América Latina

19/20 de diciembre de 2001, a veinte años. Esbozo para un enfoque generacional

8 diciembre, 2021

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Yani Gonzalez

19/20 de diciembre de 2001, a veinte años. Esbozo para un enfoque generacional

Veinte años pasaron desde el estallido social piquetero en Argentina, las reflexiones de Miguel Mazzeo que compartimos a continuación acerca una mirada interior en busca de aprendizajes y sentidos que permitan comprender lo sucedido.


 

Lo que yo había soñado e intuido durante muchos años estaba allí presente, corpóreo, multifacético, pero único en el espíritu conjunto. Raul Scalabrini Ortiz

A la visión la acompaña la sospecha de que éstos no son más que los bastidores de un escenario fabuloso a la espera de un suceso que ni el recuerdo ni la fantasía conocen. Algo inaudito ha ocurrido u ocurrirá en este teatro. Césare Pavese

 

Para la apretada franja de sujetos militantes de nuestra generación –hablamos de las y los militantes políticos con predisposiciones críticas y afanes transformadores– el 19/20 de diciembre de 2001 fue un momento sintético y paradigmático en el que depositamos expectativas que hoy pueden parecer desmesuradas. Por un instante fugitivo fuimos aluvionales y nos sentimos amenaza y víspera. De pronto, una fuerza común y un deseo compartido lograron que lo cotidiano se comunicara con el futuro. Por primera y única vez en nuestro itinerario vital tomamos contacto con la ética de izquierda en su expresión más depurada, sin ornamentos: la ética crítica de la rebelión contra la iniquidad de los poderes opresores. Asimismo, pudimos respirar en ambientes políticamente educadores y extendidos, tuvimos una experiencia de ciudadanía colectiva y logramos amasar algunas mitologías callejeras. Communards del conurbano, releíamos Las Tesis de Abril de Vladimir I. Lenin en el Ferrocarril Roca; o Huelga de masas, partido y sindicatos de Rosa Luxemburgo en el Ferrocarril Sarmiento. En galpones con piso de tierra invocábamos a John William Cooke y a Agustín Tosco. Seducidas y seducidos por organismos “de base” altamente inspiradores, buscábamos unirnos a los hechizos al aire libre que acontecían por doquier.   

Con el paso de los años, el 19/20 de diciembre de 2001 se convirtió, prácticamente, en una categoría ideológica. Para la derecha se delineó como una noción general asimilada a una experiencia traumática: a caos social e institucional, a desacato e ingobernabilidad; también como un acicate para las estrategias preventivas de quienes viven actualizando la Doctrina de la Seguridad Nacional y saben deleitarse en las palabras de orden, jerarquía y mando vertical-patriarcal. Para la izquierda, por lo menos para una parte de ella y por distintos motivos, se constituyó en una noción que celebraba la intensidad de la lucha de clases, siempre presta a estimular praxis militantes y perspectivas de acción auto-determinadas. 

Las y los que, desde la derecha o la izquierda, suelen ensayar perspectivas de larga duración, no pueden evitar percibir al 19/20 de diciembre de 2001 como una gran señal (la primera en la Argentina) de la crisis de reproducción social del neoliberalismo (capitalismo financiarizado) de la cual se derivan otras crisis, especialmente una crisis de gobernabilidad democrática que arrastra a varias de sus instituciones adjuntas, incluyendo los viejos partidos políticos y el sindicalismo tradicional. Por supuesto, las conclusiones (y las acciones) propuestas desde cada confín del espectro ideológico y político son antagónicas. 

