«Desde estas luchas, de lo que se trata es de hacer y movilizar para que nos obedezcan»
Entrevista a Diego Castro a propósito de su nuevo libro Mandato y autodeterminación
En un momento en el que los escenarios políticos de la región se tornan cada vez más polarizantes y en los que pareciera que la única posibilidad de realización política es optar, a través de la vía electoral, por progresismos que durante las últimas décadas han operado de manera articulada a grandes capitales y a rancias estructuras de poder, y, por el otro lado, impresentables derechas fascistas en ascenso; es cada vez más urgente partir de otras claves de intelección para dar cuenta de manera distinta de las formas en que pensamos la política y las alternativas de transformación social.
Sobre esto Diego Castro trabaja en su reciente publicación: Mandato y autodeterminación. Pistas para desarmar la trampa estadocéntrica. El libro, resultado de años de investigación doctoral, es una herramienta muy útil para comprender la importancia que tienen las luchas no estadocéntricas o, para ser más específicos, la dimensión no estadocéntrica de las luchas. Desde los relatos hegemónicos e, incluso, desde los relatos de los vencedores al interior de los vencidos, diría Castro, se ponen en el centro los procesos vinculados con la disputa y toma del poder estatal, pero la gran mayoría de las veces no se cuenta lo que la gente habló, decidió y puso en práctica para resguardar alguna dimensión relacionada con la reproducción de la vida. Sin embargo, es desde esos procesos colectivos que, en realidad, surgen las luchas más potentes y con mayor capacidad de generar transformaciones en la realidad social.
En esta entrevista se exponen varias de las principales conclusiones y aprendizajes del libro, y que justamente tienen que ver con esta otra forma de pensar/hacer política, la cual muchas veces es desdeñada y menospreciada porque, justamente, no logramos partir de otro lugar que no sea la “trampa estadocéntrica”.
Diego Castro es profesor en la Universidad de la República de Uruguay. Su doctorado lo realizó como parte del Seminario de Investigación Entramados Comunitarios y Formas de lo Político, en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (México), donde la discusión sobre formas políticas comunitarias no estadocéntricas viene siendo trabajada desde distintas experiencias. También hace parte del medio independiente ZUR y de otro conjunto de experiencias de militancia colectiva.
HUASCAR SALAZAR. Este libro es resultado de una investigación en la que señalas que frente a los procesos de derecha que se expanden y a la frustración del progresismo, quieres “dar cuenta –te estoy citando– de la potencia que supone preguntar a nuestros antepasados sobre sus luchas, sobre aquello que propusieron sobre sus conquistas y lo que quedó en el camino”. Quisiera que comencemos esta discusión ampliando esta intencionalidad. Evidentemente es una discusión sobre la transformación social, pero partes desde un lugar distinto ¿desde dónde? y ¿por qué?
DIEGO CASTRO. Bueno, la investigación la comencé en 2015. En Uruguay, el progresismo iniciaba su tercer período de gobierno y de alguna manera había pasado la última esperanza que levantó en sectores amplios de la población, con la presidencia de Mujica, gobierno que de alguna manera había significado algo así como un intento argumental de giro a la izquierda al interior del progresismo. Pero eso también pasaba un poco en otras experiencias, o sea, en ese momento no había, a mi modo de ver, la posibilidad de aferrarse a una expectativa de transformación vía gobiernos progresistas ni en Uruguay ni en la región.
En realidad, lo que me empezaba a preguntar era por qué, pese a que se presentaba esa situación, se nos dificultaba abrir otras opciones, incluso tener otras posibilidades con progresismos en el gobierno. Esa es la manera en que empiezo a mirar luchas anteriores, luchas que terminan obligando a que sucedan otras cosas, que se piensan no como una alianza subordinada a la dinámica gubernamental, sino como una Iniciativa propia, con capacidad de forzar algunos otros movimientos.
También me pasó que me encontré con una mirada sobre cómo pensar los procesos históricos de las luchas a partir de lecturas más teóricas sobre [Walter] Benjamin[1], que me resultaron super útiles. Cuando el presente no te da mucha esperanza, la propuesta de Benjamin es la de recuperar el momento histórico en donde la situación se empezó a descomponer, el momento en que dejamos de tener protagonismo o estrategias desplegadas con potencia, con fuerza, con capacidad propia.
Esta mirada benjaminiana es una apuesta por mirar el pasado para ver lo que puede decirnos sobre lo que pasa hoy. No es una lectura historiográfica de estudio del pasado, sino que se trata de ir al pasado para hacerle las preguntas del presente. O sea, uno va a las luchas anteriores y a cosas que se olvidaron para ver lo que nos sirve, para pensar hoy. Es un ejercicio muy rico porque uno toma la capacidad de potencia y despliegue de esas luchas, que son luchas muy fuertes, muy potentes, con mucha capacidad creativa y las pones a dialogar con tus preocupaciones del momento. De alguna manera nutres el presente con esa riqueza de las luchas pasadas.
