Un mundo donde todas podamos florecer. 90 años de Audre Lorde
Este 18 de febrero se cumplieron noventa años del nacimiento de Audre Lorde, la escritora nacida en Nueva York, de familia caribeña, que se definía como “negra, lesbiana, feminista, socialista, madre, guerrera, poeta”. Esta nota es mi recorrido personal para celebrarla con algunas de sus palabras, esas que nos ayudan a definir mundos donde todas podamos florecer.
Quienes estamos fuera del círculo de lo que esta sociedad define como mujeres aceptables, aquellas que nos hemos forjado en el crisol de la diferencia -las que somos pobres, lesbianas, Negras, mayores-, sabemos que la supervivencia no es una destreza académica. Consiste en aprender a mantenerse en pie sin ayuda, sin reconocimiento y en ocasiones siendo denigradas, y en hacer causa común con otras que también están fuera del sistema para definir un mundo donde todas podamos florecer.
Las herramientas del amo nunca desmantelarán la casa del amo
La transformación del silencio en lenguaje y acción es un ensayo de Audre Lorde, escrito en 1978, que aparece en Sister Outsider, ese libro-amuleto publicado por primera vez en 1984. Lo leí por primera vez, creo que en 2013, cuando preparaba uno de mis trabajos finales de grado de la Licenciatura en Lingüística sobre las iniciativas estatales que promovían el lenguaje inclusivo en la administración pública. Yo buscaba ocuparme de un tema que la lingüística local en ese momento desmerecía, pero que fuera del ámbito académico tenía mucha relevancia. Sin embargo, mi análisis de algunas guías de lenguaje inclusivo y manuales escolares evidenciaba muchos límites en el abordaje de las relaciones y desigualdades de género. ¿Cómo combinar entonces mi mirada de sociolingüista con mi compromiso feminista? ¿Cómo plantear una perspectiva crítica sobre lo que estaba analizando sin desmerecer la relevancia de la acción feminista sobre el lenguaje? Las palabras de Lorde me ayudaron a enunciar desde qué lugar intentaba hacer un aporte: “Cada una de nosotras está hoy aquí porque de un modo u otro compartimos un compromiso con el lenguaje y con el poder del lenguaje, y con la recuperación de ese lenguaje que ha sido utilizado contra nosotras”.
Unos años después, cuando ya cursaba una maestría, el mismo texto volvió a ser fuente de inspiración. Entre el final del grado y el momento de elaborar mi proyecto de tesis habían estallado las luchas feministas. En muchos países las movilizaciones se habían retomado y eran cada vez más masivas; el Ni Una Menos se expandía desde Argentina hacia el mundo; en Uruguay se multiplicaban las acciones y los colectivos, y los problemas que el feminismo ponía sobre la mesa se instalaban en la agenda pública y en la vida cotidiana. Yo participaba en el movimiento y estaba absolutamente atravesada por todo lo que allí estaba sucediendo, quería pensar también esa efervescencia de la lucha desde mi formación. En ese momento apareció de nuevo el ensayo, que desde entonces pasó a ser parte del título de mi trabajo. Evidentemente, los feminismos estábamos logrando transformar el silencio en lenguaje y acción, pero esa constatación abría nuevas preguntas: ¿Por qué el silencio seguía siendo un problema para nosotras? ¿Cómo lograba romperse, transformarse en lenguaje y acción? ¿Cómo se definían mutuamente las formas de hacer y las formas de decir del movimiento? ¿Qué evidenciaba eso sobre las prácticas políticas de los feminismos? Si, como dice Lorde, los silencios nos separan y hablar entre nosotras nos junta, en términos concretos ¿cómo estábamos logrando construir modos de estar y decir juntas pese a las diferencias? Por supuesto, las respuestas a esas preguntas vinieron mayormente de estudiar las propias prácticas del movimiento. Sin embargo, en paralelo con el trabajo de campo, seguí leyendo a Audre, sintiendo y pensando con ella. En ese recorrido encontré algunas pistas para entender la relación entre el silencio, la palabra y la posibilidad de desplegar una acción política feminista a partir de reconocer nuestras diferencias.
