Despatriarcalizar y desestatalizar la memoria de las luchas sociales
Continuamos compartiendo los contenidos del libro «América Latina en tiempos revueltos. Claves y luchas renovadas frente al giro conservador» editado por Libertad Bajo Palabra (México), Excepción (Bolivia) y Zur (Uruguay). En esta oportunidad el texto de nuestrxs compañeres María Noel Sosa, Mariana Menéndez y Diego Castro.
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Escribimos este texto tras varios años compartidos de trabajo y complicidad política con un pie en variadas iniciativas autónomas y otro en nuestro trabajo asalariado en la universidad pública, sobre todo en procesos de investigación y formación con organizaciones sociales populares en Uruguay. Es a partir de estas experiencias que nos interesa compartir algunos de los desplazamientos que produjimos –individual y colectivamente–, sobre nuestra forma de comprender la lucha social.
Nuestro trabajo colectivo comienza hace diez años atrás y repasando lo vivido podemos decir que al principio resonamos en el deseo compartido de crear espacios de acción y pensamiento a contrapelo del conocimiento “legitimado” y a la vez deseábamos huir de la impotencia. Esa sensación paralizante de que nuestros esfuerzos por transformar se diluían, deformaban, no lograban corroer la dureza de lo establecido. Deseábamos abrir espacios pero la política reducida a la gestión de lo existente parecía no dejar lugar para seguirse preguntando por un transformar más hondo. Sin esa pregunta no hay lugar para el pensamiento crítico ni para las memorias rebeldes.
Durante los años de hegemonía progresista consolidada, la posibilidad para estas preguntas se tornó aún más difícil de plantear. El recentramiento en la política de Estado –luego de las amplias luchas de impugnación neoliberal– trajo aparejado la pérdida del protagonismo de los sujetos populares y sus luchas. Amador Fernández-Savater dice que la política como gestión se organiza actualmente en el par gobierno-oposición, siendo este uno de los clavos “en el ataúd de la impotencia política” (2020: 16), que construye a la población como tercero excluido donde solo podemos ser espectadorxs o consumidorxs. La crisis del progresismo es también la de la izquierda toda. Si nos detenemos en quienes reactivaron las luchas en los últimos años; mujeres y tramas comunitarias que sostienen la vida frente al despojo, la violencia y la creciente precarización, podremos comprender que se trata de una impugnación de la política patriarcal dominante en la izquierda. Es una crisis de larga duración que toca los puntos neurálgicos de las cristalizaciones en torno a la transformación.
Hoy sabemos que no se trata simplemente de huir sino más bien de hablar de nuestra sensación de impotencia como paso para dejarnos conmover y reinventar palabras que nombren y den sentido. Silvia Rivera Cusiscanqui nos habla de una crisis epistémica, que implica un bloqueo en los procesos de producción de conocimiento, por tanto del pensamiento y de la memoria, afectando “el sentido mismo de nuestra principal herramienta, las palabras” (2018: 93). Ante la crisis podemos bloquear las señales del mundo en nosotrxs y asumir una actitud de negación en cuanto a su profundidad o zambullirnos en ella, dejar que nos conmueva. Este dejarnos conmover para nosotrxs estuvo muy ligado a la lucha feminista y a nuestro acercamiento a experiencias diversas de lo comunitario popular.
En este camino compartido cada unx fue profundizando en proyectos de estudio e investigación con énfasis particulares que implicaron interrogar de distintos modos las herramientas conceptuales que estábamos utilizando. Por un lado, el sacudón de la lucha feminista nos llevo a releer las luchas pasadas en clave antipatriarcal. Por otro, reconocer el bloqueo de pensamiento que sentíamos cada vez que lo estatal se nos aparecía en los debates como centro y único horizonte para pensar la transformación hizo que nos adentráramos en la dureza de la clave estadocéntrica para abrir nuevas.
