El ecocidio en Gaza y Cisjordania. Análisis del imperialismo ecológico sionista en el intento de eliminar al pueblo palestino.
En el caso del colonialismo sionista-israelí y la destrucción de Palestina, colocar el foco en el imperialismo ecológico del Estado de Israel nos permite observar con mayor detenimiento de qué manera se articulan en este proyecto necropolítico las acciones humanas con los otros componentes ecosistémicos, involucrando a otras especies animales y vegetales, así como condiciones de suelos, agua, recursos energéticos y alimenticios y cambios climáticos.
El problema de la invasión colonial sionista-israelí en territorios palestinos es de larga data. Según plantea Jorge Ramos Tolosa (2018), desde las últimas décadas del siglo XIX comienza a tomar fuerza este nacionalismo radical en Europa, con el proyecto de creación de una patria exclusiva o mayoritariamente judía, ya que no contaban con territorio propio y venían sufriendo persecuciones en el continente. Es así que emprenden oleadas migratorias hacia las tierras casi vírgenes de un Sultanato Otomano en decadencia, encarnando la misión civilizatoria europea, con el discurso de transformar un territorio del tercer mundo en la única democracia de la región e invocando un derecho divino del pueblo judío (Domínguez, 2019).
Este proceso de expansión territorial continuó su curso durante el Mandato Británico, aproximadamente entre 1920 y 1948, organizándose para la creación de un Estado judío y llevando a cabo lo que muches autores han denominado colonialismo de asentamientos, que tiene como contracara de la ocupación del territorio la expulsión, sometimiento y, en última instancia, eliminación de la población nativa. Como recuerda Ramos (2018), muchas categorías conceptuales se han desarrollado para explicar este proceso y sus múltiples facetas, cual Hidra de Lerna: espaciocidio, memoricidio, etnocracia, endocolonización, limpieza étnica, apartheid, ecocidio, entre otros.
Esta dimensión más visiblemente violenta sobre la población árabe palestina tomó fuerza a partir de la decisión de la ONU de 1947 de repartir el territorio palestino y la creación del Estado de Israel. Luego de ganar la Guerra de los Seis Días contra la coalición árabe en 1967, la ocupación militar de la Palestina Histórica no ha tenido fin, anexando territorios por fuera de lo aprobado por la ONU y cometiendo un sinfín de delitos y vulneraciones a derechos humanos que han escalado aceleradamente hasta la situación actual.
La dimensión ecológica
Como nos enseña Alfred Crosby (1988; 1989) en su estudio de la migración europea, la distribución de esta población por el mundo, en tanto grupo particular dentro de la especie humana, no puede abordarse únicamente como una cuestión de orden demográfico o social. El autor desarrolla en su trabajo el análisis de este fenómeno como expansión biológica, es decir, analizando al blanco europeo en relación con otros seres (animales, hierbas y agentes patógenos) y con las condiciones climáticas (zonas templadas) que permitieron el desarrollo de ecosistemas favorables para el asentamiento y la reproducción de la población europea, y de ese modo su conquista de los territorios del Sur Global.
Siguiendo los aportes de Crosby y Cronon, Saad Amira de la Universidad de Basilea en Suiza (2021) describe cómo la atribución de capacidad de agencia a los animales domesticados, los animales plaga, los patógenos y las hierbas -en el marco de ecosistemas como entrelazamientos de fuerzas humanas y no humanas en redes espaciales de poder- permite explicar la historia del colonialismo de asentamientos norteamericano en su dimensión ecológica. El autor plantea que este fenómeno desató una guerra bioecológica contra las comunidades indígenas a través del despliegue de diversas armas: las epidemias, la destrucción de los pastizales, la casi extinción del bisonte con la consecuente pérdida de alimento, abrigo, indumentaria religiosa, combustible (se secaba su excremento al sol) y materiales de construcción. Del mismo modo, esta devastación de su escenario ecológico nativo implicó la modificación de su cultura, estilo de vida y memoria.
Esta perspectiva permite romper con el antropocentrismo propio de la cultura occidental y el binomio hombre-naturaleza y pensar las problemáticas que nos afectan en un marco ecológico, donde todos los elementos bióticos y abióticos que interactúan explican un fenómeno, y no simplemente se relata una historia ambiental en la que se muestra a posteriori el impacto en el entorno natural de acciones humanas aparentemente autónomas.
