América Latina

¡Feminismo es Revolución! Apuntes urgentes desde la lucha feminista desplegada

14 agosto, 2021

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Zur

¡Feminismo es Revolución! Apuntes urgentes desde la lucha feminista desplegada

«América Latina en tiempos revueltos. Claves y luchas renovadas frente al giro conservador» es un libro compilado por Diego Castro y Huascar Salazar Lohman y editado por Libertad Bajo Palabra de México, Excepción de Bolivia y Zur de Uruguay.  Durante las próximas semanas estaremos compartiendo los diferentes artículos que lo integran, comenzamos con el aporte de Raquel Gutiérrez.


Para una lectura más cómoda puedes descargar el libro aquí


Miles de mujeres jóvenes a lo largo y ancho de Uruguay, durante la inmensa movilización que el 8M de 2019 volvía a trastocar el país, gritaban con el júbilo que brota de la convicción: ¡Feminismo es Revolución! La consigna comienza cantándose lentamente y con un ritmo que enfatiza y marca las sílabas de ambas palabras. Mientras más se repite, una y otra vez, se acelera la dicción hasta un punto en que el ensordecedor grito parece conjugarse para expresar veloz y sintéticamente: FeminismoRevolución.

Como en casi todas las recientes e inmensas movilizaciones que han hecho visible y audible la energía feminista a nivel del planeta entero, múltiples voces se levantan y expresan perspectivas diversas nombrando sus malestares y sus deseos desde flancos inéditos. Las voces diversas, enlazadas en las calles, configuran la amplia constelación de colectivas y acuerpamientos que en fechas acordadas ocupan y trastocan la vida cotidiana. Son voces y cuerpos que alteran los espacios públicos desplazándose desde lugares silenciados en los cuáles no permanecerán: juntas se vuelven movimiento, flujo, tsunami y es entonces cuando expresan, una y otra vez que feminismo es revolución.

¿Cuáles son los contenidos que se expresan en ese grito? Indaguemos en ello. Tomemos la consigna Feminismo es revolución como nuestro punto de partida. Para ello, se requiere rastrear en la profundidad del desplazamiento práctico de miles de mujeres y otros cuerpos feminizados, hacia un lenguaje subversivo regenerado en común que nos desata de la añeja lógica patriarcal que limita nuestros deseos, anclándonos en ensamblajes de sentido que restringen nuestras capacidades y devalúan nuestra potencia. Pongamos manos a la obra.

El desplazamiento práctico de cuerpos diversos en la calle, festivos y furiosos que enuncian que “feminismo es revolución” es simultáneamente material y simbólico. La materialidad del acto práctico de enlazarnos entre nosotras y coproducir gigantescas acciones colectivas diluye, poco a poco el mandato patriarcal de “ser para otros”. Tal acto práctico no nace de generación espontánea: lo creamos, lo parimos, lo producimos. Lo hacemos nacer desde un sinfín de acciones de encuentro y conversación desplegadas a distintas escalas y ritmos. Acciones que también significan rupturas con y negaciones de aquello que “debemos” hacer. “Estar para nosotras” es un acto intencional, es decir, un despliegue de voluntad antagónico al primer mandato patriarcal sobre nosotras: “ser para otros”. Es un acto de voluntad –individual y colectivo– que pasa por el cuerpo y sólo por eso, aclara la razón, alcanzando a revitalizar un ejercicio inmediatamente íntimo y colectivo: partimos de nosotras mismas y nos enlazamos con otras a través de las palabras que circulan entre nosotras.

“Estamos para nosotras” también quiere decir “no estamos para otros”, aunque desborda tal acción negativa: sentimos y reconocemos el acto práctico de desplazamiento subjetivo, a pesar de todas las dificultades que esto entraña. Lo reconocemos en su fertilidad. Experimentamos una forma desconocida de libertad que nos dota de una renovada capacidad creativa. Se reafirma la certeza de “estar para nosotras” cuando por decenas o centenas de miles nos encontramos en las calles. “Hablamos entre nosotras y para nosotras” es la sabiduría que emerge de estos encuentros: nuestro interlocutor no es el poder patriarcal estructurado en la forma estatal ferozmente ligada al régimen extractivista del capital que mantiene abiertas las heridas coloniales que nos separan y jerarquizan. ¡No! No es ese nuestro interlocutor privilegiado, porque queremos hablar entre nosotras.