Un intento por hacer estallar la dinámica temporal de la historia en tanto linealidad. Una de las cuestiones que a mí más me motivaron, es la idea de que en las luchas presentes tenemos rasgos que son olvidados, que son bloqueados, no se pueden simbolizar y lo son porque no existan sino porque no encajan en la comprensión política dominante del momento, incluso en la comprensión política dominante al interior de los subalternos.
Por eso parafraseo varias ideas de Benjamín, como la de “historia a contrapelo” y digo “pelo por pelo”, porque hay un pelo autodeterminativo en las luchas sindicales, en la lucha del agua, que no es la que nos cuentan después. Pensar que uno quiere hacer determinadas cosas y hacer para que se haga, hacer para obligar a que otros cumplan con lo que uno está planteando, lo desplaza de la demanda más clásica y no lo coloca de manera tan subordinada a la política institucional, lo coloca como un actor que coexiste en el escenario político con la política institucional, obligando a la política institucional.
Entonces, yo empecé a jalar de esos sentidos para repensar la política del momento. Me hice la pregunta de cómo podría ser una política protagónica de lo social que no obviara la existencia de una política de Estado o una política estatal o estadocéntrica, pero que no se subordinara a ella.
H.S. Me gustaría que profundices sobre el tema relativo a la historia, que es una de las apuestas más importantes de tu trabajo. Cuando hablas de esta “lectura a contrapelo, pelo por pelo”, señalas que ello refiere también a una historia de los vencidos al interior de los vencidos, ¿qué significa esto?
D.C. Cuando Benjamin trabaja la idea de historia a contrapelo, lo piensa como una historia de lo subalterno, de los derrotados, los vencidos contra los vencedores. Pero lo que yo empiezo a ver es que eso que Benjamín ve en la relación entre los vencidos y los vencedores, también sucede al interior de los vencidos, al interior de los subalternos, al interior de los sectores sociales que luchan y son derrotados. Dentro de los vencidos o de los derrotados hay vencedores. Para mí, el rasgo principal de vencedor al interior de los vencidos es la capacidad de contar y ordenar de cierta manera lo que sucedió, afín a la mirada ideológica comprensiva de la realidad.
En mi texto hay aportes teóricos que yo no coloco centralmente pero que son importantes para comprender esto; por ejemplo, la forma en que Castoriadis[2] analiza las relaciones de poder en la sociedad. Él piensa que no hay una sola pirámide en la sociedad. Si uno piensa que la sociedad es un espacio jerárquico y es una pirámide, en la base de la pirámide, donde están los vencidos, también hay pirámides al interior, también hay jerarquizaciones, también hay subordinación. Bueno, esto Silvia Federici, por ejemplo, lo trabaja muy fuertemente con el tema de las mujeres al interior de las propias experiencias de izquierda, al interior del propio marxismo.
Yo también rastreo otros sentidos de lucha que en las experiencias más canónicas se pierden de vista, por eso voy a Kolontái y a la Revolución Rusa. Kolontái y la posición obrera son los vencidos al interior del propio proceso. Ahí hago un intento exploratorio –no era lo que yo estudiaba– que me sirvió para mirar otras experiencias donde se da esa situación de vencidos al interior de los vencidos. No es una cuestión de relativismo, pero en la forma en que se cuentan las luchas también se producen injusticias de este estilo, de invisibilizar vencidos al interior de los vencidos.
Pensar en esto tiene una capacidad muy potente de enriquecer la comprensión del presente. Si nosotros heredamos que lo único que pasó en las luchas del pasado es la de deriva estatal y no la multiplicidad de sentidos que también se disputaron allá adentro, nos perdemos de un montón de riqueza y de enseñanza para este momento, para el presente. Si lo único que recibimos sobre el propio proceso revolucionario es la visión triunfante de Lenin y no, por ejemplo, la existencia de la oposición obrera, el intento Consejista, el intento de control económico directamente por los trabajadores, o todos esos debates que se dan en los primeros años del proceso revolucionario, te pierdes una riqueza que es enorme. Por eso insisto con eso de pensar que la historia de los vencidos al interior de los vencidos, lo que hicieron nos es útil hoy.
H.S. El análisis de tu libro se basa en dos experiencias de luchas concretas, te pediría si puedes explicarnos de que trata cada una de ellas y cómo hiciste esta lectura histórica a contrapelo.
