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Sentir la pandemia

21 mayo, 2020

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Zur

Sentir la pandemia

Doy vueltas pensando en una forma de narrar experiencias de estos días porque son muchas cosas que se mezclan, se solapan, mucha vida y mucha presencia de la muerte a la vez. Hablamos y discutimos con compañeras en Nueva York sobre esa pantalla enorme que este momento trae, sobre la relación con el desastre ecológico, con las industrias científicas que generan estos problemas, con la precariedad absoluta que se vive desde abajo en Estados Unidos -este país tan complejo-, la necesidad de salud, de saberes que enfaticen prevención, de las formas de endeudamiento y mayor criminalización que sabemos que se vienen.


También pienso en qué ha implicado para mí estos días habitar esas certezas. Cuando nos preguntábamos hace unos días cómo esto se cuenta desde el feminismo, pensaba que siempre es ese aterrizar lo abstracto a lo concreto, y desde lo concreto visualizar las múltiples relaciones que traman eso que vemos hoy como “el virus”. Y el miedo que da contar lo que se siente, que parezca tonto, que no tenga nada que decir. Aquí el intento.

Marzo: el virus en el cuerpo

Marzo me trae siempre algo vinculado con la vida. Es el mes en que nací hace cuarenta y cinco años ya. En Uruguay, de donde soy, era ese mes en que el verano empezaba a terminar y no hacía tanto calor. En Nueva York, donde vivo, es el mes en que empezamos a sentir algunos esbozos de primavera y nos llenamos de alegría tras los inviernos largos de acá. Podemos juntarnos en el parque, andar más en la calle. Este año, después del cumple, caí enferma con gripe. En esos días muchxs amigxs caímos enfermxs igual y pensamos que era una de las tantas gripes que circulan. Una madrugada me despertó la fiebre, el dolor en todo el cuerpo, me costaba repirar. Me senté en la cama y pensé: ¿y si es el Covid-19? ¿y si me muero? Fue una conciencia muy inmediata de la finitud que somos, a pesar de que cada día nos adiestren a olvidar que algún día nos vamos a morir y que va a ser así, en un instante cualquiera. Para mí la conciencia de finitud siempre es crucial porque tiene que ver con eso que nos hacen olvidar, el cuerpo finito en el ahora de la vida en que estamos y en donde somos en relación.

Luego empezó el llamado al “distanciamiento”, algo que en una ciudad como Nueva York es casi imposible para la mayoría de las personas (por los espacios pequeños, por la cantidad de familias compartiendo apartamentos minúsculos, etc.). Las dos primeras semanas era difícil procesar todo. Escuchábamos noticias que en realidad eran cifras: sube, baja, se infla o se desinfla “la curva”. Con la familia-comunidad que hacemos quienes nos fuimos de nuestros países teníamos nuestras cenas colectivas por zoom; después por jitsi para evadir la vigilancia. Hablábamos de qué vendría, de cómo interrumpir ese dictamen que lanzan los medios, de la fantasía de que se podrá volver a “la normalidad”.

Con el grupo de mujeres nos reunimos también así cada semana para seguir haciendo cosas juntas, conversar. A la vez, a través del cómo estás, empezamos a hablar entre quienes estamos más cerca físicamente y a sentir las necesidades que están fuera de todas las noticias. Hablamos de lo que se siente desde las comunidades más despreciadas, que son las comunidades de trabajo más importante, más esencial, pero también quienes están muriéndose de a mucho, quienes están enfermando y no tienen seguro médico y viene la duda de qué hacer. Desde ese lugar, todo lo que se dice desde arriba -“no te pueden desalojar de tu casa”, “no te pueden cobrar más de lo usual”, etc.- no aterrizaba. Es la laguna entre “ese mundo” de la tele, donde habla el gobernador con sus especialistas, y “este mundo” en el que esas palabras no hacen sentido.

Durante los años de Occupy Wall Street, el grupo strike-debt nos hablaba de ese sistema de muerte que es la deuda como motor del capitalismo que habitamos. Death or debt, porque para mucha gente la deuda contraída por no morir generaba un modo de morir, porque no se podía pagar en vida tampoco. Otra vez el cuerpo, la deuda infinita imposible de pagar en vida. Todo eso salía nuevamente a la superficie y se empezaron a reactivar los grupos que habían emergido desde entonces.

