Lecciones del Negro Matapacos
La fábula de un protagonista particular de las movilizaciones estudiantiles en Chile que vuelve a resurgir en las protestas de 2019.
De acuerdo a Wikipedia, una fábula es “una composición literaria narrativa breve, generalmente en prosa o en verso, en la que los personajes principales son animales o cosas inanimadas que hablan y actúan como seres humanos. Cada fábula cuenta, en estilo llano, una sola y breve historia o anécdota que alberga una consecuencia aleccionadora”. Es privilegio de las fábulas poder iterarse toda vez que la narración sirva a sus propósitos.
A más de dos meses de la movilización social más importante de estas últimas décadas, hoy nos proponemos contar la fábula del Negro Matapacos, tal vez, la representación más ilustre y libertaria del cómo se acrecientan las relaciones humanas y no humanas cuando se amplifican los procesos de politización y disputa, en este caso, por una vida digna. Su historia es narrada en un documental del año 2013, producido por estudiantes de Periodismo de la Universidad de Santiago y que ha sido visitado 674.954 veces 1.
Es importante subrayar el talento de las y los documentalistas, pues, no solamente se trata de una narrativa lúdica y reflexiva de la cotidianidad del Matapacos en sus diferentes variantes afectivas y sociales dentro de la protesta en el centro de Santiago. También hay una apuesta audiovisual que transita entre lo tierno y lo épico, brindándonos momentos realmente simbólicos y emocionantes, como cuando Matapacos es bendecido antes de salir a la calle por María, su dueña. O cuando se vuelve a entonar El baile de los que sobran en medio de la represión policial del 2012-2013 y los ladridos sampleados se confunden con los del Negro caminando entre los manifestantes. Sí, la misma música de Los Prisioneros junto a la imagen del Matapacos que hoy acompañan las protestas, esta vez, hecha paisaje movilizado en las diferentes regiones y ciudades de nuestro país y otros tantos lugares fuera de nuestras fronteras.
La fábula nos permite explorar la relación entre la movilización social y los tejidos más íntimos que dan sustento al actor colectivo, al mismo tiempo que identifica los valores a partir de los que se constituyen esos tejidos. La mutua dependencia fundada en la reciprocidad, tal como se desprende de la vida del Negro Matapacos y de los seres humanos que le acompañan, informa, por una parte, acerca de la pluralidad de sujetos que se encuentra en un estallido social, y, por la otra, acerca de un orden constitucional donde derechos y obligaciones se subordinan a la regeneración de los procesos vivientes, abriendo nuevos paisajes y posibilidades para resignificar la calle, su densidad política y las múltiples formas de abrir alianzas estratégicas entre humanos y no humanos.
En esta fábula se pone de relieve el emparentamiento de sujetos difusamente presentes o presentados en los estallidos sociales, emparentamiento que incluye personas y animales como un ejercicio de solidaridad colectiva y acompañamiento mutuo, contradiciendo el paradigma individualista de la neoliberalización o la lógica de domesticación jerarquizada que generalmente articula las relaciones entre humanos y no humanos. El caminar libertario y colectivo del Negro Matapacos encarna el reclamo más intenso de las demandas populares: la dignidad, tal como se plasma en el nombre con el que pueblo movilizado bautiza la Plaza Italia y la transforma en el centro neurálgico de la ciudad de Santiago. La lección del Negro Matapacos exige infiltrar el corazón de una nueva constitución política donde la dignidad, esto es, la consideración que a todo ser vivo se debe, constituya su centro.