D.C. Elegí dos luchas uruguayas, dos luchas que son diferentes entre sí, una lucha más vinculada a la cuestión de frenar el proceso de privatización del agua que se dio en los años 2000, cuando comenzaba el progresismo y finalizaba el periodo neoliberal más intenso. La consulta popular se da en el mismo momento en que el Frente Amplio gana por primera vez las elecciones. El otro momento que trabajo, es el proceso de luchas en torno a la unificación al movimiento sindical, de mediados de la década del 60. Pero, lo que he descubierto, es que parte de ese movimiento sindical, que tiene vocación de unificación, no es necesariamente el del relato hegemónico del momento, sino, es una tradición sindical que para mí se había perdido o que yo no conocía de esa manera.
En el caso de las luchas sindicales de los 60, en ese sector sindical que se llamaba la Tendencia Combativa, hubo una concepción de la estrategia de la lucha sindical bastante diferente a lo que se nos hereda como luchas sindicales clásicas, en términos de lucha exclusivamente reivindicativa, salarial y demás. Hay una concepción bastante más amplia en el sentido de qué es lo que afecta al mundo de los trabajadores y las trabajadoras, y sus familias en general. Hay una concepción diferente de lo que implica la organización sindical en el sentido de que es un espacio mucho más enriquecido, no solo lo basal corporativo, relativo a la defensa del trabajo, la fuente de trabajo y el espacio; sino que es como un lugar donde el trabajador, la trabajadora y su familia socializan y se politizan.
Me parece que hay una mirada diferente de la experiencia sindical y de cómo se da la relación entre lo que clásicamente se disocia como lo político-social, lo político-específico, lo político-institucional. De alguna manera, para mí, la mirada que se interpela desde ahí es la mirada que, en el caso de Uruguay, hegemónicamente ha construido, por ejemplo, el Partido Comunista, en el sentido de una relación subordinada entre la política social y la política institucional.
De alguna manera, la política social o sindical pone en evidencia las injusticias, la desigualdad o la ausencia y la necesidad de un aumento de salario. Pero el problema está en que las relaciones de fuerza de las luchas sociales se dirimen siempre en el espacio institucional o de lo político específico. Es como que lo político partidario toma la energía de lo social. Y realmente es así, eso es una cosa que sistemáticamente lo vemos, se chupa la energía de lo social.
Pero esta gente de La Tendencia, estos referentes sindicales, lo que promovían era un espacio de energía propia, no que obviara la existencia de la política institucional, la política de Estado, los partidos, pero sí una capacidad propia de ordenar todo el accionar político, sin subordinación, sin una relación jerárquica entre estos dos espacios. De esta manera, aparecen frases como: “ser fuerza en sí, no para cumplir los objetivos que otros quieren que cumplamos, sino para nosotros mismos ir definiendo nuestros objetivos políticos y llevarlos adelante, en todas las esferas”. Desde estas luchas, la idea era ir escalando en la conflictividad, de manera sistemática, para obligar a los otros, a los gobiernos, a los partidos, a las clases dominantes.
Esto se da en un tiempo particular de Uruguay, en el que empieza un momento de crisis de la economía de sustitución de importaciones, en donde hay un deterioro muy grande de las condiciones materiales de los trabajadores, y donde todo el aparato político de la política de Estado se comporta de manera muy ineficaz para poder atender esa situación. Entonces, lo que promueven es este Congreso del Pueblo, que es esta gran creación política de multiplicidad de actores, no solo sindicales. Ellos dicen: “es un ejercicio de sustitución, porque los partidos y la política de Estado no están pudiendo resolver esto, entonces somos nosotros lo que tenemos que plantear las soluciones y obligar a que esas soluciones se lleven adelante”.
Ahora bien, desde el relato de los vencedores al interior de los vencidos, en el Congreso del Pueblo se elaboró un programa que la izquierda institucional (Frente Amplio) lo toma como programa fundacional. Pero hay que entender que no es solo eso lo que pasó. Hay una parte de lo que sucedió que queda olvidado, queda derrotado, queda en el camino, se bloquea. Y lo que se bloquea –yo lo señalo varias veces– justamente es el carácter más autodeterminativo, el carácter más autónomo, el carácter de mayor afirmación. Las experiencias de mayor creación afirmativa son las que se bloquean. Esto pasa porque al interior de los vencidos, los vencedores también tienen una concepción política muy estadocéntrica. Como es la política estadocéntrica la que triunfa, todo se ordena a partir de los que triunfan.