En el caso del colonialismo sionista-israelí y la destrucción de Palestina, colocar el foco en el imperialismo ecológico del Estado de Israel nos permite observar con mayor detenimiento de qué manera se articulan en este proyecto necropolítico (Mbembe, 2011) las acciones humanas con los otros componentes ecosistémicos, involucrando a otras especies animales y vegetales, así como condiciones de suelos, agua, recursos energéticos y alimenticios y cambios climáticos, para dar lugar a los actuales escenarios de masacre de la vida que como humanidad situada en los Sures estamos sufriendo en nuestros propios cuerpos, en tanto desgarramiento de la cicatriz colonial (Bidaseca, 2022).
El impacto ecosistémico de la necropolítica sionista-israelí
Los devastadores ataques del ejército israelí a los territorios palestinos en el marco de una escalada sin precedentes y la espectacularización de la violencia por los mass media globalizados produce un efecto de anestesiamiento de la población mundial, que se vuelve una suerte de público de un verdadero necroteatro, al decir de Ileana Dieguez Caballero (2018) respecto a la “guerra al narcotráfico” en México. Un necroteatro como territorio, como campos de muerte donde irónicamente se despliega la vida precarizada de les palestines, en lo que Mbembe (2011) nombra como “dominios fantasmales del desmembramiento generalizado”.
Esto produce como efecto que la atención es difícilmente dirigible a otra cosa que no sea la exhibición impune de la barbarie en términos de la desmaterialización y la espectralidad, que constituyen hoy modos reiterados para el destino de los cuerpos palestinos (Dieguez, 2018). En ese sentido, queda muchas veces en un segundo plano la dimensión ecológica integral. En general, las miradas que aparecen sobre lo ecosistémico tienden a señalar el impacto de la guerra sobre el medio ambiente, como dos agentes separados, siendo uno víctima de las acciones del otro. Como plantean Guillermina Elias y Sergio Jalil en su artículo “La asfixia de Gaza” (2023):
«En medio de la pérdida de indefensas víctimas civiles, el desplazamiento de población y los inconmensurables daños en infraestructura, la guerra causa considerable destrucción y degradación del medio ambiente y, en algunos casos, daños irreparables para los ecosistemas. Los conflictos armados provocan daños a la salud, a la disponibilidad de agua y de alimentos, y a la integridad de las personas; como así también al medio ambiente, cuyos efectos persisten aún mucho después de la finalización de un conflicto.»
Vemos cómo permanece el paradigma del dualismo cartesiano que distingue y polariza humanidad y naturaleza, constituyendo un binomio de fuerzas antagónicas, forma de pensamiento responsable de la construcción del monolito “humanidad” en el marco de las teorías del antropoceno, que, según Moore (2012), producen un falso agregado de actividad humana que invisibiliza las desigualdades históricas y establecen a la naturaleza como uno de los muchos dominios relacionales importantes. En la cita es claro cómo se jerarquiza desde esta matriz de pensamiento, destacando en primer lugar la pérdida de vidas humanas y luego su desplazamiento; a continuación la infraestructura como obra de le ser humane y en tercer lugar el medio ambiente, compuesto por elementos como agua y alimentos. Se dicotomiza los daños producidos a las personas por un lado, y al medio ambiente por el otro.
Por otra parte, Elias y Jalil aportan la dimensión jurídica respecto a la protección internacional del medio ambiente en caso de conflictos armados, citando a los Protocolos Complementarios (1977) de los Convenios de Ginebra de 1949, que prohíben “el empleo de métodos o medios de guerra concebidos para causar, o de los cuales quepa prever que causen, daños extensos, duraderos y graves al medio ambiente natural (énfasis propio)”. Por otra parte, les autores agregan la regulación de protección de los bienes indispensables para la supervivencia de la población civil, prohibiendo hacer padecer hambre y destruir presas, diques y centrales nucleares. Vuelve a aparecer, desde la narrativa jurídica, y la interpretación teórica, la dicotomía entre la protección de un medio ambiente natural, cuya adjetivación refleja claramente la perspectiva dualista que visualiza una porción del ambiente desafectada de lo humano, y por otro lado la protección de las personas, en lo que respecta a la alimentación y las fuentes de energía.