Desde nuestra capacidad desplegada de auto-unificación, de auto-organización redescubrimos posibilidades inéditas de producción de lucha y de gozo, anidadas en nosotras mismas. Cuando la masiva presencia de muchas –muchísimas– diversas nos abraza en la calle en su heterogénea variedad confirmamos que feminismo es revolución. Lo sabemos. El trastocamiento y desorden de los mandatos patriarcales que cada quien ha ido experimentando de manera singular se vuelve confluencia, reflejo y trama. La confianza en la fuerza propia se regenera pues intuimos la posibilidad de la autonomía en interdependencia que es el contenido más íntimo de la libertad feminista.

Por eso las más jóvenes, quienes quizá no tienen tantas heridas en el cuerpo y en el alma tras experimentar el colapso de anteriores esfuerzos por destrabar el mundo de la vida y la lucha de los rígidos cauces prescritos desde el patriarcalismo de izquierda, pueden desplazarse con más soltura y ligereza, con menos peso muerto en la espalda, hacia un lugar simbólico que las –y nos– reinstala, a todas, como seres completos. Seres humanas completas y plenas que no tienen que medirse a través de otras medidas heterónomas; que no deben negociar una y otra vez con otros registros y otros marcos de comprensión de lo real parciales y arrogantes que nos niegan y aturden. Ellas son quienes con más entusiasmo enuncian que “feminismo es revolución”, devolviéndonos a las más maduras un sentimiento invaluable: no somos una parte de un todo con el cual es necesario negociar. Somos, nosotras en lucha, la posibilidad en acto de un acuerpamiento no patriarcal que no niegue la vida a través de la violencia –y por lo mismo, somos asociación tendencialmente no capitalista, anticolonialista y no estatal– donde se recomponga el “modo de estar juntes”.

***

“Feminismo es revolución” es, entonces, una remodelación expansiva y creativa de otras consignas que también se corean en ciudades y pueblos en el mundo: “La revolución será feminista o no será”, “¡Alerta! ¡Alerta que camina, la lucha feminista por América Latina!”, desplazando anteriores versiones de ese grito que colocaba la “lucha guerrillera” o la “lucha estudiantil” como protagonista de la acción. En tal remodelación hay, insistimos, un desplazamiento material y simbólico de gran calado. No es sólo que “la revolución será feminista o no será” colocándonos una vez más en el terreno de la “complementariedad”, de la “lucha dentro de la lucha”, de la parte en relación al todo, de la exigencia de tener cuidado para no trastocar demasiado los espacios mixtos y más bien ajustarnos a ellos. Feminismo es revolución es desborde de toda la presión de lo instituido por fijarnos como parcialidad limitando nuestro momento auto-afirmativo, al cuidado de las sensibilidades producto del orden patriarcal del mundo. Ese límite ya se ha traspuesto y por fin, con la energía de millones de mujeres jóvenes que celebran estar vivas y repudian la muerte, comenzamos a atisbar en un inmenso universo de posibilidades abierto por nuestras luchas feministas renovadas, por su potencia.

Feminismo es revolución nos traslada a un umbral desafiante en la recuperación-reconstrucción de autonomía simbólica que nos lanza cuando menos dos retos. Por una parte, nos exige escapar de la recodificación casi inmediata de nuestros anhelos que busca enmarcarlos, como advierte María Galindo, como “guerra de sexos”. Feminismo es revolución no es guerra de sexos, en primera porque no es guerra y en segunda por su tenaz acción de erosión del binarismo excluyente. Por otra parte, saber que feminismo es revolución nos confronta con la (co)construcción-ensamblaje de una estrategia, que no es ya la de la guerra sino la de la vida y su reproducción. Vayamos paso a paso.

