Virginia Ayllón: «Nos hemos acostumbrado a creer que con decir ya estaban las cosas hechas»
«Creo que ese «qué podemos, qué tenemos que hacer» debería provocar una reflexión que tenga en su centro una característica fundamental que hemos estado ya practicando en algunos movimientos, algunas personas, algunos colectivos: humildad extrema. No solamente debemos constatar que este colapso tiene que ver con la intervención y conquista humana al planeta, también ha venido de la mano de una soberbia impresionante, que creo que ha marcado la conformación de la historia y de las identidades.»
Ciclo de conversaciones: ¿Qué tiempos son estos?
En el marco del décimo aniversario de ZUR, les invitamos a un ciclo de conversaciones que venimos realizando con diversas personas. Desde su quehacer, estas voces nos ayudan a concebir maneras de habitar el mundo, entenderlo, nombrarlo y organizarnos frente a aquello que deseamos transformar.
Les invitamos a seguir el hilo de estas conversaciones. Por favor, compártanlas con quienes puedan interesarse, y si lo desean, envíen sus resonancias a través de las redes sociales de ZUR @zurpueblodevoces.
Virginia Ayllón es escritora y crítica literaria boliviana. Tiene libros y artículos de literatura como también de pensamiento crítico sobre temas sociales, de género y de cultura. Ha sido docente de grado y post grado en universidades bolivianas. Su producción literaria, así como la de reflexión crítica está publicada en libros y revistas de Bolivia y otros países. En 2023 se publicó la 2ª edición de la Antología del pensamiento crítico en Bolivia, elaborada en coautoría con Silvia Rivera.
Huáscar Salazar: Quisiera comenzar nuestra conversación con una pregunta que nos viene convoca a este ciclo de conversaciones: ¿Qué tiempos son estos que nos ha tocado vivir? Es una pregunta que nos interpela especialmente desde la pandemia, mientras intentamos comprender un mundo que parece cada vez más difícil de descifrar. Vivimos momentos de profunda confusión: somos testigos de un incremento sin precedentes de la violencia global -las guerras, el genocidio en Palestina-, vemos la exacerbación de discursos violentos tanto desde gobiernos de derecha como de izquierda, y observamos un inquietante retorno a posiciones cada vez más conservadoras. Todo esto sucede mientras enfrentamos una crisis climática que ya no es una amenaza abstracta, sino que se materializa en nuestra vida cotidiana, alterando nuestras formas de existir. Entonces, Vicky, desde tu mirada y experiencia, ¿qué tiempos son estos?
Virginia Ayllón: Bueno, yo coincido con quienes piensan y reflexionan que estamos viviendo el momento del colapso del capitalismo, pero que también es el colapso de la humanidad tal como la conocemos hasta hoy. Guerras siempre ha habido. Enfermedades y pandemias siempre ha habido. Retroceso a la derecha, tendencias dictatoriales, conservadurismo es algo propio de la humanidad. No es algo específico de este momento, como lo es el colapso ambiental. Esto nos hace teñir nuestras reflexiones de cierto tono apocalíptico, que tampoco lo comparto. Pero hay una sensación de que todo estuviera acabando y nos preguntamos: «¿qué vamos a hacer?»
Yo creo que ese «qué podemos, qué tenemos que hacer» debería provocar una reflexión que tenga en su centro una característica fundamental que hemos estado ya practicando en algunos movimientos, algunas personas, algunos colectivos: humildad extrema. No solamente debemos constatar que este colapso tiene que ver con la intervención y conquista humana al planeta, también ha venido de la mano de una soberbia impresionante, que creo que ha marcado la conformación de la historia y de las identidades.
Detrás de eso está lo de Palestina, pero no solamente Palestina; nos tienen que horrorizar todos los horrores. No creo en la jerarquización de los males. Es decir, me sigue espantando la capacidad humana del exterminio, desde los tutsis, Palestina, a veces nuestra indiferencia respecto de la migración venezolana, etcétera. Es una característica humana la violencia, lamentablemente, y eso explica este colapso.