Desde este marco teórico se describirán las principales transformaciones que vienen sucediendo en este particular sistema ecológico que podemos denominar colonialismo sionista-israelí, en el marco del sistema-mundo como ecología-mundo capitalista (Moore, 2012). Es decir, en lugar de pensar en la modernidad colonial capitalista como agente que actúa sobre la naturaleza y la afecta de diversas maneras (transformación, adaptación, desgaste, contaminación, progreso, desarrollo, apropiación, saqueo, etc.), dimensionar la forma en que se desarrolla a través del tejido de la vida, en una multiplicidad de procesos por medio de los cuales la civilización capitalista, y en este caso el proyecto civilizador colonial sionista-israelí, se produce dialécticamente en la interacción de naturalezas humanas y extra-humanas.
Tierras
El territorio de la Palestina Histórica ha sido objeto de ocupaciones e injerencia política por parte de diversas fuerzas imperiales desde que comenzó el colonialismo de asentamiento sionista a fines del siglo XIX. Como plantea Amira (2021), podemos hablar de una violencia lenta que fue despojando al pueblo palestino de sus tierras, es decir, una forma de violencia que se manifiesta de forma gradual y muchas veces invisible, predominando en algunos periodos históricos, y convivendo en otros con la violencia espectacular de los ataques armados.
En ese sentido, no deja de impactar la visualización que se puede realizar en un mapa comparativo de Palestina en algunos momentos históricos clave: hasta 1946 con el fin del Mandato Británico, en 1947 con el plan de la ONU, en 1967 luego de la Guerra de los Seis Días y en la actualidad, culminando con aproximadamente el 8% de los Territorios Palestinos históricos y el 92% en manos israelíes.
Este proceso de acaparamiento y saqueo no sólo ha implicado la ocupación física de territorio en manos de fuerzas militares, empresas de exportación agrícola y colonos ilegales, sino un ataque directo a la fertilidad de las tierras, a través de quemas y bombardeos, pesticidas, fauna exótica y aguas residuales contaminantes provenientes de las industrias y de los asentamientos israelíes, contaminando cosechas y aguas subterráneas.
Todo esto ha repercutido en inmensurables daños al suelo, fuente de la agricultura palestina. Como plantean 16 organizaciones palestinas en defensa de la agricultura en su informe conjunto “Farming Injustice” (2013), en español “Injusticia Agrícola”, para las comunidades palestinas, la agricultura es mucho más que una actividad productiva y en muchos casos única forma de supervivencia; está estrechamente vinculada a la identidad, la historia y la resistencia del pueblo palestino a la ocupación colonial de Israel.
Agua
En este contexto de despojo de recursos naturales, acordamos con Amigos de la Tierra Internacional en su informe “Nakba Ambiental” (2023) que la situación actual que atraviesa Palestina es de “apartheid del agua”. Desde la firma de los Acuerdos de Oslo II en 1995, se creó el Comité Conjunto del Agua Palestino-Israelí con el cometido de controlar los recursos acuíferos de Cisjordania y Gaza, pero en la práctica sólo ha sucedido la aprobación de infraestructura de aguas para los asentamientos israelíes, ya que la responsabilidad del suministro recae en Israel a través de su compañía nacional de aguas Mekorot.
Esto significa que, en los hechos, Israel controla el suministro de agua de los territorios palestinos. La empresa Mekorot cubre las necesidades de la población e industrias israelíes, conecta asentamientos ilegales a la red nacional y restringe el acceso de la población palestina a niveles escandalosos. Como recuerdan Elias y Jalil de la Universidad Nacional de la Plata y la Universidad de Salamanca (2023), la red pública y la planta de agua de Gaza han dejado de funcionar y las personas están recurriendo a agua salada o agua sucia de los pozos, aumentado el riesgo de enfermedades ante el no funcionamiento de las plantas de tratamiento de aguas residuales y pozos de agua, ni de las desalinizadoras, como producto de los bombardeos. Los millones de habitantes y desplazades de la sobrepoblada Franja de Gaza sobreviven con la ayuda humanitaria y lo que pueden recolectar de las lluvias.
En cuanto a la producción de alimentos, según el informe “Injusticia Agrícola” (2013), la falta de fuentes de agua adecuadas deja a les productores agrícolas a merced de los patrones meteorológicos, lo que reduce los rendimientos de las cosechas. En otros casos, la sobre-extracción israelí ha modificado la salinidad del agua, volviéndola inadecuada para la irrigación. A esto debe sumarse las aguas residuales y los desechos que descienden de los asentamientos israelíes generalmente ubicados en la cima de las colinas sobre las comunidades palestinas, causando contaminación del agua subterránea, problemas de salud y daño en los cultivos.