“Feminismo es revolución”, pues, nos indica con claridad el lugar al cual, por ahora, nos hemos desplazado. Estamos alterando la textura del mundo y por lo mismo su orden entra en crisis. Entra en crisis la resignación y el silencio que se transmutan en desobediencia y voz pública: se sacuden las casas, las escuelas, los centros de trabajo y las mismas organizaciones sociales –sindicales, territoriales, por afinidad…– que antes nos contenían. Algunas se asustan y llaman a la prudencia. Las más jóvenes empujan y avanzan: hay que confiar en su fuerza e intuiciones para caminar junto a ellas alentando a que sigan, al tiempo que nutrimos sus pasos con experiencias previas disolviendo nuestros propios miedos. Entra en crisis entonces, agrietándose poco a poco, el tenaz mecanismo del amedrentamiento: el miedo cambia de lugar tal como se expresa en otra consigna enérgicamente cantada en Argentina cuando el protagonismo feminista se despliega: “nos tienen miedo porque no tenemos miedo”, aunque sean nuestros cuerpos los que están siendo destrozados. Corrimiento vertiginoso del lugar de víctimas que, sin embargo, no se dirige hacia otros consabidos lugares simbólicos patriarcales: ni redentoras, ni verdugas. Vértigo. ¿Hacia dónde vamos cuando entra en crisis el sentido común dominante que porfiadamente asigna significado a los eventos públicos y privados?

No lo sabemos con certeza y aun así proseguimos: experimentación y empuje a pesar de cierto desconcierto. Nada es ya como era porque “no estamos para otros” y porque no estaremos en silencio. Ruptura radical de otro mandato patriarcal: el de silencio. El mandato que garantiza la repetición del bucle de sujeción de nosotras mismas al imposibilitarnos hablar o, cuando menos, al inocularnos dudas y miedos a levantar la voz.

La vida cotidiana se acelera, adquiere otros ritmos y sentidos al tiempo que se resquebrajan añejos marcos de contención cuando resignificamos las prácticas más inmediatas de la vida social. “No hables por mí”, “no me interrumpas”, “no me traduzcas”, “no me tuteles”, “no me controles ni me limites”: entra en crisis el mundo mixto tal como lo conocíamos, que ocultaba ferozmente los rasgos patriarcales de su estructura estructurante y los sentidos comunes que desde ahí se producen. Feminismo es revolución. Se añaden también, por supuesto, otras consignas que apuntan a sucesos aún más terribles: “no me violes”, “no me agredas”, “no me mates”. A través del multitudinario desplazamiento de cada una, impugnando de manera ubicua algún registro de la cadena de prácticas patriarcales que conforman el esqueleto de la dominación donde se teje la explotación y la obediencia, la sociedad se cimbra. Se cimbra porque desafiamos paso a paso el mandato de violación estudiado por Rita Segato, estructurante del pacto patriarcal que sostiene el régimen colonial de explotación en su momento de devastadora voracidad financiera.

Reflexionemos un momento sobre el mandato de violación, organizado como estrategia para poner y mantener a las mujeres y otros cuerpos feminizados en un determinado sitio: en el lugar de sujetas y domesticadas. El mandato de violación combinado con el mandato de silencio –sobre mujeres y cuerpos feminizados– es la dinámica íntima del pacto patriarcal. Violación y silencio forzaban el “ser para otros”. El mandato de violación no refiere únicamente a la violación sexual aunque la incluye como potente amenaza latente. El mandato de violación opera violentando en algún nivel y en diversos ámbitos la vida de cada una. Se trata de la enorme cantidad de trabajo social para producir los cuerpos de las mujeres y feminizados, nuestros cuerpos, como cuerpos violables: cuerpos a silenciar, cuerpos a someter, cuerpos a expropiar, cuerpos a amedrentar, cuerpos a confundir, cuerpos a sujetar, cuerpos a encerrar. Y por supuesto, también, cuerpos a penetrar violentamente.

De ahí la fertilidad del momento abierto por la lucha feminista que nos deslumbra cuando desafía simultáneamente el mandato de violación, el mandato de silencio y el mandato de ser para otros.

