De los extravíos de la vieja izquierda al Postextractivismo: Independencia, Justicia, Democracia, Humusidad
Continuamos compartiendo los contenidos del libro «América Latina en tiempos revueltos. Claves y luchas renovadas frente al giro conservador» editado por Libertad Bajo Palabra (México), Excepción (Bolivia) y Zur (Uruguay). En esta oportunidad el texto de Horacio Machado Aráoz, desde Catamarca, Argentina.
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América Latina: bajo el asedio de la nueva derecha (y los extravíos de la vieja izquierda)
En América Latina, pero también a nivel mundial, estamos asistiendo a la irrupción de colosales amenazas políticas. Las mismas tienen que ver, obviamente, con la emergencia de nuevas caras de la derecha (Traverso, 2018) donde diferentes mixturas y compuestos de rebrotes patriarcales, racistas, xenófobos, fundamentalismos de diverso tipo (los religiosos y los de mercado) parecen ponernos en un umbral del fin de lo político (como producción colectiva de la con-vivencia), y del pasaje a un escenario de la mera violencia y el ejercicio desnudo de la dominación (de los expropiadores sobre los expropiados).
Sin embargo, venimos sosteniendo que el rebrote de la derecha en todas las escalas geográficas del escenario político global y en distintas dimensiones de la vida social contemporánea (no sólo en el ámbito de la política institucional, los gobiernos, los liderazgos políticos y las políticas gubernamentales), está fuertemente asociado al declive de (cierta) izquierda. A nuestro entender, hay una gran responsabilidad de “la izquierda” (de fuerzas políticas, líderes, gobiernos, intelectuales que se presentaron como “de izquierda” ejecutando, promoviendo y/o apoyando políticas que se sostuvieron como “anti-neoliberales”) en este resurgimiento/recrudecimiento de la derecha. Y esa responsabilidad no tiene tanto que ver con “lo que les faltó hacer”, lo que “no llegaron a hacer”, sino con lo que efectivamente hicieron.
La sensación política generalizada de desencanto y de fracaso de las experiencias del ciclo progresista tienen que ver, por cierto, con el saldo de frustración dejado por estos gobiernos y liderazgos, por la enorme brecha abierta entre las expectativas generadas y los resultados efectivamente logrados. Pero más allá de eso, el fracaso de esas políticas (dichas) de izquierda reside menos en las promesas incumplidas que en las expectativas generadas. El problema a nuestro entender no es la magnitud sino el tipo de expectativas alentado; vale decir, el rumbo prefigurado como camino “emancipatorio”. Por eso, consideramos que más que de fracaso, hay que hablar de extravío.
Y ese extravío tiene que ver, en principio, con lo que Nancy Frazer (2017) –sobre todo refiriéndose a las experiencias del Norte– ha denominado “neoliberalismo progresista”, para referir a un programa o propuesta política basada en una fantasía, o más bien, un oxímoron: el de un “capitalismo con rostro humano”; un capitalismo multicultural, respetuoso de la diversidad y de los derechos de las minorías… En fin, ¿cómo creer que un sistema que se funda sobre el despojo de las mayorías puede llegar a ser “respetuoso de los derechos de las minorías”? Realmente, esto nos da una idea del nivel de la confusión política.
En el caso del ciclo progresista en América Latina, todo resulta más extremo; adquiere las dimensiones de lo desmesurado: tanto la radicalidad de las promesas y las pretensiones de la retórica, como la intensidad de las frustraciones o, mejor dicho, la envergadura de los extravíos. Pues acá, tratándose de sociedades dependientes, entrampadas en las garras (materiales y simbólicas) del régimen neocolonial del sistema-mundo, las fuerzas progresistas hablaron de un “capitalismo nacional e independiente”, que con “políticas redistributivas”, pudiera asegurar “la superación de la pobreza”. Otros, más osados, hablaron de “procesos revolucionarios”, de una “segunda descolonización”, hasta de “socialismo del siglo XXI”.
A nuestro entender, en el núcleo de las experiencias fallidas del ciclo progresista hay que colocar la confusión de crecimiento con emancipación. Y, sobre la base de ese gravoso error, la principal responsabilidad política que le cabe al progresismo latinoamericano en esta ola de derechización de nuestras sociedades tiene que ver con haber provocado la reactivación de la vieja y perimida fantasía colonial desarrollista; de haberla expandido y transformado en amplias mayorías electorales, e incluso, de haberla inoculado en el imaginario político de vastos sectores del campo popular.
Contradiciendo los más valiosos aportes del pensamiento crítico, haciendo caso omiso de la propia historia de lucha de los pueblos y los sectores históricamente oprimidos por el patrón de poder moderno-colonial, los gobiernos progresistas volvieron, una vez más, a apostar por el “desarrollo” como vía de superación de las desigualdades histórico-estructurales. Con sus discursos y sus prácticas, re-habilitaron la creencia en un capitalismo “serio” que, conducido y regulado por el Estado, desde la defensa del “interés nacional”, podría sacarnos del “subdesarrollo”.
El colmo de los extravíos fue (y es) apelar a la profundización del extractivismo como vía de “salida del neoliberalismo”; imaginar la redistribución estatalista de la renta primario-exportadora como una vía válida y necesaria para la “eliminación de la pobreza”, la superación de la dependencia, y hasta para la creación de sociedades más igualitarias y democráticas. Eso sí que constituye la expresión de un oxímoron en estado superlativo. Y pone de manifiesto, la magnitud de los extravíos políticos de la vieja izquierda.
Ahora bien, en las raíces de ese extravío cabe situar a los presupuestos antropocéntricos, productivistas, cientificistas y tecnocráticos, estadocéntricos, de la vieja izquierda. Tales presupuestos siguen operando como un pesado lastre epistémico-político que inhabilita a percibir los verdaderos desafíos políticos de nuestro tiempo. Esa vieja izquierda sigue siendo tributaria de lo que hoy, en un estricto sentido científico, constituye un anacronismo epistemológico (además de ser contradicción manifiesta con una concepción histórico-materialista del mundo). Nos referimos a una ontología binaria que sigue pensando lo humano, no como centro del universo (pues eso implicaría verlo anudado a los flujos de relaciones que nos constituyen como seres vivientes de carne y hueso) sino fuera de él; como si los humanos fuéramos realmente seres extra-terrestres; o sea, entidades que podríamos estar por afuera y por encima de la Tierra; ajenos a la Naturaleza y con la cual sólo tendríamos una relación utilitarista, instrumental, de uso y explotación, así sea “racional” o le pongamos al lado el adjetivo comodín de “sustentable” (hay que explicitar que “explotación sustentable” es otro oxímoron?).
Desde esa ontología binaria es que la vieja izquierda ha consentido la profundización y ampliación del extractivismo en América Latina (y para peor, se muestra predispuesta a seguir haciéndolo). Se piensa que el extractivismo es sólo un “problema ambiental”, frente al cual se antepone la presunta prioridad de “lo social”. Las respuestas progresistas a las críticas del extractivismo siempre fueron por esa vía (falaz) de argumentación: que antes que cuidar la Naturaleza, “primero” está “la liberación del ser humano”; que, por más que haya que “cuidar el ambiente”, lo prioritario es “superar las condiciones de pobreza” en la que viven realmente sumergidas inmensas mayorías de nuestros pueblos. Para esa lógica de razonamiento quienes “anteponen” la “cuestión ambiental a la social” expresan en realidad demandas “postmateriales”, que responden más bien a intereses y posiciones de las “clases acomodadas” o al menos, “insensibles” a las condiciones de vida de las “clases bajas”. Por fin, otra vía de justificación del extractivismo ha sido la de (des)calificar las críticas como expresiones de un romanticismo utópico, como posturas absolutamente carentes de realismo y de sentido político de las urgencias (varios intelectuales dichos de izquierda han usado el término de “pachamamismo”[1] en este sentido).
Y la verdad, es que nada nos parece más material, más realista, más urgente y prioritario, pero también más revolucionario y más radicalmente comprometido con la causa de les condenades de la Tierra, que la causa del ecologismo; del ecologismo popular. Porque esa causa es precisamente la causa de la lucha contra la explotación de la Tierra; que es lo mismo que decir la lucha contra la explotación en la Tierra; la lucha, a secas, contra la explotación. Porque, desde la perspectiva de la Ecología Política del Sur, se entiende que el grito de la Tierra es el grito de los pobres (Boff, 1995). La depredación de la Tierra, el habitus depredador propio de la subjetividad capitalista-patriarcal hegemónica, es la forma primordial de toda explotación; está en las raíces de un régimen de relaciones sociales, un patrón de poder-saber-ser, que hace de la opresión y la depredación (de las fuentes de vida) el medio indispensable de la acumulación (de valor abstracto); la base y el fin de un modo de existencia pensado único, postulado como “superior”, como la “cumbre de la evolución humana”, cuando, en realidad, se trata del gravoso derrotero histórico de degradación de la vida /des-humanización que bajo la hegemonía del Capital hemos venido trazando como especie, en los últimos quinientos años.