A su vez, el territorio palestino carece de electricidad desde el 11 de octubre de 2023, debido a la falta de combustible que requiere la planta generadora, y esto afecta el suministro de agua. De acuerdo a reiterados informes de relatorías especiales de las Naciones Unidas desde hace más de 20 años, el escenario es de colapso de las fuentes naturales de agua potable en Gaza e incapacidad de les palestines para acceder a la mayoría de sus fuentes en Cisjordania, lo cual configura en el plano internacional una gravísima y sistemática violación de los derechos humanos en los Territorios Palestinos Ocupados.
Energía
Como plantea Carme Melo de la Universidad de Valencia (2023), “el proyecto colonial israelí responde a unas dinámicas espaciales basadas en la desposesión, el acaparamiento de recursos, la fragmentación del territorio y los asentamientos ilegales. Ello ha permitido a Israel tener una posición privilegiada en una región de enorme importancia geoestratégica y ambiental”. Es que Oriente Medio es el punto energético más importante del mundo, dado que en esta área se encuentra casi la mitad de las reservas mundiales de gas y petróleo.
En este sentido, y de acuerdo a los estudios de Julian Bowden (2023) sobre la explotación de gas por parte de Israel, en pocos años este país se ha convertido en un importante exportador a nivel regional. Por ejemplo, la Unión Europea firmó en 2022 un acuerdo con Israel para transportar gas a Europa a través de Egipto y reducir así su dependencia energética de Rusia. Por eso, las bolsas de gas que aguardan ser explotadas frente a las costas de Gaza son claves para la política exterior israelí.
Desde su lógica de usurpación y monopolización de recursos, Israel ha impedido que Palestina explore esas reservas y decida cómo disponer de esta fuente de energía con el bloqueo impuesto desde 2007, atentando contra el derecho a su soberanía energética, mientras sostiene una matriz de producción completamente dependiente de fuentes no renovables. Según datos del Banco Mundial, en el periodo 1985-2015 la producción eléctrica de Israel proveniente de combustibles fósiles ha rondado el 97%, estando 20 puntos más arriba de la media mundo.
Esto nos devuelve una clara imagen de un estado con políticas económicas que dan la espalda a la sustentabilidad, desarrollando, además de la explotación de los yacimientos de gas y petróleo, prácticas agrícolas y de uso del agua insostenibles, que dependen de la expoliación de los recursos naturales de los Territorios Palestinos.
En el contexto actual de profundización de la ofensiva, Israel ha hecho uso de su situación de control sobre la Franja de Gaza, generando en octubre del año pasado un corte total del suministro eléctrico que ha dejado a la población palestina al borde del colapso. Este triste escenario nos muestra que no sólo se trata de una violación flagrante a la soberanía energética, sino que el pueblo palestino se encuentra completamente asediado y a merced de la operativa necropolítica israelí en cuanto al uso de los recursos más básicos que permiten la supervivencia.
Fauna
Uno de los planteos de Crosby (1988; 1989) en relación al imperialismo ecológico es que la naturaleza no humana tiene la capacidad de accionar como un colonizador pasivo, por ejemplo como efecto de la llegada de especies animales exóticas a nuevos territorios, que muestran posteriormente gran capacidad de adaptación y rápidamente se integran al ecosistema, transformándolo y pudiendo generar también un desequilibrio. Por eso, a la hora de categorizar a los organismos que han participado de la expansión europea, distingue dentro de los animales a aquellos asociados de forma cercana con les humanes (como caballos, vacas, ovejas, cabras, gallinas, abejas y cerdos) y aquellos que se vuelven una plaga (por ejemplo los jabalíes, las ratas y los conejos).
De forma similar al proceso descrito por Crosby, Amira (2021) analiza cómo colonos y militares, amparándose en las agencias de protección de la naturaleza israelíes, llevan años facilitado la proliferación de jabalíes salvajes en los poblados palestinos, un fenómeno de consecuencias devastadoras para la agricultura, la libertad de movimiento de la población y su acceso a espacios seguros de convivencia.
En el marco del colonialismo de asentamiento, Amira analiza cómo los jabalíes se han vuelto una epidemia. Tomando la categoría “violencia lenta” del estadounidense Rob Nixon, señala que en un contexto de agresiones coloniales en una arena asimétrica, con violencia física directa, bombardeos áereos y un régimen de apartheid, el fenómeno de los jabalíes salvajes se ha visto envuelto en una narrativa que lo naturaliza y lo desplaza a un lugar secundario.
