Pensar el propio pensamiento
Una de las cosas más difíciles y más liberadoras es tomar distancia de nuestro propio pensamiento. Atrevernos a cuestionarlo, pero no en el sentido corriente, de dudar sobre lo pensado. Es un atreverse a ir más allá. Pensar las imágenes con las que pensamos, aquellas que estructuran sin que ni siquiera nos demos cuenta, lo que sentimos, percibimos, pensamos, vemos e imaginamos como posible.
La tradición de los oprimidos nos enseña
que el estado de excepción en el cual vivimos es la regla.
Debemos adherir a un concepto de historia
que se corresponda con este hecho.
W. Benjamín (1942)
Sentimos que no hay tiempo. Estamos en emergencia, ahora es hídrica, pero también sabemos que es social, cultural, económica, alimentaria, ambiental, sanitaria y psíquica. Parece no haber tiempo. Pero no tenemos tiempo porque estamos desconectadas/os del mundo afectivo.
Los afectos requieren un timing que no es el de nuestro presente.
Y sin embargo es más necesario que nunca darnos tiempo para una gran conversación.
Dice Fernández Savater que la antesala de toda revolución es una gran conversación. Me gusta esa imagen. Pero una conversación de este tipo requiere un pequeño y gran desplazamiento: la escucha. Y la escucha requiere una disposición que no es racional sino, afectiva.
En nuestra intimidad sabemos que sin escucha no hay transformación. Y es que nosotras hemos aprendido que en los afectos se tejen mundos posibles nuevos. Lo hemos experimentado porque hemos necesitado resistir durante siglos, la indiferencia del mundo “realmente importante” (nunca más acorde con una de sus etimologías, propio de lo relativo al rey, la realeza o el reino).
Y sin embargo continuamos leyendo, escribiendo, pariendo, militando. Nosotras nos hartamos de anestesiar nuestros cuerpos de formas legales o ilegales. Y digo nosotras que al menos hemos empezado a escucharnos porque muchos de ellos aún ni saben que están deprimidos o lo saben y aún no se animan a politizar su malestar. Con alcohol o cocaína, con antidepresivos, ansiolíticos o marihuana o una combinación de todas esas.
Pero la escucha requiere además de animarnos a dejar de anestesiarnos, confiar en la trama de la vida y de reinvención de lo humano. A pesar de los colapsos nosotras sabemos la importancia de volver a barrer después del terremoto y el bombardeo, regar las plantas, acariciar los hijos.
Sabemos que tenemos esa potencia y la estamos contagiando.
Una amiga me decía, “estar un rato largo con amigas y amigos es como una dosis de antidepresivos, cuando me pasa, la alegría me dura varios días”. Empecé a mirar eso en mi vida con más atención. Y comprobé que para mí también es así. Una buena conversación nos hace muy bien. ¿Y si una amplia conversación colectiva es lo que nos hace falta para salir de esta sensación de vida en automático? ¿o vamos a resignarnos a que solo nos queda la versión degradada de la modernidad? Había ideas que estaban muy bien: igualdad, libertad, fraternidad.
Día frío de Fanfarria. Este año la propuesta fue de armar techo común de cartones bajo la pregunta por qué alguien tiene que vivir en la calle? Bajo ese techo nos cruzamos la mirada con muchos otros.
Hace días algunas, algunos venimos sintiendo la sensación de que algo debe estar pasando que no percibimos, estamos inquietas/os con la quietud. Nos privatizaron de hecho el agua potable, violando la Constitución y el plebiscito que ganó hace menos de 20 años el 64% de la ciudadanía.
Tenemos la sensación de ser ratones de laboratorio, de estar en un experimento neoliberal a cielo abierto. ¿Cuánto precisamos para que salgamos a las calles?
Y sin embargo, buscamos insistentemente habitar otras sensaciones. Vi el documental El botón de Nácar. Todo encajó. El capitalismo, el patriarcado, las dictaduras, los genocidios, la conquista. Porque lo que está mal es cómo nos acostumbraron a pensar los conquistadores: en el extractivismo salvaje del que consideran más débil. Y así nos hemos venido tratando hace 500 años.
Deleuze parece que pedía “un esfuerzo más” a los sujetos rebeldes. Porque trascender el rencor, el resentimiento y la victimización hoy se nos hace además de necesario, imprescindible.
“Un vaso de agua, un plato de comida y un pan, no se le niega a nadie”, nos decía hace un año una vecina que entrevistamos con un compa. Ella llevaba una olla popular mientras criaba como podía además de sus peques a otro niño de un familiar preso.
Otras eficacias que no son las del mercado también habitan nuestros mundos.
Me mandaron un cartel que dice «ni mango ni sartén, olla común». Quizá algo está cambiando en nuestra sensibilidad. Ojalá logremos expandirla en la gran conversación que precisamos.