Analizar y comprender esto es clave para re-pensar radicalmente el sentido de la existencia y reorientar el rumbo de nuestras aspiraciones emancipatorias. Se trata, primero, de entender que no es cuestión de “anteponer” lo ambiental a lo social, sino de comprender que no hay nada de lo social que esté por afuera de la Naturaleza y, recíprocamente, que no hay nada de lo que hagamos con o sobre la Naturaleza que sea políticamente inocuo. Esto significa sencillamente que no es posible escindir o disociar la explotación de la Naturaleza, respecto de toda y cualquier forma de explotación social, de unos seres humanos sobre otros. Por tanto, ninguna lucha contra la explotación (sea explotación clasista, colonial, racista, patriarcal o lo que sea) se puede librar a costa de la explotación y la depredación de la Naturaleza.
Es en ese sentido y desde esa perspectiva que planteamos que el problema del extractivismo no es apenas un problema “ambiental”, sino que se trata de una cuestión eminentemente política; de una problemática ontológico-política cuyo planteamiento nos desafía, primero, a reconocer y luego, a poner en crisis y a rediscutir la naturaleza de la politicidad que se construye a partir de un modo determinado de relacionarnos con la Tierra; de concebir y producir nuestra existencia.
Con la intención de contribuir a deconstruir y desandar las consecuencias e implicaciones de esa ontología binaria, en lo que sigue de este texto procuraremos dar cuenta de la contradicción radical y manifiesta que existe entre extractivismo y emancipación social. En particular intentaremos explicitar y dar cuenta de los vínculos existentes entre extractivismo y dependencia; entre extractivismo y dominación de clase; y entre extractivismo y supresión de las condiciones elementales de la democracia. Por último, intentaremos mostrar por qué pensar el post-extractivismo emerge como una condición necesaria, indispensable y urgente para afrontar la crucial crisis ecológico-civilizatoria en la que, como especie, nos hallamos inmersos.
Extractivismo y dependencia
Uno de los máximos extravíos de la Razón progresista en relación al extractivismo tiene que ver, a nuestro juicio, con la presunción de que una gestión “nacionalista” de la explotación de los recursos sería una condición necesaria y suficiente para “ganar independencia” económica y poder zafar o al menos enfrentar los acechos del imperialismo. Entre los referentes intelectuales y políticos del progresismo se construyó un consenso cerrado respecto de la “necesidad de explotar los recursos naturales”. Para ellos, profundizar una matriz primario-exportadora no era problema, si es el que Estado controlaba y capturaba la “renta extractivista”.
Esta postura ha sido emblemáticamente planteada por Mónica Bruckmann (2012), quien se desempeñara como asesora de la Secretaría General de la UNASUR justamente en materia de “recursos naturales” (según la terminología de la autora y de las entidades gubernamentales). En su visión –que bien puede tomarse como la posición oficial de los entonces gobiernos miembros de la UNASUR– no se trata de cuestionar la explotación de los “recursos naturales”, sino más bien, de asegurar que dichas explotaciones queden bajo “el control soberano” de los Estados de la región para orientarlos como “palanca dinamizadora del desarrollo”.[2]
Así, la explotación de los “recursos naturales” fue tomada como un derecho soberano de los estados nacionales y, bajo esa lógica, se confrontó a las poblaciones afectadas. Incluso, a los movimientos surgidos en contra de esas explotaciones se los acusó de estar directa o indirectamente vinculados a los intereses del imperialismo, o –a lo menos– de ser funcionales a ellos, pues sus resistencias “obstaculizaban el desarrollo” de nuestros países. Esa posición fue unánimemente planteada en una gran cantidad de declaraciones públicas de los gobiernos y sus referentes,[3] y es el razonamiento de fondo al que apeló el vice-presidente de Bolivia, en un libro publicado en el apogeo del conflicto por el TIPNIS (García Linera, 2012). Como puede inferirse, se trata de un argumento que procuró legitimar no sólo la explotación de los “recursos naturales” como vía de “desarrollo” y de “independencia” frente a los intereses imperialistas, sino también las políticas represivas con las que estos gobiernos respondieron y procuraron suprimir los movimientos de resistencia a los proyectos extractivistas.
Ahora bien, lo que se pone de manifiesto en estos planteos es no sólo una visión extremadamente reduccionista y superficial del imperialismo, sino también una absoluta incomprensión acerca de la naturaleza del extractivismo. Como si el imperialismo fuera (sólo) un problema de las políticas pergeñadas desde Washington, de manera proporcionalmente obtusa se restringe el extractivismo a determinados proyectos, sectores o incluso regiones basados en la explotación intensiva de materias primas para la exportación.
Confundir (de buena o de mala fe) el “extractivismo” con ciertos proyectos o “industrias”, es reducir completamente la escala espacio-temporal del fenómeno. Eso lleva a desconocer –o bien a ocultar– sus orígenes, sus alcances, sus efectos; en fin, implica la imposibilidad de comprender la verdadera naturaleza del fenómeno en cuestión. Pues, es claro que el extractivismo no es un fenómeno reciente (ni siquiera apenas del siglo XIX), ni es tampoco localizado; o cuya localización se restrinja a las zonas de explotación. No se puede entender estas zonas extractivas, cada una de ellas, como si fueran puntos aislados en el globo, sino que hay que verlas como lo que son: eslabones de “cadenas de mercancías” que se trazan en el mercado mundial, en “direcciones geográficas” determinadas.
Y cuando nos preguntamos de qué tratan esas conexiones o cadenas geográficas de mercancías; cómo se instituyeron; desde cuándo, quiénes y para qué propósitos se estructuraron de tal modo; a qué objetivos sirve; cuáles son sus efectos e implicaciones; entonces es posible percatarse que el así llamado “extractivismo”, más que una categoría “ambientalista”, es un concepto geopolítico, o mejor dicho, ecológico-geopolítico. Más que aludir a sólo un problema “ambiental”, de explotación o destrucción de tal o cual ecosistema, refiere a un patrón de poder mundial y a una matriz de relacionamiento estructural con la Tierra.
Al poner la mirada en la “cadena geográfica de mercancías” se percibe lo evidente: que cada (mega)proyecto extractivista hace parte, en realidad, de un flujo de materiales y energía que conecta ese territorio donde se halla localizado con toda la maquinaria de la producción capitalista a escala mundial. Bajo los circuitos de las mercancías se trazan, en realidad, flujos de materia que conectan unos territorios/poblaciones con otros; en concreto, que unen asimétricamente las geografías de la extracción con las geografías del consumo.
De tal modo, visto a la escala espacio-temporal que en realidad tiene, se devela la naturaleza del extractivismo. Al seguir el análisis de las cadenas de mercancías a lo largo y a lo ancho de la totalidad del espectro espacio-temporal que la misma abarca, desde sus orígenes hasta nuestros días, se evidencia el carácter necesario de las relaciones histórica, geográfica y políticamente existentes entre despojo y acumulación. Se comprende que el así llamado extractivismo es un fenómeno indisociable del capitalismo, como éste o es a su vez de la organización colonial del mundo. Es decir, se lo comprende en tanto nodo praxeológico, ecológico-geopolítico, que conecta estructural y funcionalmente la depredación (de unos territorios-poblaciones) con la valorización (en otras).
Por tanto, tal como lo hemos planteado en otros trabajos, el extractivismo es un rasgo histórico-estructural de la acumulación capitalista a escala global (Machado Aráoz, 2015a y 2015b). Refiere a una matriz de relacionamiento estructural que el capitalismo como economía/ecología mundo (Wallerstein, 1989; Moore, 2013) ha urdido desde sus orígenes, entre las economías imperiales y “sus” colonias.
Remontándonos a sus orígenes,[4] es posible advertir hasta qué punto el extractivismo no sólo está en las raíces ecológicas, geográficas, económicas y políticas del patrón civilizatorio del capital, a la postre devenido mundo (hegemónico, y pretendido único), sino que además hace parte de la matriz generativa de ese mundo; es un dispositivo de producción de las condiciones materiales de posibilidad y los requerimientos sistémicos de la acumulación capitalista en general.