Recrear la memoria colectiva con las preguntas del presente
A la hora de reflexionar sobre las memorias de las luchas que habíamos heredado, comenzamos a sospechar que la tradición de lucha, tal cual llegaba a nosotrxs, nos reinstalaba muchas veces en la impotencia. Era una tradición altamente codificada, repleta de imágenes heroicas o victimistas que ya no se componían con nuestras prácticas. Desde esta incomodidad insistimos en mirar una y otra vez el pasado porque intuíamos lo que luego encontramos como afirmación en los escritos de Adrianne Rich (1986) o Walter Benjamin (2008). La memoria es el nutriente de las luchas. Precisamos desarmar las versiones más difundidas de la historia de las luchas que nos habían contado desde el lugar de lxs vencidxs, y elaborar otras preguntas para hacerle al pasado que nos permitieran entablar diálogos con otrxs interlocutorxs. ¿Qué sucede si indagamos en las voces de lxs vencidxs al interior de lxs vencidxs? ¿Qué sucede si nos desplazamos de las voces masculinas más difundidas para escuchar una pluralidad de voces?
Las narrativas dominantes en el campo de la memoria de las luchas reproducen las lógicas patriarcales y estadocéntricas, pero también y de manera cada vez más profunda son interpeladas, desafiadas y desordenadas por experiencias polifónicas de insubordinación. Si bien tienen sus especificidades, al mismo tiempo emergen como capas yuxtapuestas y coaguladas en las formas canónicas en que se piensa y proyecta la lucha social. Estas lógicas atraviesan las cristalizaciones heredadas del siglo pasado en torno a las estrategias y horizontes de transformación, y son a nuestro entender parte importante de sus límites. No es un problema del pasado, tiene vigencia en la actualidad a partir de las formas en que la memoria histórica de las luchas es trasladada. Hay en ellas una acción recurrente, se produce olvido y orfandad sobre las experiencias antipatriarcales y no estadocéntricas, lo que dificulta el trazado de genealogías y linajes de lucha entre generaciones.
En nuestra experiencia de trabajo y estudio de/con luchas sociales es perceptible una intención recurrente, producir movimientos subjetivos y analíticos que nos permitieran destrabar los bloqueos reiterados. Las herramientas de la crítica por lo general habitan el lugar de la contraposición, del reverso, de la antítesis como modalidad principal. Hemos habitado ese sentido, pero no ha sido allí donde hemos encontrado mayor fertilidad. Los bloqueos comprensivos, las dificultades recurrentes planteadas en diferentes luchas no siempre logran destrabarse por contraposición binaria. La política de la guerra también habita los espacios del pensamiento crítico, muchas veces encuentra condiciones proclives para desarrollarse como en ningún otro clima. ¡Pero qué estéril que es, cuanta impotencia produce! Desde otros lugares, hemos encontrado en el movimiento de desarmar la lógica, de alumbrar los terceros excluidos, de producir desplazamientos, una potencia mayor.
López Petit (2015) conceptualiza la idea de desplazamiento en el marco de su reflexión sobre la enfermedad y la anomalía, esta última “(…) supone mucho más que una mera disfuncionalidad. Se trata de un desplazamiento respecto al orden que, en su efectuarse, acusa al propio orden (…) Constituirse en anomalía significa aceptar lo insoportable para poder afirmar una verdad que está grabada en el cuerpo” (p. 84-85). Afirma que no se trata de una verdad-adecuación, sino que el desplazamiento implica una nueva constelación de cuerpos-cosas-palabras.
Peinadas a contrapelo, en las luchas estudiadas emergen sentidos que nos permiten desplazarnos del orden patriarcal y estadocéntrico, para señalar sus rasgos opresivos. Esos mismos rasgos que de no desactivar la orfandad y reconstituir nuestros propios linajes permanecen olvidados en el cuerpo-palabra de quienes lucharon.
Si nos detenemos en la dificultad de simbolización de los linajes de lucha no estadocéntricas y antipatriarcales vemos que esta se produce no por la ausencia de experiencias, sino por el reiterado ejercicio de producción de olvido (Menéndez, 2019). Se produce orfandad (Sosa, 2019) desvalorizándolas y dificultando la simbolización de un linaje existente pero invisibilizado, negado activamente (Tischler, 2013), que obstaculiza el secreto compromiso de encuentro entre generaciones (Benjamin, 2008).
