Horacio Machado: “Nuestra sensibilidad vital está atrofiada por cinco siglos de colonialismo”
«Creo que nosotros sí estamos en peligro de extinción, no solo por el deterioro ambiental de la Tierra. Más grave aún es el deterioro antropológico y político de la condición humana: el nivel de deshumanización al que estamos llegando. Estos umbrales de deshumanización son mucho más peligrosos que la concentración de gases de efecto invernadero, más graves que la ruptura de los ciclos del carbono, del fósforo y del nitrógeno, más severos que la contaminación del agua. Y son más peligrosos precisamente porque nada de la trama biosférica tendrá solución si la especie humana no reacciona ante esto.»
Ciclo de conversaciones: ¿Qué tiempos son estos?
En el marco del décimo aniversario de ZUR, les invitamos a un ciclo de conversaciones que venimos realizando con diversas personas. Desde su quehacer, estas voces nos ayudan a concebir maneras de habitar el mundo, entenderlo, nombrarlo y organizarnos frente a aquello que deseamos transformar.
Vivimos en un contexto marcado por la confusión y la sobreinformación, por guerras y genocidios transmitidos en televisión, y por nuevas izquierdas que parecen replicar prácticas de viejas derechas. Consideramos que estas conversaciones pueden servir como coordenadas para los tiempos que corren, en los que encontrarnos se ha vuelto un desafío.
Les invitamos a seguir el hilo de estas conversaciones. Por favor, compártanlas con quienes puedan interesarse, y si lo desean, envíen sus resonancias a través de las redes sociales de ZUR @zurpueblodevoces.
Horacio Machado es de Catamarca, Argentina. Investigador del CONYCET y docente de Sociología en la Universidad Nacional de Catamarca. También es activista, ha participado de luchas sociales e iniciativas comunitarias antiextractivas de las que se considera un aprendiz. Es autor -entre otros textos- del libro “Potosí, el origen. Genealogía de la minería contemporánea”
Huáscar Salazar: Horacio, muchas gracias por estar acá. Junto a Diego Castro estamos haciendo un conjunto de entrevistas en estos meses, a propósito del décimo aniversario de Zur, y para mí es un gusto muy grande estar acompañando ese proceso. Estas entrevistas que estamos haciendo parten de una pregunta amplia, desde la cual queremos convocar a una reflexión más general: ¿Qué tiempos son estos? Pensando que vivimos en tiempos de guerras que se empiezan a naturalizar, no solo la guerra de Ucrania, sino también el genocidio en Palestina que vivimos con horror en estos días. Todo este giro hacia una extrema derecha que no podemos entender sin su contexto que está vinculado a los progresismos, por lo menos en América Latina. Y todo esto, obviamente, en medio de una crisis ambiental y de cambio climático, que también está marcando dramáticamente la vida de millones de personas. Entonces, la pregunta con la que empezamos es: ¿Qué tiempos son estos, Horacio?
Horacio Machado: Qué complejo decir algo sobre eso, pero voy a ir por el punto central y después podemos profundizar, ampliar y discutir un poco sobre eso. Yo creo que lo que caracteriza a este momento es precisamente la expansión de una suerte de realismo capitalista. La fase neoliberal que estamos atravesando tiene que ver con una normalización del capitalismo como un régimen de práctica y de depredación. Esa normalización no está dada en el plano institucional, sino a nivel de las subjetividades, a nivel de la sensibilidad social. Es como que ese espíritu capitalista, en su forma más descarnada y brutal, se ha hecho carne.
Cuando hablo del espíritu capitalista, estoy hablando de ese monstruo que imaginaron Hobbes y Adam Smith, pensando que la especie humana está estructurada sobre un individualismo competitivo, con ánimo de guerra. Ese animus domini —de dominio y de dueñidad—, la idea de ver el mundo como un botín de guerra, de ver al otro, la alteridad, la diferencia, como algo a ser conquistado, de verlo como una amenaza. Ese estado de guerra de todos contra todos, esa idea de que lo único real es mi interés egoísta individual. Eso se ha hecho carne.
Lo peor es que este estado patológico, que estaba concentrado en ciertas élites y estaba encapsulado ahí, ha perforado para abajo, toda la estructura social. Es como una enfermedad contagiosa que se ha ido ensanchando y ampliando a toda la estructura social, más allá de las divisiones racistas, clasistas y patriarcales que son constitutivas de este modelo de vida social.