Lejos de una ingenua o poco comprendida introducción de una especie animal, la población palestina ha visto cómo camiones israelíes descargan decenas de jabalíes en sus pueblos como clara táctica de guerra. Desde fines de 1990 estos animales han destruido cultivos, principalmente el trigo que era un producto esencial y que ha producido una transformación de les palestines de productores a consumidores. Del mismo modo, han destruido los paisajes verdes, produciendo daños ecosistémicos. Los ataques a las personas son frecuentes, lo que ha generado una importante reducción en la movilidad y cambios en los estilos de vida de estas comunidades.
Esto último se visualiza principalmente en las mujeres, que quedan confinadas al ámbito doméstico por su gradual desvinculación de la agricultura. Asimismo, han debido renunciar a sus amplias caminatas en las montañas y a la recolección de plantas comestibles que ya no se encuentran. Predominan en ellas sentimientos de pérdida, vergüenza y debilidad, y este fenómeno impide que sean catalizadoras de la agricultura, la vida cultural y la resistencia, todo lo cual ha caracterizado históricamente a las mujeres palestinas en el proceso de lucha no armada contra la invasión israelí.
Muches palestines han expresado su vivencia de este fenómeno asociándolo a una forma de organización paramilitar por su patrón de comportamiento, que aterroriza en las noches de forma más impredecible que la del propio ejército israelí. A su vez, se puede observar cómo los jabalíes salvajes han operado como complemento del trabajo de las bulldozers en la instalación de asentamientos en tierras confiscadas. Amira los describe como una mini bulldozer en forma animal, una tecnología animalizada, lo que nos recuerda la importancia de pensar en la capacidad de agenciamiento de las fuerzas no humanas en los procesos de imperialismo ecológico, así como de su asociación con formas humanas desde una lógica de red, donde lo relevante es el actante, y no tanto si su acción es atribuíble a un deseo o intención humana que utiliza otro componente, es decir, su funcionamiento como actor-red, en palabras de Bruno Latour (2008).
Árboles
Otra de las formas de llevar adelante la invasión y el sometimiento de los territorios palestinos ha sido a través del ataque directo a su vegetación, y en especial a sus árboles más tradicionales y a la población palestina que se vincula con ellos. Como surge del informe de la ONU de 2021, la proliferación de asentamientos israelíes ha traído aparejada la demolición de bienes, edificaciones y árboles palestinos para maximizar el terreno disponible, a lo que debe sumarse la violencia de los colonos, que en temporada de recogida de la aceituna se ha manifestado en agresiones físicas, disparos y la quema y arranque de árboles y el robo de cosechas.
En el informe “Injusticia Agrícola” (2013) podemos ver que las áreas designadas por Israel como zonas colchón (buffer zones), como supuestas zonas de neutralidad, son en realidad imprecisas además de arbitrarias, y que entre el 30 y el 40% de la tierra cultivable de Gaza se ubica sobre ellas. Israel lleva adelante demoliciones sistemáticas de granjas palestinas en dichas zonas con equipamiento militar que aplasta el suelo y arranca árboles frutales.
Un caso muy significativo es el de los olivos, que juegan un rol preponderante en la economía palestina y en su identidad cultural, por lo que Israel estratégicamente ataca a estas plantaciones a través de sus fuerzas militares y sus colonos. Ramos (2022) nos recuerda que este árbol mediterráneo es por excelencia un símbolo de la paz, pero también de Palestina y del enraizamiento de este pueblo con su tierra y la resistencia en su lucha: su constancia, firmeza, perseverancia, resiliencia y tenacidad, ideas que se cristalizan en la expresión árabe sumud.
El olivo se cultiva en el territorio de la Palestina Histórica desde hace 6 mil u 8 mil años. Su crecimiento lento y en condiciones de suelos pobres, así como su resistencia a las sequías y su longevidad han contribuido a este vínculo simbólico sumud-olivo. Culturalmente la cosecha de aceitunas es un elemento de unidad de comunidades y familias, que incluye diversas celebraciones con música y baile. Desde el punto de vista económico, según un informe de las Naciones Unidas del año 2015, el 57% de las tierras cultivadas en Cisjordania estaban dedicadas al olivo, produciendo anualmente más de 100.000 toneladas de aceitunas en la Palestina ocupada en 1967.