El silencio no nos protegerá
Audre Lorde nombró el problema del silencio y el silenciamiento de las mujeres de manera muy explícita a lo largo de su obra, aunque, claro, no fue la primera ni la única. También otras escritoras lo han hecho a través de sus producciones literarias y ensayísticas. Algunas de las que me gusta poner a conversar con Audre son Nayyirah Waheed, Susana Thénon, Adrienne Rich, Hélène Cixous, María-Milagros Rivera Garretas, Alejandra Pizarnik, María Zambrano o Gloria Anzaldúa. En sus textos el miedo es el afecto que más aparece asociado al silencio. Pero lo que Audre nos dice es que el miedo existe tanto al estar en silencio como al estar en la palabra. Por eso insiste en hablar, porque en silencio tampoco se elude el miedo. La transformación del silencio en lenguaje y acción, invita, además, a analizar ese miedo, ya que de su mejor comprensión, dice Lorde, deriva para nosotras una fuente interna de poder.
Su poema Letanía para la supervivencia, también de 1978, especifica que el miedo asociado a hablar es de dos tipos, miedo a no ser escuchadas y miedo a que lo que se dice no sea bien recibido: “y cuando hablamos tememos / que nuestras palabras no se oigan / ni sean bien recibidas / pero cuando callamos / aún tememos”. Por otra parte, este miedo se transmite de generación en generación: “Para las que nos fue / marcando el miedo / como una leve línea en el centro de la frente / aprendiendo a temer ya con la leche materna”. Me gusta poner en relación el poema con el ensayo porque en ambos Audre insiste en la necesidad de hablar bajo la premisa de que el silencio no nos protegerá. Asimismo, en ambos se plantea la idea-consigna de que las mujeres seguimos vivas pese a que nunca se esperó que lo hiciéramos: “Así que es mejor hablar / recordando / que nunca se esperó que sobreviviéramos” (Letanía); “hemos tenido que aprender esta primera y vital lección: que nunca se esperó que sobreviviéramos” (La transformación…).
En la obra de Lorde, el miedo a la ruptura del silencio y la supervivencia se vinculan porque ella sabe que para las mujeres, especialmente para las mujeres negras, el miedo a hablar es, entre otras cosas, un miedo a ser más visibles. Y esto sucede porque es precisamente esa visibilidad social (la marca de la racialización) la que demasiadas veces implica para ellas más vulnerabilidad. No obstante, insiste en la necesidad de tomar ese riesgo por dos razones: porque aunque nunca se esperó que sobrevivieran, siguen vivas; y por la convicción de que los beneficios de hablar son mucho mayores a los de permanecer en silencio. En este sentido, el ensayo desarrolla las ideas introducidas en el poema, pero amplía los sentidos positivos que se asocian a la ruptura del silencio. Audre dice que hablar es una necesidad vital, es fuente de fuerza y hace parte de un proceso de auto revelación.
Todo el ensayo de Audre está atravesado por su lucha contra el cáncer y por las experiencias y palabras compartidas con otras mujeres que la acompañaron y cuidaron: “Yo iba a morir tarde o temprano, hubiera hablado o no. Mis silencios no me habían protegido. Tampoco las protegerá a ustedes. Pero cada palabra que había dicho, cada intento que había hecho de hablar sobre las verdades que aún persigo, me acercó a otra mujer, y juntas examinamos las palabras adecuadas para el mundo en que creíamos, más allá de nuestras diferencias. Y fue la preocupación y el cuidado de todas esas mujeres lo que me dio fuerzas y me permitió analizar la esencia de mi vida”. Esas mujeres, que, como dice Lorde, eran negras y blancas, viejas y jóvenes, lesbianas, bisexuales y heterosexuales, tenían en común la voluntad de romper “las tiranías del silencio”. Pero, además, es en ese encuentro donde Lorde ubica lo que, para mí, es uno de sus legados más potentes, que recoge un profundo aprendizaje de las luchas feministas de esos años y lo lanza hacia el futuro como regalo a las que vinimos después. Necesitamos romper el silencio porque solo hablando y escuchándonos unas a otras, entre diferentes, podemos superar las divisiones que el patriarcado nos impone: “El hecho de que estemos aquí y de que yo esté diciendo estas palabras, ya es un intento por quebrar el silencio y tender un puente sobre nuestras diferencias, porque no son las diferencias las que nos inmovilizan, sino el silencio. Y quedan tantos silencios por romper”.