La historia la escriben los vencedores y olvida a lxs vencidxs, y el estadocentrismo y dominación patriarcal –pese a sus profundas interpelaciones– no han cesado de vencer. Son formas dominantes, incluso al interior de lxs vencidxs. Uno de los mecanismos por los cuales estos dominios se consolidan está vinculado a la forma en que las experiencias pasadas son heredadas. Aquellas que se encuentran en el terreno de lxs vencidxs, son dejadas por el camino. Son disfuncionales con la narración del progreso histórico, que no es otra cosa que la historia de lxs vencedores. La transmisión de una cultura es para Benjamin un acto político de importancia mayor. No porque ella pueda cambiar lo dado, sino porque “la memoria histórica afecta de manera decisiva la voluntad colectiva y política de cambio. En realidad, es su único nutriente” (Buck-Morss, 2001: 14). Si la herencia que recibimos de una época se encuentra empobrecida, retaceada, también lo estarán las alternativas. De la misma manera que ocurre con la historiografía oficial, la historia de la lucha social olvida a lxs vencidxs, también a lxs vencidxs al interior de lxs vencidxs. Por ello, de manera homóloga a lo propuesto por Benjamin, para producir conexiones entre luchas no estadocéntricas y antipatriarcales es necesario cepillar la historia “a contrapelo”, con una variante, haciéndolo pelo por pelo (Castro, 2019). Esto no supone dar cuenta de todo lo que sucedió, sino seguir el rastro de los pelos olvidados por la historia. En este caso el pelo no estadocéntrico (autodeterminativo) y el antipatriarcal (feminista).
Los vencedores, se constituyen de esta manera –entre otras cosas– porque tienen la cualidad de narrar la historia desde su lugar de privilegio producto de la condición de dominación en la actualidad. Diremos que la memoria histórica peinada a favor del pelo dispone las formas comprensivas dominantes, el discurso del progreso histórico. Pero si revisitamos el pasado desde el lugar de lxs vencidxs, no cediendo a la tentación de repetir la historia que se constituyó por el encantamiento con el dominio, encontramos una y otra vez rastros, destellos intermitentes, pero profundamente enérgicos, dando cuenta de una vocación autodeterminativa y antipatriarcal. Luchas en carne viva que gritan con la expectativa de ser escuchadas, de no ser olvidadas, pues saben que en sus aciertos y sus límites reside una fuerza potente para los desafíos del presente.
Es posible sostener que la teoría del progreso histórico que llevó a la ilusoria idea de la inevitabilidad de la revolución en el siglo XX, no se encuentre todo lo debilitada que algunxs deseamxs, convirtiéndose en la materia orgánica donde se abonan las injusticias de la herencia que recibimos. La forma de concebir la historia en términos historicistas, presente en las filas de lxs oprimidxs, se conecta fuertemente con las ideas de fe ciega en el progreso. Hay un hilo que conecta la forma en que se traslada de generación en generación la historia de las luchas pasadas y la modalidad en que se concibe la transformación social. Una idea lineal de la historia que se conecta con una idea mecanicista de la transformación social.
En la forma en que se articulan los recuerdos y los olvidos se organiza y se construye la experiencia cobra sentido para el presente (Méndez, 2016). Se olvida a lxs derrotadxs, se niega su existencia a partir de su inadecuación con el progreso histórico. Revisitar las luchas escondidas del pasado con las preguntas y desafíos del presente redunda en un ejercicio que multiplica las alternativas en torno a las formas políticas, los esfuerzos y los horizontes de transformación.