La fábula
El Negro Matapaco – hoy ya fallecido – tuvo su domicilio en el sector Plaza Almagro. En las movilizaciones estudiantiles de la época se convierte en un protagonista permanente y su dueña, quien lo cobija y le da alimento, se sorprende al ver llegar a su perro con pañoletas de distintos colores en el cuello. Más le sorprende darse cuenta de que antes de cada movilización, el animal se inquieta, intentando lo antes posible sumarse a las fuerzas estudiantiles. Las sucesivas ausencias del en adelante llamado Negro Matapacos, le llevan a colocarle una identificación con un teléfono. Así llega a conocer parte de la geografía de la protesta estudiantil: suelen llamarla del barrio Estación, del sector Plaza Italia y del Paseo Ahumada para decirle que su perro anda por ahí. Pero luego la increpan, le reclaman por el descuido de dejar al animal suelto en la calle. La dueña decide sacarle la identificación y en adelante sobreviene la angustia de no saber si el animal volverá o no ese día. Al salir de casa, el Negro Matapacos es persignado por su dueña.
Las y los estudiantes piensan que el Negro Matapacos es la reencarnación de uno de los suyos. El animal encuentra, en las cercanías de la Universidad de Santiago, un comercio donde una vecina le alimenta. Se asegura así de su colación y mantiene vigorosa su movilización frente al enemigo común: las fuerzas policiales y de orden. Es admirado por su arrojo, por la insistencia con la que ataca y contraataca al guanaco y por la aparente falta de temor frente a los químicos que expelen los zorrillos. Su imagen queda plasmada en un mural de la época, sus dos madres llegan a conocerse y a hacerse amigas y el pañuelo rojo queda inmortalizado en los miles de grafitis que seis años más tarde inundarán el país y ciudades como Nueva York, París o Berlín.
De la memoria al paisaje de la protesta
Pocas dudas existen actualmente sobre el ícono de la protesta popular chilena. Las numerosas peticiones – incluida la nuestra – por levantarle un monumento y por consagrar al Negro Matapacos como figura de las luchas callejeras, son sólo un botón de muestra. Así lo informa incluso el conservador diario argentino el Clarín en su versión online: “El estallido social que comenzó en Chile el 18 de octubre pasado, inicialmente por las alzas del transporte público, creció como un movimiento heterogéneo sin voz, sin tarimas, sin líder visible, y a más de sesenta días de protestas se puede decir que la única iconografía que los une es el Negro Matapacos” 2. Si bien su memoria se ancló justamente a partir de la legitimidad de las protestas estudiantiles y la rebeldía contra la autoridad represiva, hoy día su imagen sobrepasa otras múltiples cotidianidades y significados. En el sitio matapacos.cl es posible acceder a decenas de manifestaciones artísticas, figuras, cuadros, ilustraciones, retratos, poleras, chapitas, que se cierra con un acceso al documental estrenado el 2013 3. Cuando se cumplía poco más de un mes de movilizaciones su figura quedó hecha una escultura por una intervención artística. Se ubicó en la Plaza de la Aviación de la comuna de Providencia, la cual fue rebautizada como Plaza Salvador.
El día 26 de noviembre la escultura apareció intervenida por pinturas verdes y mensajes ofensivos haciendo alusión a carabineros. Un día después, el día 27 de noviembre, el homenaje urbano del Matapacos ameneció hecho cenizas producto de un incendio propiciado al amparo de la noche 4. Pero la historia no quedó ahí. Los y las artistas continuaron su restauración, esta vez, apoyados por vecinos y transeúntes del sector, quienes a partir de flores y restos de árboles verdes siguieron dándole vida a la espontánea pero perseverante ocupación urbana. Una perseverancia que tal vez sea una digna metáfora espacial de donde emergió la figura del Negro Matapacos: la ocupación política del espacio público.
En efecto, hoy día es díficil caminar por el centro de Santiago y las principales plazas del país sin encontrar una figura del Matapacos. Su pelaje negro azabache y su pañoleta roja se vuelve un fragmento vivo del paisaje urbano y la movilización popular. Jóvenes y no tan jóvenes vendedores y comerciantes de la protesta, lo ilustran como una poderosa huella urbana de la resistencia y la emergencia política a seguir ocupando las calles. ¿Por qué es tan intensa la representación del Matapacos en la protesta? ¿Donde nace la fuerza simbólica del Matapacos en la actual movilización?