Entonces, no solamente sería una vuelta de tuerca, sino una nueva forma de vivir el colapso. Como dice Donna Haraway, podría ser creando nuevos parentescos porque por supuesto que van a sobrevivir a este colapso otras especies, eso es una maravilla. Yo sigo esperando que lleguen unos extraterrestres, porque si llegan es porque seguramente son más inteligentes que nosotros [risas]. Pero aquí convivimos con seres más inteligentes que nosotros, solo que no los hemos visto, los hemos aplastado, por ejemplo, las cucarachas [risas].
Se trata de generar nuevos parentescos y vivir este colapso que nosotros mismos hemos provocado, pero vivirlo con cierta alegría porque esa es una forma de resistir. Vienen tiempos difíciles si pensamos solo en el colapso ambiental y el cambio climático. Nadie puede asegurarnos que seguiremos teniendo Internet en diez años y para algunos eso será el fin de la historia, mientras que otros aprenderemos a vivir sin ello.
Por fin vamos a poder hacer eso que tanto predica la retórica indigenista de izquierda: volver a nuestros ancestros. Vamos a tener que volver al abrigo ancestral, ese que un poeta local poetizó como metáfora de La Paz: una ciudad hecha de retazos. No será un abrigo de moda, pero ese abrigo que usaban nuestros antepasados se volverá uno de nuestros bienes más preciados cuando lleguen los terribles inviernos sin electricidad. Y más allá, tendremos que prepararnos para morir, lo que sería lo primero que deberíamos haber aprendido después de tantos años de filosofía y poesía.
Diego Castro: ¿Cómo nos estamos preparando para vivir este colapso? Es decir, ¿qué aprendizajes de toda la experiencia que venimos acumulando nos resultan realmente útiles y qué cosas sientes que ya deberíamos dejar de sostener?
V.A.: Hay cosas muy prácticas. Todo colapso —como en esos programas de reality que te ponen en la selva y a ver cómo sobrevives dos semanas— tiene que ver con las experiencias prácticas de vida, pero también con nuevas formas de socialización. Me refiero a lo que Donna Haraway llama ‘sororidad tentacular’: esas relaciones sociales afectivas que implican dependencia mutua, que entre humanos pueden llevarnos hasta morir de amor. Sin embargo, no hemos desarrollado ese tipo de vínculos con otros seres. O, en todo caso, hemos desarrollado, lamentablemente, obsesiones amatorias con las mascotas —¡el mascoterismo es una barbaridad! No se trata de ‘tener’ mascotas, sino de rescatar y acompañar a esos seres que tanto hemos lastimado.
Esto lo aprendí junto a las mujeres del barrio popular donde vivo, durante la pandemia. Veníamos saliendo de una crisis política en Bolivia que casi nos lleva a la matanza, porque los humanos somos muy dados a querer matar al que piensa diferente. Es muy fácil desear la muerte del derechista, querer aplastarlo. Pero en ese momento te das cuenta que estás operando como asesino, y que eso suma al discurso de la violencia.
Ahora, no digo tampoco que hay que perdonar todo, pero es que no podemos poner las cosas, otra vez, en términos humanos de violencia. Vamos a reflexionar la violencia, que es una hechura humana muy compleja, pero vamos a reflexionar poniéndonos frente el espejo cada uno: Hay que dar la vuelta el espejo. Yo estoy cada vez más convencida de que en la izquierda hemos sido muy de hablar de los otros, muy de hablar sobre y a nombre de los otros; ahora hay que dar la vuelta el espejo para tener respuestas éticas.
Durante esa terrible crisis política que enfrentamos los bolivianos —que nos dejó un sabor tan duro que ruego a las diosas que nunca se repita—, algunas mujeres tuvimos la inteligencia de no hablar. El silencio se volvió fundamental. Resultó que era cierto lo que nuestras madres nos decían de pequeños: si no tienes algo bueno que decir o vas a decir una barbaridad, mejor cállate. Eso debería convertirse en una cuestión política.