Estamos en una situación sumamente complicada porque esas élites imperiales son cada vez más reducidas, pero sus prácticas, su espíritu, su modo de vida, han colonizado los cuerpos. Estamos en una situación paradójica, porque mientras más profundas y amplias son las brechas, mientras más abismales son los niveles de desigualdad, en lugar de generar una reacción de los excluidos, realimenta esas prácticas reaccionarias de depredación, de lógica de guerra hacia la alteridad.
Por eso digo que este espíritu capitalista no es solo un problema ideológico, es un problema que está hecho cuerpo en prácticas, en formas de ver, de percibir, de sentirse. Está en la cotidianeidad de muchos de los sectores que llamaríamos sectores populares. Entonces, me parece que eso es lo que marca el espíritu de la época. Por eso creo que es una situación sumamente compleja, sumamente delicada, crítica que estamos viviendo como especie.
Lo que suelo decir es que esto que los geólogos del norte llaman equivocadamente colonialmente “antropoceno”, es un diagnóstico que viene a naturalizar la violencia, que es histórica y política, y que no es de la naturaleza humana. O sea, los geólogos del antropoceno dicen: «Ah, la especie humana, naturalmente depredadora, ha provocado la descomposición de la atmósfera, la descomposición generalizada de la trama biosférica, del mundo de la vida». Pero esa violencia conquistadora no tiene nada de natural, no somos una especie ni naturalmente buena ni naturalmente mala, somos lo que nos hacemos.
Estos cinco siglos de prácticas de depredación, de prácticas de conquistualidad que se han convertido en un estereotipo y que en el neoliberalismo han sido consagradas como el modelo y el ideal social a conseguir. Entonces, esta idea de antropoceno, que se refiere a los efectos de la depredación hacia la Tierra, hacia la atmósfera, yo digo: como nada de lo que le hacemos a la Tierra es inocuo para nosotros, yo creo que hay otro diagnóstico de esto que llamaríamos más bien el conquistualoceno, que es la dimensión de no solamente qué efectos a nivel atmosférico y biosférico ha provocado esas prácticas de depredación, sino qué efectos a nivel antropológico y político han provocado. Hay un conquistualoceno que tiene que ver con la degradación de la humanidad a nivel de los cuerpos, a nivel antropológico y político.
La incapacidad de producir una comunidad de vida política tiene que ver con la naturalización de ese habitus dominial —de dominio y de dueñidad—. Nos vemos como dueños, nos pensamos como dueños y todo lo otro se piensa como objeto de mi dueñidad, así sean los cuerpos de humanos y, obviamente, con mucho mayor desprecio, todos los seres vivos más allá de lo humano. Nos hemos mal acostumbrado a maltratar el mundo de lo vivo. Hemos perdido conciencia de que somos una comunidad de vida. Y entonces tratamos todo como si fueran cosas objeto de posesión, bajo esta idea de que el dueño hace lo que quiere con la cosa, y ese dueño es un dueño absoluto. Absoluto quiere decir que no tiene que responder a nada ni a nadie sobre lo que hace respecto de la cosa que posee.
Entonces, ahí está la naturalización de un extremo de violencia, es la habilitación de un extremo de violencia que está vinculada a ese tipo de relación. Y lo loco es que este sentirse dueño y vivir la vida como si uno fuera dueño se generaliza cuanto cada vez somos menos dueños de nada, cuanto más desposeídos estamos, cuanto los sectores populares menos posibilidad de ejercer esa dueñidad tienen. Esa violencia se ejerce, digamos, intensificadamente en ese último reducto donde uno se puede sentir dueño. Por ejemplo, el varón con la mujer. Quizá ese reducto de esa violencia patriarcal, es porque, digamos, de varones completamente despojados, que no tienen ni una casa, ni un auto, ni dinero en su billetera, ni nada, digamos, y que ejerce su violencia ahí, en el entorno donde él puede sentirse dueño.
Es sumamente compleja y complicada la situación en la que estamos, porque combina un proceso de intensificación de la segregación racista, clasista, patriarcal que es constitutiva de este patrón de poder mundial. Pero eso, en lugar de generar reacciones, ahora genera un estado de malestar, una energía política que se traduce en la intensificación de estas prácticas de depredación.