Fibras íntimas
La interpretación del Matapacos como un símbolo de la exclusión social, como un ser de la calle que da cuenta de los procesos sociales de marginalización y exclusión, como se arguye en el citado documental, no nos deja satisfechos. Efectivamente, el Matapacos encarna las luchas callejeras que se dan en un contexto de exclusión, pero se puede ir más lejos. Encarna una larga historia de co-evolución entre especies y una inveterada trayectoria de quiltros en Chile. Una co-evolución que puede testearse desde el más popular pasaje de población periférica del centro, sur o norte del país, o, imaginariamente, desde la infalible y zigzagueante Princesa Mononoke de Miyasaki, aquella niña criada por lobos que apuntaba a la defensa de la naturaleza y que acompañó a buena parte de la generación de los noventa, demostrando las posibilidades y ventajas rebeldes de una alianza canina libertaria.
La suya es la historia de tanto perro callejero que merced a sus aprendizajes logra cautivar a los seres humanos, y, particularmente a las y los estudiantes, con quienes establece una convivencia cotidiana: recibe y prodiga caricias, se alimenta, asiste y se queda dormido en clases, y, sobre todo, se proclama sujeto libre de escoger, de estar o irse según sus deseos y las circunstancias. Es en este sentido encarnación – más que de pobreza – de libertad: sujeto emancipado de ataduras de mercado, toda su vida transcurre en función de una interminable cadena de intercambios y de reciprocidad.
En su tránsito, el Matapacos establece relaciones de confianza, de cariño y de cuidado pero ninguna de ellas le ata. Recuerda a la perra de barrio que tenía tantos nombres como vecinas o vecinos le guarecieran. La trama del Matapacos, al más puro estilo pre-capitalista, se constituye a partir de relaciones de parentesco. Tiene dos madres que le acogen en lo cotidiano, tiene un vasto grupo de hermanas y hermanos, compañeros de luchas y diversiones y tiene un enemigo. Ya volveremos a él. No tiene padre y como muchas y muchos de los jóvenes manifestantes podría rayar los muros escribiendo: “Weli, no rezis por mi”.
La madre con quien vivía el Matapacos no es muy proclive a las manifestaciones y aquella con quien almorzaba está pasando por las turbulencias propias de este período de crisis. Las y los estudiantes, en cambio, no trepidan en avanzar hacia la primera fila y tras ellos se genera una cadena solidaria que les abastece de pertrechos mientras ellos, con sus escudos, protegen a los demás participantes. Los perros como cientos de espíritus encarnados son arrastrados por las aguas del guanaco. Las mamás y las welis (abuelas) están en las casas rezando por los niños, algunas cacerolas en mano, otras no. Y algunas otras, en cambio, reprochan a los padres por su indiferencia sea hacia sus hijos sea hacia el sistema que les oprime.
La genealogía de la protesta reconoce entrelazamientos de los más diversos tipos: no hay un sujeto, sino un colectivo multicéfalo cuyo cuerpo se visibiliza en la calle mientras su corazón se repliega en los confines de las viviendas de barrios empobrecidos. Es un solo colectivo pero es multiforme y su expresión se intensifica o atenúa según sean las condiciones de adversidad política, económica y cultural a que se enfrenta. Es una gran cadena que se tensa ante el desprecio, castigo e indiferencia de que es objeto. Y es aquí donde aparece el enemigo y donde reaparece el Negro Matapaco.
El policía es el enemigo por antonomasia del perro. Aparte de la solidaridad con sus compañeras y compañeros de lucha y del escalofriante aparataje militar (cascos y escudos incluidos), la policía constriñe el espacio público, lo reduce, lo confisca. Los quiltros, claro está, no saben de modos de producción, es difícil que conciban a los carabineros como instrumentos del capital. Así, hasta donde sabemos, no piensan los perros. Lo que sí sabe el Negro Matapacos es que el espacio del que goza, aquel que le sirve de trasfondo para todas sus correrías, allí donde establece sus relaciones de amistad y de convivencia con otros perros y otras personas, ese espacio ciudadano, le es expropiado por la fuerza pública, fuerza que, curiosamente, se vuelve contra aquello que le da sentido, valga la redundancia: lo público.