En el caso de la otra experiencia, la del agua, lo que se contaba era que se resistió a la privatización para garantizar el agua como derecho humano –un proceso muy influenciado por las luchas por el agua en Cochabamba–; pero se obviaba toda la creación de institucionalidad de control social. De alguna manera, se le daba al Estado la responsabilidad de garantizar el derecho, pero a la vez se desconfía de mismo y se instalaron una serie de consejos que debían ser sostenidos por las poblaciones para custodiar la calidad del agua. Todo eso se obviaba en el relato de los vencedores. Entonces estos dos olvidos: 1) esa capacidad de incidir en la política general con un actor más y no subordinado, y 2) este otro, de crear institucionalidad popular social para el control del agua, no te lo cuenta el relato histórico o no te da cuenta de ello la memoria popular.
Para mí, lo que las dos luchas desafían es la idea de que la única forma de gestión de lo público es lo estatal. Por eso yo digo que son luchas no estadocéntricas. Es decir, no es que dicen: “vamos a sustituir el Estado, nosotros, gobernando para todos”, sino que plantean: “nosotros vamos a hacernos responsables de nuestra parte y vamos a coexistir con formas estatales”. Pero la política de Estado, con su carácter de monopolio de la decisión política y de la fuerza, es lo que prevalece y termina atacando. A esta política no le gusta compartir decisión política con otras instituciones, organizaciones de lo público, de lo común, de lo de lo social
Eso es lo que veo como rasgos super concretos de una política que es diferente a la hegemónica, a la de los partidos, a la política de Estado. Lo que busca es hacer espacio a colectividades y a proceso de organización que tienen algo para decir sobre asuntos específicos.
H.S. Me gustaría que puedas profundizar sobre la idea de mandato. Tú lo planteas como un concepto central en tu texto y una forma particular del vínculo entre Estado y sociedad, que se sale del esquema tradicional de lo que entendemos como política de demanda. ¿Podrías explicar esta distinción?
D.C. Como parte del trabajo de estudio de las luchas sindicales, encuentro una cosa que señala un militante sindical al que no le interesaba mucho la política. Él decía: “nosotros lo que hacemos es hacer algo para obligar a que lo que queremos se haga, ya que no lo podemos hacer de manera directa porque nosotros no somos los que gestionamos la decisión del Estado”. En este caso es el Estado, pero el mandato en realidad puede ser hacia otros espacios sociales. Producir un mandato supone hacer para que se haga. Desde estas luchas, de lo que se trata es de hacer y movilizar para que nos obedezcan, alterando la relación de mando en asuntos específicos, definidos por quienes luchan.
¿En qué se diferencia esto de la demanda?, la demanda es el camino clásico que conocemos: tenemos un problema, identificamos un problema y le pedimos a alguien que lo resuelva. No está en nosotros resolverlo. Esa relación, que se constituye en pedirle a alguien que lo resuelva, te pone en un lugar de carente y al que resuelve en lugar de potente.
El mandato se encarga de buscar la resolución. No solo es: “tenemos este problema”, sino que “lo queremos resolver de esta manera y queremos que, desde el espacio de la política estatal, se haga determinada cosa”. Entonces, la lucha social no es solo movilizar, generar un efecto para que se sensibilicen con los problemas que tengan y nos den algún tipo de solución, sino que se trata de movilizar de manera sistemática para que nos obedezcan.
Es también una forma diferente de pensar esta idea zapatista del mandar obedeciendo. ¿Por qué hay que obligar a que nos obedezcan? porque nosotros no somos los que tomamos las decisiones ni gestionamos la estructura del Estado, que se sostiene sobre la base de un rasgo monopólico y de constitución de instituciones políticas separadas del cuerpo social. Lo que intenta el mandato es subvertir esa forma del Estado, alterar esa forma de separación.
La lucha por demanda, en cambio, lo que hace es reforzar esa separación, porque lo que alcanzamos a hacer es a decir el problema que tenemos, pero son los gobernantes los que deben garantizar buena salud, educación, etcétera. La política de demanda no rompe el mecanismo de separación, y ese mecanismo de separación es el que constituye una relación entre carente y potente.
La potencia la da la resolución de un problema, y si lo resuelve el otro, tú nunca sales de la situación de carente, siempre es un carente que está pidiendo algo. Por eso es que la política de demanda es, finalmente, una política de Estado. Le deja ese espacio de potencia a esas instituciones ajenas al cuerpo social, o sea, el Estado no tiene ninguna institución afincada a ninguna comunidad de vida. Lo que hace el mandato es recalcar que: “no te mandas solo”, y son los procesos organizativos y las comunidades que van decidiendo los que producen la decisión. Manda el que colectivamente decide como afrontar ese problema.