En ese punto, cabe resaltar que la “así llamada acumulación primitiva” (analizada desde la ecología política bajo la noción de fractura sociometabólica),[5] como acontecimiento instituyente del capital supone y se realiza decisivamente en el plano global, como fractura colonial: como separación y subsunción de las economías coloniales a las metrópolis imperiales. De allí en más, el extractivismo funciona como el modo específico de las relaciones que materializan esa subsunción de los territorios/poblaciones coloniales-periféricas en los nodos y centros de control y realización del valor a escala global, pero también como metodología continua mediante la cual el mundo deviene capital; como tecnología colonial que realiza su proceso incesante de mundialización.[6]
La noción de fractura colonial apunta a resaltar el carácter estructural y acumulativo de las desigualdades que genera la acumulación capitalista a escala global y que son intrínsecas a sus requerimientos ecológicos y ordenamiento geográfico. Refiere al hecho de que el capitalismo, como economía-ecología-mundo no sólo “está dividido jerárquicamente entre un centro y una periferia de naciones que ocupan posiciones fundamentalmente diferentes en la división internacional del trabajo, y en un sistema mundial de dominación y dependencia”, sino que además es esa división estructural la que hace posible “el crecimiento del centro del sistema a tasas insustentables” cuyo costo inexorable es “la continua degradación ecológica de la periferia” (Foster y Clark, 2004: 232).
Esto implica que la conexión establecida entre colonialismo => extractivismo => capitalismo no es sólo una conexión originaria, histórica; sino que es una conexión orgánica, vale decir, ecológico-geográfica. Con ello queremos resaltar que el extractivismo no sólo remite a la ontogénesis del capital, no sólo hace a las condiciones históricas de emergencia, sino también a las condiciones actuales de posibilidad. El extractivismo es un requisito estructural funcional del capital. Dado que éste supone una economía lineal y expansiva, es decir, una dinámica de acumulación de valor abstracto que se presume incesante, su funcionamiento demanda la ampliación e intensificación contunia de las fronteras extractivas; es decir, “el carácter auto-expansivo del valor funciona sólo bajo las condiciones históricas específicas de expansiones geométricas en el volumen material de producción, cuya composición de valor debe ser recurrentemente reducida. Esto puede ocurrir solamente a través de la ampliación continua de las extensiones geográficas para la apropiación” (Moore, 2013: 13).
En ese sentido, decimos que el extractivismo es una función geosociometabólica del capital: la incesante acumulación de valor abstracto a nivel mundial requiere, se produce a expensas de continuas “apropiaciones de frontera” a través de las cuales las economías coloniales “envían vastas reservas de trabajo, alimento, energía y materias primas a las fauces de la acumulación global de capital” (Moore, 2013: 13). Desde esta perspectiva, se hace visible la relación existente entre división internacional del trabajo e imperialismo ecológico y el papel fundamental que juega la depredación diferencial de la naturaleza en la dinámica de la acumulación global.
Así, volviendo la mirada a “las cadenas geográficas de mercancías”, en base a lo dicho, el análisis del extractivismo permite develar sus efectos e implicaciones en cuanto dispositivo colonial estructural; como mecanismo geográfico de reproducción de la dependencia. Pues lo que se intercambia y circula a través de las cadenas de mercancías, no son sólo valores de cambio, ni flujos financieros, sino básicamente, flujos concretos de materia y energía, es decir, las fuentes primarias y insustituibles de la vida humana. Por tanto, las desigualdades que se delinean en, por y a través de la estructura del comercio internacional no son sólo ni principalmente desigualdades comerciales (deterioro de los términos de intercambio), ni financieras (transferencia sistemática de excedentes); son desigualdades vitales, de condiciones materiales de vida, y desigualdades de poder.
Desde esta perspectiva, el extractivismo funciona como matriz estructural de apropiación diferencial de las energías vitales (tierra/trabajo). Bajo la superficie de la circulación mercantil lo que acontece es un trasvasamiento sistemático de activos ecológicos (en distintas formas de materias primas) que son extraídos de unos territorios/poblaciones para ser disponibilizados, procesados y consumidos por otras. La noción de plusvalía ecológica hace a esos subsidios de energías vitales primarias (bienes territoriales) que desde las economías-commodities se realizan vía el comercio internacional hacia los nodos de industrialización y consumo global. A medida que se expanden e intensifican las fronteras extractivistas, se amplían los procesos expropiatorios sobre las poblaciones/territorios afectados y se profundiza y se intensifica el patrón oligárquico de apropiación y disposición de la Vida en sus fuentes. En fin, se ensancha la brecha de las desigualdades ecológicas estructurales, que son la forma más radical y más duradera de las desigualdades políticas.
En términos geopolíticos, el extractivismo funciona como mecanismo estructural de reproducción geográfica de la dependencia. Eso significa que la diferencia entre economías primario-exportadoras y economías industriales no es “temporal”, de etapas o fases de “maduración”, sino que es geográfica, posicional. Las economías industrializadas lo son a costa de las economías-commodities. Las diferencias que hay entre unas y otras en términos de productividad del trabajo, composición orgánica del capital y desarrollo tecnológico, no se explica por razones microeconómicas sino por variables geopolíticas, esto es, por el control y la capacidad de disposición que los núcleos geopolíticos de la acumulación tienen sobre los flujos de materiales y energía, las normas y condiciones de regulación y organización de los intercambios en la economía mundial. Esto significa que la industrialización es un “bien posicional” (Altvater, 2014: 22), es decir, se trata de una posición de dominación,[7] un lugar de privilegio que las economías centrales ostentan en términos de control y “capacidad de atracción de capitales y recursos con cargo a las áreas de apropiación y vertido del Sur” (Naredo, 2006: 33).
Así, cuando analizamos la división internacional del trabajo, no sólo en términos de intercambio (desigual) de mercancías, sino, sobre todo, como flujos de materia y energía y, en definitiva, como estructura de relaciones de poder, se hace evidente que la misma funciona como un dispositivo estructural de reproducción (y profundización) de las desigualdades (económicas, ecológicas y de poder) que se abre en el suelo del sistema-mundo-del-capital, como producto de esa abismal fractura colonial originaria: la fractura entre las economías centrales-industriales-imperiales y las economías-commodities de las zonas coloniales.
Así como señalamos que esto no constituye ninguna novedad histórico-política; lamentablemente, tampoco lo es en términos científicos. Al menos desde fines de los 60 las ciencias sociales críticas han advertido que la dinámica de la acumulación capitalista funciona en base a un “desarrollo geográfico desigual”[8] donde la especialización productiva entre economías primario-exportadoras y economías industrializadas constituye un dispositivo central de “desarrollo del subdesarrollo” (para decirlo en la terminología de la época) (Frank, 1965). Estos planteos antecedentes fueron luego profundizados y ampliados por los desarrollos de la geografía critica (Santos, 1979 y 1996; Harvey, 1975, 1985 y 2001; Smith, 1984) la economía ecológica y la ecología política para analizar lo que llamamos los efectos del extractivismo.
Desde estas perspectivas se evidencia que la diferencia que hay entre las economías primario-exportadoras y las industrializadas no es sólo del perfil de especialización productiva y del tipo de inserción en el mercado internacional, sino fundamentalmente del modo de acumulación prevalente: mientras que en las economías industrializadas predomina la típica acumulación por valorización, en las economías primario-exportadoras lo que prevalecen son distintas formas de acumulación por despojo. Y más específicamente, la acumulación por despojo que acontece en unas regiones es la que hace posible y provee las condiciones físicas de posibilidad de la acumulación por valorización que predomina en otras.[9] Unas y otras están integradas orgánicamente (ecológico-geográficamente) por la matriz extractivista global.[10] Las consecuencias de ello, en las zonas de saqueo, se manifiestan en: obstáculos estructurales para la industrialización y la acumulación endógena; transferencia sistemática de excedentes financieros (plusvalía social) y ambientales (plusvalía ecológica); pérdida de la capacidad de control y disposición del propio territorio (alienación territorial).
En consecuencia, atendiendo a su naturaleza, revisando sus orígenes y sus efectos, desde los propios conocimientos sociales disponibles, era de advertir que apostar al extractivismo para salir de la dependencia y luchar contra el imperialismo, constituye un gravoso desvarío político. En un viejo escrito de 1971, Richard Wolff señalaba: “el imperialismo capitalista moderno comprende una serie de políticas de las empresas privadas, complementadas por el apoyo inducido de sus gobiernos, que buscan desarrollar fuentes seguras [y baratas] de materias primas y alimentos, mercados para sus manufacturas y salidas tanto para inversiones en cartera como para inversiones directas” (Wolff, 1971: 21). Aunque la principal beneficiaria haya sido la República Popular China y no Estados Unidos, no se puede desconocer hasta qué punto la vorágine extractivista desatada en las primeras décadas del 2000 ha realizado directamente los objetivos del imperialismo.
