América Latina

Santa Cruz S.A. El mito empresarial y la realidad depredadora

3 julio, 2025

Santa Cruz S.A. El mito empresarial y la realidad depredadora

Bolivia atraviesa una coyuntura económica crítica. La escasez de divisas, el desabastecimiento de combustibles y la inflación creciente han sumido al país en un escenario de alta incertidumbre. Ello, sumado al conflictivo proceso electoral, ha dado espacio para la amplificación de narrativas que presentan al agronegocio, particularmente al complejo agroexportador cruceño, como posible salvador de la economía nacional.


Es llamativo cómo se ha instalado un consenso en torno a esta cuestión, incluso trascendiendo diferencias ideológicas aparentemente irreconciliables. Tanto los que se reconoce como derecha conservadora y/o liberal, así como las fuerzas políticas oficialistas que se autodefinen como progresistas o populares, alimentan narrativas que exaltan el rol del agronegocio. Bajo la apariencia de “neutralidad técnica” y “racionalidad económica”, estas narrativas naturalizan la necesidad’ de liberalizar las exportaciones y, particularmente, la centralidad del agronegocio en la economía nacional[1].

Sin embargo, basta rascar un poco en la historia boliviana para evidenciar que estas narrativas encubren una realidad muy distinta y que, en todo caso, sirven para capitalizar malestares y demandas legítimas de la sociedad. No es la primera vez que el agronegocio es presentado como salvación para la economía nacional. Una situación similar se vivió en la década de los 80, cuando tras un período de hiperinflación y recesión económica, el gobierno de Paz Estenssoro (1985) implementó un paquete económico (D.S. 21060) que, entre otras medidas, liberalizó completamente las exportaciones agroindustriales con el argumento de que ello permitiría «reiniciar, redefinir, y encaminar el desarrollo nacional liberador».

Lejos de convertirse en motor de recuperación, la agroindustria mostró un desempeño errático durante toda la década. Su supuesto despegue solo se materializó cuando, en 1990, se puso en marcha el proyecto Eastern Lowland, que implicó contraer deuda externa con el Banco Mundial por USD 54,6 millones equivalentes al 5% del presupuesto estatal de Bolivia de la época. En otras palabras, el primer boom soyero del país (1993-1998) no fue resultado de la liberalización de 1985, sino de un masivo financiamiento internacional que comprometió recursos públicos futuros para subsidiar la expansión del cultivo de soya[2] a escala masiva. La «salvación» agroindustrial, entonces, no surgió del dinamismo empresarial privado, sino de una transferencia de recursos públicos hacia un sector que había fracasado en cumplir las promesas de la liberalización.

Este patrón histórico anticipa las contradicciones del agronegocio actual: un sector que se presenta como emprendedor y autónomo, cuando en realidad es estructuralmente dependiente de transferencias de recursos públicos; que promete beneficios sociales amplios mientras concentra las ganancias en pocas manos; y que en momentos de crisis, precisamente cuando debería demostrar su capacidad de rescate, intensifica su dependencia estatal sin ofrecer las contrapartidas fiscales o sociales prometidas.

El ejemplo de los años 80-90 también evidencia que el agronegocio cruceño dejó de ser hace tiempo un fenómeno meramente regional. Si bien mantiene su epicentro en Santa Cruz y se extiende por las tierras bajas, se ha consolidado como piedra angular de la arquitectura del poder económico nacional. Esta transformación se sostiene sobre procesos de concentración de tierra y riqueza que, aunque operan desde tiempos coloniales, se han intensificado dramáticamente desde mediados del siglo XX. En las últimas dos décadas, todos los gobiernos de turno, independientemente de su orientación ideológica, han validado y expandido sistemáticamente los privilegios de este sector.

En este texto problematizamos estas dimensiones del agronegocio cruceño que han sido naturalizadas en el debate público boliviano[3]. El análisis se estructura en cuatro apartados complementarios. Primero, analizamos las narrativas y mecanismos discursivos que construyen el consenso contemporáneo en torno al agronegocio como solución inevitable. Segundo, desmontamos los mecanismos financieros que subyacen al sector, contrastando la retórica de «inclusión» con la realidad oligopólica de las finanzas grises. Tercero, examinamos el caso del Banco Fassil como ventana para observar el entramado concreto que vincula el poder financiero con el agroindustrial. Finalmente, analizamos la paradoja del «emprendimiento cruceño», evidenciando cómo la narrativa de autonomía oculta una dependencia estructural que trasciende lo regional para configurar las prioridades económicas nacionales.