Lo otro que te decía es que, en la medida que iba haciendo la investigación, veía que muchas de las luchas más interesante estaban vinculadas a los feminismos, que producen un tipo de mandatos con otra lógica. Producen una alteración del sentido general sobre algunos temas, por ejemplo, sobre las violencias machistas. Desde los feminismos se desplaza lo tolerable en torno a la violencia machista. Pero no se hizo principalmente inscribiendo leyes en el Estado, se hizo alterando la capilaridad de lo social, el sentido que la propia sociedad le daba a lo que se permite o no se permite. Para mí eso también es un mandato, o sea, los mandatos no solo son inscripciones estatales, o no solo es obligar al Estado a que te haga caso; también es a la propia comunidad, a la propia sociedad; cambiando de alguna manera los términos de justicia interna, lo que es tolerable y lo que no es tolerable.
Pero bueno, considero –y eso también lo veo en las luchas– que el Estado es un lugar que no hay que dejar de pensar. Es decir, hay una riqueza colectiva pública común, dinero, riqueza acumulada que es nuestra y que de alguna manera hay que decidir sobre ella. Es ahí donde nos preguntamos ¿qué vamos a hacer con esos recursos? y también ¿qué vamos a hacer con otras cosas que no son dinero o recursos materiales, como el agua, los barrios, la tierra?
Además, me parece que también es importante pensar los mandatos en el sentido de colocar límites o vetos a, por ejemplo, el uso extractivo de territorios, de agua o, como comúnmente se conoce, de bienes que son comunes y que están siendo apropiados por la actividad extractiva. Ahí hay una forma que no es solo redistributiva, sino que se trata también de colocar límites para lo que se puede hacer. La manera de hacerlo desde la lógica integrada de capital y el Estado es el mitigar, tener leyes que permiten la existencia de áreas protegidas o zonas que no se pueden tocar, pero está demostrado que eso es incapaz de detener el proceso destructivo.
H.S. Me gustaría profundizar una diferencia que haces sobre la producción de mandatos. Planteas que hay dos momentos del mandato, el primero que tiene que ver con la producción misma del mandato, que implica decir lo que se quiere mandatar y la lucha para que eso se haga. Mientras que el segundo momento tiene que ver con el sostenimiento del mandato. Por las luchas que tu analizas –pero que es algo que también podemos ver en otras experiencias– entendemos que es este segundo momento el que más cuesta. Puedes ampliar esta idea.
D.C. La decisión la haces en el momento de una lucha desplegada, pero el sostenimiento implica tener mecanismos para los momentos más ordinarios, más comunes, o sea, para la continuidad, para que aquella decisión que tomaste se puedas garantizar. Eso implica un montón de trabajo concreto, de un hacer concreto que la gente la comparte con el resto de las cosas que tienen su vida: el del trabajo asalariado, el del trabajo precario, del trabajo doméstico, reproductivo. Es decir, este segundo momento comparte espacio con esa infinidad de tiempo que tenemos que dedicarle a la vida.
Pienso que el sostenimiento se nos complica más porque, a diferencia de cuando una lucha se despliega y tiene una capacidad de clarificar lo que se quiere de manera brutal, mantenerlo en el tiempo es algo complicado. Creo que ahí las experiencias más fuertes, más interesantes, son las indígena-comunitarias y las experiencias propias de autogobierno, en el sentido que tienen mecanismos para esos tiempos ordinarios de sostenimiento de las decisiones.
Pero en sociedades más urbanas, como la uruguaya, donde la dinámica es mucho más ciudadana, por ejemplo, con luchas por presupuesto educativo, salarios y demás, el resto de las cuestiones políticas las dirimes en la contienda electoral, de alguna manera parece que todavía no tenemos ni el tiempo, ni la disposición, ni la claridad para entender que estos espacios de sostenimiento son muy importantes y que en muchos casos implica sostener institucionalidad propia, lo que no es nada sencillo y se nos complica.
El problema también es competir con institucionalidad estatal, la cual tiene burocracia, tiene aparato administrativo, tiene la lógica de la gestión administrativa del monopolio estatal. Es una locomotora andando, anda sola. Mientras que la posibilidad de conformar nuestra propia institucionalidad no anda sola, no nos sale natural, ¿por qué? Porque pese a que interpelamos el monopolio estatal, este sigue consolidado, sigue firme. Incluso eso pasa desde los sentidos que se producen desde la gente que participa de las luchas, incluso desde las luchas que impugnan ese monopolio.
Este ha sido un problema con el progresismo en la región. Los progresismos terminaron jugando a favor de la remonopolización estatal de los asuntos públicos. O sea, la gente lucha para impugnar el modelo neoliberal y después dice: “bueno, llegaron los compañeros del Gobierno van a gestionar de manera no neoliberal, nos retiramos”, ahí perdimos. Es que no hay que retirarse, aunque sean los compañeros, porque hay que obligarlos, aunque sean compañeros.
