La moneda del guarda
Una nueva entrega para Zur de nuestro amigo Buenaventura, en esta ocasión reflexionando desde el transporte colectivo.
El chasquido estridente de la moneda del guarda se repite cada mañana y cada tarde. El ómnibus reboza de gente en su viaje al trabajo, a la escuela, al hogar, al fútbol, al mandado, al tramiterío. La solidaridad inducida por el sonido asqueante de la moneda, nos obliga a dar un paso más al fondo, apilándonos, apoyándonos los unos con los otros para que otro pasajero pueda subir. El aire se queja porque no hay espacio ni para él. El calor de los cuerpos, su simple existencia, empaña los vidrios y anuncia que pronto cosecharemos la gripe que algún compañero de ruta sembró al respirar.
Se ve la vida desde el 103. El que conduce y cobra, nos arrea al grito de “un pasito más”. Ese mismo que nos estruja y apila en el fondo, nos señala con voz acusante sentenciando que será nuestra responsabilidad si otro vecino no entra. Ahí, agarrado al parante horizontal junto el techo, estirando la mano izquierda desempaño el vidrio y veo a un costado los autos pasar.
El ómnibus se detiene. Baja un vecino. Los cuerpos se aflojan por un momento y la sensación es de entero placer. Alguno incluso agarra un asiento y disfruta del viaje. El que conduce y cobra pega otro grito y la moneda nos parte los oídos. Caminamos de costado como torpes animándonos a ir más al fondo a golpes de zapato y canilla.
Se ve la vida desde el 103. Unos suben y otros bajan. Los que suben, aunque apilados, gozan del dolor placentero de la incomodidad que los arrima hasta su casa. Cuando a uno le toca bajar, el resto respira y se suelta. Lo olvidan rápidamente, tan veloz como cubren su espacio. Los autos siguen pasando y el que conduce y cobra sigue haciendo sonar la moneda pidiendo a gritos que vayamos “al fondo que hay lugar”. De a ratos, una nueva moneda y una nueva voz refuerzan el mensaje desde la puerta trasera.
El vidrio se empaña con facilidad y lo que hace un ratito se veía claro es ahora un conjunto de formas y colores difusos. La visión es prácticamente nula, el olfato se agobia con el aire viciado, el tacto se adormece con los fierros fríos. Pero el chasquido de la moneda del guarda suena con insistencia y precisión y el mandato es claro. Hay que dar un pasito más como sea. Se ve la vida desde el 103. El que conduce y cobra, mientras nos concentramos en hacer calzar el puzle entre codos y pisotones, mira el camino y marcha con rumbo fijo. Ojos y luces al frente. Nunca olvida su camino, mucho menos su destino.
Dejamos varios kilómetros detrás y los asientos delanteros se llenan de niñas-madres. Al tiempo que nos alejamos del centro, el bulto humano que integro, ubicado otrora adelante, se aproxima al fondo. Me toca bajar y al tocar el piso, el frío me quema la cara y la soledad abruma. Inmediatamente el pecho se ensancha y da la señal de que acá, abajo, se respira. Levanto la vista y todo se ve con claridad. La mirada se pierde en el horizonte y el camino me pertenece. El que conduce y cobra sigue su rumbo sin titubeos y de seguro la moneda sigue repicando por doquier. Pero acá, abajo, el silencio suena a libertad. Ojos al frente y paso firme. No tengo dudas del camino ni del destino. Se ve el futuro al bajar del 103.