Walter Benjamin y José C. Mariátegui: Dos marxistas disidentes contra la ideología del progreso
La ideología del progreso (con o sin comillas) pudo, en la época de la Ilustración, desempeñar un papel crítico y subversivo frente al oscurantismo clerical y el absolutismo monárquico. Es el caso, por ejemplo, de Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1793), de Condorcet, o de escritos socialistas utópicos de su discípulo Saint-Simon. Pero a partir la década de 1820, con «Ordre et Progrès» de Auguste Comte, esta ideología se convirtió en una apología del orden industrial y científico burgués. Un ejemplo particularmente sorprendente de conformismo «progresista» es la doctrina «ecléctica» de Víctor Cousin, quien en su Introducción a la Historia de la Filosofía (1828) desarrolló una impresionante «filosofía de vencedores», que asociaba con admirable elegancia el éxito de los vencedores y el progreso de la civilización:
Yo absuelvo la victoria como necesaria y útil; yo comienzo ahora a absolverla como justa, en el sentido más estricto de la palabra; me comprometo a demostrar la moralidad del éxito. Por lo general vemos en el éxito que el triunfo de la fuerza es una suerte de simpatía sentimental que nos lleva hacia el vencido; espero haber demostrado que como siempre hay un vencido, y que el vencedor es siempre el que debe ser, es necesario probar que el vencedor no solo sirve a la civilización, sino que es mejor, más moral, y que por eso es el vencedor. Si no fuera así, habría una contradicción entre moral y civilización, lo que es imposible, siendo que la una y la otra son dos lados, dos elementos distintos pero armoniosos de la misma idea.1
La filosofía de la historia de Hegel representa una versión más dialéctica del dogma «progresista». Hegel reconoce que la historia aparece, a primera vista, como un inmenso campo de ruinas donde resuenan «las lamentaciones sin nombre de los individuos», un altar donde «se sacrificaba la felicidad de los pueblos […] y la virtud de los individuos.» Frente a esta «imagen aterradora», frente al «espectáculo distante de la masa confusa en ruinas», uno estaría inclinado a «un dolor profundo, inconsolable, que nada puede apaciguar», una profunda rebelión y aflicción moral. Sin embargo, debemos ir más allá de este «primer balance negativo» y superar esas «reflexiones sentimentales» para comprender lo esencial, es decir, que estas ruinas no son sino medios al servicio del destino sustancial, el verdadero resultado de la historia universal»: la marcha de la Razón, la realización del Espíritu universal. 2
Se encuentra un eco de este «ardid de la Razón» (List der Vernunft) hegeliano en ciertos textos de Marx: por ejemplo, sobre la colonización de la India. Por otro lado, el capítulo sobre la acumulación primitiva de El capital está muy lejos de esta visión de la temporalidad histórica como un Progreso inevitable. Esto no impide que predomine en el marxismo del siglo XX, ya sea en su forma socialdemócrata o comunista (estalinista).
Walter Benjamin, el judío de cultura alemana, y José Carlos Mariátegui, el brillante intelectual peruano, representan dos visiones disidentes en el campo del marxismo. Ambos pertenecen a universos geográficos, culturales e históricos muy diferentes, y cada uno ignoraba los escritos del otro. Benjamin no conocía nada sobre el marxismo latinoamericano, y Mariátegui conocía bien la cultura marxista europea, pero no leía alemán. A pesar de esta distancia, tienen muchos elementos comunes: podemos hablar de una verdadera afinidad entre sus pensamientos. Ambos comparten una crítica romántica de la civilización occidental moderna y un rechazo al dogma del progreso en la historia. Nos ocuparemos aquí especialmente de este aspecto, pero también tienen otras convergencias: adhesión (en una forma poco ortodoxa) a las ideas comunistas, simpatía por la figura de León Trotsky, un gran interés por Georges Sorel, una verdadera fascinación por el surrealismo y una visión «religiosa» del socialismo. Esta afinidad es aún más asombrosa porque, como hemos señalado, no hay ninguna «influencia» de uno sobre el otro.