La doctrina del shock y la construcción del consenso agroindustrial

La estrategia de presentar al agronegocio como «salvador» en momentos de crisis, como sucedió en la década de los 80, no desapareció con el tiempo. Por el contrario, se perfeccionó y se convirtió en una estrategia sistemática de captura del sentido común. En el actual momento de crisis, la centralidad discursiva del agronegocio se refuerza mediante mecanismos que no son nuevos, pero que han adquirido mayor sofisticación.

La lógica remite a lo que Naomi Klein denominó la «doctrina del shock»[4]: amplificar la sensación de colapso inminente para inducir a la población a un estado de miedo que viabiliza transformaciones estructurales que, en contextos menos convulsivos, enfrentarían resistencia social significativa. El colapso fiscal actual, el miedo al desabastecimiento, agudizado por precios altos de productos importados, y la urgencia económica se utilizan para presentar como inevitables medidas que en otros contextos generarían indignación y un amplio rechazo. Esta estrategia del miedo se combina con un entramado discursivo sofisticado que opera simultáneamente en múltiples niveles.

Por un lado, se despliegan relatos amplificados sobre seguridad alimentaria, crecimiento económico y modernización productiva, naturalizando la expansión del agronegocio como única vía posible. Por otro, el sector se presenta como símbolo de economía «blanca» y “legal” frente a actividades de carácter popular que operan bajo el estigma de la “ilegalidad”, reforzando su legitimidad en un país donde la informalidad económica genera constante tensión política. El agronegocio aparece, así, como materialización del «trabajo honesto» y del «progreso», aunque paradójicamente, como veremos, sus operaciones financieras son muy opacas y muchas de sus actividades están relacionadas con altos niveles de corrupción.

El discurso dominante convierte al agronegocio en salvador del país mediante un lenguaje que amplifica promesas y minimiza contradicciones, pese a su escasa contribución tributaria y alta dependencia de subsidios estatales. Se articula entonces un chantaje discursivo: cualquier intento de regulación es retratado como amenaza directa, crisis alimentaria, fuga de inversiones, «comunismo antiempresarial», ocultando que la agricultura familiar es la que realmente alimenta al país, mientras que el agronegocio se orienta principalmente a la exportación. A esto se suma la narrativa del «atraso», que sitúa a Bolivia como rezagada frente a países que «avanzan» con el modelo agroexportador, sin mencionar jamás los impactos devastadores de ese mismo modelo.

Esta construcción discursiva, sin embargo, se estrella contra la evidencia empírica. A varias décadas del establecimiento formal del agronegocio en Bolivia, es crucial reconocer que este camino no ha solucionado problemas sociales ni económicos en ninguna parte del continente. La crisis ambiental y social se ha agudizado en Santa Cruz, pero también en regiones similares, algunos ejemplos: Mato Grosso en Brasil con deforestación alarmante; Paraguay con concentración extrema de tierras; Santa Fe en Argentina con degradación de suelos por contaminación de agrotóxicos. Desde una perspectiva pragmática, las exportaciones del agronegocio en 2024 representaron apenas el 18% del total exportado por el país. Solucionar el déficit comercial mediante la frontera agrícola requeriría expandirla en más del doble de los actuales 12,6 millones de hectáreas, evidenciando la imposibilidad material de las promesas del sector.la frontera agrícola requeriría expandirla en más del doble de los actuales 12,6 millones de hectáreas, evidenciando la imposibilidad material de las promesas del sector.

¿Por qué entonces un modelo que no es nuevo, que no está funcionando en otras partes, nuevamente se plantea como solución? Como la historia misma del agronegocio muestra, no es solo un tema de crecimiento económico sino también de concentración de poder económico, que beneficia a redes de interés de élites locales, nacionales y globales, que encuentran oportunidades en momentos de crisis. En línea con lo planteado por Maristella Svampa, el neoxtractivismo intensifica la extracción de recursos naturales, expansión de las fronteras productivas y es  legitimado, mientras se invisibiliza sus consecuencias.