Entonces, pienso que eso es lo que está lamentablemente caracterizando el momento que estamos viviendo. Es un momento, digamos, precisamente como vos mismo lo decías, de generalización; pero también de naturalización de la guerra, de un estado de guerra. Hobbes justamente planteaba esto, o sea, un estado de guerra de todos contra todos. Guerra no solamente de Estados, es una guerra como estado social.
Y lo que pasa es eso, es decir, nuestra actitud de vida es la actitud de ese monstruo hobbesiano-smithiano, no hay vida social posible. No hay vida sin cooperación, no hay vida sin reciprocidad, sin mutualidad, sin el trabajo cooperativo del otro, de la otra. La vida es una producción común. Y nosotros estamos completamente mal educados en este individualismo absolutista, en este estado de individualismo absolutista que es contraindicado biológica, ecológica y políticamente para nuestra sobrevivencia.
Creo que nosotros sí estamos en peligro de extinción, no solo por el deterioro ambiental de la Tierra. Más grave aún es el deterioro antropológico y político de la condición humana: el nivel de deshumanización al que estamos llegando. Estos umbrales de deshumanización son mucho más peligrosos que la concentración de gases de efecto invernadero, más graves que la ruptura de los ciclos del carbono, del fósforo y del nitrógeno, más severos que la contaminación del agua. Y son más peligrosos precisamente porque nada de la trama biosférica tendrá solución si la especie humana no reacciona ante esto.
Digo, la Tierra va a seguir sin nosotros, eso está claro. No es que si nosotros nos destruimos entre nosotros vamos a destruir la vida en la Tierra, eso sería demasiado arrogante de nuestra parte. Somos una especie más, la vida va a continuar. Pero somos la única especie que podría resolver la situación, no en términos de salvar el planeta, sino de salvar la convivencialidad humana dentro de una Tierra habitable. O sea, somos nosotros los que estamos en riesgo de extinción y ese riesgo de extinción no viene de afuera, viene desde lo más profundo de nuestra sensibilidad vital. El tema es ese, que nuestra sensibilidad vital está completamente atrofiada por cinco siglos de colonialismo.
Entonces, la normalización de ese habitus conquistual es lo que para mí define la fase neoliberal del capital.
Diego Castro: En este contexto ¿cómo ves el papel de las izquierdas y los progresismos en América Latina?
Horacio: Lamentablemente, las fuerzas progresistas, los progresismos a nivel mundial —no estoy hablando solamente del ciclo latinoamericano— tienen mucha responsabilidad en esto. En el hecho de pensar una emancipación y una liberación dentro del capitalismo. Eso es un oxímoron. Eso lo teníamos claro hace 50 años, por lo menos. Hace 50 años decíamos que si queríamos crear justicia social, no podíamos construirla dentro del capitalismo. Si queríamos igualdad, libertad, democracia, autonomía, autodeterminación popular, si queríamos sostenibilidad de la vida, sabíamos que teníamos que buscar más allá de la frontera del capitalismo.
Creo que las fuerzas progresistas pensaron, no sé si de buena fe o de mala fe, por comodidad, por desidia o por lo que sea, pero contribuyeron a instalar como verdad el oxímoron de que puede haber un capitalismo con rostro humano, de que puede haber un capitalismo con justicia social, de que puede haber democracia dentro del capitalismo, de que se puede destruir el patriarcado y romper con el racismo colonial estructural dentro de las estructuras capitalistas.
Esto que Nancy Fraser llama el “neoliberalismo progresista” tiene mucho que ver con la generalización de estas fuerzas de ultraderecha. Me parece que tiene mucho que ver porque efectivamente prometieron cosas que son irrealizables en un contexto donde el metabolismo del capital iba destruyendo las posibilidades de las compensaciones que se podían dar antes. El capitalismo keynesiano podía dar algún tipo de compensaciones, y nuestros gobiernos progresistas siguen pensando que es posible todavía dar ese tipo de compensaciones. La frustración se vuelve contra lo que ellos predican, se vuelve contra la democracia, se vuelve contra la idea de justicia, se vuelve contra el discurso antipatriarcal. Todo esto es lo reaccionario.
Huáscar: Ante este panorama tan duro que describes, ¿qué es lo que te da esperanza y qué es lo que te moviliza?