El Estado tiene esa capacidad de cicatrización muy rápida, cuando le erosionas un poquito el monopolio al toque tiene capacidad de remonopolizar. Y con esto no estoy diciendo, como me suelen criticar los más republicanos o los más estadocentristas: “bueno, pero la gente no tiene tiempo para dedicarle en su vida, además de hacer las tareas del hogar, trabajar y, además, preocuparse por gestionar cómo va a hacer, por ejemplo, la educación pública”. Y no estoy idealizando a la gente autogobernándose full time, no, lo que me parece es que los que participan de cada espacio se tienen que autorregular.
La idea que tengo ahí, que es una idea de protagonismo popular, es la idea de autodeterminación de parte, de una parte, específica y concreta. Si lo que nos preocupa es la educación pública, es la educación pública, si lo que nos preocupa es la gestión del agua potable, es la gestión del agua potable y ahí entran los que están incluidos en el problema específico. La respuesta es darle un giro a la lógica estatal no con nuevas instituciones totalizadoras, con participación directa de todos en todos los temas. De lo que se trata es: participación específica de la parte específica que se preocupa de un asunto que es concreto.
Entonces, en un momento de gran capacidad de movilización podemos producir un mandato que reequilibra cosas, reequilibra relaciones, pero necesitamos formas organizativas cotidianas más estables, que permitan que esa decisión se sostenga, se repiense, se recambie y se reanalice. Un ejercicio de autogobierno concreto para asuntos concretos.
H.S. Ahora quisiera que abordemos con más profundidad esta idea de política de parte que acabas de señalar, idea que recuperas de Emmanuel Rodríguez[3] y que amplías. Se abre una discusión muy interesante porque la propia política de Estado –desde este lente– es entendida como una parte, lo que contrasta con la propia lógica del Estado, que es totalizadora, monopolizadora, etcétera. En ese sentido, creo que también es muy interesante el planteamiento de pensar sujetos concretos, con problemas concretos que se preocupan por resolverlos y en esa medida producen mandatos. Esto nos lleva a un lugar muy interesante de tu texto y que tiene que ver con la relación entre política de parte y sujetos sociales concretos, que nos saca del lugar universalista de la noción de clase social, que además define sujetos a priori, como ya se ha criticado mucho al marxismo más ortodoxo. ¿Esto implicaría, según tu perspectiva, que debemos dejar de pensar en las clases sociales? o ¿Cómo integramos esta perspectiva con la lectura tradicional de clase?
D.C. Como vos decías, yo tomo la idea de Emmanuel Rodríguez, y lo que precisamente quiero esquivar es esa discusión: si se nos termina la referencia de la clase ¿cuál sería la referencia que tenemos en las sociedades capitalistas? En realidad, la idea de política de parte se presenta como una forma renovada de pensar la política de clase. No estoy tirando la política de la clase a la basura. De la política de clase lo que sí quiero tirar a la basura es lo preestablecido, lo universal y lo economicista. Desde ahí tomo en cuenta la teoría que se ha elaborado con fuerza a partir de los años 60 del siglo pasado, que intenta entender la clase como un proceso de construcción de quienes luchan, como el making de Thompson[4]: una clase que se va haciendo.
Lo otro que esta perspectiva permite es la posibilidad de entender que, en la concepción preestablecida, universal y economicista de la clase, había vencidos al interior de los vencidos y que ello es el factor fundamental para comprender nuestras derrotas. La jerarquización al interior de la concepción de la clase social universal, economicista, productivista, para mí, es lo que deriva en el hecho de que las y los subalternos no peleen juntos.
Podemos ver que los sectores del proletariado industrial, en el caso de la experiencia política uruguaya, no han sido necesariamente los sectores que se han organizado de una manera más sagaz, inteligente y estratégica para desestructurar las injusticias al interior del capitalismo; entonces no hay a priori. Por tanto, la cuestión de moverme de la política de clase a la política de parte para renovarla, es un ejercicio más pedagógico que teórico, en el sentido de que quiero dar una señal de que ahí tenemos un problema, y que las concepciones organizativas, políticas y estratégicas que se elaboran a partir de esa mirada reduccionista de la clase son el principal problema que garantiza nuestras derrotas, porque excluye a todo el que no forma parte del grupo selecto de una clase preestablecida y universal.
Ese proceso nefasto de dejar fuera a quien no entra en el marco analítico, como, por ejemplo, muchas veces se ha hecho con los campesinos por catalogarlos como pequeños burgueses, son dinámicas excluyentes, son dinámicas de guerra, es política hegemónica actuando al interior de lo popular, y creo que eso nos ha hecho mucho mal. Pero ¿qué pasa? esta cuestión de pensarlo más abierto y pragmático nos plantea desafíos muy concretos, para lo cual no hay un marco moral preestablecido que nos señale como debe ser la lucha de los sectores subalternos. Ese marco moral a veces implica que las propias experiencias se planteen relaciones que son contradictorias o inesperadas.