Al momento de negar punto a punto la maraña organizada de prácticas patriarcales que nos entrampan y confunden, recomponemos alianzas y vínculos que hoy proliferan en versátil expansión: colectivas feministas de todas clases aparecen y se enredan combinándose, se fundan articulaciones inéditas y redes de soporte que mezclan múltiples planos de la vida reorganizándola: partes muy relevantes de las tareas reproductivas y de sostén escapan de los hogares y se realizan de manera colectiva y en espacios públicos, se fundan escuelas y se construyen espacio-tiempos para pensar juntas dentro y fuera de las instituciones, se producen miles de asambleas situadas, formales e informales donde poco a poco ponemos en crisis, insistimos, “el orden de las cosas” en tanto producimos nuevos sentidos comunes disidentes. Clasificaciones trasvasadas producen alianzas insólitas que enriquecen a quienes nos vamos encontrando. Y así, sucesiva y combinadamente en una exponencial de creatividad y deseo desplegado. Por eso feminismo es revolución y por eso sabemos que queremos cambiarlo todo.

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En medio de este vendaval, las no tan jóvenes entre nosotras, en ocasiones sentimos cierta ansiedad pues sabemos de la fragilidad de las relaciones entre mujeres en medio del orden patriarcal. Sabemos de la fuerza de las mediaciones patriarcales que a nosotras mismas nos han confundido y atrapado en diversos momentos de nuestras vidas. Conocemos el peso de lo viejo y el modo como nos ha nublado la comprensión autónoma de lo vivido, a través de la insistente amenaza sobre la más atroz incertidumbre y soledad si desafiamos los mandatos del orden simbólico dominante: ¿Qué nos espera si desatamos amarras y perseveramos en nuestras intuiciones? Quizá por ello, ansiedad de fundación, de enunciación explícita de lo que estamos siendo capaces de hacer. Sabemos que la circulación de cúmulos inmensos de energía puede disiparse. Nos ha pasado ya, casi siempre a través de trillados límites que imponen antiguos compañeros y de la propia dificultad de continuar dando sentido y forma a lo comúnmente producido entre nosotras.

Necesitamos energía y forma, pero también necesitamos materia estructurada con esa energía y bajo esa forma. Ansiamos nombrar y fundar las fuentes de nuestra propia fuerza. Para ser capaces de regenerarla, una y otra vez.

La simultaneidad de todo este cúmulo de procesos que se atropellan y se superponen hace pensar en una explosión en cadena: feminismo es revolución y el mundo tal como lo conocíamos parece venirse abajo. Parece colapsar intermitentemente en el espacio público cuando ocupamos las calles por millones, y colapsa en términos inmediatos cuando se derrumban –política y materialmente– las organizaciones que nos contenían, los proyectos que nos habilitaban aunque también nos limitaban; cuando colapsan las estructuras familiares y los formatos de pareja que parecían sostenernos. “No estamos solas porque estamos juntas” es, sin embargo, otro de los hilos de conocimiento que nutre la certeza de que “feminismo es revolución”. Ahora nos hemos reconectado con ese conocimiento que con frecuencia queda sepultado debajo de la rigidez estructural del mundo patriarcal. Hay miles y miles de toneladas de peso muerto sobre nuestros cuerpos: necesitamos vender nuestra fuerza de trabajo, necesitamos sostener a los más pequeños y a los más frágiles. Necesitamos garantizar sustento en un mundo que se nos presenta, vertiginosamente, como privado y ajeno.

Hay, por lo mismo, sensación de vértigo: abismo sin fondo donde todo se derrumbará como si una inmensa grieta se estuviera abriendo dispuesta a tragarse el mundo tal como lo conocimos hasta ahora, o inmensidad abierta donde cualquier trayecto y construcción es posible. En todo caso, cercanía vertiginosa a un umbral: feminismo es revolución y hay que tomarlo en serio.