Despatriarcalizar la memoria y salir de la orfandad
La reemergencia de la lucha feminista de los últimos seis años en nuestro país nos permitió hacernos nuevas preguntas y en particular establecer nuevos diálogos con el pasado a partir de los desafíos que la rebelión en marcha colocaba en el presente. La propia experiencia, singular y colectiva, en la ardua búsqueda o creación de palabras y nociones que nos contuvieran y los debates feministas pasados se convirtieron en un nuevo vocabulario de lo político para comenzar a comprender y a nombrar/nos. En este marco ha sido central el desplazamiento del foco de lo productivo a la hora de entender las luchas y los procesos de subjetivación política a visibilizar y revalorizar el terreno de la reproducción de la vida y el campo de debates entorno al mismo. Dicho movimiento nos ha permitido profundizar en la comprensión más honda de las formas de explotación, dominación y despojo así como repensar antiguos y nuevos terrenos de lucha. Por otra parte el propio proceso de politización se desplazo de la centralidad de pensar como desordenar las relaciones sexo-genéricas jerarquizadas a prestar especial atención a la recreación de tramas vitales y políticas entre mujeres y disidencias sexuales.
Estos dos desplazamientos que emergen de la lucha actual tienen efectos en los modos de entender la memoria y en la pregunta por su despatriarcalización. Retomamos el término despatriarcalizar propuesto desde la organización feminista boliviana Mujeres Creando, y que ha sido profundizado por una de sus fundadoras y actuales integrantes, María Galindo (2013, 2019). Se trata de reconocer que la sociedad está organizada patriarcalmente y que son necesarias acciones plurales, y especialmente continuas y constantes –por eso el verbo en infinitivo– para desarmar tal estructuración. Por tanto, la memoria colectiva debe ser también cuestionada para habilitar un proceso de despatriarcalización, que implica para nosotrxs por lo menos tres claves: releer las luchas visibilizando los conflictos del mundo reproductivo, comprender las formas de producción de olvido que niegan la experiencia de las mujeres y otros cuerpos feminizados y sus procesos de politización, y desde allí reconstruir genealogías y linajes feministas.
Respecto al desplazamiento productivo-reproductivo son fundamentales los aportes de Silvia Federici (2010), quien desde una lectura novedosa sobre la acumulación originaria de Marx, da cuenta del entrelazamiento entre el capitalismo y el patriarcado para circunscribir a las mujeres a la esfera doméstica y al trabajo no asalariado de producción y reproducción de la fuerza de trabajo. Como señala la autora la división creada entre producción y reproducción implica la invisibilización y desvalorización del trabajo reproductivo a cargo mayoritariamente de las mujeres y para ello fue relevante la domesticación de la sexualidad femenina mediante el uso de la violencia. El giro a pensar desde la reproducción implica colocar en el centro lo que queda invisibilizado en los márgenes para subrayar la importancia de reflexionar a partir de la preservación de la existencia (Vega, 2018). Es decir, situar en el centro la sostenibilidad de la vida (Carrasco, 2001; Pérez Orozco, 2014), entendida como proceso de “restitución material y subjetiva de personas y comunidades, así como las condiciones que la hacen viables” (Vega, 2018: 119). El capitalismo no es sólo un modo de organizar la producción, sino una manera de organizar todas las relaciones de interdependencia con la experiencia masculina establecida como canon y medida de una reiterada explotación de los cuerpos feminizados y de los territorios. La separación entre la reproducción general de la vida material y simbólica, y la producción de mercancías y de capital se ha ido configurando históricamente en una amalgama triangular que funde patriarcado, capitalismo y colonialismo, anclado en variadas cadenas de separaciones; cada una de ellas se establece y sostiene a través de mediaciones: la mediación patriarcal, mediación dineraria y mediación de la ley colonial (Gutiérrez, Reyes y Sosa, 2018).