En definitiva, por ingenuidad, conveniencia o dolo político, los gobiernos progresistas apostaron en su momento a “aprovechar” las cotizaciones extraordinarias de las commodities. Expandieron y aceleraron el crecimiento primario-exportador bajo el supuesto de acrecentar los recursos fiscales para “redistribuir la riqueza” y también capitalizar el “efecto inclusivo” de la reactivación económica (vía empleos, salarios y consumo). Las reformas estructurales que postularon hacer, fueron centralmente canalizadas a mega-obras de infraestructura (IIRSA-COSIPLAN), directamente ligadas a incrementar el perfil y el flujo primario-exportador. Al hacerlo, profundizaron e intensificaron, en realidad, el geosociometabolismo extractivista. Es decir, protagonizaron una ola de recolonización y agravamiento de los mecanismos expropiatorios inherentes a la acumulación periférico-dependiente. En el marco de una retórica “anti-imperialista”, consolidaron en realidad, los mecanismos del imperialismo ecológico-geográfico del capital; esto es, intensificaron el despojo de vastas mayorías a gran escala espacio-temporal y, como contracara, la apropiación desigual del mundo; la concentración oligárquica del poder de control y disposición de las energías vitales de la Tierra.
Extractivismo y dominación de clase
Si la relación entre extractivismo y dependencia procura mostrar los extravíos del progresismo en el plano internacional y de “lucha contra el imperialismo”, acá, al poner la mirada en la relación entre extractivismo y dominación de clase, intentamos explicitar sus yerros hacia el interior de nuestras sociedades; el despropósito que implicó pretender “superar las desigualdades sociales”, “luchar contra la pobreza”, mediante la profundización del extractivismo.
Esta “ilusión” refleja en realidad un equívoco mucho más viejo y más generalizado (por lo demás, sumamente gravoso en términos políticos), y que tiene que ver con la dura persistencia de los presupuestos antropocéntricos y productivistas dentro de la vieja izquierda. En función de tales, se ha concebido que la explotación de la tierra no tiene nada que ver con la explotación de la fuerza de trabajo, o incluso más todavía, que profundizar el control y la explotación de la naturaleza es una condición necesaria para suprimir las condiciones de opresión de la clase trabajadora.
Sobre esa ontología binaria, la vieja izquierda ha imaginado la emancipación como una vía meramente acumulativa y evolucionista, donde se supone que el “desarrollo de las fuerzas productivas” (lo que, en términos concretos, significa la ecuación tecnológica de la producción capitalista en su conjunto) es lo que está destinado a crear las “condiciones objetivas” para una revolución socialista. A su vez, la idea de revolución se concibe como un cambio restringido a la “propiedad de los medios de producción”, sustituyendo la propiedad privada, el comando capitalista, por el control obrero. Aún cuando esta izquierda sigue pensando en términos de luchas de clases, esa idea está centralmente fijada en la propiedad sobre los medios de producción; se piensa que la “socialización” de los mismos pasa simplemente por sustituir una clase por otra (en realidad, en las experiencias históricas, el “control obrero” ha significado, de hecho, control estatal). Y más allá de la enorme distancia que hay entre estatización y socialización, esta concepción nunca ha llegado a pensar el cambio como la necesidad de redefinir y reorientar radicalmente el proceso productivo como tal.[11] No se cuestiona el carácter del así llamado “avance tecnológico” ni, mucho menos, el imaginario productivista/bienestarista de un crecimiento perpetuo que llegaría a alcanzar una sociedad de consumo de masas (al fin y al cabo, el mismo espejismo que promete el “desarrollo” capitalista).
Para peor, frente a los ya gravosos supuestos e implicaciones de esa izquierda ortodoxa, la “izquierda progresista” ha venido a profundizar más aún el nivel de extravíos, al plantear el problema social no como una cuestión de injusticia sino como “desigualdad”; abandonando la lucha de clases por la “lucha contra la pobreza” y corriendo el centro de gravedad de las disputas desde el ámbito de la (propiedad de los factores de) producción al de la circulación. Para el imaginario progresista, de lo que se trata es de “superar el neoliberalismo” y eso significa apenas asegurar algunos mecanismos redistributivos que logren superar la pobreza e ir ensanchando progresivamente las clases medias. Para ellos se trata de crecer para “generar empleos”; aumentar los salarios para expandir el consumo popular. Y mientras tanto, la rueda de la destructividad inherente a la maquinaria de la producción capitalista se intensifica.
Para esas viejas izquierdas (tanto la ortodoxa como la progresista) el extractivismo (mientras asegure el crecimiento) no sería un problema, o sería un problema menor, temporal, secundario, subsanable en un futuro (incierto), una vez que se hallan logrado las metas sociales fijadas. Aunque hay grandes diferencias entre unas y otras, para ambas la explotación de la naturaleza es un problema distinto, “ambiental” y, por tanto, a lo sumo, un mal menor frente a lo que se plantean como problemas “sociales” o “políticos”. La relación con la naturaleza se sigue pensando –en los mismos términos que el pensamiento hegemónico del capitalismo ecotecnocrático– como una “externalidad” que a lo sumo hay que procurar restringir y/o mitigar lo más posible; pero el ideario sigue siendo el de la “explotación racional/sustentable”. Como si el acto de explotar fuera social y políticamente inocuo; como si la fuerza de trabajo no fuera “una fuerza de la naturaleza que forman parte del propio cuerpo [humano], sus brazos, sus piernas, su cabeza y sus manos… ”. Como si no fuera que a través del mismo movimiento (trabajo) por el cual “actúa sobre la naturaleza exterior y la cambia, cambia también, simultáneamente su propia naturaleza…” (Marx, 1867).
Así, cuando vamos a la raíz de la cuestión, cuando vemos que el fondo del problema es concebir una naturaleza humana como si no fuera Naturaleza, se despeja el camino para visualizar la naturaleza de las relaciones que hay entre explotación de la Tierra y explotación de los cuerpos; entre extractivismo y estructura de clases. Se visualiza que el problema de la cuestión social no es apenas un problema de desigualdades (de ingresos, de consumo) sino de opresión y de explotación; de una clase por otra.
Porque el ser humano es naturaleza específica, es decir, es una expresión de la biodiversidad de la Tierra, así entendida como Naturaleza total, genérica, es que no puede haber explotación de la una sin que ello no implique explotación de la otra. La cuestión social (tal como se entendió históricamente en la tradición del pensamiento crítico) no es una cuestión de “pobreza” sino de injusticia, de explotación; no es apenas un problema “distributivo” ni tampoco (sólo) de la “propiedad de los medios de producción”. Es un problema que está incrustado en el modo de producción social de la vida. El problema que procuramos hacer visible está en el plano de cómo concebimos y realizamos la producción social de nuestra propia existencia; de nuestra vida como individuos, como sociedad, como especie; y de cómo, en definitiva, al producir nuestro modo de vida, determinamos subsecuentemente, ipso facto, el modo, las condiciones y probabilidades de (in)existencia de nuestra propia especie, de todas las demás especies y del planeta entero.
Así, como planteamos, el problema del “extractivismo” no es “ambiental” es político. Remite a un modo de producción de la existencia basado en el despojo sistemático de vastas mayorías, como condición y medio de producción de un sistema de apropiación destructiva de la naturaleza (de la naturaleza genérica/Tierra y de la naturaleza específica/organismos humanos vivientes). Imaginar el extractivismo como vía, no ya de superación de la explotación, sino apenas de las desigualdades, es un planteo radicalmente absurdo, pues, como señalamos, el extractivismo es la forma propiamente capitalista de apropiación/producción de la Naturaleza (Smith, 1984; Moore, 2013; Machado Aráoz, 2016). Es decir, remite a un patrón oligárquico de apropiación y de producción de la naturaleza; que no es apenas materia inerte, objeto o recurso de producción, sino que es el flujo, la trama y el proceso de la vida como totalidad (Capra, 1996).
Como mecanismo histórico-estructural de despojo de los medios de vida, el extractivismo es lo que crea las condiciones de posibilidad de la apropiación y explotación de la fuerza de trabajo. Remontándonos al acontecimiento histórico originario, la expropiación –como detonante de la acumulación– consiste en la destrucción abrupta de un régimen de apropiación social de la tierra como bien comunal, para la instauración de otro completamente nuevo (el régimen de apropiación privada). Ese proceso supone la ruptura del vínculo orgánico que en las economías morales[12] articula tierra y trabajo como fuentes primordiales de toda riqueza (qua valores de uso). Esa ruptura es lo que provoca, en un mismo acto, la mercantilización de la tierra y de los cuerpos-de-trabajadores-expropiados. Vale decir, el despojo es el acto político fundamental que, al mismo tiempo que concentra la tierra (medios de vida) en manos de unos pocos, arroja a las multitudes despojadas al emergente “mercado de trabajo”: hace de sus necesidades de subsistencia, el dispositivo coercitivo que pone a disposición su energía productiva (capacidad de trabajo) a merced de la misma minoría apropiadora de la tierra. Concentración de la tierra/naturaleza y poder de disposición de la fuerza de trabajo son dos ‘caras de la misma moneda’.