Si las finanzas globales habían mostrado su eficacia para disciplinar a los Estados, el 19/20 de diciembre de 2001 mostró que no era tan fácil hacer lo propio con las poblaciones; que el silencio, la aceptación y la obediencia eran aparentes y superficiales y ocultaban un fondo donde latía un obstinado espíritu de rebelión plebeya contra el destino; que el triunfo ideológico del neoliberalismo (de la ideología del neoliberalismo), en Nuestra América, no se asentaba sobre pilares sólidos y distaba de ser definitivo; que una parte muy importante de la sociedad civil popular contradecía el proceso de naturalización de la injusticia, de la pobreza y del déficit de democracia. Alimentado por los desequilibrios inherentes al neoliberalismo, este obstinado espíritu de rebelión plebeya, esta negativa a naturalizar lo aberrante, reapareció una y otra vez: en Bolivia, Chile, Colombia, etc. Antes se había anunciado en Caracas (el 27 de febrero de 1989) y en Chiapas (1 de enero de 1994).        

Como categoría ideológica, el 19/20 de diciembre de 2001 no deja de resaltar u ocultar matices originarios: mensajes cifrados. No deja de priorizar o relegar sentidos. Pero esta no deja de ser una condición a la que debe enfrentarse toda exégesis y es lo que hace posible que el acontecimiento perviva como manantial de revelaciones. 

Es bien sabido que las personas suelen vivir experiencias idénticas con conciencias diversas y que, además, todo acontecimiento histórico pasa indefectiblemente por “lecturas” más o menos prestigiosas, más o menos oficializadas (o institucionalizadas), con más o menos audiencias. Existe un “desde hoy” que es inevitable. Las múltiples lecturas convocan a múltiples sentidos. Y las lecturas incluyen las historias de vida de quienes leen. 

¿Generación? El concepto retumba idealista, pero no pretendemos asignarle una entidad que no posee. Hablamos de generación en un sentido acotado y muy elemental. Nos referimos a los retazos de algunos imaginarios sociales históricos (marcos referenciales) a través de los cuales un grupo etario, más o menos amplio, vivencia o interpreta un tiempo histórico preciso y comparte expectativas; a los modos diversos en que ese grupo es condicionado por lo que una época siente, piensa y conversa. Sin lugar a dudas, las condiciones de clase, de género, entre otras, son determinantes a la hora de procesar esos imaginarios, lo que no niega la relativa “universalidad” de los mismos. Y si bien hablamos de “la parte politizada” de nuestra generación, de las y los que habitamos el 19/20 de diciembre de 2001 como una fisura orgánica y con una incontrolable ansiedad política, cabe señalar que “la parte no politizada” de ningún modo permaneció inmune a esos imaginarios y a sus efectos.

La generación de marras está compuesta, entonces, por todas aquellas y todos aquellos que no vivenciamos los procesos históricos de las décadas de 1960 y 1970 y sus acontecimientos profundos; por atravesarlos en la infancia, por haber nacido en esas mismas décadas, o incluso en la de 1980. Hijas e hijos mayores de la derrota, esa primogenitura pesó (y pesa) sobre nosotras y nosotros como una loza de cemento. Además, como seres condenados a un mundo de apariencias y a una temporalidad opaca: al contrato, la competencia, la meritocracia, la socialización individualista y la soledad; agobiadas y agobiados por el fatalismo y el escepticismo de la década de 1990, nunca habíamos asistido a la combinación de bronca, coraje, dignidad, determinación y confianza. Por lo menos no a gran escala. Habíamos tomado contacto con cada componente por separado, pero no sabíamos de su coincidencia. No habíamos tenido la experiencia de procesos de revalorización histórica de sujetos, culturas y voluntades colectivas. Ignorábamos casi todo sobre la pasión política ejercida en exceso, sobre la imaginación política relegando a “la realidad” a lugares secundarios.

Por fuera de las escalas más pequeñas, nunca habíamos vivido la política como “praxis”; como creación subjetiva y autónoma de la política, obviamente vinculada, pero irreductible, a los entornos exteriores. El 19/20 de diciembre de 2001, con la explosión de energías reprimidas durante décadas, con sus vientos discordantes, con su comunidad de vértigos, con sus aspiraciones de imágenes nuevas, con su restauración de sentidos utópicos, con sus lenguajes que se anticipaban al pensamiento, nos hizo sentir que era posible fugar de la condición de generación políticamente frustrada e históricamente inocua. Que podíamos pisar el territorio de una plenitud y una matria/patria verdadera. Que había motivos para confiar en que un sector extenso de la sociedad civil popular argentina estaba en condiciones de constituirse en fuerza democratizadora y re-fundar una comunidad. Incluso las “clases medias” se aproximaron a la conciencia respecto de su condición subalterna y rozaron una identidad humana. 

