada por el canal de riego. Escucharé también de Mónica y de tantas otras ganaderas y ganaderos familiares sobre este beneficio, pues sus animales pueden beber de esa agua, en un contexto de sequías que vienen cada año más bravas. No les es ajena la paradoja de los arrozales con los que conviven, producción de arroz que ha generado dependencia a la vez que ha expulsado a tantas familias, pintando el paisaje con taperas. Mientras recorremos, nos muestra los árboles frutales, describiéndolos “secos por dentro”. Así es como van quedando quienes padecen la exposición a agrotóxicos, explicará luego, como los frutales. 

Mónica y Ana son ganaderas familiares, y de tanto en tanto complementan ingreso con algún trabajito extra. Recurrir a algunas changas se hace necesario para ellas, jefas de hogares en donde la figura paterna estuvo ausente, para  continuar siendo ganaderas familiares. Son pequeñas, lo remarcan varias veces, distanciándose de la imagen de grandes estancias donde una de ellas supo trabajar varios años, cocinando en el día y en la noche para los peones, que llegaban a más de veinte cuando además de ganadería la estancia comenzó a dedicarse al arroz. Ellas tienen tierra suficiente para subsistir, y resistir, en campaña. Ambas tienen sus gallinas ponedoras, algún que otro cordero para comer la familia, y una vaca lechera también para abastecer el consumo de la familia en el caso de Ana. Ambas supieron tener huerta para el consumo familiar, pero el estar rodeadas por plantaciones de arroz las obligó a desistir.

De avionetas, mosquitos, leyes, y desgastes

Mónica tenía su huerta para autoconsumo familiar, cruzando la calle frente a su casa. Años a pala y azada, recuerda, carpiendo para plantar cebolla, boniato, papa, zapallito, para poder alimentar a su familia, hasta que comenzaron las aplicaciones, y en 2001 una quema total de su huerta. “Tenía todo plantado hermoso, había un papal, lo había carpido a asada, porque yo trabajaba todo a mano. Yo me levantaba temprano, me tomaba un cafecito negro y me iba a la huerta antes de sentarme a tomar mate. Y un día tu sabés que ahí del otro lado echaron mata yuyo. Y tu sabes que en la noche, yo para mi la deriva la trajo la cerrazón. Porque tu sabes que se levantó una cerrazón que venía de ese lado, una niebla, una cosa así. De tardecita fue eso y al otro día me levanté y miro (…) y como que le hubieras echado agua caliente. Quemó todo. No quedó nada. Lo único que quedó fue un almácigo de perejil. Bueno, yo vendía perejil, llevaba los atados de perejil, porque se criaba con una altura, una cosa, una tierra espectacular (…) después dije no, porque imposible.” Volvió a intentar un año tras otro, y siguieron las aplicaciones, hasta que abandonó. 

Mónica

A 500 metros de su casa, tanto a los costados como al frente, y un kilómetro al fondo, Mónica convive con las arroceras. Cuando fumigan con mosquito, la deriva llega. Pero también ha sido un gran problema la avioneta, que, si bien no tiene permitido fumigar con viento, de todas maneras muchas veces lo hacen. No todos, aclara, hay algunos más conscientes que otros. En 2004 una avioneta voló sobre la casa de Mónica sin cortar el chorro, bañando su casa con el veneno vertido, matando a sus árboles y enfermando a su hijo. “Pasó abierto total. El avión pasó, no cortó. Estaba fumigando y pasó por arriba de la casa y no cortó nada. No quedó nada. Lo único que las higueras, se secaron pero brotaron de nuevo. Una brotó de abajo, la otra no brotó. Conseguí una, traje y planté. Pero lo demás murió todo. Naranjos todo”. A uno de sus hijos, en ese entonces de tres años de edad, le hicieron estudios que fueron enviados a analizar en Estados Unidos, pues en Uruguay no hacían esos análisis, confirmando que se debía a herbicidas. “Tú sabes que empezó un día, se levantó con un ojito hinchado. Y tu piensas, ‘lo puede haber picado un mosquito’, porque a veces de noche, hinchado, hinchado el ojo. Y lo llevé al médico y a simple vista no se veía nada. A los tres días se hinchó pero quedó como con una verruguita bien en el párpado se hizo. Lo volví a llevar al médico y que no era nada, no era nada, pero esa verruguita empezó a crecer, y empezó a crecer, y crecer y un día que le dolía. Ahí lo llevé al doctor, el doctor lo pasó al oculista, anduve en Rocha, anduve en Treinta y Tres. A Treinta y Tres no sé los viajes que me di con él. (…) yo no sé, tres meses anduvimos con él pa arriba y pa abajo. Un día lo llevé a Rocha y no sabían lo que tenía. Bueno ahí que le iban a hacer una cirugía y se lo iban a sacar. El día que le hicieron la cirugía vino un oculista de Montevideo, un muchacho que recién se había recibido. Ese fue el que hizo hacer el análisis, lo vio en la emergencia y me dijo ¿usted vive en una zona rural? Esto es por herbicida”. 

