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¡Nunca cometas la locura de maternar! | Sacar la voz. Tramas feministas de deseo y escritura #7

24 abril, 2022

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¡Nunca cometas la locura de maternar! | Sacar la voz. Tramas feministas de deseo y escritura #7

El texto integra la compilación «Sacar la voz. Tramas feministas de deseo y escritura», editado por Minervas en 2021


«¡Ningún bebé salió de mi concha, y no firmé ningún puto papel de adopción! ¡¡¡No quiero maternar a nadie!!!», dijo una compa en un campamento, ¡y a mí me hizo tanto sentido! A la vez que me interpeló, me atravesó por toditos lados.

No quiero ser madre, o al menos no lo deseo hoy. Tampoco quiero cuidar niñxs del mundo. ¡Pero se me hace tan difícil hablar de esto! Parece que para hablar de cualquier tema relacionado al cuidado la única palabra autorizada es la de las madres. No importa si es una madre abnegada o de las despreocupadas, si es madre de un solx hijx o de un equipo de fútbol completo, lo único que te habilita a opinar sobre el tema es que una criatura haya salido de tu vientre. Sí sí, de tu vientre. Ni siquiera si adoptaste o cuidás eventualmente hijxs de otrxs estarías a ese nivel. Siento que la posibilidad de hablar se me proscribe aún más si lo que quiero decir es que no deseo ser madre. La presión social hace que me sienta cruel, frívola, cuasi hombre. Solo los varones tienen permitido negarse a criar. Porque, total, ya sabemos que son unos abandonadores, que no son tan sensibles. No se les puede reprochar nada porque sería gastar energía en vano. Ellos nunca van a sentir lo que siente una mujer, porque no los llevan nueve meses dentro… Todo esto al parecer los habilita a desconectarse y los exonera de responsabilidad.

Recuerdo a mi madre en una reunión familiar comentándole a quien fuera mi suegra en ese momento: “mi hija se me está poniendo vieja y no me ha dado ni un nietito”. Siempre me llenaron de ira esos comentarios, que se hacen así, como al pasar, que son tan habituales (más cuando una ya tiene más de treinta años). Esos comentarios tan invasivos que me colocan en el incómodo lugar de decidir si responder violentamente, devolviendo al universo esa misma ira que me generan, o callar, no sin antes lanzar una mirada fulminante a quien haya osado dedicarme tal imperativo mandato. 

Mi conexión más cercana con la maternidad se da cuando los fines de semana viajo a mis pagos a visitar a mi familia y veo, azorada, cómo se conjugan diversas formas de crianza. Vuelvo saturada de experimentar, solo por algunas horas, la enorme cantidad de energía vital que demanda el hecho de que otros seres dependan de una. La enorme cantidad de horas invertidas, la enorme cantidad de paciencia. Realmente no entiendo cómo hacen las madres para soportarlo. Renuncian a su privacidad, a su descanso, a su autocuidado y a tanta cosa más que no bastarían estas líneas para describirlo. Y digo “las madres” porque resulta una obviedad decir que es mayoritariamente sobre las mujeres que recaen estas tareas, como si no bastara con haber gestado y parido a la criatura.

Cuando la idea pasa solo por la razón, me siento honestamente convencida de que la mejor forma de criar es en comunidad. Pero ¿por qué cuando pienso en la crianza se me viene casi inevitablemente a la cabeza la idea de maternidad? No es justo que las madres acuerpen solas semejante responsabilidad, pero cuando trato de bajar a tierra la idea de criar y lo paso por mi cuerpo y mi sentir, me entra la desesperación: deambulo entre la paralización y las ganas de salir corriendo, me siento asfixiada.

Me cuestiono un montón por qué, si estoy convencida de que criar sola no está bien, no hago nada, o casi nada, para liberar un poco de esa carga a mi hermana, a mis amigas, a las mujeres de mi círculo. ¿Debo contribuir cuando hoy elijo no ser madre? O, mejor, ¿por qué siento la obligación moral (pero no emocional) de hacerlo? 