Lastimosamente, el informe “Injusticia Agrícola” arroja una cifra de 1,5 millones de olivos arrancados, quemados o destruidos en el periodo 2001-2013 y según la web «Visualising Palestine«, tanto el gobierno israelí como organizaciones de colonos sionistas, desde los años 60 han eliminado al menos 800 mil olivos nativos de la Cisjordania ocupada (otras estimaciones se acercan al millón de árboles), algunos hasta con un siglo de antigüedad. A su vez, desde el 2000, se han destruido hasta 3 millones de árboles frutales pertenecientes a agricultores palestines.
Además, la estrategia no es sólo de destrucción de una especie valiosa, sino de sustitución de los ecosistemas naturales palestinos, a través del reemplazo de árboles autóctonos por especies exóticas. Como plantea Ramos, con el fin de erosionar el vínculo palestino con la tierra y la naturaleza, el Fondo Nacional Judío sustituyó olivos, almendros, higueras, chumberas y algarrobos por árboles europeos, sobre todo el pino.
De este modo, como parte del proceso civilizatorio occidental imperialista de Israel, las coníferas toman centralidad como símbolo del nuevo Estado, que ha creado nuevos bosques, muchos de los cuales se han nombrado en honor a víctimas del genocidio nazi, con el fin último de ocultar los restos de localidades palestinas destruidas durante la Nakba y de ese modo impedir el retorno de les refugiades.
Agricultura
Si pensamos en términos de relaciones ecosistémicas entre fuerzas humanas y extra humanas, el caso de la agricultura nos muestra un brutal contraste entre las prácticas tradicionales palestinas con un alto grado de sustentabilidad, en las que se entrelazan elementos productivos con otros identitarios, comunitarios y culturales, y, por otro lado, las prácticas del agronegocio israaelí acoplado a la industria militar y las relaciones coloniales, tanto en Gaza y Cisjordania, como en otras partes del mundo a través de su foco en la venta de su tecnología agroalimentaria “pionera”.
Como planteamos anteriormente, la agricultura palestina se ha visto brutalmente restringida en sus posibilidades por la multiplicidad de prácticas destructivas de colonos y de instituciones estatales israelíes en relación a la tierra, el agua, los ecosistemas en cuanto a fauna y flora, contaminación y violencia directa sobre personas, espacios verdes y construcciones, explotación laboral de palestines en la industria agroalimentaria, y mecanismos de boicot, como volcar al mercado grandes cantidades de productos en los momentos pico de producción palestina (informe “Injusticia Agrícola”, 2013).
En paralelo, el agronegocio israelí se expande arrolladoramente. Como revela el informe de la organización GRAIN (2022), Israel ha logrado un amplio reconocimiento internacional gracias a su agricultura con tecnología de punta (inteligencia artificial, robótica, trazabilidad y biotecnología), contando con empresas internacionales que ofertan riego por goteo, semillas híbridas, agroquímicos y drones para aplicación de productos, entre otras cosas.
Ahora bien, este desarrollo exponencial se ha sustentado en la ocupación militarizada ilegal histórica de los Territorios Palestinos, junto a una más actual política de diplomacia económica en el extranjero. Llevando en alto un discurso basado en el optimismo tecnológico y la promesa de convertir territorios áridos, estériles y vacíos en suelos altamente productivos, un conjunto de empresas dirigidas por ex oficiales de defensa y del servicio secreto concretan alianzas internacionales a través de instrumentos financieros dislocados en todo el mundo, que incluyen la compra de productos y tecnología, muchas veces de la mano con el negocio de armas. Además, el ejército israelí colabora en tareas de ejecución y vigilancia con la agroindustria y las empresas de tecnología militar desarrollan innovaciones, como drones y sensores, que luego son aplicadas a la producción de alimentos.
Pese a esto, Israel ha logrado cultivar una imagen de responsabilidad climática y ecológica, bajo el popular eslogan de «hacer florecer el desierto», gracias a sus alianzas a nivel internacional con potencias económicas y una fuerte campaña de propaganda, lo que se ha denominado greenwashing y que, como plantea Domínguez de Olazábal (2019), es parte de un dispositivo mayor de “distracción ideológica” que ha sostenido históricamente el proceso de colonialismo de asentamientos basado en narrativas sobre “la tierra prometida”, “la misión civilizadora”, “el pueblo elegido”, “la única democracia de la región”, etc.