Entonces, bajo el efecto estimulante de signos promisorios, conjeturamos la apertura de un tiempo propicio para construir desde abajo nuevas formas de vida, de sociedad y de Nación, en fin: pertenencias no alienantes; un nosotras/nosotros/nosotres creado en la confrontación con el poder real: corporaciones económicas, medios de comunicación monopólicos, etc. Las y los más optimistas llegaron a pensar que se iniciaba un proceso largo, exento de toda linealidad, nada apacible (como quedó patentizado con la brutal represión que cegó 39 vidas) pero “ascendente” y que podía derivar en la organización de una fuerza social y política capaz de constituirse en embrión alternativo de poder; que, según las traducciones licenciosas del lenguaje gramsciano proliferantes en aquellos días, había condiciones para conformar un bloque histórico de las clases subalternas y construir una nueva hegemonía. En esa coyuntura tan proclive a la imaginación dinámica quien esto escribe también pensó lo mismo. 

Pero aquella fe no fue tan ingenua como puede parecer desde hoy. El 19/20 de diciembre de 2001 reactivó la crítica anticapitalista y re-encantó el universo plebeyo. Rompió con las filosofías de la inercia, recuperó espontánea o deliberadamente las mejores tradiciones de lucha popular: una especie de mestizaje entre la Comuna de París de 1871 y el 17 de octubre de 1945, sazonada con ingredientes de todas las rebeliones obreras y populares de nuestra historia: el “Cordobazo” y todos los “azos”. El pueblo argentino movilizado; ocupando el epicentro, las periferias y los hipocentros del espacio público; construyendo y conquistando espacios públicos alternativos; desairando al mezquino artículo 22 de la Constitución Nacional; deliberando y gobernando directamente.

El 19/20 de diciembre de 2001 recompuso la credibilidad de las propuestas que auspiciaban soluciones radicales a la crisis argentina. Expuso de manera descarnada las contradicciones profundas del orden social y las limitaciones de la sociedad capitalista para gestionar esas contradicciones. Puso en evidencia la superficialidad de la política burguesa –un orden elevado sobre la “arena”, como decía Rosa Luxemburgo– su carácter de “espuma” de la realidad social y todas las miserias que esta condición acarrea; desnudó sus retóricas vacuas, su desamparo gnoseológico y ético. La consigna “que se vayan todos”, convertida en sentido común, cargaba una cuota de buen sentido. 

El 19/20 de diciembre de 2001, también recuperó los cuerpos y el riesgo para la política. Le puso fin a la desaparición “democrática” de los cuerpos, a la desaparición de los cuerpos “por otros medios” propia de las décadas de 1980 y 1990 que, claro está, expresaba una línea de continuidad con el accionar –desprovisto de sutilezas simbólicas y metafóricas– de la Dictadura Militar.  

En forma paralela se exaltaron todos los instrumentos de base. Fue el tiempo de las asambleas y la democracia participativa y directa, un tiempo de gestación de instituciones propias de las y los de abajo, un tiempo de inmensas “oportunidades (para)institucionales” para la izquierda y los sectores democráticos. Las formas liberales de representación, con sus organismos y métodos tradicionales, mostraron su caducidad. La funcionalidad con la reproducción de la dominación y la posición de las clases dominantes y los modos aparentes del ejercicio del poder que promueven esas formas fueron repudiados por una parte importante de la sociedad. Se tornó evidente el contenido de clase de las formas políticas, la falacia de la neutralidad de estas últimas. Las motivaciones fueron muy variadas, pero esta constatación no alcanzó (ni alcanza) para ocultar las limitaciones históricas del capitalismo dizque democrático. El Palacio dejó de ser la cárcel las cuestiones de Estado: estas comenzaron a debatirse en las calles, en escenarios auténticos. Fue el tiempo del logos horizontal

