Desde Quito, crónica del Estado feroz
Preguntan las y los compañeros de otros países: ¿Están bien? ¿Qué pasa en Ecuador? Las imágenes son duras, durísimas. Estamos muy preocupados, ¿pueden contar?
Mientras tratamos de organizar humildes cocinas familiares que sumen a los lugares grandes de acogimiento para proveer a todos los compañeros indígenas, mujeres, hombres, wawas, que desde todo el país han ido llegando a Quito, no dejan de ocurrir cosas.
Hacemos cuerpo con otra gente en los lugares del conflicto, protestamos y nutrimos un núcleo de rechazo barrial, nos replegamos a cocinar para cubrir algo de lo mucho que se precisa: una colada, unos almuerzos, un poco de ropa, alcohol, medicamentos…
Cada minuto en estos días es un estallido, estallido en los territorios y en las ciudades. Estallido de posibilidades, de dolores y de rabia.
Marcha hacia el Carondelet, hoy espectral palacio del ejecutivo, entre gases y más gases; ocupación de la Asamblea Nacional, apenas un tiempo, y posterior desalojo; noticias de personas heridas, detenidas, muertas; reclamos de alimentos y cobijas; y ahora recién toque de queda de 8 pm a 5 am en algunas partes de la ciudad.
El gobierno se ha desplazado a Guayaquil, y los líderes de la oposición lanzan ampulosos mensajes desorientadores: llamadas al orden anti-delincuencial y justificación del estado de excepción junto a críticas tibias que suenan a quien quiere situarse de la mejor manera para el día después. El correísmo de pronto vuelve a entonar canción protesta.
La tesis de la seguridad, el vandalismo y el saqueo para descalificar las protestas es la que maneja, ya con abierto tono dictatorial, el gobierno y replican como loros los medios de comunicación. Se apela al deseo de ley y orden que habita entre quiénes bien saben que estas medidas (“el paquetazo”) son una puñalada, pero temen el levantamiento a medida que se acrecienta la violencia del Estado. La civilidad y el “proteste como se debe” cunde en los medios oficiales. No es justo suspender las clases, no poder trabajar, dejarme sin comida, dice alguien en las redes, mientras admite que tampoco es justo que nos impongan el ajuste y que la crisis la paguemos desde abajo.
¿Hará falta repetirlo? ¿Es preciso recordar el desequilibrio entre el Estado y la gente descontenta?
La violencia, como el uso absolutamente desproporcionado de la fuerza, está de su lado. Sí, de su lado. De quienes han movilizado al ejército, han sacado las tanquetas y comienzan a disparar bala. El ministro Jarrín, al frente de las Fuerzas Armadas, lo ha dicho clarito. El ejército está preparado para la guerra.
Aquí cerca, hemos visto imágenes terroríficas en estos días: como la de una bandada de motos atropellando a gente a la altura de la Caja del Seguro en Quito; como la de los jóvenes lanzados por un puente, uno de ellos ya ha muerto; como la del compañero que acaban de asesinar en el Arbolito en una brutal arremetida contra mujeres indígenas cargando wawas (niños), gente tratando de descansar y personas apoyando con enseres básicos y curas. Fuera de Quito se siente la fuerza indígena, la fuerza del campo, pero igual, los militares están en una escalada ante el corte de vías, que iniciaron los transportistas, y luego retomaron pobladores y comunidades.
Toca ver imágenes que recuerdan el profundo desequilibrio. Ayer mismo, la del presidente flanqueado por militares y cargos vestidos de estricto azul emulando junta militar.
Tras el comunicado, una retahíla de ministros más o menos sonreídos diciendo boludeces, como que la eliminación del subsidio al diésel es la gran medida contra el cambio climático y contra el contrabando en las fronteras o que están muy preocupados por el acompañamiento a la producción agrícola o que el aumento del bono de desarrollo va a compensar el incremento de la canasta básica o que los hermanos indígenas son gente con la que vienen dialogando y que son algunos sectores los levantiscos.
También nos ha tocado ver imágenes de enorme fortaleza e inspiración comunitaria, como la de pueblos que marchan y cortan todo el país para oponerse, no ya al paquetazo, sino a mucho más, a la profundización de un modelo extractivo, depredador, racista, machista, que favorece la acumulación engrosando el endeudamiento, para el que luego se reclama que “todos” nos apretemos el cinturón. Quienes aportan con salario, quienes viven con lo justo en la economía de calle, quienes aguantan con las justas la agricultura familiar campesina y quienes sostienen todos los días con el trabajo doméstico, de cuidados y de producción casera.