Como lo planteara Marx, la expropiación de la tierra es el punto cero de la estructuración de una sociedad de clases. Una sociedad clasista no es apenas una sociedad donde a su interior caben diferentes estratos sociales con niveles de ingreso y consumo desiguales; se trata de una sociedad donde la clase propietaria concentra el poder de disposición sobre la capacidad de trabajo (y por tanto, del sentido de la vida) del conjunto de la sociedad. En definitiva, el despojo/explotación de la tierra es el cimiento de una sociedad clasista; lo que crea las condiciones de posibilidad para hacer de la explotación el mecanismo estructural de organización del modo de vida y reproducción social de los individuos sujetos a tal régimen.
Ahora bien, si este planteo general sobre la relación de continuidad intrínseca e insoslayable entre explotación de la Tierra (naturaleza genérica) y de los cuerpos-de-trabajadora/es, pone en evidencia la contradicción entre extractivismo y sociedad igualitaria, al analizar las modalidades histórico-geograficas específicas de los distintos modos de organización de la explotación, se visualizan las particularidades concretas de los regímenes de clase.
En este sentido, el análisis del extractivismo (comparando y contrastando las zonas de extracción con las zonas de procesamiento y control de los flujos de materia y energía) es interesante para comprender las conexiones y diferencias que, en términos de estructura (y modos de explotación) de clases, se dan entre países primario-exportadores y países industrializados.
Como sabemos, nuestras sociedades latinoamericanas se constituyeron, desde sus orígenes como formaciones geosociales estructuradas para el aprovisionamiento colonial de materias primas a las colonias. Desde sus orígenes la matriz extractivista no sólo implicó un modo de organización del espacio sino también de la estructura de relaciones de la sociedad en su conjunto. Se constituyeron como regímenes extractivistas, es decir, como formaciones socio-geo-económicas en las que la sobre-explotación exportadora de naturaleza genérica se erige en el principal patrón organizador y regulador de sus estructuras económicas, socioterritoriales y de poder (Machado Aráoz, 2015).
Así, en nuestras sociedades, la instalación de enclaves extractivistas significó la constitución de regímenes oligárquicos, tanto como estructura de clases cuanto como modalidad político-gubernamental. Las oligarquías internas se erigieron como clases dominantes sobre la base de un patrón extractivista de organización territorial y socioproductiva. La organización y gestión de la sobre-explotación de la naturaleza fue el medio y el modo a través del cual ejercieron la dominación interna.[13] Fueron también el eslabón privilegiado que aseguró a las élites globales, la integración subalterna de nuestros territorios-poblaciones como proveedores por excelencia de materia y energía (primaria y social) que alimentaron la fagocitosis de la acumulación global, desde la época del capital manufacturero y la hegemonía británica, hasta la época neoliberal actual, del Consenso de Beijing.
Por lo demás, esa matriz extractivista de las economías latinoamericanas terminó configurando las particularidades del “mercado de trabajo” interno: los desequilibrios territoriales y sectoriales resultantes de la hipertrofia de los sectores primario-exportadores –heterogeneidad histórico-estructural (Quijano, 1968, 1970 y 1993)– son factores de fondo que terminaron moldeando las condiciones generales de la acumulación periférico-dependiente.
Así, en consecuencia, en nuestras sociedades, la sobre-explotación intensiva de la naturaleza es el rasgo estructural en torno al cual se ha estructurado un patrón de acumulación basado correlativamente en la super-explotación de la fuerza de trabajo, como rasgo o modalidad de realización de la plusvalía en el capitalismo periférico-dependiente (Marini, 2008). Aquí, la acumulación es estructuralmente dependiente de sucesivos ciclos de profundización y ampliación de las fronteras extractivistas. Su “desarrollo” ha estado históricamente sujeto y condicionado a ciclos extraordinarios de descubrimiento/explotación y/o cotización/valorización de materias primas, siguiendo los ritmos espasmódicos del mercado mundial (vale decir, de la demanda de los países industrializados).
Por tanto, cada ciclo de crecimiento económico ha estado asociado a un boom de commodities (dinamismo extraordinario de exportaciones primarias); y cada boom de commodities ha significado a su vez, una metamorfosis de ampliación, profundización e intensificación del patrón de dominación oligárquica al interior de nuestras sociedades; ha ido acompañado de nuevas fronteras de despojo, expansión de producciones monoculturales, concentración de la propiedad, la renta y el poder; agravamiento de las condiciones estructurales de expulsión de poblaciones y súper-explotación de sus energías corporales (capacidad de trabajo).
Extractivismo y democracia
Por último, sobre el trasfondo del desarrollo antecedente cabe plantear la pregunta sobre las relaciones entre extractivismo y “forma de gobierno”. Para ir directo al fondo de la cuestión, se trata de preguntarse sobre si cabe razonablemente hacerse expectativas de que un modo de apropiación oligárquico de los medios de vida sea medianamente compatible con alguna forma y grado de soberanía popular. O, dicho en términos positivos, de lo que se trata acá es de hacer visible el carácter necesario, imprescindible, de la relación entre liberación de la Tierra y la emancipación humana.
Ver o concebir el extractivismo como un patrón de poder, de apropiación oligárquica de los medios de vida (cuya contracara es el despojo de las mayorías) es ver la contradicción manifiesta con un “gobierno del pueblo”; es entender que extractivismo significa la negación radical de la democracia. Es ver y comprender la expropiación económica-ecológica como expropiación insoslayablemente política. Es ver cómo la dominación sobre la naturaleza (genérica) se prolonga necesariamente como dominación sobre los organismos humanos vivientes (naturaleza específica). Cómo la cosificación de la Tierra, se proyecto como cosificación de las relaciones sociales; de lo humano como tal.
Así, las únicas formas de “democracia” que puede haber sobre el suelo del extractivismo, sobre el trasfondo histórico-geográfico, económico-político-cultural de apropiación oligárquica y destructiva de los medios de vida, son formas de democracia formal; “modos de gobierno” que no pongan en discusión o en revisión un régimen político ya prestablecido. Bajo un sistema de relaciones sociales basado en la apropiación oligárquica de los medios de vida, la única democracia que puede haber es una democracia cuyo contenido se restrinja a distintos mecanismos de selección de élites; de clases políticas profesionales; burocracias “elegidas” para administrar un aparato gubernamental intrínsecamente impotente para alterar en algún sentido el régimen de relaciones de poder sobre el que se funda.
Visto desde una perspectiva que reconoce el vínculo de dependencia radical de la vida humana respecto de la trama de la vida en general, es decir, partiendo de una ontología relacional que comprende que nuestra relación con la Naturaleza genérica es constituyente y co-constitutiva de nuestra propia naturaleza específica, es posible comprender que nuestra forma de relacionamiento con la Naturaleza/Tierra es el punto cero de la estructuración de todo régimen político. Una ontología tal, nos lleva a asumir que entre política y Naturaleza, hay una relación de precedencia y de excedencia ontológica de ésta respecto de la primera. Por consiguiente, así como no hay Naturaleza que no sea una naturaleza políticamente determinada/producida, tampoco hay política por afuera o por encima de la Naturaleza; no hay política que pueda prescindir de la Naturaleza (porque sin naturaleza, no hay sencillamente vida humana que esa posible). Toda forma política se construye a partir de la forma de nuestra relación con la Naturaleza. Esto implica que, en primera y última instancia, no hay democracia a nivel de las sociedades humanas que no empiece por la democratización de la Tierra; por la redefinición radical de nuestro vínculo con la Madre Tierra.
Reconocer la dependencia ecológica de la política, de la sociedad, de la vida humana en general, es entender que nuestra vida –como posibilidad material, pero también como sentido cultural y político a definir– se juega, en primer lugar, en nuestra actitud existencial frente a la Naturaleza/Tierra como totalidad viviente. Como señala Luis Tapia, “la forma de gobierno se configura de acuerdo al modo en que se organizan y piensan las relaciones de la vida social con la naturaleza, es decir, con el modo de producir los bienes necesarios para la misma a través de la transformación de la naturaleza” (2009: 15). Es decir, en la base de todo régimen político está un determinado régimen de Naturaleza.