Horacio: En esto soy bien clásico y muy poco original. Nos moviliza la indignación y la rebeldía. Nos sigue movilizando un acto radical de esperanza, y el acto radical de esperanza es precisamente creer en la bondad humana. No en el sentido de que somos naturalmente buenos, no pensar románticamente en el sentido rousseauniano del buen salvaje. No hay ningún buen salvaje. Creer en la bondad humana como algo que se puede practicar y algo que se puede cultivar, como algo que necesitamos cuidar y que tenemos que fortalecer.
Yo me alimento de la bondad humana que está ahí en esos pequeños reductos, porque esas para mí son las semillas de futuro. Por ejemplo, en una asamblea en La Rioja en la que estamos luchando contra la minería, una compañera, Jenny Luján, de la Asamblea de Famatina, decía: «Compañeros, no hay ninguna ley que defienda los territorios. A los territorios no los defiende ni una ley ni ninguna política, a los territorios los defienden los pueblos». Eso fue sumamente interpelante.
Creo que ella tiene razón, pero también pienso que eso revela el estado de precariedad en el que estamos, porque ¿qué pasa cuando no tenemos pueblos? El pueblo es un sujeto político que se construye en la lucha y desde la lucha, no hay un pueblo preexistente como lo pensó el marxismo ortodoxo, el pueblo se hace en la lucha, a partir de la lucha. Nuestra gran vulnerabilidad es que el estado de despojo no es solamente de expropiación de los territorios, sino de disolución de las conciencias y de las condiciones de posibilidad de recrear nuestra condición popular, nuestra condición de sujetos históricos populares.
Pero desde esos niveles de despojo, en el más profundo y grave nivel de despojo, aún ahí tenemos una gran potencia para crear capacidad popular, fuerza popular en términos de una fuerza histórica transformadora, de hacer algo completamente distinto a lo que estamos sufriendo y experimentando.
Diego: Horacio, ¿Por qué nos cuesta tanto incorporar la relación con la Tierra desde una mirada diferente, no como cosa a poseer o conquistar?
Horacio: Creo que hay una cuestión que nos desafía a pensar, como dice Luis Tapia, que no la tenemos incorporada: no incorporamos la Tierra a nuestras ecuaciones de análisis político. No tomamos en cuenta la Tierra en nuestra definición de democracia. Y yo creo que ahí está, si no la clave, uno de los puntos críticos de la ceguera y la impotencia de los progresismos.
Sonia Guajajara, lidereza indígena, dice: «La lucha por la madre Tierra es la madre de todas las luchas». Mientras que para los gobiernos, ya sean progresistas o conservadores, lo ambiental es apenas una dimensión de una política sectorial y para muchos sectores, incluso de la izquierda, lo ambiental es algo secundario; esta gente viene a decir: «No, la lucha por la madre Tierra es la madre de todas las luchas».
Decir que la lucha por la madre Tierra es la madre de todas las luchas nos lleva a ver la radicalidad de lo que necesitamos afrontar, porque la comunidad política no puede ser una comunidad intraespecie, la comunidad política es necesariamente una comunidad inter y transespecie. El mundo de la materia viva nos trasciende y nosotros estamos, por lo menos hoy, en condiciones de incorporar esta idea de que la vida se cuida, se cultiva, se cría.
La palabra andina quechua uywaña, que significa criar, nos distancia de la mirada colonial moderna que objetualiza la Tierra como naturaleza, como recursos naturales. Pero también nos cuida de este romanticismo naturalista que viene de esos ecologismos nórdicos. Es decir, la Tierra es el escenario de la vida. Tenemos que tener cuidado, respeto, reciprocidad. La madre naturaleza no nos da todo, ni sale todo bueno. Hay riesgo, hay peligro. Tenemos que aprender a tener miedo. El miedo forma parte de nuestra ecuación de cuidado, de nuestra conciencia de que la vida se produce.
Esa producción es una producción común que se nos da como un don gratuito, porque todo, en definitiva, tiene que ver con los flujos hidrominero-energéticos. Es decir, los rayos del sol que producen energía química aprovechable por la materia orgánica a través de la fotosíntesis de las plantas, que producen oxígeno. Entonces, si la vida es en común, lo comunitario no es apenas una institución humana, es una ley vital, es un principio vital.
