El tiempo y el estado colonial
Este artículo fue encargado por The Funambulist, y publicado en su edición #36 (julio-agosto 2021), llamado “ellos tienen los relojes, nosotros el tiempo.” Ver la versión en inglés aquí: https://thefunambulist.net/magazine/they-have-clocks-we-have-time. Lo reproducimos en Zur con el permiso de The Funambulist y de la autora.
“La vía imperial” entre Béchar en Argelia y Gao en Malí. Science & Vie no. 43 (junio de 1958).
Un día al atardecer, mi tío y yo estábamos sentados en nuestro patio en Jendouba, en el noroeste de Túnez, hablando sobre nuestra patria. En Túnez, “nos hicimos independientes en 1956”, dije. De repente me miró seriamente, casi por reflejo, antes de replicar: “1956… ¡es una fecha de los franceses!”. Esa noche, mis dudas subsecuentes penetraban el denso silencio de los tranquilos pueblos fronterizos. Tiempo después supe que la independencia de Túnez se había proclamado mucho antes de los años cincuenta. De hecho, la resistencia armada en Ghardimaou se remonta a los años veinte. Al crecer en Francia, todo lo que aprendí en la escuela de los libros de historia —que ya era bastante limitado— parecía estar mal. Y lo estaba. A pesar de que esta historia decía ser objetiva, el relato nunca era imparcial ni en su narrativa ni en su cronología. Al eliminar la experiencia humana, la historia que me enseñaron pretendía estudiar el mundo entero describiendo estrictamente los hechos. Pero el tiempo y la cronología no son políticamente neutrales. Y el tiempo del colonizador no es el mismo que el tiempo que marcan los colonizados.
El nacimiento de la Independencia
Allá en casa, en las montañas que conectan Argelia y Túnez, nadie te puede decir que Francia “dio a luz” a nuestra libertad en 1956. “Dar a luz” implica un inicio mitológico en el que los oprimidos solo entran a la historia a través de la narrativa del opresor. Parte del persistente recuento selectivo de la historia en Francia implica decidir quién es parte de la historia y quién no, y cuándo. Solo así se entiende que el expresidente de Francia, Sarkozy, haya dicho: “La tragedia de África es que el hombre africano aún no ha entrado completamente en la historia” en su discurso en Dakar en 2007. Después de asegurar que los pueblos de África existen fuera de la historia, profundizó en su ideología colonial agregando que el “campesino africano” existe en un presente infinito y, por lo tanto, no solo no tiene pasado, sino tampoco futuro. La idea de “dar a luz” a pueblos y naciones organiza el mundo en una cronología colonial. Por ejemplo, a muchos inmigrantes en Francia se les ha asignado como cumpleaños el 1 de enero, día “automáticamente dado a inmigrantes que no sabían su fecha de nacimiento porque venían de países o regiones donde los servicios de registro civil eran deficientes o estaban en pañales” en palabras de Latifa Oulkhouir.
La historia oficial es la narrativa nacional dominante que tiene como objetivo mantener la autoridad exclusiva sobre eventos que, en realidad, poseen muchos relatos: “hasta que los leones tengan sus propios historiadores, la historia de la caza siempre glorificará al cazador”. La historia de Francia se enseña como una lista de fechas importantes que memorizar. Las fechas seleccionadas son, por supuesto, siempre ventajosas para la narrativa nacional: un montón de escalones en una línea de tiempo que siguen la marcha del progreso, representados por una flecha que se mueve de izquierda a derecha que simboliza el pasado, presente y futuro, sugiriendo implícitamente que escribir en la otra dirección sería como retroceder, ir en contra del progreso. Los eventos en la línea del tiempo son discontinuos y están desconectados de sus procesos constructivos. El producto de esta superposición de fechas clave es la ilusión de una suma de momentos en los que no pasó nada entre las fechas. Una línea de tiempo no dice nada sobre los intersticios.
Construcción del camino de Assakrem en el Sahara argelino. Science & Vie no. 43 (junio de 1958).