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El objetivo de Walter Benjamin (1892-1940) es profundizar y radicalizar la oposición entre el marxismo y las filosofías burguesas de la historia, agudizar su potencial revolucionario y elevar su contenido crítico. Es con este espíritu que él define tajantemente la ambición de Passagenwerk, el proyecto Passages parisiens, reeditado en la década de 1930, pero que dejó sin terminar:
También se puede considerar como meta seguida metodológicamente en este trabajo la posibilidad de un materialismo histórico que haya aniquilado (annihiliert) en sí mismo la idea del progreso. Es precisamente oponiéndose a los hábitos del pensamiento burgués que el materialismo histórico encuentra sus fuentes.3
Ese programa no implicaba ningún «revisionismo», sino, como Karl Korsch había intentado hacer en su propio libro –una de las principales referencias de Benjamin–, un retorno al propio Marx.
En su último escrito, su «testamento filosófico», Thèses sur le concept de l’histoire (1940), Benjamin describe el Progreso como una tormenta catastrófica que nos aleja del Paraíso, acumulando ruinas y víctimas. Su enfoque consiste exactamente en revertir la visión hegeliana de la historia, desmitificando el progreso y fijando un registro marcado de un profundo e inconsolable dolor –pero también de una profunda revuelta moral– sobre las ruinas que produce. Estos no son, como en Hegel, los testigos de la «caducidad de los imperios» –el autor de La Raison dans l’Histoire menciona los de Cartago, Palmira, Persépolis, Roma4– sino más bien una alusión a las grandes masacres de la historia –de ahí la referencia a los «muertos»– y a las ciudades destruidas por las guerras: desde Jerusalén, arrasada por los romanos, hasta las ruinas de Guernica y Madrid, las ciudades de la España republicana bombardeadas por la Luftwaffe en 1936-1937. Contra la historia como el «cortejo victorioso de los vencedores», Benjamin propone «limpiar la historia hacia atrás» cepillar a contrapelo (Gegen den Strich), considerando el punto de vista de las víctimas del «Progreso», y de aquellos que, como Espartaco, lucharon por la emancipación de los oprimidos.
¿Por qué designar el Progreso como una tormenta? El término también aparece en Hegel, quien describe «el tumulto de los acontecimientos del mundo» como una «tormenta que sopla sobre el presente». 5 Pero en Benjamin la palabra probablemente proviene del lenguaje bíblico, que evoca la catástrofe, la destrucción: es en una tempestad (de agua) que la humanidad se ahogó en el diluvio, y es por una tormenta de fuego que Sodoma y Gomorra fueron arrasadas. La comparación entre la inundación y el nazismo es también sugerida por Benjamin en una carta a Scholem de enero de 1937, en la que compara su libro Deutsche Menschena con un «arca –construida “según el modelo judío”– frente al aumento del diluvio fascista.»6
Pero este término también evoca el hecho de que, para la ideología conformista, el Progreso es un fenómeno «natural», gobernado por las leyes de la naturaleza y, como tal, inevitable, irresistible. En una de las notas preparatorias, Benjamin critica explícitamente este enfoque «naturalista» positivista del evolucionismo histórico:
«El proyecto de descubrir “leyes” para la sucesión de eventos no es la única, y mucho menos la más sutil de las formas que ha tomado la asimilación de la historiografía a la ciencia natural.»7
La crítica de la ideología burguesa del Progreso es, por lo tanto, inseparable para Benjamin de este positivismo. En una carta a Horkheimer, el 22 de febrero de 1940, escrita en francés, le explica a su amigo el objetivo de sus notas sobre el concepto de la historia: «establecer una escisión definitiva entre nuestra manera de ver y las supervivencias del positivismo que acechan incluso, las concepciones históricas de la izquierda.» 8 El positivismo aparece así, a los ojos de Benjamin, como el denominador común de las tendencias que él critica: el historicismo conservador, el evolucionismo socialdemócrata, el marxismo vulgar (especialmente de factura estalinista).
