¿Mercaderes de la muerte?
La idea de que la guerra beneficia a alguien, es decir, de que hay alguien, con nombre y apellidos, que se beneficia de la guerra, de la muerte de otros, ha sido expurgada de nuestro horizonte político.
«Cañones!» respondió la multitud arrobada presente en Belluno el 24 de septiembre de 1938 a la pregunta lanzada por el «Duce» Benito Mussolini: «Entre la alternativa absolutamente ridícula de mantequilla o cañones, ¿qué hemos elegido?». Durante los años siguientes los italianos experimentarían de primera mano lo que suponía rechazar esa «alternativa absolutamente ridícula»: ruina, masacres, desolación (al fin y al cabo, eso es lo que producen los cañones). Hoy, ni siquiera a Vladimir Putin se le ocurriría preguntar a una multitud de rusos, si prefieren mantequilla o misiles. Supongo que sabe muy bien que sus conciudadanos votarían unánimemente a favor de la untuosa mantequilla frente a la retórica de la Santa Madre Rusia. Pero tampoco ningún dirigente occidental se arriesgaría jamás a consultar a sus ciudadanos sobre esta alternativa, dado el carácter absolutamente ridículo de la misma.
Hoy la alternativa ni siquiera se plantea, dado que la mantequilla se nos escatima avaramente sin necesidad de recurrir a la artillería. Optar por misiles, cañones, drones es algo natural, obvio, no hace falta decirlo, de hecho es meritorio, incluso humanitario. La OTAN ha enviado a Ucrania más de mil tanques y más de dos millones de municiones (en realidad ha enviado cantidades mucho mayores). El ejército ruso debe haber recibido un volumen equivalente de armamento, de lo contrario ya estaría en desbandada. Cuando la lógica del rearme entra en vigor, se aplica la misma ley que Margaret Thatcher pronunció a propósito del capitalismo financiero: «No hay alternativa».
El abismo que nos separa de 1938 es aún más profundo: durante el periodo de entreguerras, la elección entre mantequilla y cañones suscitó toda una corriente de reflexiones sobre los «mercaderes de cañones», que en inglés se definían más exactamente con el término de «merchants of death». Hoy en día, la expresión «mercaderes de la muerte» (o «de cañones») está desterrada del discurso público. La idea de que la guerra beneficia a alguien, es decir, de que hay alguien, con nombre y apellidos, que se beneficia de la guerra, de la muerte de otros, ha sido expurgada de nuestro horizonte político. Incluso los más lúcidos y desencantados de entre nosotros se toman en serio las grandes palabras con las que nos alimentan: patria, democracia, libertad, independencia, derechos de los pueblos, supervivencia de la nación. Nadie se atrevería a decir hoy, como Anatole France hizo justo después de recibir el Premio Nobel de Literatura en 1922: «Creemos morir por la patria; morimos por los industriales».
Por supuesto, todavía hoy el movimiento pacifista denuncia el aumento del gasto militar documentado por el Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI) en su último informe publicado el pasado 24 de abril: en 2022 el mundo gastó 2,24 billones de dólares en armas y Estados Unidos aportó el 39 por 100 de este gasto, China el 13, Rusia el 3,9, India el 3,6 y Arabia Saudí el 3,3 por 100 del mismo. Los países de la OTAN gastan el 55 por 100 del total mundial. También nuestros pacifistas se indignan, porque con el dinero que se destina a la producción de armamentos podrían resolverse problemas mucho más acuciantes: «Con 25 millardos de dólares podríamos abordar y resolver las emergencias humanitarias más graves del planeta, con 100 millardos podríamos confrontar eficazmente la crisis climática global y con 200 millardos podríamos alcanzar la totalidad de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU».