Vía de ferrocarril en Abadla en el Sahara argelino. Science & Vie no. 43 (junio de 1958).
El desierto no es un vacío
La colonización dibuja fronteras espaciales en mapas geográficos al tiempo que ignora las realidades sociales existentes. De forma similar, la colonización dibuja bordes temporales subjetivos a través del mundo que imponen un ritmo, y formaciones sociales que ignoran las realidades preexistentes. Tomemos como ejemplo al Sahara, que a menudo se representa en libros de geopolítica en Francia como un “no-espacio”, un “agujero” o un “vacío”. Esta representación hace parecer que el desierto es una anomalía social carente de cualquier tipo de vida. Ya que el desierto no corresponde con el imaginario político occidental, al Sahara se le niega política o historia.
El Sahara tiene su propia temporalidad que precede en gran parte sus representaciones popularizadas. En realidad, el desierto está lejos de ser estático y vacío. Es un espacio altamente móvil y nómada, que no se define por sus márgenes (una función de las fronteras) sino por los flujos que lo estructuran. Por ejemplo, un oasis es un lugar animado de cruce de caminos, pero a menudo se representa en la imaginación exótica como un sitio de descanso para viajeros solitarios y cansados. Cuando los colonizadores llegaron, negaron las realidades preexistentes del Sahara. En total contradicción con las aspiraciones coloniales de un Estado sedentario expansivo, los colonizadores impusieron estructuras de control. La estandarización impuesta del espacio y el tiempo distorsiona radicalmente el desierto. La construcción de vías ferroviarias aceleró la conexión de dos puntos en el espacio y, como resultado, comprimió el tiempo, reduciéndolo y dándole un ritmo exógeno que no correspondía con la espacio-temporalidad preexistente del desierto.
Cronopolítica
La colonización impone definiciones del tiempo a lo largo y ancho del espacio, o el dominio del tiempo a través de la apropiación del espacio. La imposición del Estado capitalista como la forma última de organización social crea un referente temporal estándar (la modernidad) cuyas funciones principales son normalizar la negación de cualquier otro tipo de temporalidad social y establecer el dominio estatal sobre cualquier otra estructura social. En el mapamundi, podemos observar cómo los husos horarios requieren que toda la humanidad viva al mismo ritmo del “progreso”. Estas líneas también son fronteras.
El tiempo político es creado y ordenado por autoridades estatales que se declaran a sí mismas como la norma. Para definir el tiempo político, el Estado debe describirse como atemporal de tal forma que sin el Estado no hay temporalidad: nada existe antes del Estado ni después. En esta construcción del tiempo político, el Estado se centra como la autoridad definitoria y dominante del tiempo-espacio. Puesto que crear tiempo político requiere memoria, el Estado produce sus propios relatos superficiales y ficticios dibujando una narrativa lineal y causal para que parezca que la historia fuera el producto de una progresión de momentos. El Estado, entonces, niega tener algún rol en esta construcción y lo difiere a un referente esencialmente tautológico: es así porque es así.
Una fusión principal del Estado es nombrar y gobernar. Lo hace determinando sistemáticamente qué es y diferenciándolo de lo que no es. Para hacerlo, el Estado necesita un sistema de nomenclaturas. La ley es el lenguaje del estado. Se usa para definir el tiempo político mediante el establecimiento de un sistema de medición. Por lo tanto, de la misma forma en que existe una “geopolítica” dirigida a analizar el poder sobre los territorios, es esencial reconocer una “cronopolítica” que analiza el poder sobre las temporalidades.
La colonización como anti-historia
Decir que la colonización es parte de la historia es darle un valor constructivo. En realidad, la colonización no es un momento en la historia, sino un proceso de destrucción. Es la negación permanente de todo lo preexistente. En la práctica, la colonización destruye, deforma y sofoca la historia imponiendo una temporalidad dominante y organizando todo el mundo a su alrededor. La colonización niega las construcciones colectivas de la historia en favor de un imaginario ficticio. En la búsqueda de una organización social occidental idealizada, la colonización dicta una des-historización expansionista a través de la destrucción y el aniquilamiento. Por ejemplo, pretender que la tierra no tiene historia es un mito que el colonizador utiliza para apropiarse de, privatizar y transformar la tierra en bienes para los fines de la producción y el consumo.