Acá, en Uruguay, es muy común –sobre todo en las experiencias obreras o sindicales– que quienes repiten muchas veces “unidad, unidad, unidad”, son los que menos creen en la unidad, porque son los que están reclamando “control, control, control” desde la parte a la que pertenecen. En realidad, lo que hay que hacer es descontrolar; es decir, para mí la capacidad masiva de lo popular de transformar es incontrolable, no se controla desde un centro de poder o desde un centro de mando. Entonces, de alguna manera esa discusión sobre parte o clase reestructura toda la estrategia y toda la concepción organizativa, no es una solución, es una discusión teórica, porque la solución práctica está en los asuntos concretos, con problemas concretos.
Pero esa forma de pensarlo todo como parte, nos pone sobre la mesa otros problemas que no están resueltos. ¿Cuáles son? Cuando vos tienes un esquema conceptual rígido, sencillo, de clase universal y economicista, te ordenaste el mundo y caminar con el mundo ordenado es mucho más fácil que caminar con multiplicidad de partes autogobernándose por ahí. Este es un problema. A la vez, está el problema del sostenimiento. Toda la institucionalidad popular, obrera, sindical tiene capacidad de estabilidad, pero la multiplicación de autodeterminación de parte no necesariamente tiene estabilidad, porque son colectividades más contingentes, son aspectos más concretos que aparecen y desaparecen.
Por otro lado, yo no pienso que la autodeterminación de parte tenga que sustituir a las instituciones obreras, a los sindicatos o a los espacios más estables. Me parece que hay una posibilidad de asociación creativa entre estas dos, permitiendo que la potencia se despliegue en la autodeterminación de partes y que la autodeterminación de parte puede aprender un poco de lo estable, lo previsible, lo no contingente que la institucionalidad obrera de casi 200 años nos ha dado.
H.S. A partir de los dos casos que tú estudias en tu libro, se ve con claridad que este tipo luchas populares va en contra de múltiples lógicas de la política estadocéntrica, tú puntualizas cuatro: 1) la toma del poder, 2) la política como guerra, 3) la política de la demanda –de esa hemos hablado más– y 4) la delegación y representación en ausencia. ¿Tú crees que en estas últimas décadas, en los que el progresismo estatal tuvo importantes victorias en América Latina, el rechazo que desde estos gobiernos se ha visto hacia la política de autoderminación de parte tiene que ver con el propósito de sostener estos cuatro rasgos estadocéntricos?
A mí me parece que la que principalmente se intenta sostener es la clave que comprende la política como guerra, en el sentido de la eliminación del adversario. Me parece que la política de autodeterminación de parte, en la medida que pluraliza los sujetos, de alguna manera dificulta la guerra, porque la guerra es más fácil darla sí hay dos. La guerra es hija del binarismo. Si la política se cierra ahí, no hay lugar para la autodeterminación de parte, pero, además, no hay lugar para un ejercicio de pluralización de necesidades, deseos, capacidades de lucha y demás.
El progresismo, por ser heredero de la izquierda siglo XX, lo que no ha hecho es poner en discusión el ejercicio político como guerra, en términos de aniquilación del adversario. A mí me parece que lo que hacen los progresismos es un ejercicio de instalarse plenamente en la política de guerra y elegir el adversario. ¿Cuál es el adversario que le queda más cómodo? La derecha neofascista recalcitrante, lo más derechoso de los derechosos. Entonces, lo que hacen es fortalecer ese binarismo, progresismo-derecha neoliberal o derecha fascistizante.
Pero, en realidad, el progresismo tiene otros adversarios a los cuales ignora, invisibiliza, no los pone a dialogar, no los incluye como terceros o cuartos. Es por esto por lo que la política de guerra se cierra a una lógica de la política estatal, porque estos dos polos son pura política de Estado. Es muy débil el progresismo social que no hace necesariamente una política estadocéntrica. El progresismo, en sí, es una política estadocéntrica, es un aparato electoral para gestionar el Estado. Mientras que sus otras facetas de movimiento sociopolítico, de movimiento contracultural, se han visto disminuidas.
Además, me parece que la política de guerra es una política que está muy internalizada en las propias organizaciones sociales. Porque esta herencia de la concepción de lo popular jerarquizado, subordinado, universal, implica instalar una guerra al interior de los subalternos, para ordenarlo de manera jerárquica; y eso para mí es lo que nos desangra, lo que nos derrota.