Empezamos a enredarnos más en un tejido capaz de generar sostén ahí donde hay hambre, donde hay mucho dolor, donde hay detención, donde hay encarcelamiento, donde de repente no se reciben noticias de la familia presa y no se sabe, ¿vive? ¿enfermó? ¿muere?. Hablando con compañerxs de grupos migrantes de diferentes sitios se empezó a gestar una forma de enredo colectivo, con la intención de generar información útil, aprender desde las situaciones que van emergiendo cada día para trazar un mapa de las necesidades concretas para sostener comunidad en este tiempo y el que viene. También para, a partir de las situaciones concretas, mapear los saberes, la información que necesitamos y la pregunta crucial que siempre nos atraviesa: ¿cómo enlazamos esos sostenes inmediatos, que vienen de una cantidad de situaciones de vida o muerte en el “ya”, con un horizonte amplio pero siempre concreto de transformación de la vida en comunidad? Amplio porque implica conectarnos con la comida, con el cultivo, con la tierra, con el agua, con el aire, con el trabajo. Concreto porque esto empieza a partir de prácticas específicas en un ahora común.

Cuando encaramos el tema alimenticio viene la pregunta por conectar con las granjas, con el campo, con el aprender a cultivar en la ciudad, con transformar lotes vacíos en huertas. Cortar la dependencia implica también esa conciencia, que la situación actual concretiza de un modo inusitado, de que no va a venir “desde arriba” eso que necesitamos. Encontramos importante eso que es difícil de poner en narración: ¿cómo hablar de las emergencias que trae “esta” pandemia desde la conciencia crucial de sus preexistencias y por tanto de la necesidad de movernos hacia otro lugar, hacia otras relaciones?

Las palabras acuerpadas

En medio de esto, me preguntaba por el modo en que la conciencia de la palabra, de la lengua, es otro de esos saberes invisibles que emergen tan cruciales en relación a la posibilidad de sanación y sobrevivencia. Hacer, hablar y sentir que la lengua es una herramienta crucial estos días. Y empieza a darse un giro poético muy fuerte en cómo hablamos. Eso me pareció revelador.

Una compañera lleva comida a las vecinas y a las despensas las llama “canasta de esperanza”. En uno de los repartos, una señora que no comía hace días la quería abrazar y como no se puede, ella le dijo: “la abrazo con el alma”. Otra compa me decía que empezó a sentir un “contagio de solidaridad” y una “pandemia de unidad”. Ese giro en nuestro modo de hablar me recordó esa idea crucial -que olvidamos por las divisiones y jerarquías de saber- de que, como dijo Audre Lorde, “la poesía no es un lujo” sino una herramienta para sobrevivir. El giro poético en nuestro hablar era para ella la necesidad de un decir enraizado en el sentir, el modo en que conectamos con un pensamiento que viene desde otro lugar, un lugar que ella llama “oscuro” porque a veces está denigrado, otras veces incierto, y que nos permite reconocer otros modos de ser, imaginar, sentir y hacer.

Para mí lo poético tiene que ver con el encuentro de esas sensaciones y sentires que vienen a poner junto lo cotidiano con un tipo de afecto que viene de la conciencia de un límite, de un sentir hondo para lo cual el resto de los usos de la lengua no nos ayudan. De la imagen que genera el sentir, sale la lengua poética. Con Claudia hacíamos un taller de escritura y poesía en la cárcel para mujeres latinoamericanas que hablan español y están presas en una cárcel que habla inglés. Después, el único modo de procesar las imágenes del adentro y la sensación límite de impotencia que provoca el cara a cada con situaciones de horror desde la injusticia, era escribiendo poemas que brotaban solos. Hacía mucho no escribía así. Y me hizo pensar en la relación que hay entre ese giro de la lengua y la capacidad de expresar un sentir que nos cuesta “explicar” desde los lugares asignados para eso (análisis, argumentación). El vínculo entre imágenes de algo muy límite y la capacidad de enlazar el sentir que de ellas se desprende, con una lengua que lo exprese hacia otro sitio, es algo que en medio de las emergencias de este momento salía a flote todo el tiempo desde el diálogo. Es curioso, porque se trata del uso de la lengua más desprestigiado -se lo encasilló en el rubro del “ornamento”, de “lujo” en lugar de necesidad- y sin embargo, es quizás un tipo de preguntar que nos conecta con esa parte de nuestra humanidad que está más enterrada y en la que reside también una herramienta crucial para nuestra sobrevivencia común.