Al decir esto, al afirmar que toda forma política depende radicalmente de nuestra forma de relacionamiento con la Naturaleza, no estamos “naturalizando” la política, sino que estamos enraizándola en el mundo de la Vida. Estamos sí, desnaturalizando, el modo capitalista de producción/apropiación de la Naturaleza, tanto genérica, como específica. Y al desnaturalizar la concepción cosificada de la Naturaleza, de la Vida en sí, estamos abriendo la posibilidad para la radicalización de la democracia. Estamos abriendo el imaginario para pensar la vida social, no apenas como “sociedad de consumo de masas”, sino como espacio de realización de la autonomía, de la libertad, en condiciones estructurales de justicia; es decir, para re-imaginar un mundo sin explotación de ninguna naturaleza.
Por tanto, radicalizar nuestra idea de democracia, es pensarla desde su raíz; no pensar que el carácter democrático o no de un orden social se define apenas en el plano de la “forma de gobierno” (el conjunto de instituciones y procedimientos jurídico-políticos mediante el cual se “elige” a los gobernantes y se regula la función de gobierno), sino ya en el plano del modo de reproducción social; que es consecuentemente, el modo de producción social de la Naturaleza, incluida la naturaleza humana (Marx y Engels, 1846; Echeverría, 1984; Machado Aráoz, 2018).
Es en ese plano fundamental donde se juegan las posibilidades ulteriores de democratización (o no) de las relaciones sociales. Las condiciones de la igualdad política y la justicia social, la garantía del respeto y el derecho a las diferencias, se construyen desde su piso ecológico: la justicia ecológica es una precondición para la vida democrática. Y justicia ecológica supone la democratización de las condiciones sociales de acceso igualitario a los bienes fundamentales para la vida, el agua, el suelo, el aire, la biodiversidad, la energía, empezando por la energía de los cuerpos; el acceso igualitario a la participación colectiva en las decisiones sobre el modo de producción y satisfacción de las necesidades vitales. Pero además justicia ecológica significa democratizar recíprocamente nuestros modos de vinculación con el resto de los seres vivos, asumiendo que todas y cada una de las vidas específicas que pueblan la Tierra, hacen parte de nuestras condiciones generales de existencia; Justicia ecológica implica reconocer que la comunidad de vida (en la Tierra) es más amplia que nuestra comunidad política (como especie), y que ésta depende de aquella. Y reconocer nuestros vínculos de interdependencia con la biodiversidad supone también extender nuestras relaciones de respeto, reciprocidad y cuidado más allá de los límites biológicos de nuestra especie.
Radicalizar la democracia es descolonizar/despatriarcalizar nuestro vínculo con la Madre Tierra; dejar de comportarnos como conquistadores y empezar a (re)aprender a ser humanos (o sea humus, hijos de la Tierra) (Machado Aráoz, 2018). Es recuperar los saberes propios de nuestra especie; concebir el trabajo no como dominio y explotación de la tierra/recursos, sino concebirlos como cultivo/crianza/cuidado de lo que nos nutre y nos da la vida.
En ese sentido radical, la democratización de las relaciones sociales nos demanda, en definitiva, un modo otro de producción social de la Naturaleza; uno que esté orientado a asegurar la reproducción de la vida en común; abrir-nos a una concepción de justicia, no sólo inter-cultural e inter-civilizatoria, sino también inter-específica e inter-generacional. La radicalización de lo democrático es ampliar sustancialmente, en definitiva, las dimensiones espacio-temporales de la democracia; es pensar la democracia geopolíticamente, lo que en términos de Luis Tapia (2009) significa que si bien la democracia se construye desde abajo y se realiza en y desde lo local, precisa una democratización del orden internacional, un desmontaje de las estructuras del imperialismo y colonialismo para que puedan existir formas de vida democrática en todos los lugares.
En definitiva, la invitación a salirnos del extractivismo como base y piedra angular de este dado patrón civilizatorio aparece como una condición para ampliar el horizonte de la democracia realmente posible. Esto implica y empieza por repensar radicalmente la cuestión de la Tierra, como una cuestión primordialmente política. Necesitamos re-pensar la Tierra como cuestión ontológica y como cuestión política, para revisar y cambiar el rumbo civilizatorio que hasta aquí hemos venido transitando. Re-pensar implicar re-pensar no en términos de “democracia” sino de democratización radical; como un proceso de migración civilizatoria hacia modos de existencia post-extractivistas.
Post-extractivismo es así una pista para la radicalización de la democracia, para radicalizar el horizonte de lo democrático en relación a la Naturaleza. La creación de condiciones estructurales de justicia, de libertad, de vida autónoma para el conjunto de la especie humana, implica, elementalmente, suprimir de cuajo la posibilidad de que una minoría se halle en condiciones de imponer las condiciones de reproducción social de una mayoría; de que unos pocos puedan disponer del control sobre la energía vital y la capacidad creadora de otros. Implica, en suma, abolir el régimen oligárquico de apropiación de la Tierra.
Post-extractivismo. Caminos hacia una nueva humusidad
Como hemos procurado mostrar, el problema del extractivismo no es sólo una cuestión de alcance regional, sino global; no es sólo “ambiental”, sino civilizatorio. El problema del extractivismo no es “sólo” la cuestión de la devastación ecológica de ciertos territorios, sino, en el fondo, la cuestión de raíz de la depredación capitalista del mundo de la vida como tal y de cómo ese habitus depredador afecta también, no sólo a los territorios objetos de depredación, sino, más decisivamente, a los sujetos depredadores.
Como ya hemos planteado, el organismo humano viviente no sólo se ve expuesto a los impactos oncológicos resultantes de la toxicidad masiva y a gran escala del sistema de producción urbano-industrial capitalista; la depredación que ejerce, la violencia que como sujeto de la producción y consumo protagoniza para echar a andar ese modo de producción, no es inocua a la propia humanidad de lo humano: va provocando efectos ontológicos de degradación de su propia condición. Este sistema de producción no sólo despoja; no sólo nos intoxica; también va progresivamente des-humanizándonos, vale decir, tornándonos crecientemente insensibles ante los requerimientos más elementales de la reproducción y el cuidado de la Vida. Pensar el post-extractivismo es atrevernos a salir de ese ruinoso rumbo (in)civilizatorio. Salir-nos, en concreto, del habitus conquistador, que está en el fondo de la subjetividad desarrollista.
Poder mirar las raíces y los efectos de este sistema depredador, y asumir las conclusiones políticas del caso, implicaría asumir la necesidad de desafiliarnos definitivamente de la religión colonial del “desarrollo”, despejar de nuestro imaginario la ilusión fetichista de que sería posible desacoplar el engranaje de la producción (capitalista de riqueza) del de la devastación (de las fuentes y formas de Vida). Pues, en plena Era del Capitaloceno, en la que nos hallamos, está a la vista que ambos mecanismos forman parte inseparable del mismo “molino satánico” (sensu Polanyi, 2003).
Sería fundamental poder visualizar y comprender que oponerse a la derecha no es reactivar la economía; que combatir el neoliberalismo no es expandir el consumo. El desafío es mucho mayor: se trata no de reactivar lo muerto; sino re-inventar una economía para la Vida.
Se trata de tomar nota de que la política de “crecimiento con inclusión social” no sólo no alcanza como horizonte político de cambio social revolucionario, sino que en realidad es una política completamente errada e históricamente perimida, si a lo que aspiramos es a un verdadero proceso de emancipación social. Los movimientos del ecologismo popular han venido señalando ese punto ciego: las políticas de “crecimiento con inclusión social” no sólo son funcionales a la reproducción del sistema, sino que además se basan en la quimérica creencia de que, dentro del capitalismo, sería posible “incluir a todos los excluidos”, o peor, de que “incluyendo a los excluidos” se va transformando el sistema… El programa de la “inclusión social” no sólo es inviable socialmente (pues el capitalismo es por definición un régimen oligárquico de apropiación y usufructo diferencial de las energías vitales), sino también ecológicamente: hay taxativos límites biológicos y físicos dentro del Sistema Tierra que hacen inviable un horizonte de “crecimiento infinito”.
Si a mediados del siglo XIX podría haber sido todavía comprensible, la ceguera ante la crucial cuestión ecológica de fuerzas sociales que se dicen revolucionarias, anti-capitalistas, resulta, en el siglo XXI, lisa y llanamente inadmisible. La crisis ecológica, las desigualdades e injusticias socioambientales, los impactos tóxicos y destructivos del industrialismo, el urbanocentrismo, el patrón energético moderno, la producción a gran escala y el consumismo, no pueden no estar en la agenda de un programa que se proponga seriamente la construcción del socialismo del siglo XXI.