En 2008 la casa de Ana fue fumigada por una avioneta. Estaban en su casa ella y su hijo e hija de 9 y 12 años en ese entonces. “No me dejaron árboles, no me dejaron plantas, nos afectó la salud, tanto a mi como a mis dos hijos.” En su momento Ana desconocía a dónde acudir para denunciar lo sucedido. Primero acudió a la seccional policial. Luego con pocos conocimientos del uso de internet, logra dar con la página del Ministerio de Ganadería Agricultura y Pesca y encuentra un lugar donde hacer la denuncia. A los tres días recibe una respuesta y llegan inspectores de Montevideo. “En la madrugada casi me morí, un cuadro respiratorio, no sabía que me pasaba”. El médico que la vio en emergencia la derivó a un médico forense. También atendieron a su hija, en ese entonces de 12 años. Si bien le dijeron que la niña tenía conjuntivitis, ella está segura que fue producto de la fumigación. “Me comí la entrevista con el médico, el pase al forense, la comisaría, citaciones al juzgado, encararme con el arrocero que había hecho eso, encararme con la empresa de aviones, recibir al Ministerio de Ganadería, volverlos a recibir, testimonio a uno, al policía que vino a recibir la denuncia”. Nos cuenta paso a paso todos sus movimientos para hacer la denuncia, dando cuenta del desgaste generado. “A veces la gente no está dispuesta a pasar 15 dias (…) la demanda había que hacerla a nivel de juzgado. Una demanda económica que me iba a llevar por lo menos un año. Y yo creo que las primeras audiencias me mostraron que por lo económico ya yo no la iba a seguir, porque lo que sí me interesaba era que no me fumigaran más arriba”. 

Ana

Recorremos el predio de Ana, alrededor de la casa, “los árboles se mueren. Acá atrás había, había tremendo ciruelo grande también. Este era el ciruelo, mirá el tallo que tenía el ciruelo. Esto era toda una quinta de árboles frutales acá”. Nada quedó de la cortina de árboles, si bien sigue intentando plantar, algunos prenden, pero la mayoría se secan. “Esto no es problema de repente que lo veas que murió la palmerita allí, y que la palmerita no se va a recuperar, es un problema de millones de cosas, cuando hablamos de que en los bañados muere la flora autóctona, es un problema del agua, o sea con los años no solo va a desaparecer, como ya desapareció el pescado, sino que mucha gente. Es una cadena ecológica, se rompió la cadena ecológica y nos vamos al carajo”, explica Ana lo complejo de la trama de la vida, y de la muerte, cuando la trama se rompe. “Los árboles nativos van desapareciendo en la costa del arroyo, y no es porque el ser humano vaya y corte un árbol, no, están secos, están muertos, la naturaleza está hablando pero no se la está escuchando. Ese es el problema. No se la está escuchando y no se la está queriendo ver porque los intereses económicos sin duda son mucho más fuertes que la salud de cualquiera de nosotros.” 

Ese hito marcó un antes y un después para Ana. “Esa denuncia me llevó a como a imponer un poco de respeto por mi predio, por mis cosas.” No volvieron a fumigar sobre su casa, si bien frente a su predio, continúan produciendo arroz. Se sigue fumigando en la zona, “con respeto por el residente” aclara. Escuchando los relatos de Ana y Mónica, una no puede dejar de preguntarse por todas las personas que se habrán quedado con el diagnóstico de conjuntivitis, o la verruguita que no es nada grave, disociando la exposición ya sea puntual o cotidiana, disociación legitimada por el poder médico y por la dependencia de las arroceras en el territorio. Mónica y Ana saben que sus alergias cada año y el consumo de T4 sí tienen que ver con el lugar donde viven.

