El torniquete y los menores que derrotaron su mecanismo de un solo salto
“Zaratustra está transformado, Zaratustra se ha convertido en un niño, Zaratustra es un despierto”
Friedrich Nietzsche
El pueblo, el pueblo, el pueblo dónde está /
El pueblo está en la calle pidiendo dignidad.
Cántico callejero
Estamos peor, pero estamos mejor,
porque antes estábamos bien, pero era mentira.
No como ahora que estamos mal,
pero es verdad.
Escrito anónimo de circulación digital
El dieciocho de Octubre del 2019, un estallido social levantó a todo el país contra los abusos del modelo neoliberal heredado de la dictadura cívico-militar por más de treinta años. El “santo decir sí” que la figura del infante pone de manifiesto, a decir de Nietszsche en Así habló Zaratustra, jugó un papel determinante en la revuelta popular que soliviantó la indignación entera de un país contra las tropelías de una democracia pactada con los intereses de la clase dominante. Desde el subsuelo, como un remake sudamericano de Métrópolis (1927), las evasiones masivas que organizaron los estudiantes ante una nueva alza en la tarifa del principal medio de transporte capitalino, desataron el despertar político de toda una población frente a un sistema incapaz de dar respuesta a las demandas sociales acumuladas a lo largo de tres décadas. El torniquete, una máquina mucho menos espectacular que la representada en la ciencia ficción, en un país que traspuso el siglo XXI entrampado en un futuro miserable, se convirtió en el signo de una epifanía social que remeció la conciencia de un “pueblo” -una categoría histórica adquirida en la calle y por medio de una tenaz sublevación civil-. En torno a esta tosca mecánica que controla el ingreso de los usuarios, se pudo leer el símbolo de una modernización implementada a espaldas de las necesidades más básicas de sujetos devenidos clientes. En ese sentido, la derrota simbólica de su “normal” funcionamiento, abre un discurso tácito de fraternidad de clase que apela a un tejido social mayor, fuera de las lógicas individualistas impuestas por la hegemonía dominante de la que su mecanismo fue muda expresión. La evasión en tanto, leída en clave lúdica, desautomatizó con un gesto sencillo la tan solo aparente docilidad de la población ante los atropellos del sistema. El gobierno no tardó en reprimir estas manifestaciones con un despliegue de fuerzas desproporcional. Durante una de ellas ocurridas en la populosa comuna de Maipú una escolar recibió un perdigonazo en la pierna.
De un lado, esta llamada a “desobedecer” el pago del pasaje posee la índole desafiante de la figura del infante; aquel rasgo es uno de sus atributos míticos. En él, la “indolencia” frente a la autoridad, desconoce la sumisión que exige la clase dominante a sus subalternos. Es precisamente este tipo de actos subversivos los que confirman a los ojos de dicha clase la monstruosidad que siempre sospecharon habitada dentro de esa gran masa social desposeída. Su condición indócil, siempre al borde de la barbarie, se revela inestable; y, por tanto, adquiere los atributos de lo infantil en la retórica jerárquica que adopta el poder para ejercer una desatada violencia contra la población. La acción de los secundarios, cuya posición fuera del tiempo productivo de la explotación terciarizada, produjo el advenimiento de una crisis que en un par de días instauró una desligitimización de poder aguda e irreversible, aparecía como la única clave de lectura de un estallido social ocurrido en un país que tranzaba su valor comercial en los mercados globales basado en una idea de estabilidad social y económica sostenida en desmedro de los derechos básicos de su ciudadanía.
El descontento acumulado produjo un movimiento sin conducción partidista, transversal, y no obstante, enfáticamente político en sus proclamas. Tildado prematuramente de inorgánico por los analistas, cuya voz se acopló al infumable coro de políticos retirados -y en ejercicio- que atiborraron la programación especial de una tv delirante, el movimiento fue examinado desde posiciones paternalistas que solo conseguian darse cabezasos contra una crisis social que en pocos días paralizó al país. Fue esa organización espontánea, agrupada en la calle o autoconvocada por redes, la que adquirió la conciencia de su poder fuera de las lógicas esquemáticas de la clase política; a quien, por lo demás, sindicaba enfáticamente como resposable de la catástrofe. Recelosa -y con razón- de las retóricas de la representatividad, la multitud convocó una fuerza descomunal llamada a borrar de una vez y para siempre la estampa triunfalista del modelo neoliberal ejecutado salvajemente en la sociedad chilena. El perro “matapaco”, uno de los iconos gráficos que la revuelta popular grabó en el imaginario popular, sintetizó no solo el pelaje mestizo y callejero de los kiltros sin raza con que el pueblo se identificó durante este trance histórico, sino también como la imagen de un desposeído que no tiene nada que perder en la lucha contra sus opresores.
Irónicamente el gobierno, que condenó duramente estas primeras protestas, había votado esa misma semana en la cámara de diputados -con la cooperación de los democratacristianos- su proyecto de control preventivo de identidad a menores de edad a partir de los dieciséis años -incrementando, a partir de las negociaciones, en dos años el contenido original del proyecto que buscaba hacerlo desde los catorce-. La medida estaba dirigida para controlar dos agentes que se habían convertido en un dolor de cabeza constante para la derecha autoritaria en el poder. Bajo el rótulo jurídico de “menores de edad” estaban, tanto quienes participaban en facciones antisistémicas dentro del movimiento estudiantil (enfrentándose regularmente contra las fuerzas especiales de carabineros, cuya sola presencia en los planteles estudiantiles bastaría para sopesar el tenor de la ofensiva dispuesta por el Estado); como también quienes abultaban los índices de delincuencia, involucrados la mayor parte de las veces en robos violentos.