También mostraron su caducidad las viejas culturas emancipatorias argentinas: las nacional-populares en sus versiones más convencionales (no necesariamente matizadoras de las determinaciones de clase) y las marxistas-leninistas, ambas enceguecidas y raídas por el sometimiento a la tradición. El 19/20 de diciembre de 2001 no las negó como culturas madres, pero propuso un connubio productivo con las mismas. El escenario alentó nuevas objetivaciones lingüísticas de la ideología, la conformación y adopción de ideologemas menos arcaicos y menos frágiles. 

El protagonismo popular, el desprestigio de las tradicionales mediaciones políticas y sindicales, nos puso cara a cara con un par de viejas verdades. La primera: cuando “el pueblo”, “las masas” o “las multitudes” irrumpen en la historia, lo hacen casi siempre contra el Estado y/o contra la dictadura “orgánica” del mercado. La segunda: el grado de politización y radicalización de los sectores populares en la Argentina tiende a ser inversamente proporcional a la confianza depositada en la democracia representativa/delegativa y en las burocracias. 

Por todas partes se veían anticipos e insumos de una sociedad nueva. Claro, había que creer para ver. Asomaron algunos costados de un paradigma político popular más centrado en la producción de coyunturas y no en la adaptación a las mismas, más interesado en modificar las correlaciones de fuerza que en surfearlas. Se atisbaron coletazos de una política a distancia del Estado, una política que interpelaba al Estado, una política que buscaba afincarse en otro terreno, que impugnaba los modos verticales de mancomunar con el fin de rehacer al Estado de abajo hacia arriba. Hubo una desconcertante emergencia de cuasi vanguardias que resignificaron la fórmula del poder popular. 

Entiéndase bien, hace 20 años, aún en la contigüidad de la revuelta, no consideramos al 19/20 de diciembre de 2001 como acontecimiento que venía a implantar rupturas tajantes ipso facto o como episodio decisivo de consecuencias inmediatas, sino como la instancia fundacional de un proceso de construcción colectiva de praxis emancipatorias llamadas a suturar las grietas entre lo económico, lo social y lo político; como el inicio de la gestación preliminar de un proyecto popular, como la inauguración de toda una época en la que las y los de abajo elaborarían horizontes, métodos y lenguajes propios para responsabilizarse de las tareas que las clases dominantes jamás iban a resolver.

El 19/20 de diciembre de 2001 fue, para nosotras y nosotros, un punto de partida simbólico que sintetizaba, visibilizaba y proyectaba un nuevo sentido común. Sentimos que estábamos trasponiendo un umbral. Claro está, no fue un rayo en un día soleado. Su supuesta “espontaneidad”, como mínimo, debería ser relativizada: los liderazgos –singulares– fueron claves. Por otra parte, como coyuntura crítica del neoliberalismo, el estallido fue construido por las luchas sociales, políticas y culturales previas, por un acumulado de experiencias de resistencia popular. Hubo un proceso de recomposición, desde abajo, de los entramados plebeyos. Tomas de tierras en el conurbano. La irrupción del precariado (denominación desconocida en 2001 pero que de algún modo se anunciaba). Las luchas de distintos movimientos: piqueteros, campesinos, de fábricas recuperadas y de derechos humanos. El desarrollo de diversas expresiones contra-culturales, de colectivos de contra-información, del feminismo popular, colectivos artísticos, editoriales, pedagógicos, etc. Los formatos políticos de base y las prácticas deliberativas ensayadas por una parte de los movimientos sociales y las organizaciones populares anticiparon a las asambleas. Estos experimentos fueron como arroyos subterráneos, imperceptibles durante mucho tiempo, incluso para una parte de la izquierda que insistía en repetir consignas fordistas e institucionalistas como letanía.     