***

El peso de lo viejo nos quiere reinstalar en la impotencia y en la desconfianza. Hace todo lo que puede para lograrlo. Se empeña en producir confusión, porque la confusión amplifica la opacidad y drena la energía. De ahí la relevancia de saber que todo está en disputa; para avanzar desde esa certeza. Esclarecer distinciones es un camino para atravesar la confusión. Una primera distinción: nuestro desborde antipatriarcal que pone en crisis el mundo “mixto” –es decir, patriarcal– no es una guerra de sexos. Esto es central porque múltiples fuerzas nos empujan hacia allá. La más virulenta de todas las expresiones con las que nos responde la voz patriarcal es diciendo “feminazi”. Esa palabreja, la preferida por varones jóvenes –y quizá pronunciada en privado por varones maduros– que ven frenada su prerrogativa de violar –como en el caso de la Manada española– no es sino la imagen de nuestra propia fuerza reflejada en el espejo distorsionante del miedo más hondo que cimenta la psique masculina. Del miedo hacia nosotras. ¡¡Ellas se quieren deshacer de nosotros, en alguna variante de “solución final”!!, parecen querer decir cuando acuñan y utilizan tal término del lenguaje. ¡Nada más ridículo!

Lo único que expresa el término “feminazi” es que para ciertos varones jóvenes y viejos la constatación de que “feminismo es revolución” produce terror y desconcierto. De ahí que enunciar explícitamente que “esto no es una guerra de sexos” es un punto de partida necesario, que simultáneamente puede reconocer que los mandatos patriarcales de control del tiempo y del trabajo, de silenciamiento del agravio y de agresión hacia las mujeres son mayoritariamente ejercidos por seres humanos que habitan cuerpos de varón. Y acá un desafío para ellos: no se trata sólo de abandonar privilegios, se trata de desertar del mandato de violación.

Acá no hay determinación biológica ni compulsión predeterminada. Hay experiencia histórica vivida en cuerpos diferentes y jerarquizados que significan el mundo de manera heterogénea. A veces ajena. Notamos que existen, eso sí, varones asustados y enojados por no entender ni los límites que estamos poniendo a conductas que –ellos– consideraban naturales, ni los desplazamientos prácticos que ocurren en nosotras. Hay algunas entre nosotras que no queremos tener ningún trato con ellos, sin que eso niegue la potencial posibilidad de que alumbremos criaturas con un cuerpo distinto del nuestro. Y sobre todo, sin que ello suponga que queremos eliminarlos. Simplemente queremos estar entre nosotras y para nosotras. Y esto, tan sencillo, parece muy difícil de entender pues rompe con siglos de haber sido colocadas de acuerdo a mandatos ajenos.

La otra expresión reaccionaria acuñada hace tiempo, y ahora ampliamente difundida es “ideología de género”, plantada como achicamiento de nuestra capacidad de lucha revitalizada y como enemigo a vencer. Esta fórmula, organizada por el clero católico y replicada por el protestante, tiene un claro contenido estratégico contrainsurgente. Se vuelca contra nuestra insurgencia. En primer lugar nos desconoce y nos nombra de un modo que no es el que nosotras damos a nuestros actos. No mira las prácticas de sostén cotidiano de la vida que protagonizamos, ni reconoce los vastos conocimientos que desde ahí surgen, ni alumbra las infinitas gamas de rebeldías singulares y concretas que hemos aprendido a practicar. No. Es “ideología”, dice. Esto es, son conjuntos organizados de creencias que hay que combatir, como si nuestra revolución se ciñera a una dogmática. Otra vez, como si nosotras fuéramos ellos. Y escoge hablar de “género” porque la domesticación que sufrió ese escalpelo analítico tan potente, producto de otras luchas, les es mucho más funcional que la rebelión feminista que actualmente protagonizamos. Es ideología y es de género. Esto significa: no reconocemos sus prácticas, no hay materialidad en sus acciones y no son feministas.

La confrontación con las iglesias patriarcales de toda laya, que tienen entre sus fundadores a varones potencialmente infanticidas por obediencia a una entidad pletórica de una ira infinita, es un asunto que hay que tomar en serio. Porque religión e iglesia no es ni ideología ni asunto privado: son conjuntos de prácticas íntimas y públicas, todas significativas, que durante siglos han apropiado la gestión de los ritos de la vida y la muerte, la vinculación con lo sagrado y la intermediación con lo divino, al tiempo que organizan propiedad, herencia y ritmo cotidiano de la trayectoria vital: tejen lo público con lo privado de un modo patriarcal y silencian nuestros deseos. Nosotras estamos descomponiendo todo eso y reapropiándonos de tales potencias. Esos, todos esos niveles de lo existencial, requerimos estratégicamente reconstruirlos y reordenarlos.