En muchos casos las lógicas de invisibilización y empobrecimiento de la memoria colectiva se reproducen en espejo con esta forma dominante. Al pensar la memoria de lxs vencidxs al interior de lxs mismxs no podemos dejar de lado las relaciones de jerarquía al interior del mundo popular. Federici (2010) sostiene que uno de los principales problemas para la transformación social son dichas relaciones de poder y explotación impuestas en el propio cuerpo del proletariado, desde el surgimiento mismo del capitalismo amalgamado con las relaciones patriarcales y coloniales. Estas relaciones implican un ejercicio de desprecio y violencia al interior del mundo popular que tiene efectos en los modos de producir olvido y tejer memoria. La negación de la experiencia femenina como fuerza y razón (Dunayeska, 2013), como capaz de significar su experiencia común y desde allí crear procesos de politicidad opera en el presente y tiene efectos sobre los relatos del pasado. A su vez la invisibilización del mundo reproductivo y la negación persistente de su dimensión económica, política y simbólica, borran gran parte de los procesos de politización de las mujeres que emergieron desde esa experiencia histórica ligada al sostenimiento de la vida. Esta invisibilización se reproduce en la izquierda y en las organizaciones sociales.
A partir de la experiencia feminista actual hemos podido identificar que en la producción de olvido sobre las luchas populares en general, intervienen por lo menos tres dificultades: la propia condición de subordinación; el énfasis en las relaciones de producción y la forma sindicato; y la mirada liberal en clave de derechos (Menéndez, 2019). Los modos de la memoria oficial se expresan en un lenguaje estatalizado que no es exterior a la producción de memoria y olvido de las luchas sociales.
Con el centro puesto en el mundo reproductivo y en las relaciones entre mujeres, ha sido posible reconocer y nombrar la orfandad política que el patriarcado impone a las mujeres. Despatriarcalizar la memoria es también desandar la separación entre generaciones de mujeres. Se trata de erosionar las genealogías patriarcales, habilitar un retejido de memoria que recupere a las mujeres y sus horizontes políticos, que permita inscribirse en linajes feministas, que a su vez es un modo de recuperar los linajes no estadocéntricos. Desde estas claves feministas podemos pensar la memoria desde una clave reapropiatoria, en tanto despatriarcalizar supone establecer estrategias contra el despojo y la expropiación que se establece cada vez que la fertilidad desplegadas en las luchas se niegan, invisibilizan o se inscriben como logros ajenos, mayormente estatales.
Desestatalizar las formas políticas
El argumento planteado en este apartado es parte de un trabajo de investigación (Castro, 2019) que se propuso poner en diálogo las dificultades políticas del presente en Uruguay, con un conjunto de luchas pasadas que desafiaron las formas estadocéntricas, sin resignar la vocación de producir reequilibrios generales de fuerza a partir de asuntos concretos. Las experiencias estudiadas se distinguen de las cristalizaciones del siglo pasado que piensan al Estado como actor principal de los procesos de transformación social. A la vez que se distancian de posiciones antiestatales puras, desarmando el binarismo estadocentrismo-antiestatismo con el que se ha comprendido las estrategias políticas de transformación. Pensar en el Estado como la figura central de los procesos de transformación constituye un bloqueo epistemológico y político en el cual se desvanecen repetidamente múltiples esfuerzos y energías intelectuales y políticas, desde el pensamiento crítico y las izquierdas. Una camisa de fuerza (Rivera Cusicanqui, 2018) que constriñe toda insubordinación. Donde el grito rebelde se torna prosa administrativa (Castro, 2019). Donde el Estado se presenta como el único espacio de lo colectivo. Una ceguera que invisibiliza y despotencia formas políticas otras.
En cambio, desplazarnos de la centralidad del Estado invita a repensar las formas políticas ubicándonos en los esfuerzos autodeterminativos que no niegan su existencia, produciendo una acción política tendiente a colocarlo dónde más conviene, como parte del proceso autónomo de darse forma (Echeverría, 1998). Sacarlo del centro, colocarlo en otro lugar para hacernos espacio y tiempo propio. Y así permitir ejercicios deliberativos y de decisión necesarios para definir qué es lo que queremos y establecer una estrategia que, tiene en las experiencias estudiadas, el rasgo principal de luchar para obligar a obedecer, producir mandato (Castro, 2019).