El argumento es el mismo, pero observemos la diferencia en el tono utilizado por la periodista y militante Anne Capy en su discurso de 1932, pronunciado en el congreso de la Liga Internacional de Combatientes por la Paz ante un auditorio que incluía a Albert Einstein y Heinrich Mann, entre otros:
Con el dinero que ha costado la guerra, se podría haber dado una casa de 75.000 francos a cada familia de Estados Unidos, Canadá Australia, Inglaterra, Irlanda, Francia, Alemania, Bélgica y Rusia. Cada una de estas casas podría haber recibido una dotación en concepto de mobiliario equivalente a 25.000 francos y cada una de las familias receptoras de las mismas podría haber recibido una suma de 100.000 francos. Tras ello todavía quedarían recursos disponibles para conceder a la totalidad de las ciudades de 200.000 habitantes de los países ahora mismo mencionados 125 millones de francos para sus bibliotecas, 125 millones para sus hospitales y 125 millones para sus universidades. Y aun así todavía habría quedado un capital tal que, colocado a un tipo de interés del 5 por 100, habría permitido pagar, a razón de 25.000 francos anuales, a 125.000 maestros y a 125.000 enfermeras.
El abismo del tiempo se mide también por el cándido racismo que salta de las dos últimas frases de una perorata tan apasionadamente humanitaria: «Es decir, que podríamos haber salvado de la inseguridad y librar de la miseria, de la ignorancia y de la falta de higiene a prácticamente la totalidad de la población blanca del globo» (cursiva añadida). La falla no está, sin embargo, en el argumento, sino en la fisicidad, en la materialidad de la alternativa. Nosotros nos referimos «al gasto militar», ellos imputaban a «los mercaderes de la muerte»; nosotros mencionamos «la industria bélica», ellos optaban por «el supercapitalismo parasitario e internacional, que domina las naciones y que desde hace años practica la gran danza de la especulación, gobernando por encima de gobiernos reducidos al papel de figurantes» (Capy). Nosotros apuntamos a los presupuestos de defensa, ellos a «los internacionalistas que se aprovechan del nacionalismo» (Francis Dalaisi, Le patriotisme des plaques blindées, publicado como panfleto en 1913 por la revista La paix par le droit). Las frases pronunciada durante el periodo de entreguerras son difíciles de pronunciar hoy. Sus herederos utilizan un lenguaje más aséptico y neutro, que gira en torno a los «derechos humanos», la «diplomacia» y el «orden basado en reglas».
¿Quién de nosotros es capaz de citar siquiera el nombre de un solo capitalista occidental o de un oligarca ruso, que se esté enriqueciendo con la carnicería ucraniana? E incluso si fuéramos capaces de nombrar a unos cuantos, nunca los llamaríamos «genios de la destrucción» como se llamó a Gustav Krupp, nunca hablaríamos de la «Internacional de los chacales», como hizo Mil Zankin en su panfleto L’Internationale des charognards. Les marchands de canons veulent la guerre, publicado por el semanario pacifista Le rouge et le noir. Ciertamente no describiríamos en los siguientes términos al traficante de armas más rico y poderoso del mundo, en torno al cual nació un mito demoníaco (y una literatura interminable):
Sir Basil Zaharoff, la pasión de cuyos últimos años es el cultivo de orquídeas, probablemente no se horrorizaría ante la indicación de que fue el mayor asesino que el mundo ha conocido. Lo ha oído demasiadas veces. Y puede que incluso disfrute con la paradoja de que sus donaciones (consistentes en unos cuantos millones de los cientos de que ganó con la Primera Guerra Mundial) han acabado dedicadas a la hospitalización de los «heridos de guerra».