El poder de estas narrativas se evidencia con particular claridad en el proceso electoral de 2025: de los diez candidatos presidenciales, todos coinciden en promover la base productiva agroindustrial; cinco proponen liberalizar por completo las exportaciones, y cuatro buscan reducir o facilitar la intervención estatal para el sector. Lo que resulta revelador es que las propuestas del agronegocio, aunque se presentan como ruptura radical frente al modelo «fracasado», constituyen en realidad una profundización de políticas que ya estaban en marcha.

Esta aparente paradoja se explica por un consenso que trasciende las diferencias retóricas. Por un lado, el Movimiento al Socialismo (MAS-IPSP), pese a su discurso anti-neoliberal, ha operado bajo lógicas plenamente funcionales al capitalismo extractivo, privilegiando la exportación de materias primas y manteniendo una economía dual donde coexisten sectores formales e informales sin cuestionar las estructuras de concentración. Por otro lado, las posiciones tradicionales de derecha, ofrecen sin ambigüedades la predisposición a favorecer a las élites económicas vinculadas al agronegocio.

Los gobiernos del MAS no solo han reproducido el marco favorable al agronegocio heredado de los años 90, sino que lo han expandido significativamente: han negociado políticas públicas cada vez más convenientes para el sector, promovido medidas tributarias y crediticias favorables, y sostenido estos privilegios incluso durante las crisis más profundas.

Así, bajo la retórica del «proceso de cambio», se consolidó la dependencia estructural hacia un agronegocio que opera como bloque histórico blindado frente a cualquier crítica, legitimado por un sentido común tecnocrático que lo presenta como solución natural, eficiente y políticamente neutral. De esta manera, se silencia sistemáticamente el debate sobre sus impactos territoriales, sociales y ecológicos[5]; así como sobre las alternativas productivas sostenibles, que si bien ya existen en los márgenes de la economía hegemónica son invisibilizadas o estranguladas financieramente.

Paralelamente y como proceso consustancial, se ha consolidado una construcción identitaria del «hombre cruceño», emprendedor, moderno pero tradicional, con fuertes componentes racistas y clasistas que opera como dispositivo de legitimación cultural del modelo. En las últimas décadas, esta identidad ha sido alimentada con particular énfasis en momentos en que las élites cruceñas han visto amenazado alguno de sus privilegios, como pasó con mucha claridad entre los años 2006 y 2010. En la coyuntura actual, esta figura reaparece con un discurso redentor: “el emprendedor que debe rescatar al país del Estado centralista que asfixia al que trabaja».

En este contexto, la violencia no es un efecto secundario del modelo, sino uno de sus pilares fundamentales. El modelo requiere fragmentación territorial, disciplinamiento social y subordinación institucional para garantizar su rentabilidad. El consenso discursivo que presenta al agronegocio como solución técnica y neutral es, en realidad, el velo que oculta estos procesos de despojo y exclusión sistemática.

Finanzas grises y concentración económica

Ahora bien, detrás del consenso discursivo analizado anteriormente se ocultan mecanismos concretos de acumulación, privilegio fiscal y captura institucional que constituyen el sustento económico real de lo que se conoce como el “modelo cruceño”. Lo que las élites agroindustriales han logrado construir no es un sistema de libre mercado, sino una sofisticada estructura financiera para la concentración de riqueza en pocas manos.

Una pieza clave de esta estructura son las llamadas finanzas grises: flujos de capital legales, pero deliberadamente opacos, articulados a través de estructuras societarias complejas, fondos de inversión cerrados, fideicomisos, vínculos familiares entre élites bancarias y agroindustriales, y el uso estratégico de recursos previsionales, fondos de pensión y ahorro de los trabajadores. Aunque formalmente dentro del marco normativo, estas herramientas operan por fuera del escrutinio público y con nula rendición de cuentas sobre sus impactos distributivos o ambientales.

La función de estas finanzas grises no es democratizar el acceso a recursos, como sugiere la narrativa de «inclusión», sino consolidar posiciones dominantes en el territorio, la producción y los mercados. Su opacidad no es un defecto del sistema, sino su característica importante de su modo de operar, permitiendo que actores estratégicos accedan a recursos públicos y financiamiento preferencial sin que estos flujos sean visibles para el debate público o la fiscalización ciudadana.