La crítica que Benjamin formula al historicismo está inspirada en la filosofía marxista de la historia, pero también tiene un origen nietzscheano. En una de sus obras de juventud, De l’utilité et de l’inconvénient de l’histoire pour la vie (citado en la epístola de la Tesis XII), Nietzsche ridiculiza la «admiración desnuda del éxito» de los historicistas, su «idolatría por lo factual» (Götzerdienste des Tatsächlichen) y su tendencia a inclinarse ante el «poder de la historia». Puesto que el Diablo es el maestro del éxito y del progreso, la verdadera virtud consiste en levantarse contra la tiranía de la realidad y nadar contra la corriente histórica. Existe un vínculo evidente entre este panfleto nietzscheano y la exhortación de Benjamin a escribir la historia gegen den Strich. Pero las diferencias no son menos importantes: mientras que la crítica de Nietzsche al historicismo es en nombre de «La vida» o del «Ser heroico», la de Benjamin habla en nombre de los vencidos. Como marxista, este último se sitúa en las antípodas del elitismo aristocrático de la primera, y opta por identificarse con los «condenados de la tierra», los que yacen bajo las ruedas de estas majestuosas y magníficas carrozas llamadas Civilización y Progreso.
La protesta romántica contra la modernidad capitalista se formula siempre en nombre de un pasado idealizado, real o mítico. ¿Cuál es el pasado que sirve de referencia al marxista Walter Benjamin en su crítica de la civilización burguesa y las ilusiones del progreso? Si en los escritos teológicos de la juventud a menudo es una cuestión del Edén bíblico, en los años 30 es el comunismo primitivo el que desempeña este papel, como también con Marx y Engels, discípulos de la antropología romántica de Maurer, Morgan y Bachofen. La idea de un paraíso perdido –el comunismo primitivo de la teoría marxista, el matriarcado según Bachofen, la «vida anterior» de Baudelaire– atormenta los últimos escritos de Benjamin e inspira la idea de la utopía, de una sociedad sin clases, sin Estado y sin dominio patriarcal. Este último aspecto merece ser subrayado, en la medida en que era bastante raro en el marxismo de los años 30.
El relato de Bachofen, escrito por Benjamin en 1935 (en francés), es una de las claves más importantes para entender su utopía de inspiración a la vez marxista y libertaria, romántica y «matriarcal». La obra de Bachofen, escrita basándose en «fuentes románticas», ha fascinado a marxistas y a anarquistas (como Elisée Reclus) con su «evocación de una sociedad comunista en los albores de la historia». Refutando las interpretaciones conservadoras (Klages) y fascistas (Bäumler), Benjamin se refiere a la interpretación, inspirada en Marx y Freud, de Erich Fromm. Subraya que Bachofen «había escudriñado en una profundidad inexplorada las fuentes que a través de las épocas alimentaron el ideal libertario que Reclus reivindicaba». En cuanto a Engels y Paul Lafargue, su interés también fue atraído por la obra del antropólogo suizo en las sociedades matriarcales, en las que habría existido un grado considerable de democracia e igualdad civil, así como las formas de comunismo primitivo que significaron una verdadera «agitación del concepto de autoridad.»9 Es indudable que es en Bachofen en quien Benjamin piensa cuando escribe en París capital del siglo XIX (1935) que los sueños del futuro están siempre «casados» con elementos provenientes de la historia arcaica (Urgeschichte), es decir de una «sociedad sin clases» primitiva. Depositadas en el inconciente colectivo, las experiencias de esta sociedad, «en conexión recíproca con lo nuevo, dieron nacimiento a la utopía.»10
Las sociedades arcaicas de la Urgeschichte son también las de la armonía entre los seres humanos y la naturaleza, destrozadas por el «progreso». Un nombre representa para Benjamin la promesa de una futura reconciliación con la naturaleza: Fourier. En su opinión, su obra constituye un ejemplo paradigmático de la conjunción entre lo viejo y lo nuevo en una utopía que da nueva vida a los símbolos primitivos (Uralte) del deseo.11
La propuesta de Benjamin –la historia a contrapelo– sugiere un nuevo método, un nuevo acercamiento, una perspectiva «desde abajo» que podría aplicarse en todos los campos de las ciencias sociales: la historia, la antropología, la ciencia política. Su punto de vista, sin embargo, sigue siendo eurocéntrico: el objeto de su reflexión es casi exclusivamente la historia europea. Una de las raras excepciones de esta limitación es una nota sobre Bartolomé de Las Casas y su lucha contra el exterminio colonial de indígenas en México.