La política de producción de mandatos contiene una doble dinámica. Por un lado, la producción del mandato, una decisión política meticulosa sobre un asunto o un conjunto de asuntos siempre específicos, ubicuos y concretos. Una forma de lucha para obligar a quienes gobiernan a obedecer procurando provocar un reequilibrio de fuerzas vinculadas a tales asuntos. Por otro, la creación de mecanismos para sostener el mandato. En las experiencias estos se proyectan como instituciones populares, aunque su funcionamiento es frágil e intermitente. El ejercicio de producir mandatos populares supone la comprensión de la relación entre luchas sociales y Estado de manera no subordinada ni integrada. Los mandatos pueden ser comprendidos como una versión de la política del mandar-obedeciendo zapatista: donde el pueblo manda, el gobierno obedece. En esta oportunidad en sociedades donde la separación entre pueblos y gobiernos se encuentra mediada por el Estado. Frente a ello, se hace necesario provocar una acción deliberada para obligar al gobierno a obedecer la decisión política: hacer para que se haga. Estas estrategias renuevan las alternativas en torno a la relación entre lucha social y política, que mayormente las presentan como esferas autónomas sin capacidad de afectación o de manera subordinada donde la lucha social cumple la función de desgaste que será finalizada en el terreno de lo político institucional, derivando hacia allí toda la resolución del conflicto y el antagonismo.
Las luchas tienen la capacidad de producir mandatos con el objetivo de desordenar y reequilibrar fuerzas en la sociedad frente a un tema determinado y concreto, siempre que logren ser fuerza en sí: tengan condición de autodeterminarse como parte (Castro, 2019). El desplazamiento principal supone luchar para nosotrxs, en tanto carácter autoafirmativo de la acción, donde las diferencias entre partes pueden componerse de manera no jerárquica, desplazando las formas comprensivas que piensan la acción política como guerra, como forma de imponer nuestra voluntad a un adversario. Al poner el énfasis en la clave antipatriarcal y no estadocéntricas es posible recrear una constelación de luchas que no se guían por la lógica binaria de la guerra y sin embargo no renuncian al antagonismo. Lo afrontan a partir de su carácter concreto vinculado a las problemáticas específicas que abordan.
El mandato requiere de producción de sentidos compartidos sobre los problemas, deseos y necesidades –saber qué queremos– y capacidades organizativas desplegadas que nos permitan alcanzarlos y sostenerlos. ¡Organizarnos para que pase lo que queremos!
A lo anterior debe agregarse una dificultad más, el estadocentrismo es una lógica producida en las prácticas e instituciones estatales pero con capacidad de irradiación capilar a lo largo y ancho de la textura social, incluso con mucha potencia al interior de nuestros procesos organizativos autónomos y nuestra forma de pensar las experiencias políticas. Por ende, el desplazamiento propuesto no encontrará resultado positivo si se lo piensa como una “guerra” entre las buenas luchas y el mal Estado, una batalla contra una cosa exterior. Inspiradxs en las luchas feministas, la acción sugiere desarmar el estadocentrismo –incluso el que llevamos dentro–, partiendo de nosotrxs mismxs y nuestras propias experiencias políticas autónomas. Repensando de esta manera la crítica al estadocentrismo, interpelando al poder “como cosa que se toma o se posee”, a la política como guerra, a la relación con el Estado mediada exclusivamente por “demandas” y a las formas de “delegación” de la decisión política y su gestión, y a la representación “en ausencia del representado”. Desde este punto de vista se comprende la forma estatal a partir de su rasgo monopólico (Tapia, 2010) y por ende anti-autodeterminativo. Su función es producir la separación entre las personas y sus capacidades políticas, y constituir una mediación que delega en espacios separados del cuerpo social las decisiones y su gestión. El Estado se vincula a las personas de manera abstracta, ya que no se asienta en ninguna comunidad concreta, busca homogeneizar e individualizar ciudadanamente con el objetivo de volverlos administrables y gobernables. La forma Estado subordina lo concreto a lo abstracto, a partir de un conjunto de categorías que organizan de manera fragmentaria a las personas y erige al individuo como centro de la política. Tiene el objetivo de erosionar y destruir las comunidades políticas concretas, invisibilizando la interdependencia y las tramas necesarias para sostener la vida. Mientras ésta sea la forma dominante (el continuum de dominación) las estrategias autodeterminativas siempre estarán negadas y olvidadas en las narrativas históricas oficiales, incluso en la de lxs vencidxs.