El elemento más interesante de este retrato es que no es obra de un pacifista airado o de un anarquista indignado, sino que proviene de la revista mensual Fortune, fundada en 1929 por Henry Luce. La revista se presentaba como «The Ideal Supe-Class Magazine», la portavoz en papel satinado «de lujo» del capitalismo estadounidense, y se vendía en aquella época a un dólar el ejemplar (el equivalente a 16 dólares hoy en día). En 1934 publicó un dosier no firmado titulado «Arms and Men», que tenía como subtítulo «A primer on Europe’s armament makers; their mines, their smelters, their banks, their holding companies, their ability to supply everything you need for a war from cannons to the casus belli; their axioms, which are (a) prolong war, (b) disturb peace» [Una exclusiva sobre los fabricantes de armamentos de Europa; sus minas, sus fundiciones, sus bancos, sus grandes corporaciones, su capacidad de suministrar todo lo que usted necesita para una guerra: de los cañones a un motivo para la misma; sus axiomas, que son (a) prolongar la guerra, (b) perturbar la paz». Reproducido inmediatamente por el Reader’s Digest y luego publicado por separado como un folleto, el dosier tuvo una resonancia inmensa. Su párrafo de apertura es impresionante, porque nos muestra que las grandes finanzas podían exhibir entonces actitudes impensables hoy en día. ¡Imaginemos si The Wall Street Journal o Forbes podrían empezar hoy un artículo del siguiente modo!
De acuerdo con las mejores estimaciones contables, matar a un soldado durante la Primera Guerra Mundial ha costado en torno a 25.000 dólares. Hay un tipo de grandes hombres de negocios en Europa, que nunca alzó la voz para denunciar la extravagancia de sus gobiernos a este respecto ni para señalar que cuando la eliminación de un hombre se deja sin trabas en manos de la iniciativa de una empresa de gánsteres, el coste de una muerte individual rara vez supera los 100 dólares. La razón para el silencio de estos grandes hombres de negocios es clara: matar es su negocio; los gobiernos son sus clientes; los consumidores finales de sus productos son históricamente, casi con igual frecuencia, tanto sus compatriotas como sus enemigos. Pero ello no importa. Lo importante es que cada vez que un fragmento de proyectil estalla en el cerebro, el corazón o los intestinos de un hombre desplegado en el frente, una gran parte de esos 25.000 dólares, muchos de ellos en concepto de beneficio, van a parar al bolsillo del fabricante de armamentos.
No es que el portavoz oficioso del capitalismo estadounidense se hubiera despertado una buena mañana de 1934 con la imperiosa necesidad de denunciar la industria bélica europea (la de Estados Unidos apenas merecía en una rápida mención). En realidad, estaba en marcha una campaña nacional que culminó el 12 de abril de 1934 con la convocatoria de una comisión de investigación del Senado estadounidense sobre la fabricación y la venta de municiones, así como sobre las circunstancias económicas de la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. La mayoría demócrata del Senado confió su presidencia a Gerald Nye, senador republicano por Dakota del Norte. La primera de las noventa y tres audiencias se celebró en septiembre de ese mismo año. Mientras tanto, en diciembre, se proyectó en el cine Criterion de Nueva York el documental Dealers in Death, centrado en los industriales franceses (en particular, los De Wendel y los Schneider), con una carta de agradecimiento del senador Nye: la película fue bloqueada tanto en Francia como en Inglaterra por los censores locales. No obstante, a pesar de que «la larga y exhaustiva investigación» había «producido un sórdido informe repleto de intrigas y de sobornos, de colusión y de beneficios excesivos, de terrores bélicos artificialmente fomentados y de conferencias [de desarme] deliberadamente arruinadas» (Dorothy Detzer), la comisión sólo sirvió para el propósito habitual de las comisiones de investigación, esto es, barrer bajo la alfombra los escándalos que investigaba. De hecho, según la página web del Senado estadounidense:
La investigación llegó a un abrupto final a principios de 1936. El Senado cortó la financiación del comité después de que el presidente Nye cometiera la torpeza de atacar al difunto presidente demócrata Woodrow Wilson. Nye sugirió que Wilson había ocultado información esencial al Congreso, mientras éste consideraba la declaración de guerra. Los líderes demócratas […] desataron una furiosa campaña contra Nye por «enlodar el sepulcro de Woodrow Wilson».
Sin embargo, a pesar de la fuerza y de la amplitud de esta campaña contra los mercaderes de la muerte, pocos años después no sólo Mussolini y el pueblo italiano, sino el mundo entero eligieron los cañones y no la mantequilla. Así pues, a pesar de toda la simpatía, incluso ternura y un poco de nostalgia, que despiertan en nosotros estas virulentas denuncias, no podemos dejar de constatar que, por una parte, fueron absolutamente ineficaces y, por otra, que respecto la mayoría de sus contenidos (no todos, como veremos) sus argumentos nos resultan hoy inútiles.