Si bien no faltaron (nunca faltan) las apelaciones al “déficit de dirección” y a la necesidad de “una dirección consciente” con sus correspondientes ofrecimientos, el 19/20 de diciembre de 2001 inauguraba un tiempo que se negaba rotundamente a las “conciencias externas” y reafirmaba la necesidad de construir momentos de auto-emancipación colectiva. Momentos desparejos, críticos, siempre deliberativos y asociados a nuevas instituciones que, a contramano del proverbial jacobinismo de las izquierdas, no se pensaban como transitorias e instrumentales, sino como el fundamento mismo de una nueva sociedad.   

Algunas y algunos no quisimos inventarle objetivos al 19/20 de diciembre de 2001. No caímos en la tentación de buscar las formas “adecuadas” para administrar el desborde. Nos planteamos, simplemente, fundar una política a partir de la potencia contra-hegemónica, las oportunidades (para)institucionales y los sentidos que extraíamos del irrepetible acontecimiento: sentidos anticapitalistas, contra-culturales, anti-represivos, anti-patriarcales, militantes, rabiosos, comunitarios, radicalmente democráticos. Sentidos encaminados a construir la independencia y la autonomía de una clase plebeya, de un proletariado cada vez más extenso y heterogéneo. Sin mayor éxito, buscamos una línea política afín al desborde, consustanciada con él.   

Las condenadas y los condenados de la matria/patria se alzaron. Recuperaron una parte del terreno arrebatado en las décadas anteriores y se convirtieron en protagonistas de la historia. Se salieron (nos salimos), por un breve lapso de las viejas fatalidades, de los efectos de los experimentos disciplinadores de larga data a los que habían (habíamos) sido sometidas y sometidos: el genocidio de la Dictadura Militar (1976-1983), la electoralización posterior a 1983, la pauperización y la precarización de la década de 1990. Experimentos aberrantes, por su letalidad de corto, mediano y largo plazo; por su gestión urgente o ralentizada de la muerte. El 19/20 de diciembre de 2001 quebró la organicidad gestada por la Dictadura Militar y consolidada en la década de 1980 y 1990, esbozó un “período crítico” que no llegó desplegarse.     

Alentada por mil hartazgos respecto de “lo posible”, se puso de manifiesto una voluntad colectiva de discontinuidad. “Lo posible”, vale recordarlo, se había tornado insoportable. A veinte años del 19/20 de diciembre de 2001, otra vez se pone sobre el tapete el debate sobre lo posible porque lo posible se ha vuelto, nuevamente, insoportable.   

Con el paso de los años, los significados más disruptivos del 19/20 de diciembre de 2001 dejaron de acentuarse y, poco a poco, fueron invisibilizados. Esta especie de “Renacimiento” político fue breve y no llegó a ser “Reforma”. Otras interpretaciones infundieron nuevos sentidos. Interpretaciones acuciadas por un proyecto político que no podía dejar de recoger (y hasta de reivindicar) la carga rupturista del 19/20 de diciembre de 2001, pero que, al mismo tiempo, necesitaba recomponer los filos de una inercia sustantiva y recuperar las coordenadas fundamentales del período previo para reinsertar la historia argentina en las líneas instituidas por 1976, 1983 y la década de 1990. 

El 19/20 de diciembre de 2001 también fue compuesto como un momento de quiebre light en la historia argentina: el cierre de un período iniciado en 1976 y el inicio de una transición al pos-neoliberalismo que adquiriría forma más clara a partir de 2003. Pero… ¿cuáles fueron los alcances de la ruptura con el neoliberalismo propiciada por el kirchnerismo? ¿Acaso no es posible identificar líneas de continuidad en aspectos de fondo, digamos: “estructurales”?

Como acontecimiento histórico el 19/20 de diciembre de 2001, fue decodificado en clave de un preanuncio del kirchnerismo. Lo fue, pero en un sentido muy particular: como instancia que forzó una respuesta basada en la construcción, desde el Estado, de una política llamada a anular la potencia contra-hegemónica del 19/20 de diciembre de 2001, una política que recortara sus costados más disruptivos, los aspectos políticamente creativos de las culturas de supervivencia y de las praxis e instituciones profanas y profanadoras que rebasaban lo real. 