Cuando con estas mujeres sabíamos que íbamos a enfrentarnos entre nosotras, decidimos callarnos y recurrimos al intercambio de verduras que cada una de nosotras había producido en su huerto durante la pandemia. Tuvimos aproximadamente dos meses de intercambio silencioso. Pesaba mucho la violencia que los políticos habían ejercido sobre nuestros cuerpos y nuestras mentes. Ahí es que me di cuenta de, como dice Silvia Rivera, la diferencia radical de quien trabaja con la tierra y de quien no la trabaja.
Ahí nos conectamos con esa tendencia global de mujeres sembrando huertos urbanos, que de alguna manera repite la experiencia de las guerras mundiales, cuando las mujeres cultivaban pequeños huertos en sus jardines. No eran grandes extensiones y la experiencia va más allá de proveer alimento: te permite establecer una relación con otros seres, algo bien lindo, pero bien complejo. No es simple decir “voy a producir papas” no es una cosa sencilla, viene con la responsabilidad de los cuidados, hay una cosa de ida y vuelta.
Me parece a mí que este es un aprendizaje que hay que reaprender. Por eso comparto también con quienes creen que ruralizar las ciudades es parte de vivir ya este colapso. ¿Y qué haces con los animales? Bien complejo, porque es bien fácil hablar de la Madre Tierra y hablar de la Pachamama ¿Y qué haces con los animales que dañan tus plantas? ¿Los matas? Matar, por ejemplo, una babosa, ¿es igual que matar una ballena? Vienen problemas morales de una nueva relación social para los seres humanos que queremos vivir el colapso de otra manera. Me quieres decir dónde entra la política aquí, que están haciendo los políticos con esto, ya hemos visto que eso es parte del colapso. De lo que se trata es de la construcción de pequeñas comunidades, que también son efímeras, no son permanentes, no vamos a hacer grandes comunidades de rebeldes, no nos da y ni aunque nos diera. El movimiento feminista nos ha enseñado cómo el pequeño colectivo que se junta con los otros para grandes reivindicaciones, y ahí se acaba su relación. No quiere formar un gran partido, una coalición, una agenda política. Toditas afuera para el 8M, las que nos peleamos y las que no y luego adiós compañera que te vaya bien: las unas a tejer, las otras a leer, las otras a su intelectualidad y las otras a llorar. Lo que cada quien haga en sus colectivos. Eso es lo que vale: efímera. Tal como las pensadoras postmodernistas del feminismo nos han enseñado.
H.S.: Me gustaría profundizar en algo que has venido planteando en varios momentos: tu posición sobre que ya no es tiempo de pedirle cosas al Estado, ni siquiera desde una perspectiva progresista. Parece que seguimos esperando que algo suceda desde ahí, mientras tú nos invitas a pensar más bien en la micropolítica. ¿Podrías desarrollar más esta idea?
V.A.: Sí, ahí hay ejemplos muy concretos, o sea, no solamente es ideología. Los Estados no han podido hacer nada para reducir los efectos del cambio climático, por ejemplo, del efecto invernadero. No han podido hacer nada. Se han reunido y reunido, han sacado declaraciones que firmaban o no firmaban, pero los Estados no han sido hábiles para eso.
En contraposición, tenemos muchas pequeñas o grandes, la mayor parte pequeñas, experiencias de la sociedad civil que sí han hecho algunas cosas. Incluso se han enfrentado al Estado, como el caso de los indígenas del TIPNIS en Bolivia, o los indígenas mayas y otras etnias contra el Tren Maya. Los Estados no han tenido problema, incluida la izquierda, de pasarse por encima de esos reclamos y más bien han activado una retórica vacía sobre la Madre Tierra.
Hay una movilización bastante importante del tema medioambiental en la sociedad civil. Ahora puede decirse que esa movilización va a terminar en nada porque los Estados al final no hacen nada, y esa indiferencia del Estado no debería sorprendernos, así operó desde la primera Revolución Industrial. ¿Por qué nos sorprende que el capitalismo actúe así?