Esta lógica se materializa en una estructura oligopólica donde los tres sectores núcleo del agronegocio boliviano, soya, ganadería extensiva y complejo azucarero, operan como conglomerados altamente concentrados. En conjunto capturaron en 2024 USD 3,194 millones, más del 15% de toda la cartera de créditos bancarios del país. Solo en la cadena de la soya, que representa la mitad de esos créditos, ocho grandes empresas dominan el acceso al financiamiento, acaparando el 63% del total de los créditos bancarios otorgados al sector.

Esta concentración no responde a méritos de eficiencia, sino a un ecosistema de financiamiento selectivo marcado por la concentración en pocas familias y empresas, donde los actores hegemónicos acceden a condiciones extraordinariamente beneficiosas: préstamos en bolivianos con tasas de interés inferiores al 6% anual que les permiten evitar repatriar los dólares que generan las exportaciones, garantías públicas, exenciones tributarias y acceso privilegiado a recursos previsionales, todo ello con un bajo compromiso redistributivo o fiscal. Se estima que más del 10% de los fondos de pensión del país están, de forma directa o indirecta, canalizados hacia estos tres sectores mediante la banca.

El agronegocio opera sobre una base sistemática de subsidios directos e indirectos que raramente son visibilizados en el debate público. A lo largo de las últimas dos décadas, los sucesivos gobiernos bolivianos han consolidado un marco legislativo y de políticas públicas crecientemente favorable al desarrollo del sector agroindustrial y ganadero. Entre los subsidios más significativos destaca la subvención al diésel agrícola, insumo esencial para los sistemas de cultivo mecanizado intensivo como el de la soya. El costo fiscal estimado de este subsidio ascendió, en promedio, a USD 204 millones por año entre 2009 y 2023[6], representando una transferencia masiva, sostenida y regresiva de recursos públicos hacia los actores más capitalizados del agro.

Un ejemplo emblemático del marco de privilegios fiscales es el Régimen Agropecuario Unificado (RAU), vigente desde 1996, que fija un impuesto anual de tan solo Bs 3 por hectárea (menos de 50 centavos de dólar)[7]. Además, en 2019 se eliminó el requisito de reforestación en caso de sanción por desmonte ilegal, reduciendo aún más los costos operativos del sector. El Estado boliviano también ha canalizado inversiones públicas significativas hacia regiones de alta concentración soyera, como San Julián, San Pedro, Yapacaní, Cuatro Cañadas, Cabezas y Pailón. En estas zonas, donde ya existe una evidente sobrecapacidad instalada de transformación, se han destinado más de USD 115 millones a infraestructura productiva en el periodo 2009-2021[8], incluyendo plantas de acopio, procesamiento y transformación de soya. A esta inversión se suma el desembolso de USD 953 millones para la construcción y operación de la planta de urea en Bulo Bulo, cuyo destino principal también está vinculado al sector agroindustrial.

Este proceso ha incluido el debilitamiento progresivo de la normativa socioambiental y la regularización de desmontes ilegales ocurridos entre 1996 y 2011, mediante la promulgación de la Ley N° 337, justificada bajo el argumento de garantizar la seguridad alimentaria nacional, sin importar para qué fueron usadas dichas tierras, incluyendo mercancías de exportación. Estas medidas no responden a decisiones aisladas, sino que se encuentran alineadas con los objetivos establecidos en los Planes Nacionales de Desarrollo, donde la expansión de la frontera agroindustrial ha sido reiteradamente definida como una prioridad estratégica del Estado.

En este esquema, el sistema financiero no es solo un actor intermediario, sino un agente central de acumulación. Los principales bancos comerciales tienen vínculos patrimoniales, familiares o políticos con grupos agroindustriales, lo que facilita el flujo de crédito dirigido hacia operaciones que combinan agroindustria, inmobiliaria y contratos estatales.

Por su parte, el gobierno actual ha impulsado que la Gestora Pública de la Seguridad Social de Largo Plazo (anteriormente los fondos de pensiones AFPs) se transforme, en silencio y sin debate público, en una fuente estratégica de financiamiento para el agronegocio, canalizados mediante fideicomisos que priorizan obras e infraestructura vinculadas al modelo exportador, sin criterios ambientales ni garantías de retorno social. El hecho de que recursos públicos construidos con el ahorro del trabajo de los ciudadanos sean utilizados para sostener una economía excluyente y ambientalmente destructiva, sin mecanismos de auditoría ciudadana, es uno de los puntos ciegos más alarmantes de la política económica boliviana contemporánea.