Es en el ejercicio de recuperar lo público donde estudiantes, perros y demás personas y animales se hermanan y es, justamente, en la privación del mismo ante lo que se rebelan. El Negro Matapacos – al igual que quienes padecen de la historia que otros controlan – resiente aquello de lo que se le priva, de lo que le es común y de lo que da vida: la ciudad. Es la apropiación de los comunes, la desposesión de lo que colectivamente se ha creado lo que in-digna y es la recuperación de aquello lo que dignifica. No en vano la plaza reclama un nuevo nombre: Dignidad.
La ética del cuidado
El Negro Matapacos, las y los estudiantes y sus madres y welis saben lo que los poderosos de la ciudad les imponen olvidar: la vida de cada cual es el fruto de las y los demás, que la dignidad es una cuestión colectiva, que, como tantas veces se ha dicho en la historia, no puede haber persona libre en un mundo de esclavos. Y la paradoja, tal como Michel Foucault lo planteara, radica en la primera tarea de la que se ocupa el Negro Matapaco: el cuidado de sí mismo.
Si, en efecto, yo mismo soy el producto de las y los demás, humanos y no humanos, cosas y seres vivos, ¿no cabe pensar que la única forma de cuidar de mi es la de procurar el bienestar de aquello que me da vida? El Matapacos, para protegerse a sí mismo, debe cuidar de proteger a las y los estudiantes. Se cuida la madre que persignaba al Matapacos cada día que el perro salía a una nueva aventura callejera. Al poner pañoletas en su cuello, las y los estudiantes testimoniaban la identidad que hacía de la suerte del perro la suya propia.
Semejante lógica es por defecto antitética con la del capital. No busca la gran empresa multiplicar quiltros sino más bien pets, esto es, mascotas dóciles, subyugadas al imperio de sus amos a quienes sirven de reflejo narcisista. No se aviene con el interés comercial de la plaza libre sino más con el Mall Plaza, espacios privados, controlados por guardias privados, sometidos a reglas privadas.
A la ética del cuidado, plural por excelencia, se opone la del narcisista que no alcanza a ver otra cosa que el reflejo de sí en las demás y los demás. Su lógica es aquella que destruye las cosas, que somete a los animales libres, y que oprime a los demás seres humanos como condición de su propia existencia En su alocada carrera el narcisista no trepidaría, si de lucrar se trata, en asfixiarse a sí mismo con tal de privatizar el aire, sin darse cuenta que eran otros los seres que lo producían.
De vuelta otra vez en Plaza Almagro (habría que rebautizarla como Negro Matapacos) convendrá detenerse en los valores que sostienen estos alambiques de seres humanos y no humanos aglutinados en torno al mutuo cuidado. Subyace a la relación entre ellos el cariño, el afecto, el amor gratuito que no reclama posesión sino la alegría del otro. Es el corazón de una relación que procura el bienestar de los otros – cosas y animaes incluídos – para obtener el propio.
El cariño en una constitución política
Permítasenos, pues, cerrar una última reflexión. La fábula que nos ha acompañado invita a pensar en una constitución que sirva a los propósitos de una comunidad – y no para servirse de ella para intereses ajenos. ¿Cuál debiera ser el centro de este pacto? ¿el hombre? ¿el ser humano? ¿el país? Pensamos que no, que el núcleo de una constitución es el cuidado entre quienes son tributarios de un mismo esfuerzo. En la mirada racionalista y política tal vez resulte absurdo apuntar hacia el corazón como la fuente de todo derecho. Pero acaso ¿no es absurdo que sí lo sea la razón y que cuando ésta falle lo sea la fuerza? ¿No resulta absurdo un Estado que se defina por el uso exclusivo de la fuerza?