El Estado colonial monopoliza el espacio negándole cualquier forma de ocupación diferente de la que ha sido claramente definida por las fronteras. Estas fronteras producen un interior y un exterior. Pero, en la colonización, el exterior es solo otro interior. De la misma forma, el Estado monopoliza el tiempo negando cualquier cosa fuera de él. Es así como un Estado colonial “da a luz” a la independencia, reconociendo únicamente que una sociedad existe. Al definir la modernidad y el significado del progreso, el Estado también define el significado de la “historia”. Impone rupturas sistémicas sobre las historias (de países, pueblos, humanos, etc.). A través de la creación permanente de rupturas, crea en su lugar una continuidad estructural estandarizada, de tal modo que en cualquier parte del mundo es el año 2021, a pesar de que este calendario corresponde a una historia específica que está lejos de ser relevante para la mayoría. Tomando otro ejemplo, el término “medieval” tiene la connotación de algo retrógrado en el contexto occidental. Para los árabes, la Edad Media es un periodo rico en innovaciones, y llamar a algo como “medieval” significa exactamente lo contrario.
Es esencial deconstruir la idea de que las historias de las luchas marginalizadas solo se construyen por su relación con la historia colonial dominante. Entender las historias de los oprimidos a través de narrativas provistas por aquellos que buscan destruirlos es contradictorio. Pensar la resistencia dentro de la visión del Estado del tiempo fuerza una secuencia de eventos atrapada en la lógica de la causalidad estricta. Las luchas y revueltas no están desconectadas de la temporalidad. Sin embargo, tienen lugar en su propia temporalidad localizada en una matriz de existencia que se extiende a largo plazo —una verdadera historicidad con conocimiento y prácticas sociales perdurables— que entra en contacto con esta nueva temporalidad ficticia de corto plazo.
Luchar es restaurar la continuidad construyendo puentes entre las rupturas impuestas por el colonizador. La resistencia reafirma un proceso de construcción de cara al Estado occidental, que busca convencernos de que nada existe fuera de su definición. Las historias de las luchas no son rupturas en la continuidad colonial. Antes bien, la colonización es una ruptura en las historias de los oprimidos; los oprimidos estarán en resistencia permanente contra esta.
Las revueltas contra el colonialismo no solo son historia anticolonial: representan un rechazo más prolongado de la colonización que se reafirma constantemente. Limitar la historia contra el colonialismo al reloj del colonizador es ceder a la línea de tiempo dominante del opresor. Esto convertiría efectivamente al colonialismo en una temporalidad positiva a través de la cual se debe construir una resistencia. Pero no es la violencia la que crea la resistencia, es todo lo que la precede. Si subrayamos el hecho de que la colonización es una anti-historia que tiene el objetivo de aniquilar todo lo que existe fuera de ella, entonces podemos volver a su marginalidad, a su violencia, la desnormalizamos y la llamamos por lo que realmente era: la destrucción de la historia.
Caminos, vías férreas y rutas aéreas en Argelia colonizada. Science & Vie no. 43 (junio de 1958).
La ley como metrónomo del Estado
El Estado se basa esencialmente en dos tensiones permanentes que constituyen la base de su modus operandi: la represión y la ley. La represión sirve para dominar el espacio (principalmente a través de la fuerza policiaca), y la ley sirve para dominar el tiempo (principalmente a través de su legislación). Por encima de estos dos ejes, siguiendo a Max Weber, el Estado se autoasigna “el monopolio de la violencia legítima”, que es el poder general de la determinación y la definición. El Estado se define a través de siluetas: algo se define no por lo que es, sino con base en lo que no es. En esta formulación, todo es una entidad fundamentalmente negativa. Para crear un objeto, debe dibujar sus contornos. Para crear un Estado, debe dibujar fronteras que excluyen. Para crear un tiempo político ordenado, debe excluir todas las temporalidades “ilegales” (o sea, prohibidas). La norma es una realidad ficticia de exclusiones constituida como la base de medición. Y es a través de este lente que todas las cosas se determinan. El Estado es, en esencia, un proceso de negación y exclusión impuesto mediante la violencia y el uso del poder de aniquilar (material e inmaterial).