El resultado de este andamiaje financiero es una estructura de mercado cada vez más cerrada, en la que los pequeños y medianos productores acceden al territorio, a subprestamos empresariales y a los canales de comercialización en condiciones de subordinación y dependencia. La promesa de un modelo «inclusivo» contrasta con una realidad en la que las reglas están diseñadas para privilegiar a quienes ya concentran activos estratégicos: tierra, capital, infraestructura, influencia institucional.

El acceso al crédito rural está segmentado por tipo de actor y tenencia de la tierra. Quienes no forman parte de las redes agroempresariales consolidadas enfrentan tasas de interés del doble de las otorgadas a las grandes empresas que se asemejan a la usura financiera, menor plazo, mayores garantías y menor acompañamiento técnico. Lo mismo ocurre en el mercado de tierras, donde la titulación y compra-venta operan como mecanismos de acaparamiento en favor de grandes operadores que aprovechan vacíos normativos, intermediación política o simples operaciones de fuerza sobre territorios campesinos e indígenas.

La capacidad del agronegocio de presentarse como «motor de desarrollo» descansa, precisamente, en que no se discuten los dispositivos financieros, fiscales e institucionales que hacen posible su reproducción. Y si bien se lo representa como un sector pujante, competitivo y autosuficiente, su funcionamiento real depende de manera estructural de la intermediación estatal, la canalización de recursos públicos, es decir, del conjunto de la sociedad boliviana, y la naturalización de un orden territorial desigual.

Lo que el caso del Banco Fassil nos permitió entender

Los mecanismos de financiamiento selectivo y concentración económica descritos en la sección anterior no son abstracciones teóricas, sino dinámicas concretas que operan a través de instituciones específicas y actores identificables. El colapso del Banco Fassil en 2023 ofrece una ventana excepcional para observar, en toda su magnitud y complejidad, el entramado de poder que sostiene el modelo agroindustrial cruceño. Más allá de un simple episodio de crisis financiera, este caso revela la intrincada arquitectura de relaciones que vincula al sector financiero con el agroindustrial, desmintiendo cualquier pretensión de separación entre ambos.

Lo que inicialmente parecía ser una historia de éxito financiero, un banco que en menos de una década pasó de ser un pequeño fondo a convertirse en el séptimo banco del país, ocultaba un sistema cerrado de acumulación que la Unidad de Investigación Financiera calificaría posteriormente como «la estafa piramidal más grande de la historia» boliviana. El impacto público del colapso fue devastador: 900 mil ahorristas afectados, más de USD 1.140 millones de fondos previsionales en riesgo (4,7% del total), y la intervención estatal para evitar un colapso financiero sistémico. Sin embargo, lo más inquietante no fueron las cifras del desfalco, sino la radiografía que este episodio proporcionó sobre cómo operan realmente las élites económicas cruceñas.

Una entidad que se jactaba de que su objetivo era promover la «producción», terminó funcionando como vehículo para la expansión especulativa de redes agroempresariales con conexiones políticas directas, en un contexto de regulación opaca y mucha permisibilidad institucional. El caso ilustra, en escala concentrada, todas las dinámicas analizadas previamente: financiamiento selectivo, vínculos familiares entre sectores, uso estratégico de recursos previsionales y externalización de riesgos hacia el Estado. La estructura de control del banco revela perfectamente cómo funcionan las finanzas grises: el Banco Fassil estaba controlado por seis familias cruceñas, Wille, Roca Suárez, Velasco Bruno (de la cual hace parte el candidato a vicepresidente de Jorge “Tuto” Quiroga), Urenda, Chahín y Pareja Roca, aglutinadas en la Sociedad de Inversiones de La Sierra S.A. que, a su vez, controlaba Santa Cruz Financial Group S.A., entidad núcleo del conglomerado Fassil. Al frente de esta estructura se encontraba Juan Ricardo Mertens Olmos, quien presidía simultáneamente varias empresas del conglomerado, evidenciando la concentración extrema del poder decisorio.