De todos modos, nuestra estratégica confrontación con el poder pastoral de las iglesias no adquiere la forma de una guerra, porque no lo es. Al menos, no de nosotras hacia ellos. Por nuestra parte, organizamos una masiva acción de sacar el cuerpo del control ajeno y de disolución del dispositivo complejo y multisecular para la expropiación de nuestra fuerza tal como se está ensayando a través de la estrategia del paro. Por eso apostasía y nueva espiritualidad es tan crudamente subversivo. Y por eso en la autonomía del cuerpo y de la vida que se enuncia hoy como despenalización del aborto hay un terreno tan hondo de disputa.

Nosotras, de manera intuitiva y lúcida estamos atacando en otra clave que se ha cocinado a fuego lento: albergando la pluralidad y destruyendo las confrontaciones binarias y excluyentes que estructuran los cimientos de los marcos lógicos del orden dominante. Es desde el rechazo y salida a la sistemática acción de pensamiento que se construye sobre exclusiones binarias instalando jerarquías –donde se impone la vigencia de la ley del tercero excluido– que hemos recomenzado la rebelión en marcha. Logramos albergar la pluralidad al comenzar a realizar dos desplazamientos: uno práctico y sensible al reconocernos nosotras mismas, como simultáneamente distintas y no ajenas desde nuestro cotidiano trabajo de sostén y garantía de reproducción. Otro simbólico, al esforzarnos en una cantidad innumerable de acciones singulares y situadas por escapar de la cárcel del pensamiento regido por las leyes de la lógica formal. No es que nos hayamos precipitado en la incoherencia ilogicista, en una especie de caos a-significativo: es que nos hemos liberado –o nos vamos liberando masiva y colectivamente– de la obligación de “dar cuenta” de nuestras acciones o de ajustar nuestros actos a formatos restringidos y parciales de la racionalidad. Por eso podemos albergar la ambigüedad en nuestras deliberaciones, por eso podemos tejernos entre distintas sin obviar las diferencias, por eso podemos transitar en una multiplicidad de tejidos y de acciones que nos des-identifican y nos re-vinculan de manera más fértil sin obligarnos ni a igualarnos ni a confundirnos.

La fuerza que brota de nuestro abandono de la ley del tercero excluido y su ordenamiento jerarquizado del mundo a partir de pares antinómicos es una de nuestras mayores armas. Del “mujeres, lesbianas, trans y travestis” argentino, o del “juntas y fuertes, feministas siempre” de Madrid en 2017, avanzamos al “nos queremos plurinacional” para aludir al anual encuentro entre distintas que sacude la Argentina cada octubre. Del mujeres y cuerpos plurales al “todxs juntes”, vamos encontrando y construyendo una manera de hilvanarnos sin disolvernos en la homogeneidad, y sin cercenar la autoafirmación de cada una. Por eso por momentos el curso de nuestras luchas se vuelve tan caótico: “todo lo mezclan” nos dicen enojados amigos y enemigos. Y sí, la sucesión de eventos y palabras es caótica y al mismo tiempo es prístina: nos mueve el deseo. Nos acuerpamos y producimos los efectos que nos proponemos. Redescubrimos una pragmática vitalista como lo expresa Verónica Gago.

Por tal razón son tan peligrosas dos “corrientes” que buscan reponer las leyes de la lógica clásica y reinstalar el principio del tercero excluido: algunas abolicionistas y las posiciones que no quieren incluir a los trans ni a los travestis. Establecer un límite a lo que podemos abarcar, a partir de reinstalar alguna forma de la ley del tercero excluido, que enmarca alguna versión del “nosotras sí y ellas no” es una trampa que nos vuelve a atar a uno de los nudos más profundos del orden patriarcal: el que construye para sí el poder de excluir, pues sobre ese poder se ha levantado siempre la prerrogativa de ungir y jerarquizar otras diferencias para imponer su legitimación.

