Resistir a la melancolía de izquierda
Lo que surge es una izquierda que opera sin una crítica profunda y radical del status quo, y sin una alternativa atractiva al orden de cosas existente. Pero de modo quizás aún más preocupante, es una izquierda más apegada a su imposibilidad que a su potencial fecundidad, una izquierda que se siente menos cómoda en la esperanza que en su propia marginalidad y fracaso, una izquierda que está así atrapada en una estructura de apegos melancólicos a un cierto relato de su propio pasado muerto, cuyo espíritu es fantasmal, cuya estructura de deseo es retrógrada y autoflagelante.
En cada época ha de hacerse el intento de ganarle de nuevo la tradición al conformismo que está a punto de avasallarla. . . . Sólo tiene el don de encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador que esté traspasado por [la idea de que] tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo cuando éste venza.
–Walter Benjamin, “Sobre el concepto de historia”, La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia
Durante las dos últimas décadas, el teórico de la cultura Stuart Hall ha insistido en que la “crisis de la izquierda” no se debe ni a las divisiones internas de la izquierda activista o académica ni tampoco a la astuta retórica o los sistemas de financiamiento de la derecha. Ha denunciado, en cambio, que esta tendencia es consecuente con el propio fracaso de la izquierda en entender el carácter de la época y en desarrollar una crítica política y una visión político-moral apropiadas para tal interpretación. Según Hall, el auge de la derecha thatcherista-reaganista fue antes un síntoma que una causa de este fracaso, tal como, para él, la actitud despectiva o recelosa de la izquierda hacia la política cultural constituye una demostración no de sus principios inquebrantables, sino de sus hábitos de pensamiento anacrónicos y de sus miedos y ansiedades ante la perspectiva de reconsiderarlos.
Pero, ¿cuál es el contenido y la dinámica de esos miedos y ansiedades? ¿Y cómo podríamos comenzar a explorarlos? Dado que es imposible analizarlos exhaustivamente en estas pocas páginas, quiero considerar tan solo una de sus dimensiones, una que muchas décadas atrás Walter Benjamin denominó “melancolía de izquierda”. Como buena parte de los lectores sabrá, Benjamin ni categóricamente ni por disposición de carácter se oponía al valor y la valencia de la tristeza en cuanto tal, así como tampoco se oponía a la posibilidad de obtener enseñanzas del rumiar las propias pérdidas. Tenía, de hecho, una desarrollada apreciación del valor productivo de la acedia, la tristeza y el duelo para el trabajo político y cultural, y en su estudio sobre Charles Baudelaire abordó la melancolía misma como una suerte de manantial creativo. Pero melancolía de izquierda es el inequívoco epíteto de Benjamin para el revolucionario aficionado que, en último término, siente más aprecio por un análisis o ideal político particular –incluso por el fracaso de ese ideal– que por la oportunidad de aprovechar las posibilidades para la transformación radical en el presente. En la enigmática insistencia de Benjamin en el valor político de una comprensión dialéctica-histórica del “tiempo-ahora”, la melancolía de izquierda no solo representa una negativa a asumir el carácter particular del presente, es decir, el fracaso de la interpretación de la historia en términos distintos al del “tiempo vacío” o “progreso”. Significa, además, un cierto narcisismo con respecto a la propia identidad y los apegos políticos pasados que excede toda investidura contemporánea en la movilización, la alianza o la transformación política.1
Lo irónico de la melancolía, desde luego, es que el apego al objeto de la sentida pérdida supera todo deseo de recuperarse, de ser aliviado y de estar libre de ella en el presente. Es esto lo que la vuelve una condición persistente o un estado, una estructura de deseo, en realidad, antes que una respuesta transitoria a la muerte o la pérdida. En su meditación de 1917 sobre la melancolía, Freud nos recuerda otra de sus singulares características: ella implica una “pérdida . . . de naturaleza más ideal [que el duelo]. El objeto tal vez no está realmente muerto, pero se perdió como objeto de amor”. Freud sugiere, además, que el sujeto melancólico a menudo no sabe exactamente qué del objeto ha sido amado y perdido: “Esto nos llevaría a referir de algún modo la melancolía a una pérdida de objeto sustraída de la conciencia, a diferencia del duelo, en el cual no hay nada inconsciente en lo que atañe a la pérdida”.2 Por lo general, la pérdida que provoca la melancolía ni ha sido identificada ni es identificable. Finalmente, Freud sugiere que el sujeto melancólico –con su baja autoestima, con su desesperación, con sus pensamientos suicidas, incluso– ha desplazado el reproche dirigido al objeto alguna vez amado (un reproche por no estar a la altura de la idealización de quien ama) a sí mismo, preservando así el amor o la idealización del objeto aún cuando la pérdida de este amor la experimenta como sufrimiento.