El ecologismo, así (el ecologismo popular, que nada tiene que ver con el conservacionismo, el maltusianismo, la economía verde ni cualesquiera de las distintas expresiones del eco-capitalismo tecnocrático), lejos de constituir un programa social “reaccionario” o “funcional a la derecha”, expresa en realidad un nuevo umbral del pensamiento crítico y las energías utópicas. La irrupción de los movimientos del ecologismo popular en la escena política del siglo XXI está dando cuenta de la necesidad de una profunda renovación y radicalización del contenido y el sentido de la práctica revolucionaria; acorde a las necesidades de nuestro tiempo. Porque en nuestro tiempo, está claro que no se trata de “incluir” sino de “transformar”.
La cuestión ecológica, tal como es planteada por el ecologismo popular, nos empuja a atrevernos a pensar el fin del capitalismo, a recuperar y renovar formas y modos de vida no-capitalistas. Nos incita a pensar la revolución no apenas como “cambio de políticas/políticas redistributivas”, “cambio de gobierno” o “toma del Estado”, sino como un radical y profundo cambio civilizatorio. Si la idea de un socialismo del Siglo XXI es algo más que un mero eslogan político, y lo consideramos, en términos realistas y concretos como un nuevo horizonte político, un nuevo modo histórico de (re)producción social de la vida, y un nuevo régimen de relaciones sociales, esa noción de “socialismo del siglo XXI” nos lleva a pensar la revolución como una profunda migración civilizatoria; un cambio geosociometabólico hacia un nuevo régimen de relaciones sociales, donde en lugar de la apropiación privada de los medios de vida, sea restituida su carácter y condición de Bienes Comunes.
Porque lo común, es el horizonte de la Naturaleza; lo que tenemos en común, lo que somos. Es la condición de producción de la Vida en sí (Gutiérrez, 2015; Gutiérrez, Navarro y Linsalata, 2016; Navarro, 2013). Necesitamos pensar la revolución, la emancipación no como masificación del consumo, sino como comunalización de los medios de vida; comunalización no apenas de la “propiedad” sino del proceso de producción de la existencia en su totalidad, desde su raíz. Comunalizar es, por supuesto, des-mercantilizar, pero también des-estatalizar: el Estado no es lo opuesto del Mercado, sino la contracara jurídico-política del capital. Esto implica avanzar hacia la deconstrucción radical de la lógica racional-burocrática, centralizada y vertical de ejercicio del poder y gestión de la vida colectiva. Comunalizar es democratizar y descentralizar los procesos de producción de la vida; implica sembrar poder y capacidades autogestionarias, construir autonomía social desde las bases, tanto en las esferas de la vida doméstica, como de la vida pública. Comunalizar no es sólo suprimir la propiedad privada de “los medios de producción”, sino también des-privatizar las relaciones sociales, los imaginarios, los cuerpos y los territorios.
Así, radicalizar la revolución es comunalizar la Madre Tierra; es diseñar, construir y asumir como forma de vida, un nuevo metabolismo social que la reconozca, la considere y la trate como lo que en realidad es: base imprescindible y fuente de Vida en Común.
Producir un radical giro sociometabólico que parta del respeto y el cuidado radical de la Madre Tierra, supone salirnos de los engranajes del productivismo y el consumismo que hacen girar “el molino satánico” de la acumulación como fin-en-sí-mismo; supone también corrernos del industrialismo, del urbanocentrismo y el fetichismo tecnológico que nos hace creer que el “desarrollo de las fuerzas productivas” es una línea evolutiva universal y que para cualquier problema social y/o ecológico siempre bastará y será posible hallar una solución tecnológica. Ese cambio sociometabólico no implica “aumentar los salarios” sino des-salarizar el trabajo; no “redistribuir el ingreso”, sino redefinir radicalmente el sentido social de la riqueza, esta vez, en función de los valores de uso y de la sustentabilidad de la vida y no de la valorización abstracta y la super-producción de mercancías.
En fin, procurar ese giro sociometabólico involucra, en última instancia, des-mercantilizar las emociones, vale decir, buscar, sentir y vivir la felicidad en las relaciones, y no en las cosas. En lugar de la expansión (incluso ‘igualitaria’) de los ‘bienes de consumo’, el nuevo horizonte utópico que se vislumbra desde esta perspectiva pasa más bien por un escenario donde “el hombre socializado, los productores libremente asociados, regulen racionalmente su intercambio de materias con la naturaleza, lo pongan bajo su control común en vez de dejarse dominar por él como por un poder ciego, y lo lleven a cabo con el menor gasto posible de energías y en las condiciones más adecuadas y más dignas de su naturaleza humana”. (Marx, Karl, 1981[1867]: 1045).
La cuestión ecológica, en definitiva, nos incita a pensar que para avanzar en la democratización de la vida social; necesitamos partir de un patrón de justicia con la Madre Tierra. Y esa tarea demanda transitar hacia otra Era Geológico-antropológica. Si el Capitaloceno es un momento crítico, donde la vida (al menos en su forma humana) está expuesta a la extinción, si designa el tiempo geológico en el que el capitalismo ha trastornado hasta tal punto los flujos elementales del sistema Tierra casi al extremo de volverla in-habitable, hacer la revolución en el presente, significa realizar todas las transformaciones que sean necesarias a fin de restituir las condiciones de habitabilidad del planeta; volver a hacer de la Tierra, nuestro Oikos/Hogar, el lugar apto para la (re)producción de nuestra vida como comunidad biológica. Eso sería sí, caminar a una Era realmente Antropocénica; es decir, una Era donde la Humanidad se asuma y viva como humusidad, como humus que somos, hermanada/os en nuestro vínculo filial con la Madre-Tierra.
Claro, somos conscientes de que esto constituye un fenomenal desafío ideológico, existencial y emocional para toda la humanidad. Pero también, deberíamos ser capaces de advertir que, en medio del desquicio capitalista, hay ya muchas com-unidades humanas que no han perdido el rumbo; o lo están re-encontrando; comunidades biológicas y políticas que viven (y viven bien) bajo otro régimen sociometabólico. Las alternativas no sólo están en los papeles; hay alternativas vivas, re-existentes.
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Notas
[1] En su libro “América Latina en la geopolítica del imperialismo” (2013), Atilio Borón, como conspicuo representante de la vieja izquierda, expresaba justamente esta posición. Para él, el pachamamismo es una posición extrema, que se opone a todo camino de desarrollo y que rechaza el crecimiento en sí. Según el autor, “más allá de su evidente fuerza moral, el pachamamismo no puede ser entendido como una solución viable a los problemas y desafíos que plantea el mundo actual. Su llamado a respetar la naturaleza, por sensato que sea, no logra ocultar la necesidad de también respetar al género humano y de procurarse razonablemente su sustento mediante la utilización racional y responsable de los bienes naturales. (…) Lo mismo puede decirse en relación con el resurgimiento nostálgico de pretendidas ilusiones basadas en las potencialidades de una “economía familiar/campesina” para poner coto a las injusticias y depredaciones causadas por el auge del agronegocio en los países del área. Si bien la preservación de la agricultura familiar es un objetivo encomiable, lo cierto es que la presión que el crecimiento demográfico plantea a nuestros países condena irremisiblemente al fracaso cualquier tentativa de retornar a tecnologías tradicionales…” (Borón, 2013: 129-130).
[2] Para Bruckmann, “el acceso, la gestión y la apropiación de los recursos naturales” plantea una contradicción fundamental, básicamente, entre dos proyectos: por un lado, “la afirmación de la soberanía como base para el desarrollo nacional e integración regional y, por otro lado, la reorganización de los intereses hegemónicos de Estados Unidos en el continente que encuentra en los tratados bilaterales de libre comercio uno de sus principales instrumentos para debilitar el primero” (Bruckmann, 2012: 53). Ante este desafío, los Estados de la región deben procurar asegurarse lo que ella denomina la “gobernanza de los recursos naturales”, esto es, “un conjunto de políticas soberanas sobre la propiedad de los recursos naturales y su apropiación, así como la distribución de las ganancias de productividad derivadas de su explotación” (UNASUR-CEPAL, 2013: 07).
[3] A modo ilustrativo, se puede tomar como referencia emblemática La Declaración de los Presidentes del ALBA, reunidos en Guayaquil en junio de 2013. Allí se plantea: “manifestamos el derecho y la necesidad que tienen nuestros países de aprovechar, de manera responsable y sustentable, sus recursos naturales no renovables, los cuales cuentan con el potencial de ser utilizados como una importante fuente para financiar el desarrollo económico, la justicia social y, en definitiva, el bienestar de nuestros pueblos, teniendo en claro que el principal imperativo social de nuestro tiempo –y de nuestras regiones– es combatir la pobreza y la miseria. En este sentido, rechazamos la posición extremista de determinados grupos que, bajo la consigna del anti-extractivismo, se oponen sistemáticamente a la explotación de nuestros recursos naturales, exigiendo que esto se pueda hacer solamente sobre la base del consentimiento previo de las personas y comunidades que vivan cerca de esa fuente de riqueza. En la práctica, esto supondría la imposibilidad de aprovechar esta alternativa y, en última instancia, comprometería los éxitos alcanzados en materia social y económica” (XII Cumbre del ALBA, Declaración de Guayaquil, 2013).
