La revuelta social en Chile no cabe en el constituyente
En un contexto de precarización y empeoramiento de las condiciones materiales actuales: ¿qué contra narrativas estamos produciendo para no sucumbir ni en un negacionismo, ni en un derrotismo, ni tampoco en una falsa quimera que obstaculice la crítica de uno de los episodios más significativos de la historia reciente sucedidos en Chile?
Pareciera que fueran décadas las que nos separan de aquel 18 de octubre de 2019, en el que se veía con tanto entusiasmo el inicio del proceso de Revuelta social en Chile. Pareciera que las imágenes de estudiantes saltando los torniquetes del metro de Santiago y alentando las evasiones masivas del pago de uno de los transportes públicos más caros de Latinoamérica, hubieran sido guardadas en un baúl polvoriento que no se quisiera abrir más. Como si fueran parte de un pasado lejano y distante, como si incluso no hubiéramos sido nosotrxs mismxs quienes participamos en aquellas largas jornadas de protesta que diariamente convocaban a millones de personas que salían a las calles a manifestarse incansablemente por tener que vivir vidas de miserias e injusticias.
Regresé a Chile los primeros días de mayo. Hace más de un año que no venía.
La última vez que estuve, el acontecer nacional giraba en torno a la Convención Constitucional, uno de los productos negociados en el “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución” del día 15 de noviembre de 2019.
Fue entonces que los personeros de la oligárquica clase política chilena, entre ellos el actual presidente Gabriel Boric, decidieron apoyarse entre sí para restablecer el orden, conducir la protesta hacia el ejemplar del buen ciudadano que vota en las urnas, reducir todo el malestar social y sus demandas hacia el deseo de una nueva constitución y sepultar, de este modo, la Revuelta social.
Los acuerdos de élite
Resulta fácil perderse en tratar de entender este corto tiempo, de tanta intensidad y conmoción pública frente a los hechos sucedidos.
Todavía no éramos siquiera capaces de dimensionar lo que la Revuelta estaba produciendo en los distintos planos sociales—más allá de los negociados políticos institucionales—cuando la pandemia por Covid 19 vino a sucumbir nuestras energías y a obligarnos a estar en un encierro por casi dos años, del que todavía se sienten sus efectos y consecuencias.
Todavía no era claro el panorama de lo que la Convención Constitucional podía lograr hacer, cuando una serie de eventos comenzaron a restarle la credibilidad y la significación anticolonial que, particularmente Elisa Loncon—influyente activista mapuche—quiso entregarle en el discurso inaugural.
Todavía no se estudiaba ni se leía ni se informaba lo suficiente acerca de la propuesta final de la Constitución que emanó de esa Convención, cuando en las urnas el día 4 de septiembre de 2022 se impuso victorioso su rechazo por un 62 por ciento de los votos.
Para el discurso general de las izquierdas chilenas, el 4 de septiembre de 2022 fue el día en que murió aquella esperanza—deseada, diría yo, más por las élites que por la gente trabajadora y sencilla—de contar con una nueva constitución. Constitución que tenía el preciado objetivo político de enterrar de una vez por todas el legado escrito del dictador Pinochet: la Constitución de 1980. Para estas izquierdas, un estado de shock social y emocional se abrió en esa fecha, el cual se volvió a intensificar el pasado 7 de mayo.
El domingo 7 de mayo me tocó ver parte de una segunda oportunidad al proceso constituyente: las elecciones de los nuevos consejeros que tendrán la misión de redactar otra propuesta de carta fundamental.
Y Chile escogió a los representantes que dieran garantías de orden, seguridad y paz social, nada de cambios progresistas, e incluso y contradictoriamente, nada de cambios constitucionales. Los victoriosos en su gran mayoría, fueron entonces los miembros del Partido Republicano—de extrema derecha—que lidera José Antonio Kast.
Tal como señaló Kast en el triunfante discurso que dio aquel día, en realidad el proceso constituyente no es importante para la inmensa mayoría de quienes habitan este país. De todas formas, exista o no, hay que seguir levantándose temprano para salir a trabajar, como todos los días.
Es terrible estar de acuerdo con las palabras de una persona como Kast.
Pero la extrema derecha está en lo cierto, y una vez más, supo elaborar una estrategia que le permitió tomar ventaja para salvaguardar las condiciones que legitiman las ideas más conservadoras y fascistas, en completa sintonía con las contraofensivas enmarcadas en los procesos de reestructuración global del capital.
La revuelta no se reduce a las urnas
En este sentido, vale la pena volver a mirar en un plano más amplio, aquello que la Revuelta social no redujo simplemente a un proceso constituyente.
Una nueva constitución nunca fue la única petición demandada y ni siquiera era la más importante en esa temporalidad de revueltas. Vale la pena acordarse de que, si bien todos los días nos levantábamos para ir a trabajar, las calles, las plazas y los puntos de encuentro en el gran Santiago—donde vivía en aquel entonces—nos avisaban que la jornada de trabajo se terminaba mucho antes y que el espacio público estaba dispuesto para ser tomado por la organización barrial, popular y social.
Vale la pena acordarse de que fueron cuatro meses continuados en que todos los días lográbamos paralizar, al menos durante unas horas, el tiempo cotidiano del capital. Este tiempo lo entregamos a las protestas, las huelgas, las marchas, las concentraciones, las intervenciones culturales, y en general, para sostener un calendario mensual en el que el cronograma de actividades lo decidíamos nosotrxs.
De todo esto vale la pena acordarse, porque para que esos cuatro meses continuados de paralizaciones existieran, tuvo que organizarse gente común en múltiples experiencias de asambleas territoriales, en ollas comunes, en cooperativas de abastecimiento, en redes comunitarias, en espacios culturales, educativos y recreativos. Fueron diversas y heterogéneas formas organizativas que nos permitieron reproducir el conjunto de condiciones materiales, subjetivas y simbólicas para reapropiación del tiempo robado por el capital, por más mínimo el instante que haya durado.
De allí entonces la necesidad de plantear, en un contexto de precarización y empeoramiento de las condiciones materiales actuales: ¿qué contra narrativas estamos produciendo para no sucumbir ni en un negacionismo, ni en un derrotismo, ni tampoco en una falsa quimera que obstaculice la crítica de uno de los episodios más significativos de la historia reciente sucedidos en Chile?
El escenario es bastante complejo como para creernos el cuento de que lo mejor sería guardar las imágenes que ilusionaron la creencia de que todos los días serían 18 de octubre, y que pronto estallará la revolución.
Es la falsedad de las ilusiones y de las esperanzas las que deben ponerse en cuestionamiento, pero no a costa de seguir “olvidando” las capacidades y las fuerzas desplegadas, sobre todo en esos primeros meses de revueltas.
La invitación es volver poner el foco en todas aquellas narrativas que fueron opacadas con el proceso constituyente, para que sean también esas narrativas las que la historia cuente y la memoria persista. “Hasta que la dignidad sea costumbre”, cantábamos en cada marcha.
Y la dignidad está aún muy lejos de serlo.
Nota originalmente publicada en ojala.mx