Esta estructura ilustra perfectamente el funcionamiento oligopólico del agronegocio: las mismas familias que dominan sectores específicos de la agroindustria diversifican su presencia hacia el sector financiero, manteniendo el control integrado sobre los recursos estratégicos. No se trata de sectores económicos autónomos que compiten entre sí, sino de un sistema verticalmente integrado donde un puñado de familias administra el flujo de capital entre sus propias empresas. La operación concreta de este sistema se evidenció cuando, entre 2018 y 2021, más de 50 empresarios recibieron créditos millonarios del banco para luego desviar aproximadamente USD 580 millones hacia la cuenta N° 324531 de Santa Cruz Financial Group. Lo alarmante no es solo la magnitud del desvío, sino la identidad de los principales beneficiarios, nombres clave del agronegocio cruceño.

Entre los casos más notables aparece Luis Barbery Paz (Unagro), con USD 5.1 millones; Tatiana Marinkovic y Leonel Pedrotti (IOL), con otros 5.1 millones; Tsutomo Fukuhara Kimura (Agro Naciente S.R.L.), con 6.5 millones, y múltiples empresarios vinculados a la agroindustria y el sector inmobiliario. Estos no eran préstamos aislados, sino parte de un mecanismo sistemático donde Santa Cruz Financial Group compraba inmuebles a precios de mercado para luego venderlos al banco a precios inflados, mientras se otorgaban créditos millonarios a personas sin respaldo suficiente que debían traspasar un porcentaje a la matriz del conglomerado.

Un elemento especialmente preocupante de este esquema fue la canalización de fondos previsionales hacia el sector agroindustrial, ejemplificando en un caso concreto la dinámica analizada en la sección anterior. El Fondo Renta Activa Agroindustrial, creado en 2019 y administrado por Santa Cruz Investments (parte del conglomerado Fassil), tenía como principal inversionista a las AFP (actualmente Gestora Pública de la Seguridad Social de Largo Plazo). Este mecanismo ilustra cómo los ahorros de los trabajadores bolivianos fueron canalizados directamente hacia el agronegocio sin criterios de transparencia ni garantías de retorno social.

Los nombres involucrados en el caso Fassil revelan además la integración entre poder económico y capacidad de incidencia política que caracteriza al modelo cruceño. El caso de Luis Barbery Paz resulta paradigmático. Como presidente ejecutivo de Unagro (Unión Agroindustrial de Cañeros), principal productor de azúcar y etanol del país, y simultáneamente como presidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia (CEPB) entre 2019-2023, Barbery personifica la articulación entre intereses sectoriales específicos y representación empresarial nacional. Esta doble posición le permitió jugar un papel determinante en la aprobación e implementación de la Ley del Etanol, que estableció la mezcla obligatoria de gasolina con bioetanol y aseguró un mercado cautivo con precios garantizados para los ingenios azucareros. El hecho de estar involucrado en el caso de Banco Fassil no parece haberle afectado en su posición de poder y su capital social, en 2023 asumió la presidencia del «Pacto Global», donde actores internacionales de cooperación como las Naciones Unidas se reúnen con el sector privado bajo una agenda de «desarrollo sostenible». Algo similar ocurre con la familia Marinkovic, que tiene el control de Industrias Oleaginosas S.A. (IOL), y que representa el 22% de la capacidad de molienda de oleaginosas en Bolivia, formando parte de las tres compañías que controlan el 84% del sector.

El caso Fassil desmiente definitivamente la ilusión de que los distintos sectores económicos operan de manera autónoma y competitiva. Lo que revela, por el contrario, es un sistema integrado verticalmente donde un puñado de familias diversifican su presencia manteniendo el control sobre los recursos estratégicos, utilizando las instituciones financieras como vehículos para consolidar y expandir su poder económico. Durante años, el directorio se autoasignaba dietas mensuales de USD 45.000 por apenas ocho reuniones al mes, mientras construía un esquema que acabaría comprometiendo los ahorros de los trabajadores bolivianos.