Y hemos puesto mucho nuestras fuerzas en el tema de la revolución social. Todo el siglo XX hemos invertido en eso y no hemos conseguido los efectos que queríamos. Además, el colapso de la izquierda —incluidas barbaridades que hace la izquierda actual— se ha llevado tras de sí todo un potencial de esperanza y esa sí es una cosa terrible.
En ese orden son valiosas las reflexiones que vienen de los jóvenes. Ellos están más libres de las culpas y los sentimientos de contradicción que las generaciones izquierdistas del siglo XX hemos desarrollado, al ser conscientes de que vivíamos con una doble moral: hablábamos de los pobres y teníamos consumos burgueses: esa doble moral, tan profundamente arraigada.
Entonces, hay ricas experiencias en diferentes rincones de la tierra que además hay que rastrearlas porque, en general, esas experiencias no se espectaularizan en los medios de comunicación. La izquierda y todo lo referido a las revueltas sociales siempre han sido asuntos de los medios de comunicación. Abrías el periódico y veías ahí lo que estaba pasando en tal revolución o con tales partidos, todo se convirtió en una cuestión de medios de comunicación.
Estas otras experiencias son diferentes: son rastreables solo si participas directamente en ellas y desde ahí y vas descubriendo sus conexiones… Toma como ejemplo la revolución zapatista, que atraviesa un momento tan interesante, o la revolución de Rojava, que enfrenta la dura posibilidad de ser atacada. A los medios de comunicación solo les interesa el evento espectacular: si el Subcomandante hizo esto o aquello. Y cuando los zapatistas -con gran inteligencia- dejaron de alimentar ese espectáculo, simplemente el Sub y los zapatistas dejaron de ser noticia.
De estas experiencias solo sabemos quiénes estamos involucrados; los que estamos de este otro lado. La visibilidad mediática no es la medida del éxito. Pero puede haber movimientos que sí buscan dialogar con el Estado, y tienen derecho a hacerlo, cada movimiento es autónomo y no pretendo imponer mi forma de pensar a otros. Lo fundamental es apoyar las causas justas: si hay una marcha por la tierra, participamos, pero no desde una posición vanguardista sino desde la retaguardia activa, nuevamente callados. La vanguardia la tienen aquellos a quienes apoyamos, pero no queremos ni liderizar su movimiento, ni ‘darles línea’, ni nada parecido.
D.C.: Me gustaría profundizar en esta idea de la retaguardia activa que mencionas. Es una forma de apoyo que, aunque se ejerce en silencio, es profundamente activa. En ese sentido, ¿cómo piensas que pueden darse los encuentros, los intercambios y el crecimiento entre diferentes experiencias? Sobre todo, cuando enfrentamos problemas que, si bien se manifiestan localmente, son compartidos por personas en distintos lugares del mundo.
V.A.: Las relaciones entre estas experiencias se tejen naturalmente a través de intereses comunes, generando propias formas de comunicación desde la dinámica misma de la acción. La retaguardia activa es una actitud moral de solidaridad que reconoce que el otro es quien tiene la reivindicación y, por lo tanto, quien debe dirigir la acción. Es ese otro quien se presenta ante los medios o toma las decisiones que considere. Quienes estamos apoyando permanecemos en silencio, sin intervenir, a menos que se nos pida específicamente nuestra palabra.
Esto representa un cambio moral fundamental. Antes era muy fácil sumarse a la lucha de vecinos, indígenas, mujeres, jóvenes o habitantes de las villas, y empezar a teorizar sobre ellos como actores sociales y sus procesos de subjetivación. La retaguardia activa propone algo distinto: vengo a apoyar tu lucha, pero tú la diriges porque es tuya. Yo solo aporto mis brazos y lo que pueda ofrecer.