En aquella época, los «mercaderes de la muerte» se nos presentaban como potencias ocultas: «Porque, sin sombra de duda, hay en este momento en Europa una fuerza enorme y subversiva que se oculta tras el armamento y el contraarmamento de las naciones: hay minas, fundiciones, fábricas de armamento, holdings y bancos, enredados en un abrazo internacional, pero trabajando inevitablemente para la destrucción del poco internacionalismo que el mundo ha logrado hasta ahora. El control de esta miríada de empresas recae, finalmente, en no más de un puñado de hombres cuyo poder, en cierto modo, está por encima del poder del propio Estado (Fortune, la cursiva es mía). Son siempre «un puñado de hombres», que «tienen un poder superior al de los Estados», que «reducen a los gobiernos al papel de figurantes» (Capy). Son «esas figuras [que] están especializadas en la fabricación de los motores de la guerra, que se esfuerzan en corromper sistemáticamente a los altos funcionarios responsables de la defensa nacional, que inundan de temor a la opinión pública mediante ruidosas campañas de prensa, que hacen presión sobre los parlamentos para que aprueben las consignaciones presupuestarias necesarias para sus lucrativos suministros y, aprovechándose del patriotismo como si fuera una máquina de producción de dividendos, intensifican el odioso régimen de la “paz armada”, cuando no desencadenan sangrientos conflictos» (Delaisi).
Si alguna vez fue cierta, esta imagen de determinados titiriteros moviendo los hilos de los gobiernos podría haberlo sido en los tiempos del capitalismo de magnates [magnate capitalism], que, sin embargo, a finales de la Segunda Guerra Mundial fue sustituido por el capitalismo gerencial [managerial capitalism]. Fue entonces cuando los «mercaderes de la muerte» fueron suplantados en el discurso público por el «complejo militar-industrial». La idea de que se había consolidado una nueva oligarquía consistente en un estrato social integrado e interconectado formado por miembros procedentes de los tres pilares del sistema –económico, político y militar– fue expresada en 1956 por el sociólogo Wright Mills en su obra The Power Elite: los políticos ya no eran marionetas en manos de los titiriteros industriales y banqueros, ya no eran el «comité de negocios de la burguesía», sino que se habían integrado en la élite y constituían uno de los elementos esenciales de una estructura en la que este influía (y era influido) por el resto de elementos.
Pero la idea del complejo militar-industrial fue impuesta definitivamente al gran público por el presidente Dwight Eisenhower en su mensaje de despedida a la nación pronunciado el 17 de enero de 1961, tras concluir sus dos mandatos presidenciales:
«Esta conjunción de un inmenso establishment militar y una gran industria armamentística es nueva en la experiencia estadounidense. La influencia total –económica, política, incluso espiritual– se siente en cada ciudad, en cada estado, en cada oficina del gobierno federal. Nosotros reconocemos la necesidad imperiosa de este desarrollo. Sin embargo, no debemos dejar de comprender sus graves implicaciones. Están en juego nuestro trabajo, nuestros recursos y nuestro sustento, así como la propia estructura de nuestra sociedad. En los consejos de gobierno debemos protegernos contra la adquisición de influencia injustificada, buscada o no, por parte del complejo militar-industrial. El potencial para el aumento desastroso de un poder mal asignado existe y persistirá. Nunca debemos permitir que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades o nuestros procesos democráticos. No debemos dar nada por sentado».
