«Adolescence»: el fracaso de la mirada adulta
Capítulo a capítulo, asistimos al naufragio de las instituciones adultas para escuchar, para comprender, para cuidar. Sólo pretenden controlar lo que se ha vuelto incomprensible para ellas
¿Por qué se llama ‘Adolescencia’ cuando retrata fundamentalmente a los adultos? Son ellos los que actúan, los que preguntan, los que hablan. La serie es un espejo del espejo. Los adultos miran a los jóvenes y nosotros les miramos a ellos. ¿Qué podemos ver? Fundamentalmente, la incapacidad para entender. El fracaso de la mirada adulta.
¿Por qué los adultos son incapaces de entender? Porque son incapaces de escuchar. ¿Por qué son incapaces de escuchar? Porque son incapaces de amar. ¿Por qué son incapaces de amar? Porque no tienen tiempo. ¿Y por qué no tienen tiempo? Porque se pasan el día trabajando.
Sin escuchar y entender no es posible cuidar. La serie nos deja desazón y desasosiego al acabar porque nos pone frente a nuestra radical impotencia ante el mal.
Las instituciones adultas
En el primer capítulo vemos desplegarse la maquinaria penal. ¿Qué se nos muestra? La brutalidad policial en la detención de Jamie, el adolescente acusado de homicidio, la humillación a que es sometido en comisaría (la escena del cacheo), la frialdad y la distancia en el trato, la protocolización burocrática obligatoria de todos los comportamientos.
La maquinaria penal no busca entender, sino apresar, acusar, hacer confesar. La verdad que importa aquí no es la verdad humana o subjetiva (“todo lo que diga podrá ser usado en su contra”), sino la verdad penal, la verdad de los hechos, la verdad objetiva. Esa verdad fría exige la frialdad en los procedimientos, el lenguaje del desprecio y la deshumanización.
La maquinaria penal no está diseñada para comprender, se nos dirá, sino para averiguar y juzgar la verdad de los hechos. Asumamos que sea así, aunque eso vacíe la palabra “reinserción”, pero ¿dónde se comprende entonces? ¿Qué institución trata de entender algo para transformar y conjurar el mal? ¿Será tal vez la Escuela?
En el segundo capítulo la policía se acerca al instituto de Jamie buscando pruebas. La serie nos muestra la Escuela como un espacio completamente desbordado: los profesores corren de un sitio para otro apagando fuegos, apercibiendo a los chicos, tratando de articular algo. Demasiadas urgencias que resolver, demasiadas demandas que atender, demasiada velocidad, demasiada complejidad.
Saturación, piloto automático, huida hacia adelante. Sin capacidad para ralentizar el tiempo y pensar, sin espacios comunes donde conversar y elaborar, la Escuela se limita a gestionar y contener el caos. Pero tampoco entiende nada. La adolescencia se ha vuelto completamente ilegible para ella. La directora jamás escuchó la palabra ‘incel’.
¿Y la familia? El último capítulo de la serie se adentra en el ámbito familiar de Jamie. El chico se volvió un extraño para sus padres y su hermana, encerrado en los círculos concéntricos del cuarto y la pantalla. Antes, los padres podían tal vez sentarse a ver la tele con sus hijos y conversar sobre lo que veían. Ahora es imposible. No sólo porque los chicos reciban a solas las imágenes, sino porque desconocen sus códigos de significado. Ni saben lo que ven, ni son capaces de entenderlo.
El desencuentro es radical. Capítulo a capítulo, asistimos al fracaso de las instituciones adultas para escuchar, para comprender, para cuidar. Ni saben, ni pueden, ni quieren. Sólo pretenden controlar lo que se ha vuelto incomprensible para ellas. Como no lo entienden, lo temen. Como lo temen, lo reprimen. Pero al hacerlo sólo agravan el caos.
El comentado plano-secuencia en el que se desenvuelve la serie, ¿no es el procedimiento idóneo para hacernos sentir el bucle ensimismado de la vida adulta? Sin cortes o interrupciones, sin aperturas o pasarelas hacia afuera, las estructuras adultas se han convertido en verdaderos callejones sin salida.
Explicar sin escuchar
¿Qué es lo que las instituciones adultas rechazan escuchar? A las personas singulares y concretas, a cada uno y a cada cual. Son espacios sin sujeto. Los sujetos, en ellas, se vuelven objetos: de vigilancia y castigo, de cálculo y control, de extracción de datos y saber.
El tercer capítulo nos muestra un largo interrogatorio psicológico a Jamie. La psicóloga parece humana, en contraste con el frío burocrático y distante que reina en el centro carcelario de menores. Tal vez tiene buenas intenciones, ganas de empatizar y escuchar, pero identificada con su función y su trabajo, elaborar un informe psicológico exprés para la maquinaria penal, su conversación se convierte en interrogatorio inquisitorial.
Freud inventó la relación analítica como un espacio donde el sujeto podía escucharse a sí mismo, entender algo por sí mismo y cambiarse a sí mismo. La relación analítica, mediada por un afecto de confianza, es una forma de encuentro y conversación. La psicóloga traiciona todo eso. La psicología en general traiciona todo eso cuando se pone el servicio del poder (sanitario, social, educativo) y no del sujeto.