Es un concepto muy poético que lo pusimos en práctica, por ejemplo, durante la lucha de los indígenas del TIPNIS contra la carretera del IIRSA. Participamos muchos colectivos contraculturales: algunos hacían comercio justo, otros tejidos, otros eran clubes de lectura. Las que éramos viejitas y ya no podíamos caminar nos quedamos acompañando a las mujeres dirigentes indígenas, mientras los jóvenes marchaban con ellos.
Recuerdo que algunos compañeros que venían de la izquierda decían: “No, estos dirigentes están equivocados, deberían hacer esto o aquello”. Al final, fuimos reprimidos y varios compañeros terminaron en la cárcel, porque el Estado también ubica el potencial de estas pequeñas disidencias, sabe que pueden horadar con cierta efectividad en las cosas.
H.S.: Vicky, quisiera partir de tu lectura sobre lo ocurrido en Bolivia en 2019 para reflexionar más ampliamente sobre cómo el progresismo tiende a invisibilizar problemas fundamentales. Pensando en Bolivia en el 2025, vemos que se avecina una polarización extrema en torno a quién controlará el gobierno, mientras la crisis ambiental —provocada por un modelo económico depredador— se profundiza en silencio. Me preocupa cómo estos temas vitales quedan relegados cuando la política estatal se impone violentamente en primer plano, condicionando nuestras formas de pensar y actuar. Es llamativo ver cómo en tiempos electorales, incluso los colectivos y movimientos sociales terminan resignándose a apoyar al “menos malo”, como si esa fuera la única forma posible de hacer política. ¿Qué opinas sobre esto?
V.A.: En el centro de tu pregunta está el tema de la posibilidad de la democracia y, más específicamente, nuestra participación en ella. Ni siquiera hablamos ya de democracia, sino de elecciones, que es el programa del Estado. Ahora todos deben hablar de elecciones, de candidatos.
Me hace pensar en lo que ocurrió hace un par de décadas con las mujeres zapatistas, cuando hicieron su revolución dentro de la revolución. Dijeron: “No nos vengan con que este es un discurso de nuestros ancestros, porque resulta que esos ancestros eran inequitativos con las mujeres y los jóvenes. Si esa era su ley, no la queremos”. Así iniciaron esa revolución de jóvenes y mujeres.
Algo similar sucedió en Rojava: discutían cuántas personas deberían conformar un núcleo de base para garantizar la participación de todas en las decisiones y evitar el surgimiento de liderazgos que reprodujeran sociedades autoritarias. Era una discusión aparentemente sobre números —100, 105, 120, 98—, pero en realidad era una discusión poética maravillosa sobre otro tipo de democracia, esa de la que tanto hablamos pero que nos hemos negado a construir.
Cuando hablamos de democracia, solo nos remitimos a partidos, elecciones y Parlamento, cayendo en ese discurso unívoco de la política. En 2006, por ejemplo, varios colectivos decidimos no participar del “mal menor”. Mientras todos iban a votar por el MAS, nosotros nos fuimos al campo a pasar el día. Fue un día hermoso: mientras todos estaban estresados contando votos, nosotros cantábamos, bailábamos y comíamos.
Esto del “mal menor” es seguir jugando en las mismas arenas. Es muy difícil salirse de ahí, Huáscar, muy difícil. Necesitamos otras prácticas que acompañen el quehacer democrático, porque si no te sientes fuera de la democracia, porque esa es la única que conoces.
Y ahora, cuando vemos tendencias autoritarias —curiosamente hoy las veo más en la izquierda que en la derecha; en mi país la izquierda exhibe un preocupante autoritarismo, aunque esto no sea nuevo. Yo me opondré al autoritarismo, porque toda dictadura me cae mal, así como toda burguesía me cae mal. Aunque sea indígena, toda burguesía me cae mal.
D.C.: Estaba pensando en estos momentos de intensa concentración en la política estatal. Durante estos periodos siempre existen disidencias y experiencias que, como mencionabas, ni siquiera aparecen en el radar, pero siguen sucediendo. ¿No podríamos aprender algo de estos ritmos?