Las finanzas grises permiten que recursos públicos y privados circulen por canales opacos para consolidar posiciones dominantes que trascienden las fronteras sectoriales y regionales, contando además con recursos públicos sin mecanismos adecuados de fiscalización. La quiebra del Banco Fassil pone en duda la supuesta lógica técnico-económica que motivaría a la Gestora en sus decisiones de inversión, revelando más bien una captura institucional que subordina el interés público a redes de poder específicas. Más que un caso aislado de corrupción financiera, el colapso expone los mecanismos concretos mediante los cuales el agronegocio cruceño ha logrado trascender su carácter aparentemente regional para constituirse en una estructura de poder que determina las prioridades económicas nacionales.

La paradoja del emprendimiento cruceño. Cuando el mito colapsa ante la realidad

La imagen del empresario cruceño como figura autónoma que prospera «sin ayuda estatal» constituye quizás el relato más poderoso del modelo agroindustrial. Esta narrativa no solo sirve para legitimar a estas élites, sino también para ocultar una historia de transferencias sistemáticas de recursos públicos que se remonta a décadas. Los casos analizados anteriormente demuestran que el agronegocio no prospera a pesar del Estado, sino precisamente a través de su captura y utilización estratégica. Sin embargo, lo que resulta paradójico es que mientras mayor es esta dependencia estructural, más intenso se vuelve el discurso autonomista.

Esta paradoja no es accidental, sino funcional al modelo, es el paraguas que permite transferir las consecuencias, ambientales, sociales, territoriales, hacia el conjunto de la población y la naturaleza, mientras se privatiza sistemáticamente no solo los beneficios económicos, sino también el mérito del «éxito empresarial». Pero esta lógica extractiva, que durante décadas pudo mantenerse relativamente invisible para amplios sectores de la sociedad boliviana, comienza a mostrar grietas cuando se examina la realidad concreta de sus operaciones, como hemos visto en este artículo.

El caso reciente de Las Londras resulta emblemático en esta desmitificación. Este episodio reveló un patrón de despojo sistemático de tierras fiscales dentro de la Reserva Forestal Guarayos, donde empresarios presentados inicialmente como víctimas de avasallamiento resultaron ser también ocupantes ilegales que accedieron a tierras fiscales mediante compra-ventas ficticias, fragmentación fraudulenta de predios y uso de documentación falsa. Paralelamente, otros actores usurparon identidades campesinas e indígenas, crearon comunidades ficticias con personerías jurídicas exprés y se beneficiaron de vínculos con operadores políticos del MAS y la complicidad del INRA. Esta operación ilustra cómo el supuesto «emprendimiento autónomo» se construye, en realidad, mediante la instrumentalización de marcos legales, identidades sociales y complicidades institucionales para apropiarse de territorios que luego serán presentados como fruto del «trabajo honesto» y la «iniciativa privada».

Las consecuencias de este modelo, acumuladas por décadas, han trascendido los límites rurales y regionales para convertirse en una crisis que afecta la vida cotidiana de millones de bolivianos. La degradación ambiental provocada por la deforestación masiva, el uso intensivo de agroquímicos y la pérdida de biodiversidad representa un costo que asume no solo la sociedad boliviana, sino la vida en general, algo que no aparece jamás en los balances corporativos. Lo mismo ocurre con los costos sociales: precarización laboral, desplazamiento de comunidades campesinas e indígenas, y profundización de desigualdades territoriales que se extienden mucho más allá de las fronteras departamentales.

En estos últimos años, el síntoma más visible de este fenómeno es el humo que cada año envuelve no solo las «zonas de sacrificio» rurales que se amplían sin control en las tierras bajas, sino también a los centros urbanos. En 2024, los incendios provocados que se relacionan directamente con este modelo productivo generaron un incremento del 40% en problemas respiratorios y del 28% en casos de conjuntivitis solo en Santa Cruz de la Sierra. Las clases presenciales debieron suspenderse, las actividades al aire libre se volvieron peligrosas y miles de familias se vieron obligadas a permanecer encerradas mientras el aire se volvía irrespirable. Este humo no solo significa la muerte en llamas de millones de seres vivos, sino que materializa las múltiples violencias de un modelo que promete desarrollo, pero entrega enfermedad, que promete progreso, pero genera destrucción.