El chorro de agrotóxicos de la avioneta desde entonces comenzó a cortarse al pasar sobre sus casas. Esa acción básica y necesaria, una creería de mínimo sentido común y preocupación por las vidas ajenas, que es cortar el chorro que vierte la avioneta cuando sobrevuela las casas, las escuelas, no se debe a un respeto por la vida de quienes residen en el medio rural, lamenta Ana. “Es lamentable que tengamos que decir que muchas veces tengamos que tocarle el bolsillo a la gente, o la molestia de ir a un juzgado a declarar por qué hizo eso, que no sea consciente de mirar: ‘no, pará, no puedo tirarle a una casa donde hay gente adentro’. Eso como que puso una barrera. Para mí fue el comienzo de la lucha que no paré más, y no la voy a parar mientras viva.” 

No es una coincidencia

“Yo mi paraíso no lo cambio por nada del mundo” dice una de ellas. “Yo lo amo. Es una cosa que no sé, lo llevo en la sangre ¿viste?” Así sienten Ana y Mónica su territorio, donde las semillas no brotan, donde los frutales ya no dan frutos, y donde los cuerpos enferman. Problemas de tiroides, cáncer, alergias, en personas adultas, en niñeces, se repiten en los relatos de Ana y Mónica. “Me enfermé de tiroides en año 2012 y cuando empecé a entrar en el tema descubrí que había mucha más gente de lo que yo pensaba enferma de tiroides. Y no es una coincidencia. Porque el alto porcentaje está acá en nuestra zona. Y hay datos oficiales cajoneados, que no están sacados a la vista. Y ni hablemos de la gente esta pobre que está con cáncer (…) Por ejemplo, Cebollatí tiene un alto porcentaje de gente deficiente mental, físicamente, y después un alto porcentaje de enfermos de cáncer. En niños, adolescentes y gente muy joven. No es novedad.”

Mónica asocia los cuerpos enfermos con la tierra también enferma y la imposibilidad de producir vida en el suelo: “y vas notando montones de cosas, de la misma producción. Tú antes tirabas una semilla de tomate, y producía. Hoy en día, si no tenés unos cuidados especiales como uno normalmente estaba acostumbrado a hacer en un cuadrito ahí a plantar, ya no.” Ana explica que eso sucede porque los terrenos se han vuelto áridos. Lo que antes sucedía desde la simpleza y a la vez complejidad de la propia naturaleza, ahora se ve limitada o directamente impedido ante tanta agresión. “Nosotros antes tirábamos un coco de un durazno, y teníamos a los dos años un árbol produciendo. Y ahora traemos un árbol, lo plantamos, el coco, el arbolito que nos da el vecino, lo ponemos y volvemos a traer otro, y seguimos en un desierto, cada vez más desertificado. La tierra está agredida de tal manera que no está produciendo lo mismo que uno producía antes”.

No se trata de hechos aislados, no lo viven de esta manera solo ellas, y únicamente en sus predios, “porque capaz si tu dices, habré manejado de diferente manera o he agredido yo, pero no, es general”. Ana recuerda los montes de frutales que adornaban el paisaje de la campaña en su infancia, una campaña donde la tierra hoy es completamente improductiva. Presenció además el cambio drástico en la tierra que hoy habita. “Yo cuando me vine para acá, había durazneros, naranjos, de semillas, dando. Se murieron esos, y yo he traído y perdí la cuenta de los árboles que he traído. Y tengo esos cítricos ahí. Tan ahí. (…) Y te los ataca el hongo y te los ataca el tallo y cuando quieres ver se te está muriendo por el tronco”. 

