Política de lo común. La política rebelde que va en serio
Lo comunitario es aquello que decidimos hacer con otras personas respecto a asuntos públicos, de manera autónoma y en aras de cuidar y dar continuidad a la vida. La política de lo común es aquella que la modernidad capitalista niega. No es una política de partido sino de otra socialidad, no se ocupa de la toma del poder sino de la vida. No es una política de teleologías, es una política del presente concreto, de muchas modernidades no capitalistas. Su fundamento no es estatal, aunque no es dogmática al respecto, cuando puede permea, corroe y deforma todo lo que pueda del Estado.
La modernidad que vivimos como dominante, la capitalista, se erige sobre la base de una serie de supuestos que pocas veces son cuestionados, supuestos que producen apariencias del mundo en que vivimos y que, finalmente, son subjetivizados y convertidos en un sentido común que legitima una socialidad centrada en el valor de cambio (una manera de organizar las relaciones sociales en función de intereses de una minoría que es la que tiene poder político y económico). Son supuestos que en muchos casos operan como principios universales, como punto de partida, luego de los cuales la discusión es posible, pero no antes.
Uno de estos supuestos tiene que ver con la noción de lo comunitario y su no correspondencia con esta modernidad. La forma comunitaria de organizar la vida se presenta aparentemente como aquello que hace parte del pasado, o, en el mejor de los casos, que lo encontramos en lo otro coetáneo, pero en una condición de atraso histórico. En todo caso, el supuesto es que la modernidad es un estado societal que ha superado la necesidad de lo comunitario, como aquella forma de autogobierno y de organización de la vida social en torno a los haceres que permiten reproducir la vida colectiva –esto es: generar las condiciones y dar continuidad a la vida biológica y social de un conjunto de personas.
Se asume –como continuación del supuesto– que la superación de la comunidad es posible en un estadio superior de la humanidad, gracias a la centralidad del Estado moderno, que se erige como el garante universal del bien general y como depositario monopólico de la decisión política de una sociedad abstracta e individualizada; y, por otro lado, a la mediación de la mercancía capitalista que es la que finalmente termina satisfaciendo los requerimientos de reproducción de la vida. Todo ello, se dice, hace parte de sociedades “complejas” y desarrolladas en las que, aducen los más liberales, estaríamos emancipados del autoritarismo colectivo que implica lo comunitario.
Incluso, gran parte del marxismo se ha visto permeado por esta lógica de pensamiento. Si bien se plantea una crítica a la sociedad moderna capitalista y a las relaciones que en las cuales prima el valor de cambio y la explotación del trabajo humano, la crítica parte de un principio epistémico que concibe que lo comunitario no es un tema del presente. El pasado le pertenece a la comunidad ancestral y el futuro deseado al comunismo, pero, el presente o es capitalista –lo que se debe enfrentar– o podría ser socialista –a lo que se llega con la revolución–, en ambos casos la comunidad no es una variable emancipatoria del presente. Es por eso que el comunismo se convierte en un fetiche bastante incómodo/inútil para el marxismo más ortodoxo, convirtiéndose en metafísica ideologizada que, desde una lectura determinista y lineal, presume que ello sucederá cuando el Estado se extinga.
En estos últimos años se ha reactivado una fértil discusión sobre la comunidad, lo comunitario y lo común –en este momento no entraré a la precisión conceptual–. Frente a un escenario de crisis ambiental y exacerbación de las contradicciones sociales de este mundo, la idea de lo comunitario es retomada como un horizonte deseable y urgente, aunque en muchos casos se plantea desde el mismo principio epistémico de la modernidad capitalista; como algo que no existe pero que debe ser recuperado desde un pasado idealizado, o, en el mejor de los casos, como réplica de lo otro (lease: el pachamamismo que cosifica lo indígena). También están quienes conciben lo común como una mera práctica tecnócrata de ciertos bienes y servicios al interior de un mundo capitalista.
El problema es que este supuesto histórico de la modernidad capitalista es bastante erróneo, lo comunitario no solo es presente que habita en nuestra cotidianidad, sino que es tendencialmente anticapitalista, rompe con la lógica del valor de cambio. Pero, entonces, ¿cómo concebir lo comunitario?, antes que nada, como una relación social y un conjunto de haceres que se producen en el marco de esa relación. Lo comunitario no es una cosa inalterada ni una idealización, tampoco es ideología y menos política de Estado. Su condición emancipatoria no radica en una narración teleológica –como la idea del comunismo–, sino en su posibilidad de desplegarse en el presente.
Lo comunitario es la manera en que se organizan relaciones sociales de co-operación y haceres compartidos mediante los cuales un conjunto de personas asume la capacidad autónoma, autodeterminada y autorregulada de decidir sobre asuntos relativos a la producción material y simbólica necesarios para reproducir la vida [1]. En otras palabras, lo comunitario es aquello que decidimos hacer con otras personas respecto a asuntos públicos, de manera autónoma y en aras de cuidar y dar continuidad a la vida. Lo comunitario implica, pues, una dimensión política de gobierno en la que es un nosotrxs quien decide sobre lo que nos atañe y para lo cual se tiene la capacidad de disponer de una serie de recursos materiales y simbólicos, y si no se cuenta con ello pero se desea, entonces se lucha. Por eso es que la comunidad en una sociedad capitalista –que se caracteriza por la expropiación del producto del trabajo– es tendencialmente subversiva.
Las comunidades indígenas son, pues, resultado de sus luchas por conservar su autonomía política y desplegar sus propias formas de habitar el mundo. Efectivamente, la relación comunitaria ahí es más poderosa, porque es una práctica del presente, pero también un acumulado de producción de lo común que hunde sus raíces en lo más profundo de la historia. Pero lo comunitario existe también como parcialidad de nuestra cotidianidad urbana, en una serie de trabajos y haceres que no están mediados –o no totalmente– por la relación capitalista.
Los trabajos de reproducción y cuidado son el mejor ejemplo de ello, y que generalmente, por la relación de dominación patriarcal, han recaído en el trabajo femenino. Es por ello que las luchas feministas del presente, centradas en el cuidado colectivo de la vida, tienen tanta fuerza y potencia organizativa, habilitando múltiples horizontes emancipatorios desde una práctica de intelección que prefigura un mundo distinto desde el hacer concreto, trascendiendo los obtusos esquemas ideologizados de la modernidad capitalista.
La política de lo común es aquella que la modernidad capitalista niega. No es una política de partido sino de otra socialidad, no se ocupa de la toma del poder sino de la vida. No es una política de teleologías, es una política del presente concreto, de muchas modernidades no capitalistas. Su fundamento no es estatal, aunque no es dogmática al respecto, cuando puede permea, corroe y deforma todo lo que pueda del Estado. Decía Bolívar Echeverría[2] que “el mito de la revolución es justamente el que da cuenta de la existencia de un momento de creación o recreación absoluto, en el que los seres humanos echan todo abajo y todo lo regeneran; en el que se destruyen todas las formas de la socialidad y se construyen otras nuevas, a partir de la nada”, la política de lo común, en contraposición, no es una política de narrativas heroicas, es la política creativa, es la política en serio.
[1] Esta manera de nombrar lo comunitario es recogida de los debates que se dan al interior del Seminario de Entramados Comunitarios y Formas de lo Político, en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de Puebla. Es desde este espacio de discusión desde el cual nutro y planteo lo propuesto acá.
[2] En Valor de uso y utopía. 1998. Siglo XXI Editores.