La ley es la forma de la autoridad del Estado más purificada porque crea una unidad de medición que le permite constituirse completamente. La ley mide el tiempo político del Estado: define cuándo existen las cosas, cuándo dejan de hacerlo, cuánto duran, etc. La legislación se mantiene como verdad mientras está en vigor, incluso si está en total contradicción con las prácticas sociales. Por ejemplo, la ley francesa del 26 de brumario del año IX (7 de noviembre de 1800), la cual especificaba que “cualquier mujer que desee vestirse como hombre debe presentarse a la prefectura de policía para obtener autorización”, prohibiendo que las mujeres usaran pantalones, se derogó apenas en 2013. La ley crea un tiempo político distinto de las realidades sociales vividas, lo que la hace una de las armas más insidiosas del dominio estatal. Permea todas las interacciones sociales —desde la duración del mandato de un presidente a la duración de un contrato de telefonía celular— y mide y define permanentemente todo para limitarlo (legalizar es controlar). Por lo tanto, la ley crea un marco temporal estricto fuera del cual todo es considerado ilegítimo.
La ley es el metrónomo de los ritmos cotidianos del Estado. En el día a día, la mayoría de las reglas están latentes e infiltran todas nuestras acciones hasta que se vuelven reflejos: cruzar por un paso peatonal no es un comportamiento innato. A través de lo que yo llamaría “la excepción de la rutina”, la ley repentinamente rompe con un orden previo para crear una nueva normalidad. Tomemos como ejemplo las reglas heredadas de los sucesivos estados de emergencia en Francia, las cuales se han impuesto como un nuevo orden legal. Los estados de emergencia se presentan inicialmente como una expresión muy breve de la omnipotencia del Estado. Sin embargo, en un Estado de derecho, no hay excepción. Está estructurado por excepciones. Por lo tanto, la naturaleza misma de un estado de emergencia es normalizar la violencia latente del Estado y hacer que parezca que, dado que ya que está generalizada, es tolerable. Sin un estado de emergencia, no hay Estado de no emergencia y, por lo tanto, tampoco Estado de derecho.
Mientras que los estados de emergencia se observan como respuestas legales a realidades activas (levantamientos masivos, crisis sanitarias, etc.), también existe un estado de emergencia permanente dentro del Estado: la prisión. La prisión es otra ficción estructurante que sirve como unidad básica de medición del Estado. Da lugar a la ley y al Estado. Opera como unidad de medición ya que sirve para definir la violencia extrema del Estado en relación con la cual se constituye la violencia difusa.
La prisión refuerza la cotidianidad del Estado y, al mismo tiempo, la estructura: la ley no tiene viabilidad si no es sancionable. A través de la creación de este espacio-tiempo excepcional, el Estado normaliza la ley ordinaria, la represión ordinaria, la violencia ordinaria y el tiempo político ordinario.
La prisión es una estructura espacio-temporal de concentración crónica: tanto el tiempo como el espacio están limitados. Por lo tanto, es donde se crean las reglas para medir el tiempo político. Sin un espacio-tiempo de restricción máxima, el Estado no puede definir un tiempo ordinario —y, por lo tanto, político— que quisiera ser objetivo y cuyo único propósito es, en realidad, servir a su propia supervivencia. En prisión se está condenado “por un tiempo”, en el Estado se está condenado de por vida. Es la diferencia entre las dos lo que normaliza las restricciones ejercidas en nuestras temporalidades.