La psicóloga necesita construir un relato. Pregunta desde ahí, escucha desde ahí, conversa desde ahí. No acompaña a Jamie a entenderse a sí mismo, desde sus propias palabras, con el tiempo que necesite, sino que pretende encajarle en un molde. Jamie se resiste con evasivas y gestos airados a las preguntas trucadas, al paripé de la empatía, a la traducción forzada de todo lo que dice. Se resiste a ser explicado.
Los adultos se quedan perplejos en la serie cuando las adolescencias no colaboran con ellos, cuando se encolerizan, cuando se rebelan. Están tan seguros de sí mismos, tan seguros de lo que hacen, tan seguros de que representan el bien… Se dirigen a los chicos como si fuesen inferiores, como si fuesen ganado, como si fuesen monstruos, y se sorprenden cuando los monstruos les muerden.
Explicar sin escuchar es el modo adulto de pensar, repleto de estereotipos. Los estereotipos pre-suponen y pre-juzgan: no hay nada singular que percibir o atender, lo podemos saber todo de antemano, a priori. Así se cancela lo más humano: lo contradictorio, lo complejo, lo impuro, lo imprevisto.
La serie intenta desafiar algunos de nuestros clichés. Jamie, el supuesto incel, no lleva gafotas ni tiene la cara llena de granos, sino que es un chico muy guapo. El padre no es el abusador de menores ni el maltratador de mujeres que estamos esperando. La familia no fracasa por exceso de crueldad, sino por razones bien distintas. La causalidad es siempre múltiple y, en el límite, un misterio singular a sondear cada vez.
No sólo somos el reflejo pasivo de varios condicionamientos (de raza, género o clase), sino también un sujeto singular, un modo particular de habitar las determinaciones, nuestras marcas de origen. Las categorías sociológicas o identitarias se convierten en pesados estereotipos cuando dejan de ser puntos de partida, términos de referencia, para convertirse en puntos de llegada, explicaciones masivas. Entender no es presuponer, estandarizar, sino escuchar el detalle, algo específico.
Escucha, amor y deserción
Escuchar es una palabra hermosa, pero un camino largo y difícil. Escuchamos, para empezar, sólo si no creemos saberlo ya todo. Si confiamos en que el otro tiene algo para decirnos, algo que no sabemos, algo que queremos o necesitamos saber. Pero los adultos saben, creen que lo saben todo, eso precisamente les constituye como adultos en esta sociedad.
Adam, el hijo del policía que lleva el caso de Jamie, se acerca a su padre. Quiere explicarle algunos códigos del lenguaje de internet que a todas luces el padre desconoce. “No soporto verte patinar así”. El padre se come el orgullo y le escucha.
Es tal vez la escena más importante de la serie, quizá la única donde se rompe el bucle ensimismado en que viven los adultos. Es el chico quien sabe, es el hijo quien tiene algo que enseñarle al padre, son los adolescentes quienes conocen el presente y pueden explicárselo a los adultos.
El policía tiene súbitamente una revelación: no tiene ni idea de quién es su hijo. Le podría pasar exactamente lo mismo que a Jamie, ¿por qué no? También a él le humillan en el colegio, lo ha visto con sus propios ojos. El policía se larga del trabajo y se va con el chico a tomar algo, a conversar, a estar. El amor entre padres e hijos no consiste más que en eso: estar, sin más, regalarse tiempo, acompañarse. Así se escucha, con afecto, en lo informal, sin protocolo.
¿De qué se da cuenta repentinamente el policía? Ni más ni menos que de esto: la inutilidad de la policía para frenar el mal. La maquinaria penal ha sido capaz a lo largo de su historia de castigar algunos malos comportamientos, pero nunca podrá detener el mal. El miedo, el único recurso que tiene a mano, no cambia nada de fondo, no previene, no transforma.
Si queremos escuchar, debemos desertar. Eso nos dice la serie. Desertar de todo lo que nos roba el tiempo del afecto, el tiempo de los vínculos, del compartir sin más objetivos. Desde luego la loca exigencia de productividad 24/7 que se nos ha metido dentro, pero también la posición de superioridad que define la condición adulta. Desertar significa sustraer y preservar toda la humanidad posible.
“Incluso a un paralítico hay que preguntarle: ¿cuál es tu tormento?”, dice Simone Weil. Esa pregunta define para ella un verdadero vínculo de atención. Cuidar, atender al otro, es preguntar, no presuponer. Abrirse a un diálogo y a una respuesta inesperada, no prejuzgar. Arriesgarse al encuentro, no ponerse todo el rato por encima del otro. Salir del bucle.
La transmisión inter-generacional no es una carrera de relevos entre padres e hijos, sino un encuentro. En toda la serie nadie habla realmente con Jamie. Nadie se dirige a él como sujeto. Nadie le pregunta cuál es tu tormento. Nadie le presta verdadera atención.
El gobierno de Reino Unido ha anunciado que difundirá la serie gratuitamente en los institutos de todo el país. Me parece una gran iniciativa. Hay que mostrar urgentemente la serie, pero no a los adolescentes, sino a los profesores, los padres, los directores. Ponerla en todos los claustros, en todas las AMPAS, en todos los consejos escolares. Conversar sobre el fracaso de la mirada adulta, empezar la deserción.
La verdadera catástrofe es que todo siga igual.
Este texto fue escrito tras largas conversaciones sobre la serie con Lula Amir. Lo leyeron, comentaron y discutieron también Álvaro García-Ormaechea, Raquel Mezquita, Lucía Currás, Vanesa Jiménez y Patricia Ruiz. Estar, conversar, pensar.
Publicada originalmente en ctxt.es
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