Se trata de un documento muy breve, pero considerablemente interesante, que ha sido completamente olvidado por los críticos y los estudiosos de su obra: el informe que publicó en 1929 sobre el libro de Marcel Brion basado en Bartolomé de Las Casas, el famoso obispo que asumió la defensa de los indios en México. El libro de Marcel Brion es Bartholomé de Las Casas. «Père des Indiens», París, Plon, 1928, y el comentario de Benjamin apareció en la revista alemana Die Welt Literarische el 21/06/1929. La Conquista, primer capítulo de la historia colonial europea, escribe Benjamin, «transformó el mundo recién conquistado en una sala de tortura». Las acciones de la «soldadesca hispana» crearon una nueva configuración del espíritu (Geistesverfassung) «que no se puede representar sin horror (Grauen)». Como toda colonización, la del Nuevo Mundo tuvo razones económicas –los inmensos tesoros de oro y plata de las Américas– que los teólogos oficiales trataron de justificar con argumentos jurídico-religiosos: «América es un bien sin propietarios; la sumisión es una condición de la misión; intervenir contra los sacrificios humanos de los mexicanos es un deber cristiano.» Bartolomé de Las Casas, «un combatiente heroico en las posiciones más expuestas, luchó por la causa de los pueblos indígenas enfrentando, durante la célebre disputa de Valladolid (1550), al cronista y cortesano Sepúlveda, “el teórico de la razón de Estado”, logrando finalmente obtener del rey de España la abolición de la esclavitud y de la “encomienda” (forma de esclavitud), medidas que nunca fueron efectivamente aplicadas en las Américas.»
Aquí observamos, destaca Benjamin, una dialéctica histórica en el campo de la moral: «en nombre del cristianismo, un sacerdote se opone a las atrocidades (Greuel) que se cometen en nombre del catolicismo», del mismo modo que otro sacerdote, Sahagún, salvó en su obra la herencia india destruida bajo el patrocinio del catolicismo.1
Incluso si se trata de un pequeño informe, el texto de Benjamin es una aplicación fascinante de su método, interpretar la historia del pasado de América desde el punto de vista de los vencidos, utilizando el materialismo histórico. Es también notable su observación sobre la dialéctica cultural del catolicismo, casi una intuición de la futura teología de la liberación.
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El peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930) no es solo el marxista latinoamericano más importante y el más creativo, sino también un pensador cuya obra, por su fuerza y originalidad, tiene un alcance universal. Su marxismo herético tiene profundas afinidades con algunos de los grandes escritores del marxismo occidental: Antonio Gramsci, Ernst Bloch, Georg Lukacs y especialmente Walter Benjamin. En el corazón de la heterodoxia mariateguiana, de la especificidad de su discurso filosófico y político marxista, se encuentra, como en Walter Benjamin, un núcleo irreductiblemente romántico. Pero a diferencia de este último, rompe con todo el enfoque eurocéntrico: escribe desde el punto de vista de los indígenas de la América Latina, rechaza la visión de la historia del colonialismo europeo, y reclama un comunismo inca para pensar el socialismo indoamericano del futuro.
Fundador de la Confederación General de Trabajadores del Perú y del Partido Socialista del Perú (afiliado a la Internacional Comunista), es sobre todo conocido por su libro 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), pero su obra, que se reclama de Marx y Sorel, de Miguel de Unamuno y André Breton, toca un conjunto de cuestiones de la cultura revolucionaria: la relación entre el socialismo, la ética y la religión, la conexión entre el pasado y el futuro del comunismo, el lugar del mito en las luchas emancipadores, etc.