Para poder existir, el Estado controla el tiempo y distorsiona la historia. Al presentarse como preponderante, todo lo demás se define por contraste como anomalía o desviación de la norma. La colonización y las prisiones son ejemplos arquetípicos del dominio del Estado sobre el tiempo. El Estado deriva su poder de esta autoridad autoasignada para dictar el tiempo político. Pretende ser la única estructura de continuidad. Impone la idea de que, de facto, no puede haber sociedad sin un Estado a pesar de que obtiene su poder de la negación sistemática de sus propias temporalidades. El Estado es una ruptura social. Esto porque niega todas las demás temporalidades y procesos de construcción social (sentido común de convivencia, memoria compartida, transmisión afectiva) para mantener el poder estatal. Sin embargo, el Estado es una anomalía temporal. Es el Estado el que se construye a posteriori de las sociedades que lo constituyen, el que las amalgama y las oprime. El Estado es una anomalía social y temporal, lo que quiere decir que no se mide porque existe, sino que sólo existe porque se mide. Resistir también es crear enlaces y puentes, deshacer las rupturas y unir lo que existe.
La transmisión, como la conversación que tuve con mi tío, es esencial para nuestra lucha porque es lo que caracteriza al tiempo continuo: la organización social colectiva es un proceso en permanente reafirmación y mutación de sí misma. Cada vez que el Estado impone su dominio sobre el tiempo, las entidades sociales autónomas marginalizadas (desde los pueblos oprimidos en las colonias actuales a los habitantes racializados de barrios obreros) reafirman y transforman el conocimiento a largo plazo dentro de esta cronopolítica de corto plazo recién creada. Pero, a fin de cuentas, el Estado necesita el control para poder existir. Las sociedades no necesitan un Estado para reinventarse.
Aquella noche de agosto, me quedé despierta hasta tarde mientras mi tío me relataba una historia que no conocía hasta entonces. Cuando tenía seis años, iba con mi abuela todos los días a llevar el almuerzo a la casa de al lado donde Houari Boumédiène y otros miembros del Frente de Liberación Nacional de Argelia se escondían. Me contó cómo nos escondíamos en las montañas y luchábamos en Aïn Draham. Y cómo convertimos la casa en un hospital improvisado.
Esa noche, por primera vez, pude situarme en una temporalidad que no era ficticia. Sentí cómo era tener mi propia historia, que iba mucho más allá de los puertos de La Goulette. Aún había muchas cosas que me tenía que contar, y yo tanto que tenía que escuchar. Creo que no quería que “Francia me tragara”, como él decía. Quedamos en continuar la discusión “el próximo año, in shaa Allah”. “El próximo año”, para nosotros, significa “la próxima vez que vengas a Túnez”. Una vez “el próximo año” se volvió cuatro años.
Finalmente regresé ese diciembre. Desafortunadamente, esta vez vine a enterrar a mi tío. Sus historias fueron enterradas con él. Nuestro patio en Jendouba está en silencio otra vez. O eso parece. Me gusta creer que hay más escritos en las paredes por revelarse a tiempo. Recuerdo esta noche de memoria, con nostalgia por todas las conversaciones que nunca tuvimos oportunidad de tener y con inmensa gratitud por haber podido tener esta. Vuelvo a contar esta historia para que no se olvide y para recordarnos que, después de todo, 1956 solo es una fecha inventada por los franceses.
Meryem-Bahia Arfaoui es una activista de herencia tunecina criada en un barrio popular en Toulouse, Francia. Después de terminar una licenciatura en geopolítica, empezó el doctorado indagando la relación entre el tiempo y el poder. Hace tres años, interrumpió el doctorado para regresar a Toulouse, donde es activa en movimientos anti-racistas, trabajadoras, feministas y disidencias, y anti-carcelarias. Actualmente colabora con una asociación que acompaña jóvenes de barrios populares de Toulouse en la realización de películas. Ha dirigido dos cortometrajes y está contemplando retomar su investigación doctoral.
Publicado el 21 de junio de 2021
Traducción del inglés por Kevin E. Hernández Martínez. Originalmente traducido del francés al inglés por Chanelle Adams.