Un Estado, en realidad, debiera definirse por lo que une en lo más profundo a su gente y al mundo que crea en su habitar. Pasar de un pacto de derechos a uno de reciprocidades pareciera ser el tránsito más necesario para una sociedad que hace rato abandonó toda obligación moral para consigo misma y para su ambiente. En lo práctico esto significa, por ejemplo, que más que tener derecho a una pensión digna yo debo procurar los medios para que los demás se pensionen dignamente o, más que licitar áreas silvestres para regular privadamente su uso debiéramos asegurar el acceso y cuidado público que se merecen nuestros bosques, el agua y los bienes comunes.
El Negro Matapacos, sus madres, hermanas y hermanos y demás quiltros de la ciudad nos enseñan que hay formas de articular una sociedad sobre la base del cariño y cuidados recíprocos. Que tales sociedades no requieren de policías ni de contabilidades ni de rejas ni de conservadores de bienes raíces, no hay notario que medie la relación entre ellas y ellos ni autoridad que defina el cómo las cosas han de ser. La utopía, lo sabemos, es una ilusión óptica: mucha droga se comerciaba en el Parque Almagro, ha habido robo, violaciones y asaltos. Pero debemos convenir en que nunca la policía brindó la protección debida a las víctimas y que, encerrados en el fondo de sus casas, vecinas y vecinos no se atrevían a intervenir.
Salir a las calles, mostrarse públicamente, corretear al modo de las y los estudiantes y del Negro Matapacos parece ser el antídoto frente a la soledad, al sufrimiento soterrado, al temor y el aislamiento. Nada peor puede haber que la miseria, el abuso infantil, la deuda, el castigo a la mujer, vividas a solas y en forma larvaria. La recuperación de los espacios públicos y una constitución que reconozca la dignidad de los seres vivos y las cosas aparece no sólo como un camino posible sino que también como la única posibilidad de vida para una especie que tomó el camino equivocado. El estallido social es la respuesta popular y creativa frente a la descomposición, es el reclamo por la regeneración de lo viviente fundado en el respeto, dignidad y hermandad de los seres vivos.
La historia del Matapacos es una bella y poderosa herramienta de ecología urbana. Ayuda a evidenciar la poderosa alianza de esas trenzas invisibles, esas alianzas de seres vivientes que desde su cotidianidad marcan nuevos espacios de encuentro, politización y protección mutua. Es muy simbólico e increíble, porque tal vez, todo se inició desde aquel anónimo negro callejero que circulaba libre por la ciudad, como un salvaje en las grandes alamedas. Pero que en medio de este tránsito, también recibió el cariño de señoras y jóvenes que le dieron una espacialidad colectiva de vivir y compartir, libremente. Una protección libre y mutua que convirtió su negro y ágil cuerpo canino como la pieza más viva y genuina de la protesta. Memoria y admiración de una generación completa de jóvenes y adolescentes, tal como este joven Francisco 5, que el 2012 le dedicó el siguiente poema:
El Negro Matapacos
Se guía por los olores
para forjar su camino,
en su cogote canino
usa paños de colores.
No le importan los dolores
que le pudieran causar
el accionar militar
de patrullas y guanacos:
es el «Negro Matapacos»
que nos viene a resguardar.
Con sus ladridos espanta
el valor del policía,
y la revolución guía
cuando su cola levanta.
Con sus aullidos él canta
himnos de revolución
que infunden gran emoción
en todo el pueblo estudiante,
o en cualquier manifestante
que lucha con corazón.
Notas:
1. Link al documental
2. El Clarín, 24/12/2019. Disponible online
3. Disponible online
4. Para seguir esta noticia
5. Francisco Viveros 22/12/2012 en La Ira popular. Disponible online