Entonces, uno ve ahí la dimensión de la negligencia y de la violencia que supone la institución de la propiedad privada, ¿se entiende? Porque la apropiación privada de la vida va contra la vida. No hay vida cuando algo está privatizado, porque cuando estás privatizando, estás rompiendo los flujos de circularidad, de reciprocidad, de interdependencia.
Eso no es romanticismo, eso es absoluto realismo. Yo estoy respirando, sea consciente de ello o no, por nuestras hermanas o madres plantas. Porque no tengo capacidad de producir oxígeno, como no produzco cobre. Entonces todo este lenguaje colonial está ultracontaminado. La vida es una coproducción y es una coproducción transespecie, interespecie, no solamente intergeneracional.
Necesitamos volver a pensarnos como organismos vivientes convivientes. La reforma agraria tiene que ser recrear, no redistribuir propiedad de la Tierra, sino redefinir y recrear formas de pertenencia comunitaria a la Tierra. Eso es lo que nos va a dar condiciones materiales, económicas, ecológicas de pensar la democracia como autodeterminación, como posibilidad de un proceso colectivo de definir nuestro propio sentido y horizonte de la vida.
Nosotros tenemos que incorporar la Tierra a nuestras definiciones de lo político y a nuestras concepciones de lo democrático. Porque el desafío es crear o recrear una comunidad de vida que nos contenga a nosotros y que produzca cohabitación y convivencialidad interhumana. Pero no va a haber convivencialidad humana buena si nosotros nos pensamos que estamos afuera y encima de la Tierra.
Si no tomamos esa radical conciencia de la vida como desafío político, como vivencia, como disfrute, como don, pero como algo que también tenemos que cuidar y cultivar, criar. La idea de crianza es clave. Y entonces yo creo que ahí también hay una convergencia de la potencia de la lucha feminista con las luchas antirracistas, de esta memoria ancestral de los pueblos que no perdieron conciencia de que finalmente somos Tierra, y que eso no es un predicado romántico
Entonces, ¿qué significaría incorporar la Tierra a nuestra concepción de democracia? Que nosotros tenemos que recrear formas de convivencialidad que tomen en cuenta estos flujos y estos circuitos vitales. Tomar nota de esta contradicción manifiesta que hay entre la ley de la propiedad y el sentido de pertenencia. Yo creo que ahí está esta contradicción del capital.
En los 60 había clara conciencia de que la concentración de la Tierra era algo contraindicado para la justicia social, para la idea de democracia. Para hacer una sociedad socialista, digamos, no podía pensarse sin hacer la reforma agraria. Pero claro, en los países que se hicieron se pensó la reforma agraria desde una lógica colonial. O sea, antropocéntrica y dando por sentado que reformar era redistribuir la propiedad de la Tierra, no suprimir el concepto de propiedad.
Entonces, la idea de pertenencia implica una idea de coimplicación. En el sentido de que, ¿cómo vamos a hacer para repartir la Tierra?, ¿cuál va a ser el límite de nuestra Tierra? Aquello que podamos cuidar, aquello que necesitamos para alimentarnos, para sobrevivir. Cuando nosotros volvemos a redimensionar lo humano dentro de la Tierra, volvemos a reconectar la idea de necesidad vital como un principio político de justicia social.
Si nosotros colonizamos la idea de justicia social en términos mercantilizados, creemos que hacemos justicia social redistribuyendo planes sociales. Y ahí está todo el equívoco en el sentido de que primero no reparamos nada, producimos más cadena de dependencia; y segundo, que creemos la ficción de que el automóvil puede ser una necesidad y que todos necesitamos auto… No, todos necesitamos algún grado de movilidad.
Nuestra necesidad vital no es lo que yo quiero y puedo comprar, porque eso puede llegar a ser infinito y ahí vamos a estar en un problema. Un problema, digamos, de confundir necesidad con poder adquisitivo, y demanda con derecho. Yo necesito descanso, y ese descanso no significa que tengo derecho a tener vacaciones en el Caribe. O sea, tener vacaciones en el Caribe sabemos que no es un bien, es un privilegio oligárquico.