Una vez más.
Toca entender en carne propia lo que los militares han aprendido en estos años de entrenamiento. La gente dice: cuando la caída del presidente Lucio Gutiérrez, la policía no actuaba así, era otra cosa, no eran tan violentos, han cambiado de estrategia represiva. En estos años de correísmo son muchos los recursos destinados a las fuerzas armadas. “Ahorita se ve”.
Entre el temor y la preocupación, la gente, desde luego, protesta y protesta. Ayer, ante la llegada inminente de los indígenas venidos de distintas comunidades y comunas, éramos cientos los que marchábamos a San Blas, en el centro histórico, lugar emblemático de la protesta en la ciudad. Íbamos en grupos, buscando respaldarnos en nuestra fragilidad, y llegábamos hasta donde el temor nos permitía, cerca de donde se encontraban quienes estaban en la primera línea, un poco menos cerca. Avanzábamos con la extraña sensación de dirigirnos o al menos intentarlo a una casa de gobierno que ya no era tal, que ya estaba vacía ante el cambio de la sede de gobierno a Guayaquil. Como decía un mensaje chistoso por las redes sociales, “el que se fue de Quito, perdió su banquito”.
Como siempre, la economía popular, esa que crece cuando arrecia el neoliberalismo, operaba en la retaguardia, entre los manifestantes, recordando de dónde venimos y hacia donde vamos con estas medidas económicas. Pañoletas negras para cubrirse el rostro, banderas de Ecuador, mascarillas y cigarros para que el humo ayude con el gas lacrimógeno, pitos y todo tipo de merchandaisin para la protesta.
La tesis de la seguridad y el vandalismo ha sustituido de a poco a la de los zánganos. Ayer, para el presidente eso éramos: zánganos. Hoy somos saqueadores, desestabilizadores y, por si acaso, correístas, mandados de Venezuela, golpistas todos.
Dicha tesis era adecuadamente combinada con que “no había de otra”, no había alternativas. La receta con sangre entra. Si hay que pagar la deuda externa, que ya este y el anterior gobierno se han dedicado a engrosar, toca paquetazo, toca FMI, toca pérdida de soberanía.
Fin del subsidio al combustible, con el consiguiente encarecimiento de los productos básicos y el trabajo femenino no pagado para sostener a las familias, medidas de flexibilización laboral, despidos, bajada de salarios, aliento a la evasión tributaria y la salida de divisas, modelo de jubilación patronal privatizadora y apoyo a agentes importadores. Un paquete ensayado una y mil veces con terribles resultados para la población, para la más pobre y para las mujeres. Si de algo servía el subsidio al combustible era para hacer sostenible la producción ecuatoriana, pero la codicia externa e interna es más fuerte y el Estado demasiado grueso cuando de proveer se trata.
Asoma entonces el Estado feroz y más que asomar enseña toda la artillería pesada.
Mientras escribo esto caen bombas lacrimógenas en la Casa de la Cultura, donde se albergan cientos de personas indígenas llegadas de las provincias, y donde hace apenas una hora se pedía apoyo de todo tipo con la guardería. Han entrado a desalojar con todo en esta fría noche de octubre y las sirenas no se detienen.
Las compañeras que viven cerca y han podido ver lo ocurrido desde las ventanas nos hablan con la voz entrecortada. Nunca habíamos visto esto, nunca. Hay mujeres llorando por sus esposos, mujeres buscando a sus hijos. Necesitamos un corredor humanitario para que pueda salir la gente.
Entonces, compañeros, la cosa está bien terrible. Los derechos han quedado suspendidos, el estado de excepción instalado y avalado por la Corte Constitucional, las fuerzas armadas legitimadas para cometer atropellos, la libertad de expresión condicionada, los compañeros indígenas, ejemplo de dignidad, atacados como personas y como comunidades en resistencia, la democracia suspendida.
Algunos sitiados en las casas y con movilidad restringida, otros atrapados en un fuego mortal. Lo mucho o poco que podíamos apoyar quienes estábamos alrededor proporcionando lo justo para alimentarse, resguardarse y cuidarse, precisamos hoy de una fuerte presión internacional para frenar la violencia de un Estado que irrespeta los derechos más básicos tachando a la población que protesta de zángana, vándala y ladrona. Precisamos valorar la vida que nos rodea, las expresiones de apoyo mutuo y el descontento que se levanta, no ya sólo contra el paquetazo, sino contra un gobierno vil.
Necesitamos toda la fuerza del acompañamiento, necesitamos toda la rabia de la verdad.