Cosechar las flores del crisol de las diferencias
Cualquiera que revise la historia de los feminismos de los años setenta en Estados Unidos descubrirá rápidamente que las diferencias entre las mujeres que componían el movimiento fue tanto un problema práctico como asunto de reflexión teórica, política y poética. Si los feminismos europeos de esa época se encargaron de teorizar las diferencias entre hombres y mujeres y de problematizar las premisas del paradigma liberal de la igualdad, hasta entonces dominante en el movimiento, los feminismos negros, chicanos y tercermundistas, pusieron sobre la mesa las intersecciones del género con la clase y la raza. Estoy convencida de que parte de la potencia de los feminismos en el presente se alimenta de ese legado. Si hoy podemos tejernos entre distintas y articular nuestras diversas realidades, identidades, experiencias y luchas con enorme creatividad política es porque partimos de ese aprendizaje.
Obviamente, las diferencias existen en todas las épocas y lugares. Sin embargo, creo que parte de la fuerza conmovedora de los textos de Audre Lorde nace de un contexto concreto con el que ella logró dialogar sin caer en las abstracciones que separan nuestras luchas de nuestras palabras (“No he sido capaz de palpar la destrucción dentro de mí / Pero a menos que aprenda a usar / la diferencia entre la poesía y la retórica / mi poder también se corromperá como molde envenenado”, fragmento de Poder). Sus ideas florecen porque ella supo reconocer una tierra fértil. Y aunque la suya es una tierra con muchas dificultades, que Audre señaló sin medias tintas, celebrarla es poder ver, como ella, la multiplicidad de la vida y los anhelos que ahí persisten.
Esa tierra es, en parte, la que hoy habito. Casualmente (o no), me toca dar clase en el mismo sitio en el que Audre hizo sus estudios de grado y luego trabajó como bibliotecaria, voy allí varios días a la semana, camino por la calle que lleva su nombre cada vez que llego al edificio. Aún así, me cuesta encontrarla en esas paredes grises, en las escaleras mecánicas, en los pasillos llenos de gente que viene y va pero nunca se queda. ¿Dónde estás Audre?
Mientras releo Sister Outsider, sobre el escritorio me espera la carpeta con los materiales de mis clases. Todo parece tedio allí. Sin embargo, guardo entre esos unas fichas que mis estudiantes completaron al comenzar el semestre. Entre otras cosas, les pregunté de dónde son ellxs y sus familias y qué lenguas conocen. Las respuestas de un solo grupo son: Estados Unidos, Puerto Rico, República Dominicana, Polonia, Turquía, Albania, Trinidad y Tobago, Bangladesh, China, Argentina, Italia, Irlanda, Israel, Rusia, Pakistán, Jamaica, Honduras, Uzbekistán, Alemania, Dinamarca, Filipinas, Perú, Corea del Sur. Sus lenguas son inglés, español, polaco, albanés, bengalí, árabe, ruso, punjabi, hindi, italiano, uzbeko, tagalog, coreano, chino. Esta diversidad lingüística y de origen se combina con múltiples procedencias étnicas, religiosas y de clase. Además, se identifican con diversos géneros, más allá de los anticuados binarismos. Ahí te encuentro, Audre, en esa diversidad que es el día a día de cualquier persona que vive en esta ciudad y se cuela, por suerte, en esa porción de mundo que es mi salón de clases. Una diversidad que, sin romantizarla ni desconocer sus tensiones, nos enfrenta cada día -a quienes queremos verla- con la otredad y la multiplicidad de mundos que trae a nuestras vidas.
A noventa años de su nacimiento, Audre Lorde, vigente como siempre, está en el desafío cotidiano de hacer común con y desde nuestras diferencias, esas que para ella constituyen una reserva de creatividad política y son las verdaderas fuerzas desde donde podemos crear nuestro futuro. Porque sin comunidad no hay liberación y, como dice el epígrafe de este texto, solo desde las diferencias podemos hacer causa común con otras para definir un mundo donde todas podamos florecer.