Ahora bien, ¿por qué Benjamin usa este término, y la economía emocional que representa, para hablar de una formación específica de y en la izquierda? Benjamin nunca ofrece una formulación precisa de la melancolía de izquierda. Lo emplea, más bien, como un término oprobioso dirigido a quienes están más comprometidos con ciertos sentimientos y objetos por mucho tiempo atesorados que con las posibilidades de transformación política en el presente. Benjamin presta particular atención a las investiduras del melancólico en las “cosas”. En El origen del Trauerspiel alemán sostiene que “[t]raiciona al mundo la melancolía y lo hace justamente por mor del saber”, sugiriendo que la lealtad del melancólico convierte su verdad (“todo voto o conmemoración”) sobre el objeto amado en una cosa, tratando así al conocimiento mismo como si de una cosa se tratara. Otra versión de esta formulación: “Pero su perseverante ensimismamiento [del melancólico] asume en su contemplación las cosas muertas”. En términos más sencillos, la melancolía es fiel al “mundo de las cosas”, lo que sugiere una cierta lógica del fetichismo –con todo el conservadurismo y la retirada de las relaciones humanas que el deseo fetichista implica– contenida dentro de la lógica melancólica.3 En su crítica al poeta izquierdista de la República de Weimar, Erich Kästner, –texto donde por primera vez utiliza la frase “melancolía de izquierda”– Benjamin sugiere que los sentimientos mismos se vuelven cosas para el melancólico de izquierda, quien “se solaza tras las huellas de antiguos bienes intelectuales tanto como el burgués con la de sus bienes materiales”.4 Llegamos a amar nuestras pasiones y razones de izquierda, nuestros análisis y convicciones de izquierda, más de lo que amamos el mundo existente que supuestamente buscamos transformar con estos términos, o el futuro que estaría alineado con ellos. En suma, la melancolía de izquierda es el nombre que Benjamin da a un apego luctuoso, conservador y retrógrado a un sentimiento, un análisis o una relación que se ha vuelto cosificada y congelada en el corazón del presunto izquierdista. Si Freud es de ayuda aquí, entonces esta condición supuestamente emanaría de alguna inexplicable pérdida, de algún destrozado ideal significado contemporáneamente por los términos izquierda, socialismo, movimiento o Marx.
Ciertamente las pérdidas –explicables e inexplicables– de la izquierda son muchas en nuestro tiempo. La literal desintegración de los regímenes socialistas y la legitimidad del marxismo bien puede que sean las menores entre ellas: naufragamos en la pérdida de un análisis y un movimiento unificados, en la pérdida del trabajo y la clase como predicados ineludibles del análisis y la movilización política, en la pérdida de un movimiento histórico progresivo inexorable y científico, y en la pérdida de una alternativa viable a la economía política del capitalismo. Y a las espaldas de estas pérdidas aún hay otras: carecemos de la sensación de formar parte de una comunidad de izquierda internacional y a menudo incluso local, de la convicción sobre la verdad del orden social, y de una perspectiva moral-política sólida que guíe y dé sustento al trabajo político. Sufrimos así con la sensación de que lo perdido no es solo un movimiento, sino también un momento histórico; no solo una coherencia teórica y empírica, sino también una forma de vida y un curso de búsquedas.