Es importante señalar una conexión profunda entre el pensamiento revolucionario dominante del siglo XX (estadocéntrico) presente también en las experiencias progresistas y la concepción weberiana de dominación burocrática. Ambas, actúan de manera decidida en la función de incluir a las “masas” en la trama de aceptación del dominio racional de Estado. Uno y otro ven al Estado como “fuente de racionalización y de construcción de sociedad (…) el Estado finalmente es considerado como una estructura o maquinaria necesaria para la producción de lógica social” (Tischler, 2013: 84). Los partidos, incluso los revolucionarios, cumplen la función de racionalizar a las masas, moldeando paulatinamente sus facetas rebeldes, ingobernables. La burocracia estatal y los partidos políticos cumplen una tarea similar y esencial para el sostenimiento del dominio político del Estado: educar a la sociedad en el ejercicio de su racionalización, en la inhibición de su rebeldía, de su posibilidad de emerger de manera desencajada del dominio del Estado y la mercancía.
Instalada la mediación estatal como dominante, quienes la desafían, vivencian orfandad, en tanto desajuste de sus anhelos con la “realidad política”. Pero esa orfandad –como hemos dicho antes– no es producto de la ausencia de antepasadxs, sino de una acción que la produce, se niega aquello que no puede ser integrado en el discurso de los vencedores. Se olvidan características centrales de las luchas que no pueden ser comprendidas de manera estadocéntrica. Preguntarse por lxs vencidxs permite simbolizar y valorar un linaje existente que aporta poderosas herramientas para el despliegue renovado de estrategias de transformación, dentro de la sociedad y fuera del Estado.
A modo de cierre
Las reflexiones que compartimos responden a un contexto político particular, se han ido ordenando en los años en los que los progresismos latinoamericanos ya habían desvanecido cualquier atisbo de posibilidad transformadora. La energía producida por las luchas en la impugnación neoliberal había sido consumida en la regulación burocrática del conflicto y la pretensión siempre estatal de amortiguarlo, racionalizarlo. Las luchas sociales de comienzo de siglo en Uruguay, como en todo el continente, estimularon la búsqueda de alternativas en torno a las estrategias políticas de transformación, las multiplicaron. Pero rápidamente los años subsiguientes han colocado nuevamente en el centro de las aspiraciones de cambio la política de Estado. Las insubordinaciones y revueltas, de los primeros años del siglo, fueron dejando lugar a la estabilización, al tiempo de los gobiernos. Más recientemente, las dinámicas políticas están marcadas por claros procesos de derechización con o sin cambio de gobiernos. Las alternativas políticas, con algunos matices y variantes por países en América Latina, se encuentran cerradas entre opciones sistémicas: el liberalismo progresista o la recomposición neoliberal, en algunos casos acompañada de sentidos políticos fascistizantes. En estos tiempos producir y repensar caminos de emancipación –de transformación social– se ha vuelto una tarea dificultosa y confusa. Pese a lo cual brotan pistas valiosas abiertas por el zapatismo, los feminismos, las luchas indígenas, el pueblo kurdo y otras experiencias pasadas y actuales. Es un tiempo de producción de desplazamientos: de las estrategias centralizadas y jerarquizadas a los confederalismos, de las vanguardias al autogobierno, de las voces masculinas como monólogos al protagonismo de las mujeres, de la homogenización a la fricción creativa de las diferencias (Rivera Cusiscanqui, 2018). Este tiempo está abierto, unos y otros caminos coexisten a partir de experiencias de lucha diversas. Las luchas feministas y las formas autodeterminativas colaboran con pistas potentes en la búsqueda de caminos fértiles para los reiterados esfuerzos por desarmar la dominación y crear vidas vivibles.
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