Desde entonces, la imagen de los «mercaderes de la muerte» ha quedado relegada únicamente para ser utilizada respecto a personajes turbios que trafican con países del Tercer Mundo y venden armas peligrosas a Estados de pacotilla, a dictadores de chiste y a terroristas. Las «potencias serias» sólo cuentan con su respectivo complejo «militar-industrial». Un poco como sucede en América Latina con los «grandes terratenientes despiadados», que ahora han sido suplantados por los asépticos «gigantes del agronegocio». Esta verdadera mutación (como el cambio de piel de las serpientes) de mercaderes de la muerte a complejo militar-industrial se produjo mediante la anonimización de los sujetos, mediante la sustitución de seres de carne y hueso con sus nombres y apellidos por una estructura burocrática impersonal (aunque la última generación de capitalistas está resucitando el «capitalismo de magnates», con los Bezos, Musks, Thiels, Pages y Zuckerbergs varios).
Si, como ocurre hoy, hay escasez de munición, los fabricantes de armamentos pedirán garantías a los gobiernos antes de embarcarse en la construcción de nuevas fábricas, porque no quieren encontrarse con instalaciones ociosas a sus espaldas una vez acabada la guerra: el complejo militar-industrial sirve para producir el armamento que necesitan los militares, pero también para garantizar que los industriales no acaben con inversiones a largo plazo convertidas en improductivas al hilo de urgencias dictadas por el corto plazo. El complejo militar-industrial se personifica físicamente en la figura de la puerta giratoria –o del pantoufflage, término francés equivalente que es mucho más expresivo–, es decir, por los altos ejecutivos públicos (funcionarios, políticos, generales) que se convierten en directivos de empresas privadas o viceversa.
Por ejemplo, el actual ministro de Defensa italiano Guido Crosetto ha sido presidente de Aziende Italiane per l’Aerospazio, la Difesa e la Sicurezza (la federación que representa a las empresas italianas ligadas a los sectores aeroespacial, de la defensa y de la seguridad) y alto dirigente de Orizzonti Sistemi Navali (empresa especializada en la construcción y mantenimiento de naves militares controlada por el grupo Leonardo y el grupo Fincantieri, las dos mayores empresas armamentísticas italianas).
En el imaginario colectivo, los «mercaderes de la muerte» se han asimilado, por el contrario, a los narcotraficantes, como demuestra una interminable producción cinematográfica en la que el villano es siempre un turbio «mercader de la muerte». Como si el sector industrial bélico no empleara a más de 50 millones de trabajadores y a más de 500.000 científicos en todo el mundo, no estuviera orientado por estadistas clarividentes encarnados por nuestra «aristocracia cognitiva» y, sobre todo, como si no se hallara integrado y controlado por las respetables grandes finanzas.
De hecho, la segunda mutación que han sufrido los mercaderes de la muerte se debe precisamente a la financiarización de la economía. A estas alturas, los amos de las industrias armamentísticas son los grandes fondos de inversión, que también incluyen en sus carteras de valores las industrias del sector industrial bélico, de modo que un mismo fondo invertirá en una empresa de residencias de ancianos en Alemania, en una participación en minas de litio situadas en África, en una plantación de soja en Brasil, en una cadena de supermercados activa en la India, en un paquete de acciones de un banco de la City, en una participación en un productor (multinacional) de drones «suicidas», en un paquete accionarial en la industria espacial estadounidense, así como en una serie de productos derivados para proteger estas inversiones. Inversiones todas ellas intercambiables y, por lo tanto, esterilizadas, asépticas: en la lógica financiera, el misil antitanque no difiere de la cama de hospital, ya que ambos sólo se caracterizan por su relación coste-beneficio y, por consiguiente, están sujetos al mismo criterio de benchmarking [evaluación comparativa]. Todo ello controlado nominalmente por una notaría con sede en una isla del archipiélago de Vanuatu, que goza de la ventaja de que ningún movimiento popular puede soñar con derrocar una caja de seguridad situada en tal ubicación.
La financiarización tiene dos efectos. Por un lado, provoca un desplazamiento de lo internacional a lo global. Hace un siglo, se podía decir: «La Gran Internacional, que los idealistas políticos y los estrategas de la clase obrera han perseguido durante tanto tiempo, ha tomado forma en la industria armamentística» (Delaisi), al tiempo que podía hablarse de «internacionalistas que se aprovechan del nacionalismo». Eran sujetos nacionales que actuaban según una lógica internacional. Hoy se trata de sujetos transnacionales, que se adaptan a las necesidades nacionales en función de sus propios intereses globales. La lógica se ha invertido.