Audre: la palabra y la sobrevivencia

Cuando empezó todo esto yo estaba en el mundo de Audre Lorde, escribiendo un librito pequeño que se inspira en la música crucial de sus palabras, de su poética práctica de otro poder para trazar posibilidades de otra justicia, de que podamos realmente plantearnos otro tipo de sensación y comprensión de la justicia. El libro enhebraba las  conversaciones que vamos teniendo cada diciembre en Montevideo -en talleres con algunas compañeras de Minervas que generosamente abren ese espacio- sobre justicias transformativas, donde hablo y hablo de Audre y de cómo necesitamos repensar qué significamos cuando pedimos justicia desde el feminismo, para abrir esa palabra y poblarla de formas colectivas que intentan hacer otro mundo, formas que existen y que hay que visualizar. De a poco sus poemas y palabras venían como un coro mientras una compañera me decía algo, otra persona otra cosa.

Ya desde los feminismos negros de los setenta está claro que solamente aprendiendo a sentir y ver desde las zonas más vulnerables de la sociedad, desde las partes más bajas de la pirámide, es que las luchas sociales pueden transformar algo. Las herramientas del amo no nos sirven para desmontar la casa del amo. No es ajustándonos a su casa que cambiarán las condiciones de existencia social. Es solo transformando y gestando otro poder. Y desde ahí vienen en estos días muchas formas de hacer comunidad en medio del cerco de muerte que se ha instalado, para hacer más visible un mundo de injusticia y  despojo que preexiste. Esta pandemia trae una vez más la historia del capitalismo, una visión muy clara de un mundo que no funciona sino a través de la producción de dolor y despojo. Y esto se hace claro al mirar cuáles son las comunidades que más están enfermando y muriendo acá. Las comunidades afroamericanas y migrantes nos instan a conectar este instante con la larga historia de despojos, desplazamientos y forma de esclavización diversas.[1] Se hace necesario enfatizar y construir otro tipo de hacer y de relacionarnos que existen y que nos enseñan a no ver, a despreciar. Porque como se preguntaba Audre en un poema crucial:

¿Cuántas otras muertes

vivimos cada día

haciendo

como que estamos vivas?

Las palabras para Audre eran semillas. Después de leer poemas decía que era como haber arrojado semillas donde quizás salía y crecía algo. Estos días entendí más eso a través del efecto de tantas de sus palabras que me vienen en esa caja musical que tenemos dentro y que piensa, habla en el misterio de nuestro cuerpo.

Hablo con mucha gente de la comunidad migrante, un lugar social donde quienes sostienen la vida, los cuidados, son abandonados en situaciones de crueldad magnificada; donde aun cuando se logra juntar fianza no largan a la persona de una cárcel en la que la mayoría está infectada. Cada día lidiamos de muchos modos con una desesperación latente. Escucho una y otra vez la certeza que tienen muchas personas de la comunidad migrante latinx que esto es algo hecho para eliminarlxs, para desentenderse de una población que no cuenta como digna de vivir. Y cada vez que esa idea -que a veces analizamos de forma abstracta cuando hablamos de eugenesia- viene de la voz de una compañera que me dice eso desde el alma, desde la angustia que le genera porque en ella está la muerte, sentía la música, una y otra vez, de la “letanía para la sobrevivencia”, ese coro fundamental que Audre dejó para que esa certeza se transformara en lucha:

Para las que vivimos en la orilla

sobre el filo constante de la decisión

cruciales y solas

para las que no podemos disfrutar

los sueños pasajeros de la elección

que amamos en umbrales yendo y viniendo

en las horas entre amaneceres

mirando dentro y fuera

a un tiempo antes y después

buscando un ahora que pueda criar

futuros

como pan en las bocas de nuestros hijos

para que sus sueños no reflejen

la muerte de los nuestros

Para las que

nos fue marcando el miedo

como una leve línea en el centro de la frente

aprendiendo a temer ya con la leche materna

pues por esta arma

la ilusión de encontrar seguridad

los de torpes pies esperaban silenciarnos

Es para nosotras

este instante y este triunfo

Nunca se esperó que sobreviviéramos

Abril: el cuerpo vivo y la comunidad

Llegó abril. Paradójicamente es un mes que también me trae siempre una relación con la vida. Es el mes en que nació mi hijo y vienen muchas memorias de ese proceso porque nos unimos con amigas y nos preparamos juntas intercambiando diferentes saberes de cada una para parir como proceso grupal, como recordatorio de lo que sabe hacer nuestro cuerpo aunque nos han alejado de eso. Yo era la “vieja” para el sistema porque tenía cuarenta y un años, y la última a la que le tocaba parir. Eso me dio el privilegio de sentir todos esos otros partos como míos, sin lo cual seguramente no hubiera tenido la fuerza que tuve para luchar en el hospital para que me dejaran en parte tenerlo como yo quería. Hablando con una amiga me decía: “imaginate lo que dice eso… si pudiéramos ser más concientes del poder que abre en nosotras ese compartir, esa reconexión fundamental con lo que sabe el cuerpo”. Cuando nació sentí ese efecto que deja la hormona del amor, la oxitocina, una alegría vital y una fortaleza en el cuerpo que nunca había vivido. Algo de eso vuelve cada abril como memoria.

Pero este abril fue muy diferente, porque era eso en medio de estas muertes constantes. Cuando pasó ese miedo del principio y creamos red migrante entre barrios, y coordinamos en comunidad para hacer frente a los múltiples despojos que existen (hambre, desempleo, enfermedad, liberación de cárcel, etc), empezaron a emerger esas formas que se activan de inmediato y nos transportan a nuestros países latinoamericanos: la olla, la canasta, la solidaridad que se despliega desde los saberes comunitarios de supervivencia que existen y se refuerzan y explicitan, los saberes de hierbas, de qué necesitamos ingerir. Desde ahí, la fuerza de esa vitalidad volvió y me hizo pensar en la relación que existe entre hacer comunidad, vincularnos desde el amor y el complejo de relaciones que es el cuerpo.

Esa materialidad y ese saber que tenemos en el cuerpo, que nos enseñan a sentir como “individual” y que es una gran central de múltiples relaciones sin las cuales no se sostiene nuestra vida. Ese cordón umbilical que el cuerpo guarda y tiene con la comunidad. Eso es lo que las diferentes formas concretas de sostenernos en este momento traen como verdad crucial para el futuro: somos la materialidad de nuestro cuerpo y desde cada cuerpo hay un sistema de relaciones múltiples de interdependencia sin las cuales ningún cuerpo puede vivir y sobrevivir individualmente. Todo eso que aprendemos del feminismo hoy se pone con una explicitez inusitada en cada latido de nuestro corazón. Y en esa explicitez está la hoja de ruta de los futuros vivibles que necesitamos desplegar, ahondar, ejercitar, en el saber que existe y que usualmente nos ayudan a olvidar. Este momento es también el ejercicio de una larga memoria en la cual se semilla la posibilidad de otra vida.

Silvia Federici, compañera, lo dice en toda su obra y en cada gesto, pero en el texto In Praise of the Dancing Body lo expresa de una forma hermosa que ha venido como certeza crucial en estos días. Por un lado, nos habla ahí del tipo de relación con el cuerpo que impone el capitalismo a través de los modos de producción y disciplinamiento. Por otro, nos abre una inspiración en la pregunta por el cuerpo como un sistema de poderes que, a pesar de ser controlados, siempre postulan un límite al capital. El cuerpo como sitio de “poderes, capacidades y resistencias que han sido desarrollados en un largo proceso de coevolución con nuestro medio natural así como a través de prácticas intergeneracionales que han puesto límites naturales a la explotación. (…) La necesidad del sol, del cielo azul y los árboles verdes, el olor del bosque y los océanos, la necesidad de tocar, oler, dormir, hacer el amor”. 

La urgencia y la necesidad de reconectar con el cuerpo como sitio múltiple en el que late ese otro poder que intentan quitarnos y que a la vez nos es lo más próximo -cada cuerpo, nuestro cuerpo, ese que está vivo hasta que muere-. Eso nos habla también de la urgencia por desarrollar otro estilo y ritmo de luchas y resistencias colectivas, en este momento donde nunca quizás fue más claro que nadie puede sobrevivir autosuficientemente, una certeza desde la urgencia que late feroz y concisa en el correr de todos estos días.

 

Harlem, fines de abril.

[1] Como dijo Keeanga: “Miles de estadounidenses blancos también fallecieron a causa del virus, pero la velocidad con la cual los afroamericanos están muriendo transformó esta crisis de la salud pública en una lección objetiva sobre la desigualdad racial y de clase” (Keeanga Yamahtta Taylor, “La plaga negra”)