Sin embargo, como decíamos antes, el agronegocio y sus implicaciones no pueden ser considerados un «problema de Santa Cruz» o un asunto regional. Se trata de una discusión que debe nacionalizarse e incluso internacionalizarse, porque sus efectos trascienden fronteras departamentales y nacionales. La deforestación en Bolivia contribuye al cambio climático global, los agrotóxicos contaminan cuencas que atraviesan varios países, el modelo extractivo que se consolida aquí se replica en toda América Latina bajo las mismas lógicas de despojo y concentración, y sus postulados económicos precarizan la vida de millones de personas. La pregunta ya no es si Bolivia puede darse el lujo de cuestionar este modelo, sino si puede darse el lujo de no hacerlo.

En este contexto, resulta inadmisible que en el proceso electoral de 2025 este tema se plantee superficialmente y solo desde las narrativas hegemónicas. Es fundamental buscar respuestas a la crisis económica que atraviesa Bolivia, pero estas no pueden pasar por beneficiar a un sector oligopólico cuyas prácticas precisamente generarán las condiciones para la profundización de esta crisis en el mediano y largo plazo.

Que todos los candidatos presidenciales coincidan en promover el mismo modelo que está destruyendo territorios y enfermando a la población constituye una afrenta directa no solo para la sociedad boliviana, sino para la vida en general. El consenso que naturaliza la expansión agroindustrial como única vía de desarrollo no es expresión de madurez política, sino de captura institucional y de encubrimiento político. Mientras el aire se vuelve irrespirable y los territorios se convierten en zonas de sacrificio, la clase política debate sobre matices técnicos de un modelo cuya viabilidad social y ecológica ya colapsó, sin comprender que apostar por él significa ahondar la crisis que pretenden resolver. En este sentido, la tragedia no es solo ambiental, es también democrática.


Este texto ha sido elaborado por el Centro de Estudios Populares en el marco del proyecto de investigación «Sembrando desigualdad, Cosechando Poder» apoyado por SOMO. Su contenido es responsabilldad del CEESP y no necesariamente refleja la posición de SOMO.


Notas:

[1]  La idea de promover exportaciones como única salida a las crisis no es nueva. »Exportar o morir» fue el lema de la economía banzerista, mismo que ganó popularidad durante la crisis de la hiperinflación en 1985 y fue retomado por Gonzalo Sánchez de Lozada en varias oportunidades, en particular en el 2003, durante la Guerra del Gas. 

[2] El Eastern Lowland Project fue un programa de desarrollo agrícola financiado por el Banco Mundial que no solo implementó por primera vez en escala masiva el cultivo de soya, sino que estableció la infraestructura institucional y financiera que sigue sustentando al agronegocio cruceño: desde sistemas de crédito especializado hasta la consolidación de redes empresariales que articularon producción, procesamiento y exportación.

[3] Este artículo presenta un adelanto de los resultados de la investigación «Sembrando desigualdad, cosechando poder: La economía política del agronegocio en Bolivia«. El estudio completo, que documenta en detalle las dinámicas aquí analizadas con evidencia cuantitativa y cualitativa exhaustiva será publicado como libro en los próximos meses. La investigación examina la estructura de poder del agronegocio boliviano, sus mecanismos de acumulación, su relación con el Estado y sus impactos territoriales y socioambientales.

[4] La Doctrina del shock fue publicada por Naomi Klein el año 2007.

[5] En su libro Potosí, el origen. Genealogía de la minería contemporánea, Horacio Machado explica que el extractivismo «tiene que ver con la forma originaria y fundacional a través de la cual el capitalismo ha concebido la Naturaleza y con el modo de relación que ha impuesto sobre la Tierra como condición para su desarrollo y expansión.»

[6] Estimación propia en base a una extrapolación del estudio de Julio Prudencio Borht (2023).

[7] Hay que aclarar que, aunque el D.S. N.º 24463 establece tarifas fijas por hectárea que disminuyen cuando la superficie aumenta, especialmente si se declara como uso pecuario (por ejemplo, Bs 0.63/ha. en Santa Cruz), muchos predios agrícolas declaran parte de la superficie como pecuaria para acceder a las tarifas más bajas. Por ello, en promedio, aunque legalmente no figure una tarifa de Bs 3, el monto efectivo promedio de grandes propietarios es cercano a Bs. 2,80, lo que refleja la naturaleza regresiva del RAU. Es decir, quienes poseen más tierra terminan pagando menos por hectárea.

[8] Estimación de los investigadores con base a distintas fuentes.


Publicado originalmente en ceesp.org.bo