Conclusiones: el ecocidio sionista y una ecología palestina de la resistencia
De acuerdo a lo hasta aquí desarrollado, podemos afirmar que la forma de despliegue del imperialismo ecológico sionista del Estado de Israel sobre los Territorios Palestinos constituye una forma de ecocidio, si bien entendemos que el término reviste algunas complejidades en cuanto a sus límites conceptuales, ya que parece no haber madurado aún en el ámbito académico, y en el ámbito jurídico también presenta desafíos más allá de la existencia de su regulación.
Compartimos con Pablo Serra Palao (2019) que en las condiciones actuales de crisis ecológico-mundial y frente a contextos tan atroces como la devastación de los Territorios Palestinos en manos del sionismo israelí, es relevante fortalecer conceptualmente esta noción para no sólo intentar explicar de forma integral el fenómeno, sino también catalogar la destrucción de ecosistemas enteros con sus componentes humanos y extra humanos para que la comunidad internacional actúe para frenar la impunidad en lo que podríamos definir como uno de los crímenes más atroces que nos toca vivenciar como humanidad.
En ese sentido, entendemos que la noción de ecocidio tiene potencia para cristalizar un conjunto de prácticas violentas que se dirigen a la destrucción sistemática, y muchas veces solapada y lenta, del tejido de vida y el conjunto de relaciones que se establecen a través del mismo y que permiten su reproducción material y simbólica. Por lo tanto, insistimos en la necesidad de entender, siguiendo a Moore (2012) a la naturaleza no como algo externo que podemos destruir, sino como la matriz histórica dentro de la cual se suceden los nudos y tensiones de la existencia humana, con las contradicciones que la modernidad/colonialidad capitalista produce. Por tanto, resulta estéril el ejercicio de definir el daño que se le produce a la naturaleza, pues es el propio daño que producimos en nuestro sistema de relaciones con las fuerzas humanas y extra humanas, en tanto no hay sistemas políticos o modelos económicos interactuando con las ecologías-mundo, sino que ellos mismos configuran ecologías-mundo.
En este marco, planteamos el ecocidio de los Territorios Palestinos como el radical agotamiento de una forma de ecología-mundo, que ha desplegado por más de 100 años infinitas formas de violencia que han sido explicadas desde distintas categorías: etnocidio, memoricidio, genocidio, epistemicidio, espaciocidio, urbicidio, biocidio. Todas ellas son válidas y forman parte del entramado de formas que asume la raíz latina cidĭum, o el caedĕre, como acción de dar o darse muerte. Como bien resume Melo (2013):
«El Estado y la sociedad israelíes se han edificado sobre las ruinas del derecho al agua y a la soberanía alimentaria de Palestina. El entramado del modelo colonial israelí se basa en prácticas que buscan destruir y reescribir la historia ambiental, los paisajes, saberes y cosmovisiones palestinas, con sus propias formas de vida, producción y reproducción. Para Israel, la naturaleza del territorio palestino es una mercancía con la que comerciar, un espacio vacío para el ensayo de nuevas tecnologías y una fuente de cultura e historia que conviene exterminar.»
Para concluir, entendemos importante hacer el ejercicio de oponer a esta necropolítica sionista -ahora tomando el vocablo griego nekrós para hacer alusión a la muerte- una serie de prácticas que dan cuenta de la capacidad de agenciamiento de múltiples elementos de este sistema ecológico -humanos y no humanos-, enfocándonos específicamente en les agentes que hacen a la resistencia palestina, actantes que construyen la red que ha permitido la persistencia y la trascendencia del sumud.
En ese sentido, siguiendo la línea argumentativa de este trabajo respecto a lo ecológico como entramado de lo humano y lo no humano por fuera del dualismo jerárquico cartesiano, queremos destacar el rol fundamental de algunos elementos de esta ecología de la resistencia palestina.
El uso de símbolos durante la resistencia ha cumplido la función de producir tejido y sostén entre les palestines. La llave y la piedra son emblemáticas, ya que la primera es recuerdo y resistencia desde la Nakba, siendo las mujeres quienes se encargaron de pasar de generación en generación las llaves de las casas que debieron abandonar, y la segunda como emblema de las Intifadas, en tanto rebeliones sin armas contra el ejército israelí. En el mismo sentido, cabe destacar los actos de levantar mitades de sandías contra las tropas israelíes, siendo la sandía un cultivo local y además portadora de los colores de la bandera de palestina, luego de que fuera prohibido ondearla entre 1967 y 1993.