Dicho en términos concretos, esta idea del progresismo, de pensar decir, «Ah, bueno, todos los pobres tienen derecho a disfrutar». Sí, por supuesto, yo lo reivindico. ¿Pero qué es disfrutar? ¿Es socializar el modo de vida imperial? ¿Es reproducir miméticamente los patrones de consumo no sostenibles, oligárquicos por definición de las clases privilegiadas? No, ese es un equívoco. Nosotros no podemos tomar como patrón de bienestar los niveles de privilegio de las élites depredadoras. Eso es un equívoco.
Nosotros necesitamos volver a pensarnos como organismos vivientes convivientes. La reforma agraria tiene que ser recrear, no redistribuir propiedad de la Tierra, sino redefinir y recrear formas de pertenencia comunitaria a la Tierra. Eso es lo que nos va a dar condiciones materiales, económicas, ecológicas, de pensar la democracia como autodeterminación, como posibilidad de un proceso colectivo de definir nuestro propio sentido y horizonte de la vida.
Huáscar: ¿Cuáles son las dificultades que ves en nuestas sociedades para favorecer esa reconexión con la Tierra?
Horacio: Uno de los diagnósticos más lúcidos que escuché en este tiempo es de don Marcos Pastrana, que en un encuentro del año pasado decía: «Nuestro problema es que vivimos en una sociedad de despachados». Es una sociedad des-pachada. Despachada es estar fuera de Pacha. Fuera de tiempo y espacio. Eso es Pacha… tiempo y espacio.
La brecha experiencial que ha provocado esta cosmología moderna, la mitología moderna del antropocentrismo, es haber creado modos humanos de estar que se sienten completamente afuera de la Tierra. No sabemos realmente ni de dónde venimos ni qué es lo que nos sostiene como seres vivos. Perdimos esa conciencia en términos experienciales, prácticos.
Esta idea de una sociedad despachada, que se siente que está fuera del tiempo y del espacio, es muy fuerte. Obviamente no estamos fuera del espacio y del tiempo, porque fuera del tiempo y del espacio no hay vida, estaríamos muertos. Estamos adentro, pero vivimos, pensamos y actuamos como si estuviéramos afuera, despachados.
El proceso de colapsamiento de los ciclos biogeoquímicos de la biosfera se está acelerando. La inhabitabilidad de la Tierra está avanzando a un tiempo tan acelerado que parece que los tiempos políticos que tenemos para reaccionar son absolutamente insuficientes respecto a la celeridad, la lucidez, la radicalidad y la colectividad con la que debiéramos afrontar eso.
Por eso digo que el capitaloceno es una enfermedad de la piel, porque produce procesos de insensibilización. Entonces, esta idea de “despachados” hace conexión con eso y hace conexión también con una vieja idea de Marcuse, que hablaba del capitalismo keynesiano fordista, de transformación de la sociedad de trabajadores en sociedades de consumidores como el anestesiamiento. La idea de que el metabolismo del capital va produciendo un anestesiamiento social y político. A medida que consumimos mercancías y en la medida que la mercancía se vuelve mediadora de la vida, y el dinero mediador de las relaciones, vamos perdiendo la capacidad de sentir sobre qué vivimos y, por tanto, vamos perdiendo la capacidad de reaccionar cuando estamos en peligro.
Es como una piel que se hizo callo y que es sumamente peligroso cuando perdiste la sensibilidad de la piel porque te podés quemar y no sentís. Y es un poco eso lo que nos está pasando. Metafóricamente nos estamos quemando porque, como ya dijo Antonio Guterres, estamos en la época de la ebullición global. Y sin embargo, no atinamos a reaccionar.
Vemos escenarios y episodios de colapso y simplemente lo estamos viendo como algo a largo plazo, como algo lejano, como algo remoto, cuando en realidad eso está acá. Lo que acaba de pasar con las inundaciones en Río Grande do Sul, digo, ¿no es un escenario de colapso? Y ese escenario de colapso no solamente significó un montón de pérdidas, un montón de tragedia, sino que significa que nosotros no solo no podemos reconstruir lo que ha sido destruido, sino que no debiéramos reconstruir como fue construido antes. Tenemos que crear otra forma.
La forma ciudad no es viable. Los aeropuertos son inviables, tenemos que cerrar los aeropuertos, tenemos que cancelar los vuelos, y no temporariamente. Tenemos que dejar de pensar que podemos volar. Eso es entrar dentro de nuestra conciencia pachamámica, no en un sentido como ha sido folklorizado y superficializado, banalizado, sino entrar dentro de los ritmos, los flujos, las velocidades de la Tierra.
