Requiem
Ilusionados, quisimos olvidarnos que un sujeto como Menem era posible, hasta que se murió.
Tenía 12, 14, llegué a cumplir 15. En las revistas había niñas dos años mas grandes, dos años más chicas que yo, les decían “las lolitas” y modelaban ropa interior de mujer diseñada para seducir a varones adultos. Todas eran rubias, yo sabía que tenían mi edad, pero que yo no era como ellas. Me acuerdo que uno de esos años, cuando fui al Chuy me compré una camiseta gris del ratón Mickey. Tenía muchos ratones estampados, como en lápiz de escribir, y abajo a la derecha un ratón a todo color. Ya en ese tiempo lo odiaba, como hasta hoy; pero el efecto dibujado en la tela era irresistible. La guardaba para cuando había que salir, era mi única camiseta nueva, holgada y recta, muy lejana a las imágenes de las revistas. En ese entonces era virgen, tiempo después dejé de serlo, pero hasta hoy prefiero las bombachas sin puntillas, lejos de aquellas imágenes ajenas.
Veraneábamos en la barra de Maldonado. La sensación de tocar corcho en la corteza de un alcornoque se mezcla con la del viento andando en bici rumbo al muelle y la adrenalina de las sardinas picando en los anzuelos del lengue. Pescábamos todos los días nublados, a veces al filo de la tormenta; hasta que llegaron las motos acuáticas. Con ellas los avioncitos que arrastraban carteles: “Puritas” y “Menem Presidente”. Con tanto motor, como en un cuento de Quiroga, se terminaron los peces y quedaron pocos cangrejos. En su lugar, se llenó de familias enormes, de niños con narices y cachetes blancos de protector solar, conservadoras y tablas de morey. El mismo tiempo, el mismo espacio y la clara sensación de que el mundo se transformaba en algo que no nos pertenecía.
Vivíamos en la otra orilla, pero estábamos todos en el mismo barco. Hubo un verano en que mi padre hacía todo lo posible para conseguir una camiseta de la reelección de Menem. Blanca, con el año estampado en azul y el apellido recortado en blanco por arriba. Mi madre lo cagaba a pedos, furiosa e impotente. Yo sabía que ella tenía razón, pero no dejaba de reconocer la perfección del logo, más allá de lo que significaba.
Seguí creciendo, entré a la facultad. No había militancia, no había futuro, la historia se había terminado. Todos truchos, o quizá no; pero no había un camino para averiguarlo. Lo poco que parecía legítimo estaba amenazado, acorralado o muy lejano. Más acá Ferraris, paridad cambiaria, ídolos populares duros hasta las patas, una rubia en un avión, pizza con champagne… Siempre para otros, parecía que nunca era nuestro tiempo, nuestro proyecto, nuestro mundo. El otro día le decía a mi hermano que la palabra trucho se había inventado en los noventa, junto con “repatriado” y con “matemáticamente tenemos chance”; no se si es así, pero sino, pega en el palo.
Dejé de ser niña y me hice adulta en la década de la bijou y el sarcasmo, del cartón hecho casa y plato de comida. La década que terminó con un “que se vayan todos”. Se fueron, pero el daño quedó hecho. Daño social, económico, político y para los que nos criamos en los noventa, también subjetivo. Tuvo que cambiar el siglo y cambiar el signo para que pudiéramos, de a poco, lavar tanta mierda. Mejor o peor, se refundó lo político y se instauró un orden menos cínico, más moral y moralista, que fue haciendo o diciendo que había lugar para todos (y también que las niñas no deberían posar en bolas). Ilusionados, quisimos olvidarnos que un sujeto como Menem era posible, hasta que esta semana se murió.
…moviendo las cabezas; la tenés clara; jugate conmigo; soy ruso estoy perdido… miles de frases que vuelven con las fotos de Menem, ahora en la pantalla de la computadora. Quizás sea injusto o inexacto achacarle todo a un muerto. Él no es todo los noventa, pero trae a la mente, lo peor de ese período. Un sobrenombre tan familiar como “el turco”, unos enemigos que también podrían ser los nuestros, nada de eso lo transforma en nuestro amigo. No importa lo que digan los discursos de ocasión.