Esto del lado de quienes controlan la «industria de la muerte». Pero la financiarización presenta un lado más sarcástico y es que nos ha convertido a todos, incluso al más modesto de los trabajadores, al cartero, al maestro de primaria, al obrero de fábrica, en accionistas (por lo tanto, en cierto sentido, en propietarios y aprovechados) de la industria de la muerte, simplemente porque los fondos de pensiones han sido privatizados y para pagarnos nuestras irrisorias pensiones tienen que invertir para hacer funcionar el capital y, por lo tanto, confiar su dinero a fondos de inversión como los mencionados. Sin saberlo, las pensiones de muchísimos trabajadores occidentales dependen de los dividendos de los misiles disparados en Ucrania. Esta es otra razón, inconsciente, del silencio general sobre los mercaderes de la muerte. Y es la razón por la que las indignaciones del siglo pasado parecen tan anticuadas.
Hay, sin embargo, un par de aspectos en los que los viejos análisis todavía deberían darnos que pensar. El primero está estupendamente recogido por el mencionado número de Fortune de 1934, cuando resume la «filosofía» de los mercaderes de la muerte de la siguiente manera: «Mantener a Europa en un constante estado de nervios. Publicar periódicamente alarmas de guerra. Impresionar a los funcionarios gubernamentales con la necesidad vital de mantener los armamento contra las “agresiones” de los Estados vecinos. Sobornar cuando sea necesario. Crear la sospecha de que la seguridad está amenazada». Si atendemos a nuestros medios de comunicación, noventa años después, esta filosofía se practica con fuerza, sin tregua, de todas las formas posibles.
La otra característica de la industria bélica que sigue vigente hoy, más vigorosa que nunca, también había sido formulada por Delaisi: «Bajo este extraño sistema, el potencial bélico de un gran país, o de un grupo de países, se ve fortalecido por el desarrollo del poder militar adversario. El comercio de armas es el único tipo de comercio en el que todo pedido obtenido por un competidor aumenta la cartera de pedidos de sus rivales. Las grandes empresas de armamento de las potencias hostiles se oponen entre sí como pilares que sostienen un mismo arco. Y la oposición de sus gobiernos hace su prosperidad común».
Por ello, mientras la industria armamentística rusa experimenta un auge sin precedentes, la occidental también prospera. En el Reino Unido, el grupo BAE Systems aumentó su facturación el 9 por 100, pero, lo que es más importante, vio cómo sus pedidos pasaban de 21.458 a 37.093 millardos de libras, lo cual supone un extraordinario crecimiento del 73 por 100. A Alemania también le ha ido bien: desde el estallido de la guerra en Ucrania, su principal proveedor de defensa, Rheinmetall, ha experimentado un enorme auge en sus pedidos, habiendo aumentado su facturación hasta los 6,4 millardos de euros (+13 por 100) y habiéndose incrementado sus beneficios el 61 por 100, mientras el valor de sus acciones se duplicaba generosamente, pasando de cotizar a menos de 100 euros en febrero de 2022 a estar valoradas en 261 euros el pasado 5 de abril. Incluso en un país como Italia, que ha entregado muy pocas armas a Ucrania, el grupo Leonardo puede presumir de un aumento del 30 por 100 en los pedidos recibidos, principalmente de países aliados, que han entregado muchas más armas a Kiev y, por lo tanto, deben reponer sus existencias.
A la postre, tanto la idea de que las grandes industrias armamentísticas de los países hostiles entre sí se oponen como pilares que sostienen un mismo arco, como la idea de que la oposición de sus gobiernos produce su prosperidad común, no eran tan descabelladas. Pero sobre todo, hoy como siempre, y más que nunca, el patriotismo sigue siendo «una máquina de producir dividendos».
Publicado en: El Salto