La cosmovisión romántica/revolucionaria de Mariátegui, tal como la formula en su célebre ensayo de 1925 «Dos concepciones de la vidaۛ◌», se opone a lo que él llama «la filosofía evolucionista, historicista, racionalista», con su «culto supersticioso del progreso», la aspiración de un retorno al espíritu de aventura, a los mitos heroicos, al romanticismo y al «donquijotismo» (término que tomó de Unamuno). En este proceso, afirma ser un pensador socialista que, como Georges Sorel, refuta las ilusiones del progreso. Dos corrientes románticas que rechazan esta «plana y cómoda» ideología positivista, enfrentando en una lucha a muerte: el romanticismo de la derecha, fascista, que quiere retornar a la Edad Media, y el romanticismo de la izquierda, comunista, que quiere avanzar hacia la utopía. Despertadas por la guerra, las «energías románticas del hombre occidental» encontraron su expresión en la Revolución Rusa, que logró dar a la doctrina socialista «un alma combatiente y mística.»13
En otro artículo «programático» de la misma época, «El hombre y el mito», Mariátegui se regocija ante la crisis del racionalismo y el colapso del «mediocre edificio positivista». Ante el «alma desencantada» de la civilización burguesa, que menciona Ortega y Gasset, hizo suya el «alma encantada» (Romain Rolland) de los creadores de una nueva civilización. El mito (en el sentido soreliano) es su respuesta a la l’entzauberung der Welt (Weber) y a la pérdida de sentido en eseasombroso pasaje, pleno de exaltación romántica, que parece prefigurar la teología de la liberación:
La inteligencia burguesa se entretiene en una crítica racionalista del método, de la teoría, de la técnica de los revolucionarios. ¡Qué incomprensión! La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito. La emoción revolucionaria, como escribí en un artículo sobre Gandhi, es una emoción religiosa. Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos; son humanos, son sociables.14
Este es un enfoque único, que no tiene analogías con la propuesta de Walter Benjamin en sus Tesis de 1940, de restaurar el poder mesiánico y, por lo tanto revolucionario, del materialismo histórico mediante una asociación con la teología.
Es principalmente a causa de sus análisis y propuestas sobre el Perú, que Mariátegui fue tratado por sus censores ideológicos como un pensador «romántico». En primer lugar, porque no aceptó la tesis de la Komintern según la cual una transformación «democrático-burguesa y anti feudal» –es decir, una forma de progreso capitalista– era una etapa necesaria para resolver los urgentes problemas de las masas populares, especialmente campesinas, en el Perú. Por el contrario, consideraba la revolución socialista como la única alternativa a la dominación del imperialismo y de los terratenientes. Y sobre todo porque creía que esta solución socialista podría tener como punto de partida las tradiciones de la comunidad de los campesinos andinos, los vestigios del «comunismo inca», propuesta identificada por sus adversarios «ortodoxos» de la Komintern con la de los populistas rusos.
Charles Péguy, el eminente socialista «místico» y romántico, escribió: «Una revolución es un llamado de una tradición menos perfecta a una tradición más perfecta, un llamado de una tradición menos profunda a una tradición más profunda, un revés de tradición a un adelanto profundo, una búsqueda de sus fuentes más profundas, en el sentido literal de un recurso … »15 Esto se aplica palabra por palabra a Mariátegui: contra el tradicionalismo conservador de la oligarquía, el romanticismo retrógrado de las elites y la nostalgia del período colonial, es necesario recurrir a una tradición más antigua y más profunda: la de las civilizaciones indígenas precolombinas. «El pasado inca entró en nuestra historia como una reivindicación no de los tradicionalistas sino de los revolucionarios. En este sentido constituye una derrota del colonialismo […] La revolución ha reivindicado nuestra tradición más antigua.»16
Mariátegui llamó a esta tradición «comunismo inca». La expresión se presta a controversia. Debemos recordar, sin embargo, que la marxista poco sospechosa de «populismo» y «nacionalismo romántico» que fue Rosa Luxemburgo también definió así el régimen socioeconómico de los incas. En su Introducción a la crítica de la economía política, publicada (en Alemania) en 1925, que Mariátegui probablemente no conoció, califica la civilización inca como una formación social comunista. Celebrando las «instituciones democráticas comunistas de la Marca peruana», se regocija de la «admirable resistencia del pueblo indio en el Perú y de las instituciones comunistas agrarias que se conservaron hasta el siglo XIX.»17
Mariátegui no dijo otra cosa, excepto que creía en la persistencia de las comunidades hasta el siglo XX. Se podría comparar esta constelación entre el pasado y el futuro, el comunismo inca y el comunismo moderno, con el argumento de Walter Benjamin sobre el vínculo entre el comunismo primitivo prehistórico y las utopías socialistas y libertarias modernas. La diferencia consiste en que la relación con el pasado arcaico era para Benjamín una cuestión de recuerdo, mientras que para el marxista peruano se trataba de una tradición viva, en el corazón de la estrategia revolucionaria actual.