El abandono de la lógica clásica nos conduce hacia una sensación de fluidez que no conocíamos. La hemos inaugurado a través de nuestras acciones colectivas de enlace. Sobre todo en el espacio público tan rígidamente levantado sobre la razón patriarcal del binarismo excluyente que, como porque sí, convierte cada diferencia en una jerarquía. Hay toda clase de paradojas en esta diáspora vertiginosa, que sin duda hacen las delicias de la matemática (que también soy): cuando en el rechazo a la razón binaria –y excluyente– reinstalamos el binarismo “binario/no binario”. No es fácil escapar de Aristóteles y su herencia. Practicar el pluralismo auto-afirmativo y en lucha requiere más que conocimiento formal, requiere de los saberes cultivados en la invisibilizada y cotidiana labor de reproducción de la vida. Requiere que la razón se reconcilie con el afecto y que el afecto no se desentienda de su lucidez.

Feminismo es revolución porque no es guerra, es creación colectiva, son vínculos que se densifican y profundizan… y es también autodefensa. Es autoafirmación y apertura, es navegar la contradicción y es el empeño perseverante por expresar lo que se siente y se sabe con claridad. Todo simultáneamente.

***

Feminismo es revolución como lo practicamos ahora. Durante el tiempo de rebelión que hemos abierto y que se sostiene y expande ya durante media década. Requerimos también de pensamientos estratégicos que no queden atrapados ni en el formalismo principista que se vuelve estéril, ni en el pragmatismo utilitarista que todo lo corrompe y justifica. Requerimos, quizá, discutir algunos principios formales del pragmatismo vitalista que investiga Verónica Gago, y que en común vamos descifrando tras protagonizar nuestras más enérgicas confrontaciones, cuando nos desplazamos al centro de la escena de nuestras vidas y nuestras luchas, subvirtiendo teatro, espectadores y escenario.

Estamos disputando tiempo. Estamos disputando espacio. Estos son los dos ejes de nuestra disputa material con el mundo que nos empeñamos en desordenar para reacomodar. Disputamos tiempo y espacio porque estamos produciendo nuevos sentidos comunes disidentes.

Disputamos tiempo porque el tiempo vital de cada una, sin lucha tensa, parece no ser para nosotras. Por eso lo tomamos, nos lo damos: tiempo para pensar y conversar, tiempo para imaginar y luchar, tiempo para sostener(nos) de maneras más sensatas y fértiles que discrepan con las que están pautadas por los ritmos de la heteronorma, la familia, el capital y el estado. Necesitamos tiempo, queremos tiempo. De ahí la importancia de sentir nuestros propios ritmos, de organizar nuestras propias cadencias de encuentro y de lucha: sin apresuramientos, sin urgencias que vengan desde fuera de nosotras mismas. Cuidar nuestro tiempo y nuestros tiempos para mantenerlos abiertos es una gran apuesta.

Los agentes del patriarcado colonial de las finanzas lo saben: nuevas tareas, nuevas carencias, nuevas deudas, nuevos incendios y nueva devastación. Eso nos lanzan, eso nos responden empeñándose en reconducir nuestra energía a los sitios donde nos la pueden expropiar para convertirla en cadena que nos vuelva a atar. Nosotras confrontamos esas imposiciones, en grandes movilizaciones y en pequeñas y múltiples acciones cotidianas y extraordinarias, individuales y colectivas.

Cuando tenemos tiempo para nosotras somos capaces de producir sentido… sentido común disidente que refuerza nuestra disposición de seguir apropiando tiempo y (re)construyendo el mundo. Feminismo es revolución.

 

Puebla,

agosto de 2019


Raquel Gutiérrez Aguilar es matemática, filósofa y socióloga y feminista mexicana. Es profesora e investigadora del ICSyH-BUAP especializada en movimientos indígenas en América Latina, resistencia y transformación social.


 

América Latina en tiempos revueltos: Claves y luchas renovadas frente al giro conservador

Castro, Diego y Huáscar Salazar (coords.). ZUR, Excepción y Libertad bajo palabra. Montevideo, Cochabamba y Morelos, 2021 264 págs.; 13.5 x 21 cm. Diseño e ilustración de portada: Adriana HC / Kulli Sarita. Diseño interno Libertad Bajo Palabra. ISBN: 978-9915-40-421-9