Diego: ¿Dónde encuentras la potencia para nutrir tranformaciones profundas?
Horacio: Soy sumamente consciente de que esta idea de que la lucha por la madre Tierra es la madre de todas las luchas es un principio sumamente potente, que nos orienta hacia dónde debemos ir y qué es lo que debiéramos hacer. Pero también sé que es un enunciado que no tiene condiciones de repercusión política, que hoy en día es políticamente inaudible, no digo para la élite, sino para amplios sectores de masas populares que han naturalizado las condiciones de la urbanidad, que han naturalizado los patrones de consumo que nos mantienen sujetados a esta sociedad de consumo y que piensan que el bienestar es poder comprarse una Coca Cola y una pizza.
Lo digo con mucho respeto y con mucho dolor, porque el capital nos formatea, nos sujeta desde la producción de lo que consumimos, desde la creación de la necesidad. En ese sentido, tengo clara conciencia de que es sumamente abismal la idea de que la lucha por la madre Tierra se convierta en una consigna política con capacidad de movilización y de organización a gran escala, a una escala que necesitamos y que tenga incidencia o visibilidad políticas.
Soy consciente de eso, y también de que parte de eso tiene que ver con todos los problemas de cómo está configurada la política, lo político, lo público, nuestra cotidianidad urbano-industrial. Entonces, empezar a tomar conciencia de estos colapsos, empezar a tomar conciencia de recrear desde la raíz nuestras condiciones de autonomía es pensar qué es lo que necesitamos. No hay democracia si no hay un pueblo que pueda crear la determinación de sus propias necesidades vitales. Es una definición ultra materialista, ultramarxista de democracia. Un pueblo que decide lo que necesita.
Creo que lo fundamental es volver a pensar nuestros orígenes como especie. ¿Cuál fue nuestro gran salto evolutivo? ¿Qué es lo que nos permitió llegar a ser homo sapiens sapiens? Esa es una clave fundamental porque estamos en un escenario de fuerte deshumanización. Lo humano no es un destino, no es una naturaleza que está inscripta en la biología. Si bien nuestra biología produce nuestras condiciones de posibilidad, después somos los que nos vamos haciendo. Entonces nos podemos humanizar y eso puede no tener techo, pero también nos podemos deshumanizar y eso no puede tener fondo o no sabemos el fondo de la deshumanización en nuestra propia extinción.
Antes que nuestra extinción biológica, probablemente ya nos convertiremos en bestias que no podamos reconocernos como humanos. Entonces, pienso que nuestras esperanzas, nuestra capacidad de movilización, nace y tiene que alimentarse de estos espacios, de los espacios de bondad y de los espacios de indignación ante la violencia, ante la injusticia, ante estas prácticas de depredación. Porque lo que nos depreda no es lo que nos hizo evolucionar, es lo que nos hace involucionar.
También creo que es importante hablar de “esperanza sin optimismo”, como dice Terry Eagleton en su libro. El optimismo es la banalización de la esperanza en el sentido de que nos crea falsas ilusiones. Entonces, la radicalidad de la esperanza tiene que ver con salir de contextos posibilistas. Si nosotros queremos superar la injusticia, no es «hacemos lo que podemos», sino hacemos lo que debemos hacer, algo que esté a la altura de nuestro desafío. Entonces la radicalidad no es una acción utópica. Hoy la radicalidad es una demanda de realismo, de capacidad de transformación política.
En ese sentido, digo que el optimismo es la banalización de la esperanza, porque el optimismo es depositar esperanzas donde no podemos sino cosechar frustraciones. Este progresismo neoliberal es eso. El peor pecado político que ha producido es la banalización de la esperanza. ¿Y en qué consiste esa banalización de la esperanza? En pensar que puede haber justicia social dentro del capitalismo, en pensar que podemos reducir las emisiones de dióxido de carbono industrializando, etcétera.
No hay esperanza dentro del patrón de poder colonial patriarcal moderno, yo no tengo ninguna esperanza dentro de este patrón de poder.
Esta entrevista es parte de una conversación más extensa que mantuvimos con Horacio en julio de 2024.
¿Qué tiempos son estos? Ciclo de conversaciones:
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