A veces siento que caí en la trampa, que el mandato social de la maternidad es tan perverso y multiforme que, de una manera u otra, logra atraparnos. Convencida de no querer ser madre, me siento igualmente obligada a dar, a cuidar, a renunciar, y a ejercer tantos otros verbos que se me cruzan por la cabeza cuando pienso en la actividad que día y noche, jornada tras jornada, llevan adelante las madres para sostener una vida hasta que logre autonomía, y a veces (casi siempre) mucho más allá de eso.

De la misma manera que me aterroriza pensar en la crianza, como si fuera un monstruo que me persigue, me perturba pensar cómo liberarme de los mandatos de la madre abnegada sin masculinizar ni patriarcalizar ciertos horizontes. ¿Por qué es tan difícil, entendiéndome feminista, sacar a la luz lo que me pasa? Me termino sintiendo tan sumisa a esos mandatos como las madres que no pueden o no se animan a desobedecer. Me genera culpa poner en palabras el escalofrío que me provoca pensar en tener un bebé llorando a mi lado toda la noche. Temo herir a las que son madres con mis comentarios. Temo traicionar las ideas y principios que defiendo. 

Pero esto no termina acá. La idea de sostener vidas ajenas, que nos persigue a las mujeres como si tuviéramos un picapalos permanente tallando nuestro cerebro, no aparece solamente vinculada a lxs niñxs. Al momento de inventarnos formas de maternar la imaginación no tiene límites. Maternamos parejas, amigxs, a nuestrxs propixs mapadres. Maternamos en nuestras vidas decenas de proyectos colectivos que no siempre nos encantan. Y aquí me detengo brevemente a pensar en mi propio engendro: mi sindicato. ¡Qué necesarios los sindicatos! ¡Qué sería de nuestros derechos laborales sin ellos! ¡Pero nunca cometas la locura de maternar uno! Es como tener decenas o cientos de hijxs a la vez. No demandan que les des la teta, pero demandan de la misma manera atención permanente. Cadenas de mails, cientos de mensajes de WhatsApp con consultas que la mayoría de las veces carecen de sentido, o se responden solas, o se resuelven con un simple vistazo a algún convenio colectivo que cualquiera podría encontrar. Horas de militancia interminables que, como nos ayudó a ver Silvia Federici, de alegres no tienen nada. Pesan, desgastan, cansan, enojan y muy rara vez reconfortan. 

Por fortuna en medio de tanto caos siempre hay un oasis: el mío es el feminismo. ¡Qué sería de nosotras sin la posibilidad de encuentro! Sin las claves que nos aportan los intercambios entre nosotraes. Sin esa trama de interdependencia que nos sostiene y nos viene a mostrar que otras formas de vivir la vida son posibles. Que ayudarnos no está mal, si esa ayuda es recíproca. Que ninguna debe cargar sola, pero, a su vez, que las que no tenemos hijxs o no cinchan con otras organizaciones colectivas no tienen por qué cargar con las que sí. Que la energía vital no es infinita y somos libres de elegir qué hacer con ella, o al menos soñamos con serlo y lo damos todo en ese intento. 

Ojalá podamos militar siempre en esta vida llena de mandatos patriarcales con alegría, porque, como dicen mis compañeras, mientras desordenamos el mundo vamos construyendo uno nuevo. Porque, después de todo, ¿qué es el feminismo si no una forma de vida, una herramienta de liberación? ¿Cómo podría llamarme feminista si no puedo al menos intentar hacer lo que quiera con mi propia vida y gritarlo a los cuatro vientos con alegría, sabiendo que lo que grite hoy, mañana puede cambiar, que nada me ata a pensar y desear eternamente lo mismo?

No sé si quiero que un bebé salga de mi concha (o me lx extirpen directamente del abdomen) o no. La única certeza que tengo en la vida es que quiero que todo lo que haga -o sea- provenga de un deseo auténtico, genuino y profundo. Sin condicionamientos ni pesares.