[4] Queda claro que el extractivismo se halla “en los albores de la era de la producción capitalista” y expresa las prácticas político-militares, económicas y ecológicas concretas que dieron forma a la “así llamada acumulación originaria” (Marx, 1987). Resulta casi redundante explicitar en qué sentido y hasta qué punto la invasión, conquista y colonización de América generó las condiciones de posibilidad de irrupción del capitalismo y desencadenó su proceso de mundialización hegemónica. La invención/invasión/depredación de la naturaleza americana ocupó y ocupa un papel determinante, excluyente no sólo en cuanto origen histórico-geográfico sino ya como principio epistémico-político fundacional del Capital (Machado Aráoz, 2016) [Hoy diríamos ya, Capitaloceno (Altvater, 2014), justamente para referir a esta nueva Era geológica y antropológica desatada por la voracidad geográfica de una maquinaria de apropiación destructiva de las riquezas vitales en sus fuentes (Tierra y Trabajo) para convertirlas en medios de valorización abstracta].
[5] Escisión de los productores respecto de los medios de producción; campo vs. ciudad; economías de la reproducción-centradas-en-la-producción-de-valores-de-uso vs. economías de la producción-de-mercancías (Marx, 1867; Foster, 2000).
[6] El extractivismo es inseparable de las prácticas histórico-geográficas de expansión imperialista del capital; de su mundialización como patrón hegemónico de poder/dominación; y más concretamente como modo de apropiación oligárquica de la Naturaleza; vale decir, de las energías/bienes vitales. En ese sentido, el extractivismo es una práctica colonial por excelencia; y viceversa, el fenómeno colonial moderno no es sino el producto resultante de la expansión, generalización, sistematización, institucionalización e intensificación de las prácticas extractivistas que las emergentes potencias europeas del siglo XVI en adelante impusieron sobre los territorios/poblaciones subalternizados como zonas de saqueo/sacrificio, en cuanto formaciones geosociales estructuradas en base a la (súper)explotación intensiva de tierras y cuerpos.
[7] Esa posición de poder que detentan los países de industrialización temprana está asociada, en concreto, a lo que Samir Amín llamó los “cinco monopolios” que configuran el carácter intrínsecamente imperialista de los centros capitalistas mundiales, a saber: el monopolio sobre la tecnología; sobre el control de los flujos financieros; sobre la industria militar y la supremacía bélica; sobre los medios de comunicación y de producción de contenidos culturales; y, por cierto, sobre los flujos de materias primas (Amin, 2003: 106-108).
[8] Esta noción tiene sus antecedentes en los análisis de Marx sobre el papel de las colonias en la acumulación global (Capítulo XXV de El Capital, “La moderna teoría de la colonización”), luego ampliados y reformulados por Rosa Luxemburgo (1912), y las reflexiones de León Trotsky (quien acuña la expresión “desarrollo desigual y combinado”) sobre el carácter de los intercambios entre países y regiones de distinto grado de ‘desarrollo capitalista’ (Trotsky, 1932). En otra vertiente de antecedentes ubicamos los estudios sobre las particularidades del capitalismo periférico dependiente (el estructuralismo cepalino y la teoría de la dependencia) y del capital monopolista (Paul Baran, Paul Sweezy, Harry Magdoff, entre otros).
Milton Santos va a ser quien va esbozar un análisis ya más específicamente geográfico de las desigualdades entre capitalismo central y periférico y de sus implicaciones en términos de reproducción estructural de la dependencia (Santos, 1979). En consonancia, los estudios de David Harvey sobre la geopolítica del capital, y el papel de la producción del espacio geográfico en la dinámica de la acumulación capitalista (Harvey, 1975 y 1985) van a ser los soportes principales de la noción de “desarrollo geográfico desigual” que va a ser explícitamente trabajada y reformulada por Neil Smith (1984).
[9] Como lo explicitara inicialmente Rosa Luxemburgo (1912) a inicios del siglo pasado, entre acumulación primitiva y acumulación ampliada no hay una relación secuencial, no se trata de dos etapas históricas del capital, sino que se trata de dos modalidades articuladas geográficamente que acontecen en forma simultánea, la una como contracara y condición de posibilidad de la otra. Antes que esta noción fuera consolidada y ampliamente difundida bajo el concepto de “acumulación por despojo” de Harvey (2004), fue ya explícitamente desarrollada por Samir Amin. En su texto “La acumulación en escala mundial”, de 1971, señalaba: “las relaciones entre las formaciones del mundo desarrollado (centro) y las del mundo subdesarrollado (periferia) se saldan mediante flujos de transferencia de valor que constituyen la esencia del problema de la acumulación en escala mundial. Cada vez que el modo de producción capitalista entra en relación con modos de producción precapitalistas a los que somete, se producen transferencias de valor de los últimos hacia el primero, de acuerdo con los mecanismos de la acumulación primitiva. Estos mecanismos no se ubican entonces sólo en la prehistoria del capitalismo; son también contemporáneos. Son estas formas renovadas pero persistentes de la acumulación primitiva en beneficio del centro, las que constituyen el objeto de la teoría de la acumulación en escala mundial” (Amin, 1977: 15).
[10] Como señala Jason Moore, la acumulación global se basa en “una constante dialéctica entre la acumulación por apropiación y acumulación por capitalización… El saqueo de las zonas de frontera y los avances en la productividad del trabajo de las metrópolis forman un todo orgánico” (Moore, 2013: 14).
[11] Un ejemplo de cuán vigente sigue esta visión tan limitada en algunos sectores paradigmáticos de “izquierda”, puede verse en el señalamiento que realiza Atilio Borón sobre lo que significaría el socialismo hoy, al señalar que “así como Lenin planteó en su tiempo que el socialismo era igual a “soviets + electricidad”, y procuró arrebatar esa nueva frente de energía del control de las empresas capitalistas, en el momento actual el socialismo también implica algún tipo de “soviets” (entendido como alguna forma de estructuración del poder popular, más allá de lo permitido o consentido por la institucionalidad burguesa) unido a la apropiación de la más moderna tecnología que hoy reposa en manos de las transnacionales” (Borón, 2013: 129-130).
[12] Tanto los análisis de Rosa Luxemburgo sobre la acumulación de capital, como los de Polanyi sobre las bases y supuestos de la sociedad de mercado y los de E. Thompson sobre la formación de la clase obrera en Gran Bretaña coinciden en señalar que un rasgo fundamental de las economías no-capitalistas es que en ellas, los usos y modos de apropiación de la tierra y del trabajo no está libremente sometidas a las fuerzas del mercado, sino que se hayan regulados bajo complejos sistemas de creencias y normas morales que tienen el objeto de asegurar la reproducción social de la vida y el efecto de contener o limitar las prácticas depredatorias sobre la tierra y el trabajo. El capitalismo, como no puede aceptar límites, como en realidad debe estar sistemáticamente ultra-pasando los límites, precisa romper en primer lugar esas barreras morales que restrinjan o limiten su poder de explotación (Luxemburgo, 1912; Polanyi, 2003; Thompson, 1984 y 2012).
[13] Bien vale acá, traer acá la radiografía de Roitman al respecto: “La oligarquía latinoamericana disfrutó del despilfarro y el lujo, teniendo todo el control político y social que le garantizaba ser los dueños de los recursos naturales, estaño, café, azúcar, caucho, como resultado del control sobre el Estado y la práctica violenta ejercida sobre las clases dominadas y explotadas. Ningún país se eximió de esta realidad. Sus oligarquías pasaron a ser adjetivadas por el producto de exportación del cual dependían para mantener sus niveles de obscena y lujuriosa forma de vida plutocrática. Oligarquía azucarera, bananera, cafetalera, del huano, salitrera o ganadera. La emergencia de actividades productivas ligadas al sector primario-exportador era el motor que impulsaba los cambios en la estructura social. Pero el inmovilismo seguirá caracterizando y la exclusión social es la lógica que explica la dinámica social del régimen oligárquico” (Roitman, 2008: 173).
América Latina en tiempos revueltos: Claves y luchas renovadas frente al giro conservador
Castro, Diego y Huáscar Salazar (coords.). ZUR, Excepción y Libertad bajo palabra. Montevideo, Cochabamba y Morelos, 2021 264 págs.; 13.5 x 21 cm. Diseño e ilustración de portada: Adriana HC / Kulli Sarita. Diseño interno Libertad Bajo Palabra. ISBN: 978-9915-40-421-9