Tomemos el momento electoral —como el que acaba de terminar en Uruguay. Si uno observa, pareciera que todo se mueve al compás de esa música electoral, pero estoy convencido de que en tres meses volverán las preocupaciones que realmente nos importan: el agua, la violencia, las desigualdades profundas.
Quizás podríamos entender estos como momentos, como ritmos donde naturalmente hay una tendencia a concentrarse en lo electoral, pero que no lo son todo. El problema es que incluso la gente de nuestros espacios, de nuestra cercanía, termina absorbida por esa dinámica. Y lo menos grave que te puede pasar es enojarte o aburrirte.
¿No podríamos, desde el compartir experiencias, pensar estos momentos de otra manera? Tener más confianza en que aquello que nos preocupa de fondo, aquello por lo que nos organizamos, siempre vuelve, nunca desaparece realmente.
V.A.: Esto que dices me parece bien interesante. ¿Por qué no reflexionamos alternativamente sobre el momento electoral? Porque ese ciclo político no toma en cuenta la tremenda crisis medioambiental, no considera la pobreza, no toma en cuenta nada, es un discurso solipsista en el que los ciudadanos nos metemos porque empezamos a hablar de los candidatos, de las encuestas y todo lo demás.
Me parece muy interesante incluso armar colectivos para reflexionarlo, para pensar cómo diablos salimos de eso, qué hacemos. Porque hay una cosa también ahí, a propósito de lo que has dicho, Diego, que me estaba olvidando: el gran desafío ético de estos pequeños colectivos (que pueden ser de dos personas, pueden ser de diez o pueden ser de quince o veinte, no sé, y en algunos momentos son también individuales, claro que sí).
Este desafío tiene que ver con desarrollar formas de vivir que son las que pregonamos hacia afuera. Por ejemplo, si estamos en contra de la violencia contra la mujer, pero de a de veras, pues en esos espacios no vamos a repetir esas marcas patriarcales. Y eso no solamente tiene que ver con que no le pegues a la novia, tiene que ver con esas formas masculinas de la conquista. Se trata de vivir esas sociedades que hemos soñado, porque estamos viviendo el colapso y entonces, si no, ¿cuándo las vamos a vivir?
Entonces no solamente es vivir tratando de ligarnos con otras afectividades en la naturaleza, sino también poniendo estos sueños en práctica. Por eso es que también resurgen discursos alternativos que los hemos dejado de lado, los hemos minimizado.
Piensa en las formas en que se trataban a los vegetarianos y veganos, sabiendo que, por supuesto, el capitalismo ya los ha capturado. Claro que sí, ahora hay un veganismo light. Pero el vegetarianismo y el veganismo tienen altos principios alimentarios, es decir, con uno mismo y con los animales y las plantas.
Piensa, por ejemplo, en todo lo del anticonsumo. Decimos “no somos consumidores, no somos consumidores”, demuestra, pues, que no eres consumidor, reflexionemos, qué quiere decir consumidor. Nosotros tenemos que dar cuenta de nuestras vidas, no podemos dar cuenta del universo, pero sí de nuestras vidas y así nos vamos a habilitar a tener lazos éticos con otros seres y otros colectivos y posiblemente crear un mundo mejor.
Entonces esas cosas que hemos venido diciendo y que nunca las hacíamos, que eran para el socialismo del futuro, son las cosas que ahora tenemos que hacer, y eso no es sencillo. Como la otra vez decía en la presentación de la revista de En/clave Salvaje, particularmente para quienes hemos sido de izquierda, es muy complicado, porque nos hemos acostumbrado a la retórica, a creer que con decir ya estaban las cosas hechas.
Vivir de esa forma es un habitus y no es fácil sacarse el habitus del cuerpo, porque se instala en el cuerpo. No son solo discursos, son formas de ser y habitar con uno y con los otros.