Entonces, la idea de desarticular o desarmar la política de guerra no es una invitación ingenua a un pacifismo tonto o torpe. Se trata de identificar que en los propios procesos organizativos de lo popular está instalada una dinámica de exclusión sistemática al diferente, al que piensa diferente, al que actúa de manera diferente. Lo que yo intento hacer es un llamado de atención de cómo darnos cuenta de los propios mecanismos organizativos para no autodestruirnos en una guerra intestina. Porque si no, la posibilidad de disputa de lucha abierta, antagónica con los sectores dominantes, no se llega a realizar nunca, porque te autodestruís antes. Te vuelves más chiquito y débil antes.
Por otro lado, también hay algo que identifico en experiencias de lucha actuales y anteriores: una voluntad antibélica. Un intento por no entrar en la guerra o por no ir a los lugares donde se despliega lo bélico al interior de las organizaciones populares, de vaciar esos espacios bélicos, que en general son ocupados y sostenidos por dirigentes varones. Entre la política masculina y la guerra hay un vínculo consustancial. Por eso las luchas feministas y otras experiencias comunitarias, más vinculadas a lo vital, desestructuran esta política de guerra, porque la política, desde estas otras concepciones, no es una lucha por la decisión política en la que tiene que ganar una; sino que la política pasa a ser: ¿cómo nos organizamos para cuidar el agua?, ¿cómo nos organizamos para mejorar colectivamente nuestra alimentación? Y claro que hay discusiones y decisiones y peleas, pero me parece que se estructura una manera diferente, no poniendo en el centro la necesidad de la oposición y la eliminación del adversario.
Después, lo de la representación en ausencia, es un claro mecanismo de exclusión, es parte de la dinámica de guerra. La forma que tiene el Estado, desde las estructuras estatales, para monopolizar la decisión, es que no participemos nosotros de la decisión; y eso también es un ejercicio de violencia. Incluso la gente que queremos participar de las decisiones comunes y públicas, no podemos, estamos inhibidos, estamos bloqueados, hay un montón de mecanismos de la política de Estado para que eso no se realice, y eso es violencia sistemática hacia la sociedad.
En el Congreso del Pueblo [una de las luchas estudiadas] pasó una cosa muy interesante. En determinado momento se discutía si el Congreso del Pueblo tenía que invitar a los partidos políticos, pero un dirigente textil dijo: “No, no tienen que venir porque el tiempo de los partidos políticos ya fue, ellos no fueron capaces en sus instituciones y con sus reglas de resolver los problemas, ahora nos toca a nosotros”. Y así, con ese argumento, es que inhiben la posibilidad de la participación de partidos de izquierda en el Congreso.
Ahí hay una cosa que no es taxativa, que no hay una receta, pero que la posibilidad de que se produzca mandato y que ese mandato se concrete, implica también resguardar que la decisión la tome quien la tiene que tomar. Esto puede ser muy lindo decirlo en términos abstractos, pero en términos concretos los grupos de interés, las corporaciones, los partidos se te cuelan por todos lados. Te debilitan con sus estrategias de guerra, militarismo y belicismo al interior de lo popular. El tema es si las experiencias sociales tienen una capacidad de producir anticuerpos para ello y logran eludir esta trampa. De alguna manera tienen que producir anticuerpos para colocarlo en un lugar que no obstruya, pero que tampoco genere exclusión.
Notas:
[1] Son varios los textos de Walter Benjamin utilizados por Diego Castro en su libro, sin embargo, el texto referencial es: Benjamin, Walter. 2008. Tesis sobre la Historia. Ciudad de México: Ítaca. Otro texto referencial utilizado de manera reiterada por el autor es: Löwy, Michel. 2012. Walter Benjamin: aviso de incendio. Una lectura de las tesis “Sobre el concepto de la historia”. Buenos Aires: FCE.
[2] Castoriadis, Cornelius. 1976. El papel de la ideología bolchevique en la aparición de la burocracia. Madrid: Colección Básica 15, Miguel Catellote Editor.
[3] Rodríguez López, Emmanuel. 2018. La política contra el Estado. Sobre la política de Parte. Madrid: Traficantes de Sueños.
[4] Thompson, Edward. 1977. La formación histórica de la clase obrera: Inglaterra, 1780-1832. Barcelona: Laia.
Huascar Salazar Lohman es investigador del Centro de Estudios Populares (CEESP).
El libro es coeditado por Bajo Tierra y Andrómedas de México y Zur de Uruguay. En mayo será presentado en Montevideo en un seminario de cinco sesiones donde se pretende abrir una conversación detenida sobre los diferentes temas que aborda.
Corrección de estilo: Bajo Tierra Ediciones
Ilustración original de portada: Mariana Escobar
Diseño de portada: Joaquín Cabrera/ Cooperativa Subte
Diseño de interiores: Bajo Tierra Ediciones
Cuidado de la edición: Bajo Tierra Ediciones
Primera edición: diciembre de 2022