Poco importa aquí definir la conciencia “en sí” o “para sí” que pudiese determinar la lógica interna de estos grupos -en el caso que la tuviesen-, pues su convergencia está dada por la criminilización que pesa sobre ambos bajo el espíritu que dicta la ley. Lo que interesa en cambio es constatar el límite de un modelo político-económico incapaz de ofrecer una solución que no sea la estrictamente punitiva a las problemáticas sociales que su misma administración formula. La más visible y cruda de ellas encarnada en un servicio nacional de menores (SENAME) abandonado a su suerte y por el cual pasan miles de niñas y niños provenientes de los sectores más pobres del país.
La última transmutación del infante en su paso a la primera adolescencia sigue, jurídicamente al menos, cautiva de aquella mordaza que no reconoce su voz y, sin embargo, -y quien sabe si por lo mismo- es percibida por el dialecto monolingue del poder como una amenaza. De manera que, el que “el que no habla”[1] decide gritar, y pareciera como si en ese vociferar descubriese la potencia larvada que subyace en su estado impotente. Una vez que la asonada popular explotó y el estruendo del ruido de los cacerolazos se hizo escuchar en todas las calles del país, y la noche de cada esquina se iluminó con el fuego de mil barricadas, todo un pueblo había comprendido y puesto en práctica la lección de los “menores” que asaltaban en tropel las estaciones del metro gritando “evadir, no pagar, otra forma de luchar” e invitando a los pasajeros a entrar sin marcar su tarjeta en la máquina. En menos de un mes la diáfana imagen del derrocamiento del rey que Bajtín analiza en la cultura popular del renacimiento había calado en la conciencia de un pequeño país subdesarrollado regentado por una clase dominante que se daba ínfulas de primer mundo. Un país que despertaba del largo y pesado sueño del neoliberalismo mientras era arrastrado por las convulsas corrientes que se cernían sobre el siglo XXI.
Un pueblo, un pelaje. Encuadres de la herida y el rugido durante los primeros días de la revuelta popular.
La erosión que produjo el estallido en el lenguaje corriente creó abismos semánticos en ciertos términos que parecieron absorver la polaridad del conflicto social. La más resentida por el remezón fue la idea de «normalidad» con la que el gobierno infructuosamente intentó reestablecer el orden. Pero a un mes del estallido social, las protestas en todo el país no parecían menguar. No era difícil ver porqué la misma acepción de la palabra quedaba en entredicho, pues regresar a la normalidad suponía volver a un escenario en que los abusos eran tan cotidianos como intolerables. Lo mismo ocurría con la «violencia» que condenaba desde distintas tribunas la clase dominante para referir los saqueos y la destrucción de propiedad pública y privada, atendiendo los costos económicos que significaría la asonada y refiriéndose poco o nada a las graves violaciones a los derechos humanos perpetradas por el terrorismo de estado en un lapso relativamente corto de tiempo. Este doble rasero no tardó en ser percibido como al antesala de una impunidad que una vez más desgarraría el endeble tejido de la unidad nacional. Si el «Chile despertó» se convirtió en uno de los gritos que consiguió sintetizar el hartazgo de todo un país frente al modelo, la coherencia que minuto a minuto adquiría la articulación de la revuelta popular no podía volver a cerrar los ojos frente a la injusticia de la violencia de estado. Con más de veinte muertos, decenas de desaparecidos, doscientos manifestantes con estallido ocular, miles de heridos por perdigones y otros tantas víctimas de violación y tortura; el saldo del primer mes de movilizaciones arrojaba la experiencia del estallido social al centro de un nuevo bucle de violencia en la percepción histórica de los oprimidos.
El tiempo «vacío y homogéneo» sobre el que la falacia del progreso proyecta su sombra, según una de las tesis sobre el concepto de historia de Benjamin, pareció dilatarse y contraerse en un segundo eterno. Fue un día de octubre -un mes exacto después de las fiestas patrias con todo y su teatral exhibición de poderío militar- que el pueblo escuchó aturdido por un inconmensurable lapso el fantasmal pitido de la explosión en el tímpano. En un instante, la vida se “colmaba de presente”. De súbito, sobrevenía el vértigo producto del “salto de tigre al pasado”, que sucedía, como de costumbre, dentro: “de un circo donde manda la clase dominante”. El despertar del hastío le cruzaba como una corriente el espinazo; y percibía el peso de su propio cuerpo a través de un profundo e irreconciliable antagonismo con el poder. En la revuelta tomaba conciencia de sus colmillos; sentía la dureza de las costillas pegadas al pellejo. Cuando miró hacia el cielo, notó las vigas que sostenían la pesada carpa bajo la cual recibía órdenes, y comenzó a contar cada uno de los resollantes latigazos con que le fustigaban el lomo.
[1] La palabra Infante proviene del latín y significa “el que no habla”.
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Publicada originalmente en razacomica.cl