Y comienza un círculo vicioso, difícil de cortar. Y parece que la culpa la tuviera el hongo, pero ellas saben que no es el hongo el problema. “Empiezas a criar esos hongos, que no es normal en los árboles, que si no los estás curando, no producen. O sea que si tu no estás agrediendo la naturaleza, no te produce nada.” Pero no dejan de intentar. Cada tanto en alguna visita a otros predios lejos de las arroceras, se traen algún frutal, alguna semilla con la esperanza de poder producir vida, como relata Ana. “El otro día sin ir mas lejos, en punta del diablo, a lo de una compañera y llego al predio y no sabes lo que era aquella quinta, sobre la arena. Y la gente ha cargado tierra en bolsa. Y aquellas plantas son una maravilla, unos árboles, unos durazneros con la hoja, los nísperos con la hoja, no ves un hongo y no están curados. Porque aparte ellos no usan producto para curar. Y yo acá vivo con la fumigadora y sale el honguito como dices tú, mas el hongo negro, y no se cuánto, y lo termino matando yo, o me lo mata el hongo si lo ataca”. El problema no son los hongos, explican, el problema es la desertificación, “o sea, se va desertificando la zona de árboles y al no haber una masa biosférica digamos que sea una cadena de árboles que van protegiendo unos a los otros, cada vez estamos peor. Plantas un eucaliptus y se te muere, y el que es viejo se seca. Como mi plantío allí que se ha caído la mayoría podrido, que se va secando los tallos por dentro y se va pudriendo. Se seca el árbol y es un árbol menos que tú tienes, y un árbol menos es una protección menos. Entonces, es como en el desierto. No sé en qué va a terminar esto, capaz que yo no lo voy a ver pero no sé qué le voy a dejar a mis hijos.”

Agredir a la naturaleza para producir, a eso va obligando el agronegocio que produce muerte, que produce cuerpos enfermos, que produce tierras cada vez más áridas, suelos que año a año van disminuyendo su fertilidad, modelo que produce dependencia de agua pues se viene apropiando desde hace al menos medio siglo del agua de los bañados, y dependencia de especies invasoras que hagan de cortina para proteger la salud. 

Producción de alimentos y salud: no siempre van de la mano

Desde hace años les preocupa y les ocupa la salud en el pueblo, la contaminación del agua y la tierra. Ellas colocan sobre la mesa una tensión difícil de resolver: la producción de alimentos ¿a qué costos?. Pero no estamos hablando de cualquier alimento, ni producido de cualquier manera, ni a cualquier escala. “La contaminación ambiental que genera producir la comida, que se da mucho en nuestra zona en el norte por la producción del arroz, que en pos de producir más y más alimentos se está contaminando muchísimo. Se están perdiendo especies nativas como palmeras, peces, árboles nativos. Y ni que hablar la salud de las personas, que están afectadas. Por un lado, producen y por otro lado nos contaminan”. 

¿Qué producir, para alimentar a quiénes, y cómo producirlo? ¿Qué colocar en el centro cuando pensamos en la producción de alimentos? La salud, el cuidado de la vida, no están en el centro de la producción arrocera uruguaya. “No podemos producir a cuestas de la salud. No se toma en cuenta la vida de las personas para nada, se toma en cuenta el producir más y más. Y lamentablemente detrás hay un poderío económico. Se está poniendo en juego la salud de cada uno de nosotros. Detrás del poderío económico quedan miles de personas y niños que lamentablemente ya nacen enfermos, lo estamos viendo día a día. (…) Hay mucha enfermedad. De Chuy a Lascano hay un nivel muy alto de cáncer, de malformaciones, de tiroides que es otro gran tema, y cada vez hay más niños y adolescentes enfermos, y enfermedades de huesos que nadie asocia con los agroquímicos.”

Sus planteos no son novedad. Lo repiten una y otra vez. Y no es novedad para quienes habitan zonas de sacrificio en el territorio uruguayo, en tantos rincones del “Uruguay Natural”. Si, zonas de sacrificio para el agronegocio, si bien en muchos ámbitos aún no nos animamos a nombrarlas de esa manera. De nuevo se cuela la excepcionalidad uruguaya. El “acá no pasa”, el “eso pasa en otros países”, “acá no hay muertes por agrotóxicos”, pretendiendo que aquí hay una coexistencia pacífica y saludable entre dos modelos. Pero lo que sucede es que uno se ocupa y preocupa por la reproducción del capital y en su andar reproduce territorios de muerte, y otro se ocupa de la producción y reproducción de la vida, cuidando la vida sobre la tierra, en los ríos, en los cerros, en los aires, produciendo territorios de vida. No es novedad principalmente para quienes habitan esas zonas y eligen quedarse, y luchan para quedarse, pues el territorio que nos es propio, nos dejan claro una y otra vez, se defiende.

 

 

*Los relatos fueron construidos a partir de distintas instancias compartidas con Ana y Mónica, en talleres, visitas y entrevistas desde 2018 a la actualidad, en el marco de actividades de extensión, enseñanza e investigación. Las fotos de Mónica y Ana son parte del documental “Miradas desde el Territorio en Rocha, Uruguay”.