Muchos en la izquierda podemos admitir todo esto con franqueza, aun cuando no sepamos qué hacer al respecto. Pero en el centro vacío de todas estas pérdidas, quizás en el lugar de nuestro inconsciente político, ¿no hay también una pérdida no reconocida, a saber, la promesa de que el análisis y los compromisos de la izquierda le darían a sus adherentes un camino claro y seguro hacia lo bueno, lo correcto y lo verdadero? ¿No es acaso esta promesa la que en gran parte fundamentaba nuestro goce en ser parte de la izquierda, la que, de hecho, daba sentido a nuestro amor propio en cuanto izquierdistas y nuestro igual sentimiento hacia otros izquierdistas? Y si no es posible renunciar a este amor sin exigir una transformación radical del fundamento mismo de nuestro amor, de nuestra capacidad misma para el amor o el apego político, ¿no estamos condenados a la melancolía de izquierda, una melancolía que ciertamente tiene efectos que no solo son dolorosos, sino también autodestructivos? Freud otra vez: “Si el amor por el objeto –ese amor que no puede resignarse al par que el objeto mismo es resignado– se refugia en la identificación narcisista, el odio se ensaña con ese objeto sustitutivo insultándolo, denigrándolo, haciéndolo sufrir y ganando en este sufrimiento una satisfacción sádica”.5 Nuestro desafío actual sería saber quién o qué es este objeto sustituto. ¿Qué es lo que odiamos para poder preservar la idealización de aquella romántica promesa de izquierda? ¿Qué es aquello que castigamos para salvar a las viejas garantías de la izquierda de nuestra furiosa decepción?
Dos conocidas respuestas emergen de las recientes disputas y reproches en la izquierda. La primera es una serie de formaciones sociales y políticas diversamente conocidas como políticas culturales o políticas de la identidad. Aquí la acusación convencional de una parte de la izquierda es que los movimientos políticos enraizados en la identidad cultural –racial, sexual, étnica o de género– no solo suprimen la estructura fundamental de la modernidad, el capitalismo, y su formación fundamental, la clase, sino que fragmentan las energías e intereses políticos de la izquierda de tal modo que la construcción de coaliciones se torna imposible. El segundo culpable también tiene varios nombres: postestructuralismo, análisis del discurso, postmodernismo o alguna teoría literaria en boga tomada como análisis político. Los cargos por el crimen aquí también son conocidos: las teorías postfundacionales del sujeto, la verdad y los procesos sociales socavan la posibilidad de una explicación teóricamente coherente y factualmente verdadera del mundo, y también ponen en entredicho los fundamentos supuestamente objetivos de las normas de la izquierda. Juntos o por separado, estos dos fenómenos se proponen como los responsables del carácter débil, fragmentado y desorientado de la izquierda contemporánea. No hay nada nuevo en todo esto. Pero leído a través del prisma de la melancolía de izquierda, el elemento de desplazamiento en ambos conjuntos de cargos puede aparecer más claramente, ya que estaríamos forzados a preguntar: ¿qué aspectos del análisis o de la ortodoxia de la izquierda se han marchitado sin dar frutos para sus adherentes, a la vez que son puestos a resguardo de este reconocimiento por medio de la desdeñosa atención dirigida a las políticas de la identidad y el postestructuralismo? De hecho, ¿qué identificación narcisista con aquella ortodoxia es preservada en el lamento de que ella ya no garantiza el control de los izquierdistas jóvenes y que ha perdido su potencia en el campo político? ¿Qué amor por las promesas y las garantías que el análisis de la izquierda alguna vez albergó es preservado, mientras la responsabilidad por la condición lamentable de tales promesas y garantías se reparte en algunos otros culpables? ¿Y vemos también aquí cómo toma forma una cierta cualidad de cosa [a certain thingness] en la izquierda, su reificación como algo que “es”, el fantástico recuerdo de que alguna vez “fue”, en el mismo momento en el que tan claramente no es/una?