H.S.: Vicky, ya para ir cerrando. En la presentación de “En/clave salvaje” hablabas de que la expresión última de las crisis es ese momento en que nos quedamos sin palabras para nombrar lo que está pasando. Creo que esto nos ha pasado en Bolivia, especialmente después del 2019 y con la crisis económica —a veces sentimos que nos quedamos sin palabras—. En estos años, tú has estado haciendo un esfuerzo por abordar esto desde la literatura. ¿Por qué elegiste este camino y cómo sientes que nos puede ayudar?
V.A.: Bueno, vivimos en una sociedad del ruido. Hay muchos castigos que ha echado Dios sobre la Tierra porque los humanos somos demasiado ruidosos. Y Dios decía: ‘Es que no oyen mi palabra porque hablan y hablan y hablan’. Creo que el derecho al silencio es un derecho que hemos perdido. Pero la literatura está hecha desde el silencio: se trata de encontrar aquella palabra que reemplace al silencio, pero que no sea una palabra cuyos sentidos estén ya gastados.
Por ejemplo, si quiero expresar lo que siento por una persona, ya no puedo decirle “te amo”, eso ya no significa nada, absolutamente nada. Mi vida se va en buscar esas palabras para expresar lo que siento por esa persona, eso que los humanos reducen a un “te amo”, que ya nada dice. Y mientras tanto es el silencio, porque ando en ese mar de palabras buscando la precisa para nombrar ese sentimiento. Esa es la poesía, ese es el origen de la literatura.
Pero también creo que, como nos han enseñado las doctrinas orientales, esos elementos ante los que occidente nos ha enseñado a sentir terror —la muerte, la soledad y el silencio. Si no reflexionamos sobre la muerte hasta llegar a amigarnos con ella, no hemos reflexionado realmente sobre la vida, solo vivimos asustados. Y en las crisis, lo primero que aparece es precisamente el susto, porque le tememos a la muerte.
Me encantan los clubes de lectura porque con la poesía nos vamos curando. Lo mismo pasa con la soledad, ese terror a la soledad que nos ha creado occidente, que es propio de la filosofía occidental, pero que en las filosofías orientales es bienvenida porque son los momentos en que te nutres de ti mismo. Y lo mismo pasa con el silencio.
Así que esa importancia tiene el silencio en mi vida. Por ejemplo, cuando estoy en mi pequeño huerto sacando eso que se normalmente se llamaría mala hierba, pero que yo no puedo llamarla así y le digo a esa plantita en silencio o hablándole: «No pues, tú no puedes estar aquí porque aquí está creciendo la cebolla. Te voy a llevar a ese otro lugar, ahí tú vas a tener tu lugar. Y así cada una tiene su espacio”.
Entonces, ahí valoro la productividad del silencio. No te olvides que hay la meditación del silencio, la Vipassana. Yo la practico, está muy difícil en un mundo tan ruidoso, es muy difícil, pero es maravilloso, es una bendición.
D.C.: Para cerrar, ¿te gustaría compartir alguna lectura, película o música que te haya nutrido últimamente? Algo que hayas disfrutado y que sientas que vale la pena convidar.
V.A.: Bueno, de la música te voy a decir lo que estoy oyendo ahora, porque cuando me preguntas por lo mejor ya me pierdo. En este momento estoy escuchando mucho punk, es una música que me gusta mucho. Y estoy releyendo una novela que marcó mi vida —le estoy tan agradecida— que es ‘Memorias de Adriano’ de Marguerite Yourcenar.
Es una descripción amorosa del poder, es Marguerite describiendo al emperador Adriano, sus amores, todo eso de una manera tan hermosa que yo digo que solo la literatura puede lograr algo así. Porque si leemos historia o algún discurso político seguramente se pueden echar males contra él. Pero era una persona, era una persona que amó y creo que eso es importante también. Estoy releyendo esto porque me ayuda mucho a concentrarme en las verdaderas razones del poder. Si alguien no la ha leído, es un regalo leer esa novela.
¿Qué tiempos son estos? Ciclo de conversaciones:
3. Horacio Machado: «Nuestra sensibilidad vital está atrofiada por cinco siglos de colonialismo»