El análisis de Mariátegui se basa en la obra del historiador peruano César Ugarte, para quien el cimiento de la economía inca fue el ayllu, conjunto de familias unidas por parentesco que disfrutó de la propiedad colectiva de la tierra; y la marca, federación de ayllus que tenía la propiedad colectiva de aguas, pastos y bosques. Mariátegui introdujo una distinción entre el ayllu, creado por las masas anónimas a través de miles de años, y el sistema económico unitario fundado por los emperadores incas. Insistiendo en la eficiencia económica de esta agricultura colectivista y en el bienestar material de la población, Mariátegui concluye en sus 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928): «El comunismo incaico, que no puede ser negado o disminuido porque se desarrolló bajo el régimen autocrático de los incas, puede ser designado como un comunismo agrario.» Refutando la concepción «progresista» lineal y eurocéntrica de la historia impuesta por vencedores, sostiene que la conquista colonial «destruyó y desorganizó la economía agraria inca, sin reemplazarla por una forma superior.»18
¿Idealización romántica del pasado? Puede ser. En todo caso, Mariátegui distinguió de la manera más categórica entre el comunismo agrario y despótico de las civilizaciones precolombinas y el comunismo de nuestro tiempo, heredero de conquistas materiales y espirituales de la modernidad. En una larga nota a pie de página, que constituye en realidad uno de los aspectos más destacados de los 7 siete ensayos, Mariátegui proporciona la siguiente precisión, que no ha perdido su relevancia noventa años después:
El comunismo moderno es una cosa distinta del comunismo incaico […] Uno y otro comunismo son un producto de diferentes experiencias humanas. Pertenecen a distintas épocas históricas. Constituyen la elaboración de disímiles civilizaciones. La de los incas fue una civilización agraria. La de Marx y Sorel es una civilización industrial […] La autocracia y el comunismo son incompatibles en nuestra época; pero no lo fueron en sociedades primitivas. Hoy un orden nuevo no puede renunciar a ninguno de los progresos morales de la sociedad moderna. El socialismo contemporáneo –otras épocas han tenido otros tipos de socialismo que la historia designa con diversos nombres– es la antítesis del liberalismo; pero nace de su entraña y se nutre de su experiencia. No desdeña ninguna de sus conquistas intelectuales. No escarnece y vilipendia sino sus limitaciones.19
Esta posición, calificada de «socialismo pequeñoburgués» por sus críticos, era básicamente la sugerida por Marx en su carta a Vera Zasulich (ciertamente desconocida para Mariátegui). En ambos casos encontramos la intuición profunda, en el contexto de las erradas visiones lineales de la historia, que el socialismo moderno, especialmente en los países con una estructura agraria, deberá enraizarse en las tradiciones vernáculas, en la memoria colectiva campesina y popular, en la supervivencia social y cultural de la vida comunitaria precapitalista, en las prácticas de autoayuda, solidaridad y propiedad colectiva de la Gemeinschaft rural.
Como observa Alberto Flores Galindo, la característica esencial del marxismo de José Carlos Mariátegui –en contraste con la de los ortodoxos de la Komintern– es el rechazo a la ideología del progreso y la imagen lineal y eurocéntrica de la historia universal.20
Mariátegui fue acusado por sus críticos tanto de tendencias «europeizantes» (los apristas) como de «romanticismo nacionalista» (los estalinistas): en realidad, su pensamiento es un intento de superar dialécticamente este tipo de dualidad fijada entre lo universal y lo particular.
En un texto clave, «Aniversario y balance», publicado en la revista Amauta en 1928, esta tentativa está formulada en algunos párrafos que resumen de manera sorprendente su filosofía política y que parecen constituir su mensaje a las futuras generaciones del Perú y de la América Latina. Su punto de partida es el carácter universal del socialismo:
El socialismo no es, indudablemente, una doctrina indoamericana […] Aunque nació en Europa, como el capitalismo, no es específicamente o particularmente europeo. Es un movimiento global, del cual no escapa ningún país que se mueva en la órbita de la civilización occidental. Esta civilización conduce, con una fuerza y medios que ninguna otra civilización ha dispuesto, a la universalidad.