Por otra parte, podemos señalar la dabke como danza tradicional conectada a los ciclos de la naturaleza, ya que se practicaba en la época lluviosa y en los matrimonios durante la época de cosecha, y cuyo origen se remonta a la pisada de barro para la construcción de casas.
Cabe destacar también el sostenimiento del boicot y la resistencia no armada frente a la beligerancia israelí. En ese sentido, Diego Checa Hidalgo (2016) destaca el rol de las mujeres en el fortalecimiento del tejido social, recordando cómo lideraron la resistencia no violenta creando instituciones que atendían a las necesidades sociales palestinas. Existieron 38 organizaciones de mujeres dedicadas a la distribución de ayuda, salud, cuidado de niñes y de ancianes. También participaban en los comités de trabajo locales, coordinaron escuelas, plantaron árboles y arreglaron carreteras, siendo piezas fundamentales para preservar el sentido de comunidad.
El arte y el artivismo han sido fundamentales en la construcción de estéticas feministas situadas en el Sur, como plantea Karina Bidaseca (2021; 2022), de la mano de artistas como Sigalit Landau y Emily Jacir, que nos permiten vivenciar el desgarramiento de la herida colonial aún latente.
De Sigalit Landau la autora destaca su obra “Barbed Hula” del año 2000, basada en la trasposición del uso del juego del hula hoop a una danza perturbadora. Un video en loop muestra a una mujer desnuda haciendo girar en su cintura un aro de alambre de púas durante dos minutos. La piel y el desgarramiento de la “cicatriz colonial” surgen de la obra de la artista: el desgarramiento de su piel por el roce del alambre de púas es una metáfora de esa cicatriz que perdura, que es escrita en el cuerpo, que no se disuelve. De Emily Jacir podemos destacar su obra “Memorial para 418 pueblos palestinos destruidos, despoblados y ocupados por Israel en 1948” de 2001, instalación que consta de una gran carpa de refugio con los nombres de los 418 pueblos palestinos bordados sobre sus paredes.
Por último, un elemento verdaderamente paradigmático que ilustra con claridad esta forma de pensar lo ecológico es el árbol del olivo, que como destaca Ramos (2022) ha sido siempre y es una expresión metafórica de sumud. El pueblo palestino ha expresado siempre su vínculo con la tierra a través del olivo, plantándolo, recogiendo sus frutos y produciendo alimentos a partir de ellos.
Su presencia en la cultura es altamente significativa y representativa de la resistencia a la adversidad. Una de las imágenes más conocidas de las últimas décadas en Palestina es la de Mahfouza Odeh, una mujer de 75 años que en 2005 se aferraba a los restos de un olivo que había sido talado por el ejército israelí en el poblado de Salim. Muchas veces la respuesta ante la muerte de una persona o el asesinato a manos del sionismo israelí ha sido plantar un olivo, así como cuando une palestine privade de libertad logra salir de la cárcel.
Sobran las razones para que esta particular especie sea el símbolo de Palestina. Se han registrado casos en que pequeños olivos han brotado de manera espontánea y han crecido dentro de árboles exóticos invasores plantados por israelíes. En palabras de Ramos: “el olivo es una metáfora de la dialéctica entre el proyecto colonial sionista, que desarraigó personas y árboles, y el pueblo palestino, su derecho al retorno, su tierra y su sumud” (2018: 289).
Es así que, en este contexto de política sistemática de muerte y destrucción masiva por parte del sionismo israelí que lleva más de un siglo gestándose en los territorios de la Palestina Histórica y que se muestra hoy en su faceta más monstruosa, se ha gestado, y continúa sosteniéndose, una ecología palestina de la resistencia. Un modo de existencia en el que se imbrican naturalezas humanas y extra humanas en un tejido promotor de la vida, con una enorme potencia simbólica que rompe con el dualismo cartesiano heredado de Occidente y, en su lugar, surce memoria y re-existencia compartida, por un pueblo con una histórica cultura de la paz, y una comunidad de pueblos del Sur Global que no olvidan, y que se posicionan y accionan hoy desde sus contextos para frenar el ecocidio de Israel, en la lucha constante por cicatrizar una herida colonial que continúa en carne viva.
Referencias bibliográficas
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