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Llevemos ahora estas especulaciones sobre una izquierda melancólica de vuelta a las consideraciones más claramente políticas de Hall sobre los problemas de la izquierda contemporánea. Si Hall interpreta nuestro fracaso como izquierda en el último cuarto de siglo como un fracaso al interior de la izquierda por aprehender esta época, se trata de un fracaso que, en vez de ser rectificado, solo es reiterado por nuestras quejas contra aquellos que sí están teniendo éxito (liberales de centro, neoconservadores, la derecha) o por las quejas que nos dirigimos entre nosotros mismos (antirracistas, feministas, activistas queer, postmodernos, marxistas de viejo cuño). De acuerdo con la interpretación de Hall, este fracaso no es simplemente el resultado de haber adherido a una ortodoxia analítica particular –el determinismo del capital, la primacía de la clase–, aunque ello sea cierto. Este fracaso también es el resultado de una singular camisa de fuerza intelectual: la insistencia en un materialismo que niega la importancia del sujeto y lo subjetivo, la cuestión del estilo y la problemática del lenguaje. Y es la combinación de estos dos factores la que resulta letal: “Nuestro sectarismo”, sostiene Hall en la conclusión de El largo camino de la renovación, no solo emerge de una actitud defensiva hacia las agendas fijadas por formaciones político-económicas ya anacrónicas (las de la década de 1930 y las de 1945), sino que “[s]e debe también a una cierta idea de la política, habitada no tanto como teoría, sino como un cierto hábito mental. Seguimos pensando dentro de una lógica política unilateral e irreversible, dirigida por una entidad abstracta que llamamos lo económico o el capital, y que se despliega hasta alcanzar su fin previsto. Mientras, como ha probado claramente el thatcherismo, la política opera en realidad más cerca de la lógica del lenguaje: siempre puedes decirlo de otra forma si te esfuerzas lo suficiente”. Ciertamente el curso del capital modela las condiciones de posibilidad en la política, pero la política misma “se dirige ideológicamente, o no se dirige en absoluto”. O, según otra de las concisas formulaciones de Hall: “La política no refleja mayorías, las construye”.6
Es importante ser claros en este punto. Hall no sostiene que la ideología determina el rumbo de la globalización; propone, en cambio, que lo utiliza para tal o cual objetivo político y que, cuando tiene éxito, las estrategias políticas y económicas representadas por una ideología particular producen ciertas formaciones político-económicas en los desarrollos capitalistas globales:
Ahora estamos empezando . . . a desplazarnos hacia una sociedad posfordista –lo que algunos teóricos llaman capitalismo desorganizado, la era de la especialización flexible–. Una manera de entender estos acontecimientos es que la privatización es la forma que tiene el thatcherismo de controlar y apropiarse de este movimiento subterráneo y de hacerlo bajo una estrategia económica y política específica para construirlo dentro de los términos de una filosofía específica. Ha tenido éxito, hasta cierto punto, al alinear su lógica histórica, política, cultural y sexual con algunas de las tendencias más poderosas de la lógica del desarrollo capitalista contemporáneo. Y esto, en parte, es lo que le da su extraordinaria seguridad, su aire de complacencia ideológica: lo que hace que parezca que tiene a la historia de su lado, que su existencia equivale al curso inevitable del futuro. Pero la izquierda, en lugar de revisar sus estrategias económicas, políticas y culturales a la luz de esta lógica profunda y arraigada de dispersión y diversificación (que, después de todo, no necesariamente tiene que ser enemiga de una mayor democratización), se limita a oponer resistencia. Si el thatcherismo puede reclamarla para sí, entonces nosotros no tenemos nada que ver con ella. ¿Hay una forma más segura de condenarte al anacronismo histórico?7
Si la izquierda contemporánea a menudo se aferra a las formaciones y fórmulas de otra época –una en la que las nociones de movimientos unificados, totalidades sociales y política de clases parecían ser categorías viables del análisis político y teórico–, ello significa que literalmente se vuelve una fuerza conservadora en la historia, una que no solo lee erradamente el presente, sino que instala el tradicionalismo en el núcleo mismo de su praxis, en el lugar al que pertenecen el compromiso con el riesgo y la insurrección. Benjamin bosqueja este fenómeno en su ataque a Kästner, el objeto de su ensayo sobre la melancolía de izquierda: “Este poeta está insatisfecho, incluso es melancólico. Pero su melancolía viene de la rutina. Puesto que ser rutinario significa haber sacrificado sus idiosincrasias, haber abandonado el don de asquearse. Y eso produce melancolía”.8 En un tono distinto, Hall articula este problema en la respuesta de la izquierda al thatcherismo:
Recuerdo el momento, en las elecciones de 1979, en el que James Callaghan, quemando sus últimos cartuchos políticos, dijo, realmente impresionado con la ofensiva de Thatcher, que esta “pretendía romper en mil pedazos a la sociedad desde la raíz”. Esta era una idea impensable en el vocabulario socialdemócrata: un ataque radical al status quo. La verdad es que las ideas tradicionalistas, las ideas de la respetabilidad social y moral, han penetrado tan al fondo de la conciencia socialista que es habitual encontrar a gente comprometida con un programa político radical apoyado en sentimientos y opiniones completamente tradicionales.9
El tradicionalismo difícilmente es algo nuevo en la política de izquierda, pero se ha vuelto especialmente pronunciado y pernicioso en años recientes como consecuencia de (1) su mojigata formulación como defensa contra las “revoluciones” de Thatcher-Reagan-Gingrich (encarnadas en el desmantelamiento del estado de bienestar y la privatización de una serie de funciones y servicios públicos); (2) el desarrollo de las políticas culturales, en particular de las políticas sexuales; y (3) la desintegración de los regímenes socialistas y el severo descrédito de los objetivos políticos-económicos de la izquierda causado por esta desintegración. La combinación de estos tres fenómenos produce formulaciones de izquierda que suelen tener como contenido principal la defensa de las políticas liberales del New Deal –especialmente el estado de bienestar–, por una parte, y la defensa de las libertades civiles, por la otra. En suma, la izquierda ha llegado a representar una política que busca proteger una serie de libertades y derechos que no confrontan ni las dominaciones contenidas en ellos ni tampoco el valor limitado de aquellas libertades y derechos en las configuraciones contemporáneas del capitalismo. Y cuando este tradicionalismo va de la mano con una pérdida de fe en la visión igualitaria tan esencial para el cuestionamiento socialista del modo de distribución capitalista, y una pérdida de fe en la visión emancipatoria fundamental para el desafío socialista al modo de producción capitalista, el problema del tradicionalismo de izquierda se vuelve de hecho muy serio. Lo que surge es una izquierda que opera sin una crítica profunda y radical del status quo, y sin una alternativa atractiva al orden de cosas existente. Pero de modo quizás aún más preocupante, es una izquierda más apegada a su imposibilidad que a su potencial fecundidad, una izquierda que se siente menos cómoda en la esperanza que en su propia marginalidad y fracaso, una izquierda que está así atrapada en una estructura de apegos melancólicos a un cierto relato de su propio pasado muerto, cuyo espíritu es fantasmal, cuya estructura de deseo es retrógrada y autoflagelante.
¿Qué implicaría el deshacerse de los hábitos melancólicos y conservadores de la izquierda para fortalecerla nuevamente con un espíritu crítico y visionario radical (del latín radix, “raíz”)? Se trataría de un espíritu que abrazaría la noción de una transformación profunda y, de hecho, perturbadora de la sociedad en vez de uno que reculara ante esta posibilidad, aun cuando debemos ser conscientes de que ni la revolución total ni el progreso histórico automático nos conducirán a cuales sean las visiones reformuladas que podamos elaborar. ¿Qué esperanza política podemos albergar que no se base falsamente en la noción de que “la historia está de nuestro lado” o de que es inevitable el apego popular a cuales sean los valores que podamos desarrollar como los de una nueva perspectiva de izquierda? ¿Qué tipo de orden político y económico podemos imaginar que no sea ni estatal ni utópico, ni represivo ni libertario, ni económicamente empobrecido ni culturalmente opaco? ¿Cómo podríamos obtener sustento creativo de las ideas socialistas de dignidad, igualdad y libertad, a la vez que reconocemos que estos ideales surgieron de condiciones y posibilidades históricas que no son las del presente? Mi énfasis en la lógica melancólica de ciertas tendencias de la izquierda contemporánea no busca recomendar la terapia como vía para responder a estas preguntas. No obstante, sí sugiere que las sensaciones y los sentimientos –incluidos los de tristeza, ira y ansiedad por las promesas rotas y las orientaciones perdidas– que sostienen nuestros apegos a los análisis y los proyectos de la izquierda deben ser examinados por lo que generan con respecto a las contracaras potencialmente conservadoras e incluso autodestructivas de objetivos políticos supuestamente progresistas.
[* Originalmente publicado como “Resisting Left Melancholy”, boundary 2 26.3 (Otoño 1999): 19-27. Traducción de Rodrigo Zamorano Muñoz. Agradecemos la gentileza de la profesora Brown por autorizar la traducción de este ensayo.]
Notas