Pero insiste simultáneamente en la especificidad del socialismo en la América Latina, enraizada en su propio pasado histórico:
El socialismo está en la tradición americana. La más avanzada organización comunista primitiva que registra la historia es la incaica. […] No queremos, ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indoamericano. He aquí una misión digna de una generación nueva.21
Aquí encontramos la constelación entre el pasado y el futuro, propia del romanticismo revolucionario, en desacuerdo radical con las doctrinas dominantes del movimiento comunista al que pertenecía.
Para concluir: Walter Benjamin y José Carlos Mariátegui representan dos formas muy diferentes –por su contexto cultural y su gramática filosófica– de ruptura en nombre del marxismo con la ideología del Progreso, el evolucionismo positivista, las concepciones lineales de la historia, como también en su forma burguesa aquella del «progresismo» de izquierda…Ellos contribuyeron, cada uno a su manera singular y atípica, a repensar en nuevos términos el curso de la historia, la relación entre pasado, presente y futuro, las luchas emancipadoras de los oprimidos y la revolución.
Notas:
*Ponencia presentada en el Simposio Internacional en Conmemoración del 90º Aniversario de 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana que, organizado por la Cátedra José Carlos Mariátegui, dirigida por Sara Beatriz Guardia, tuvo lugar en Lima los días 18 y 19 de 2018.
1 Cousin: Cours de philosophie. Introduction à la philosophie de l’histoire, 1828, Paris, Fayard, 1991, p. 242. Cité par Michèle Riot-Sarcey: Le réel et l’utopie. Essai sur le politique au XIXème siècle, París, Albein Michel, 1988, p.44.
2 Hegel : La Raison dans l’Histoire. Introduction à la Philosophie de l’Histoire, Paris, 10/18, 1965, p.103.
3 Walter Benjamin: Passagenwerk-Gesammelte Schriften (GS), Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag. 1974, V, p.474.
4 Hegel: La Raison dans l’Histoire, p.54.
5 Ibíd.p. 35.
6 Gershom Scholem: Walter Benjamin-Die Geschichte einer Freundschaft, Fráncfort/Main, Suhrkamp, 1975, p.252.
7 Walter Benjamin: Über den Begriff der Geschichte (1940), Gesammelte Schriften (GS), Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1968, I, 3 p. 1231.
8 Ibíd. p.1225.
9 W.Benjamin: «Johan Jakob Bachofen», 1935, GS II, 1, pp. 220-230.
10 W. Benjamin: «Paris, die Hauptstadt des XIX. Jahrhunderts», 1935, GS, V,1, p. 47.
11 Ibíd.p.47.
12 W.Benjamin: Gesammelte Schriften, Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1980, Band III, pp. 180-181.
13 J.C. Mariátegui: «Dos concepciones de la vida», El Alma Matinal, Lima, Ediciones Amauta, 1971, pp. 13-16.
14 J.C.Mariátegui: «El Hombre y el Mito», 1925, El Alma Matinal, pp. 18-22.
15 Charles Péguy: Oeuvres en Prose, Paris, Pléiade, 1968, pp.1359-1361.
16 J.C. Mariátegui: «La tradición nacional», 1927, Peruanicemos el Perú, Lima, Amauta, 1975, p.121.
17 R. Luxemburg: Introduction à la Critique de l’Economie Politique, Paris, Anthropos, 1966, pp. 141, 145, 155.
18 J.C. Mariátegui: 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, 1928, Lima, Amauta, 1976, pp. 54, 55, 80. El libro citado por Mariátegui es Bosquejo de la historia económica del Perú.
19 J.C. Mariátegui: 7 ensayos... pp. 78-80.
20 Alberto Flores Galindo: La agonía de Mariátegui. La polémica con la Komintern, Lima, Desco, 1982, p. 50.
21 J.C.Mariátegui: «Aniversario y balance», 1928, Ideología y política, pp. 248-249.