El kirchnerismo no potenció estas culturas, praxis e instituciones. “Institucionalizó” en los moldes tradicionales a los movimientos de base y alentó la creación de burocracias y militancias gestoras asimiladas al Estado. A esto lo llamó “politización”. Impulsó un proceso de subalternización de la autonomía popular, frenó el proceso de construcción de ciudadanía colectiva desde abajo (deliberativo y horizontal) y lo reemplazó por un proceso de construcción de ciudadanía-consumidora vertical y estatal (que, como se vio más tarde, resultaría efímero y contraproducente). A esto lo llamó “empoderamiento”. Le puso ungüentos al 19/20 de diciembre de 2001 y condenó a sus mejores costados a la incomunicabilidad, no sea cosa que conmuevan. 

Entonces, el kirchnerismo no fue la continuidad de la impugnación ensayada el 19/20 de diciembre de 2001, sino un experimento (exitoso) de recomposición pacífica del capitalismo argentino y del sistema de dominación, una recomposición del vínculo entre el Estado y la sociedad, muy dañado por el neoliberalismo. En aquel contexto, para ser relativamente pacífica y poco traumática, estas recomposiciones debían ser reparadoras en diversos órdenes. Por eso la dirigencia más emblemática del kirchnerismo no podía ser inocua ni abiertamente servil con el poder, no podía eludir el hambre y el hastío popular a la hora de pensar el poder político. Debía modificar la configuración ensimismada característica de las elites políticas argentinas. Estaba obligada a esgrimir buenas razones y no solo retóricas de la seducción. Tampoco podía ser represora y conservadora como la alternativa duhaldista de la recomposición sistémica. La línea expresada en la Masacre de Avellaneda del 26 de junio de 2002, generó el repudio de buena parte de la sociedad y espantó a los aparatos políticos tradicionales. Aunque vale recordar que, raudamente, buena parte de los cuadros del partido de la represión adhirieron sin solución de continuidad a la recomposición reparadora, adoptaron las jergas nacional-populares más modosas y se adecuaron a la elocuencia humanista y al amor a las multitudes cuando estas, reencauzadas, dejaron de constituir una amenaza para el reestablecimiento del equilibrio y la gobernabilidad. Como se sabe, no hay nada más auto-indulgente que los seres opacos al servicio de alguna objetividad.

La lucha popular, aunque inorgánica y fragmentada, había modificado las correlaciones de fuerza y había comenzado a comunicar una contra-cultura. La gestión del capitalismo y del Estado argentinos exigía hacer concesiones hacia abajo, ya no podía desenvolverse sin resguardos materiales y simbólicos: un poco de amor al otro/otra/otre; recuperación de alguna cuota de soberanía; redistribución más equitativa del ingreso; avances en materia de derechos, memoria, verdad y justicia; generación de condiciones que contrarrestaran el desasosiego y la sensación de que la vida popular estaba fijada de antemano. De nuevo, el hábito de las y los profanadores de Antonio Gramsci llevó a concebir al kirchnerismo como una “revolución pasiva”. Y aunque las categorías gramscianas son harto flexibles y generosas, tal vez el sustantivo “revolución” quede algo grande, a pesar del adjetivo atemperador. 

Un conjunto de iniciativas que estaban por debajo de lo que había sido la experiencia histórica del peronismo, alcanzó para una reconstrucción del sentido del peronismo en una clave diferente a la de la década de 1990. El peronismo, como el nombre de una política popular, como aquello que podía conmocionar a las subjetividades normalizadas, remitía a una experiencia histórica lejana. Quienes desarrollaron militancias con sentido popular en la década de 1990 lo saben bien.   De nuevo, después de varios lustros, después del “incidente menemista”, después del “incidente duhaldista”, el peronismo podía asociarse a una política que no era reaccionaria. Se recomponía como identidad espectral. La rebelión popular modificó los márgenes de acción, se corrieron los límites de lo posible y el peronismo se acomodó a los mismos, para fijarlos. 

Desde el Estado se alentó un pensamiento diestro para esconderse bajo sus imágenes y bajo una mística que siempre nos pareció extemporánea, casi artificial, poco genuina. El “setentismo” de las primeras décadas del siglo XXI se prestó a la parodia. Por eso, tal vez, dio lugar a “Bombita Rodríguez”, el personaje inventado por el genial tandem compuesto por Diego Capusotto y Pedro Saborido. 

El otro pensamiento y la otra mística, que se estaban elaborando desde abajo y que aspiraban a significar otras cosas y a soñar de otro modo, no tuvieron tiempo de afianzarse y propagarse. Se dispersaron y se diluyeron en un sinfín de sectarismos tribales, hiperideologizados o desideologizados; en romanticismos antipolíticos que fueron incapaces de interrogar las subjetividades disponibles y de comprender la astucia de las y los débiles; que creyeron que la utopía podía estar más allá de la política; que olvidaron que, si se quiere ir más allá del Estado, no se puede renunciar al Estado. Quedó pendiente el gran enigma y el gran desafío: ¿cómo asumir el Estado sin transferirle poder de clase? 

El kirchnerismo no estaba in pectore en el orden de la verdad vivida intersubjetivamente por quienes protagonizaron las jornadas del 19/20 de diciembre de 2001. Había allí otra cosa. Aunque ahora, muchas y muchos ex protagonistas, acuciadas y acuciados por sus opciones presentes, digan otra cosa. 

Sin dudas, el 19/20 de diciembre de 2001 tuvo mucho de reacción visceral y alimentó un conjunto de fantasías compensatorias, signo de una indefinición ideológica y política. Los elementos más disruptivos no coagularon en una ideología y mucho menos en un proyecto político. No resistieron la recomposición material y política del capitalismo argentino y las reparaciones de la ilusión de la viabilidad del capitalismo en general. Su potencia fue reconducida hacia lo institucional a los fines de extinguirla.

¿Daba para más? ¿Era posible evitar que tanta acción se escapara de su agente? ¿Era posible sortear la fisura –tan neoliberal, tan trágica– entre las acciones y la posibilidad de conocerlas, entre la experiencia y la autoconciencia? Eso no importa demasiado ahora. Porque la triste verdad es que ni siquiera escribimos el prólogo de algo nuevo. 

Por acción u omisión, por vacuidad o impericia, nuestra generación militante tiene alguna responsabilidad en el formateo estatal y gestionario (burocrático) de las nuevas generaciones militantes, de su tendencia a depositar expectativas en banalidades, de su escasa predisposición a refutar la pereza de lo continuo, de su sentido práctico cínico y paralizante, de su poco vuelo onírico, de su craso empirismo asistencial y de su mediocridad sub-reformista que solo sirve para incubar alternativas políticas aberrantes. 

Como consuelo nos queda cierta inteligencia respecto de la imposible normalidad del capitalismo, sobre todo del capitalismo periférico, cada vez más inviable cuanto más rentístico, financiarizado y extractivista (¿acaso puede ser otro modo?). La actividad autónoma del proletariado extenso, en alguna medida, está determinada por esa inviabilidad. Nos queda el compromiso empecinado de transmitir la confianza en la dinámica de las tormentas y en los sentidos y las verdades que emanan del movimiento. Nos queda el recurso pedagógico de la apelación a los signos más fugaces del 19/20 de diciembre de 2001, esos que transmiten otra cosa: lo que vale la pena. Sobre todo, nos queda un poco de luz y la íntima felicidad derivada de una sospecha que nunca dejamos de abrigar: la potencia contra-hegemónica que el 19/20 de diciembre 2001 puso en evidencia sigue trabajando en muchos intersticios, subterráneamente, y está presta a estallar. 

Lanús Oeste, 19 de noviembre de 2021


Publicada originalmente en contrahegemoníaweb