Ursula K. Le Guin: imaginar aquí y ahora mundos muy otros
El 22 de enero de 2018 fallecía Ursula K. Le Guin, una escritora e intelectual excepcional que resulta imprescindible (re)leer en estos tiempos distópicos y de inminente colapso planetario.
Nacida el 21 de octubre de 1929 en Berkeley, California, e hija de un antropólogo y una escritora atentos a la vida de diversos pueblos originarios distantes de las sociedades capitalistas occidentales, desde pequeña se interesó por la narrativa emparentada con los mitos y leyendas de tiempos inmemoriales.
Pero más que en un pasado remoto, lo suyo tendió a situarse en el ensanchamiento hasta el infinito del futuro, condicionada por una época donde la carrera espacial, la expansión colonial, las amenazas de una guerra nuclear y la voracidad imperialista en regiones periféricas eran la regla, aunque también despuntan como influencias en su derrotero las revueltas radicales y el cuestionamiento de todo lo existente por parte de las nuevas generaciones en los años ’60 y ’70, para quienes ser realistas equivalía a exigir lo imposible y a que la imaginación tome el poder por asalto.
Feminista, de estirpe ecológica y libertaria sin igual, no le fue nada fácil hacerse un lugar y desandar clichés propios del sentido común de su tiempo en torno a la literatura que se animó a crear. La ciencia ficción o narrativa fantástica por lo general fue acechada por dos prejuicios que, al día de hoy, perduran en el imaginario popular: el primero de ellos, de evidente raíz adultista, asevera que son libros e historias destinadas de manera exclusiva para niñes y adolescentes, algo pasajero, inferior y fugaz en el derrotero de las personas, que es dejado atrás cuando se “madura” y llegamos a ser grandes. El segundo, simétrico al anterior, presume que este tipo de relatos resultan escapistas, rehúyen de la realidad, nos evaden de ella al extremo de narcotizarnos.
Sumado a esto, Ursula tuvo que afrontar el hecho de ser mujer, en un universo donde la producción era casi sin excepciones una marca registrada de varones: de Isaac Asimov a Ray Bradbury, pasando por George Orwell, Aldous Huxley y J.R.R. Tolkien. Si bien al comienzo se paró sobre los hombros de estos gigantes -de los que por cierto jamás renegó-, tuvo la osadía y originalidad de forjar su propio camino, en la misma senda de mujeres que -como Mary Shelley y Virginia Woolf- la precedieron en su pasión por lo fantástico desde la ruptura con todo lo establecido.
“¿Cómo sería este mundo sin capital?”, se pregunta la cantante chilena Ana Tijoux en su tema Todo lo sólido se desvanece en el aire. Las numerosas novelas, cuentos e historias de Ursula Le Guin, nos estimulan precisamente a imaginar una y otra vez mundos y territorios muy “otros”, en la clave de una conciencia anticipatoria. Adentrarse en su literatura implica siempre ejercitar una actitud de lectura activa y de colaboración, en especial para con sus novelas, consideradas por muches “utópicas”, a pesar de que en más de una ocasión ella rechazó esta definición, ya que entendía que esa palabra era “demasiado grandiosa y rígida para caracterizarlas”. Como ironizó al final de sus días, lo suyo no fue nunca emular al Oráculo de Delfos, sino sacudir la modorra y el conformismo que tenemos introyectado hasta el tuétano, para ayudar a parir esos “todavía no existentes” o “aún no posibles” teorizados por Ernest Bloch.
Por ello hurgar en la imaginación, transgredir imposiciones sociales y descubrir alternativas frente a la vida que vivimos aquí y ahora, es una obsesión constante de Ursula Le Guin. “Creo que la imaginación es la herramienta singular más útil que posee la humanidad. Deja atrás al pulgar oponible. Puedo imaginar la vida sin mis pulgares, pero no sin mi imaginación”, expresa en una de sus tantas charlas, incluida en el hermoso libro que compila sus ensayos y conversatorios públicos bajo el título de Contar es escuchar.
Una de sus primeras novelas, La mano izquierda de la oscuridad, publicada en 1969, comienza con una frase por demás sugerente: “la verdad nace de la imaginación”.
Situada en el planeta helado de Gueden, donde los seres humanos son hermafroditas y tienen la capacidad de cambiar de sexo con frecuencia, pone en cuestión su concepción biologicista y da rienda suelta a la fluidez del género. En ella, Le Guin nos invita a soñar un mundo en el que la distinción entre lo femenino y lo masculino se difumina y desaparece aquello que uno de sus personajes define como “la obsesión del dualismo”.
Otro libro suyo sumamente actual, más breve pero igual de intenso, se titula El nombre del mundo es bosque. Acontece en un planeta boscoso donde el tiempo-mundo y el tiempo-sueño se articulan para armonizar el ciclo de la vida, y al que humanos llegados de la Tierra pretenden colonizar con el objetivo de saquearlo y apropiarse de su madera. Habitado por los creechis -seres en principio no agresivos, de color verde y un metro de altura-, Nueva Tahití está constituido en su mayor parte por agua, aunque cobija un conjunto de archipiélagos cubiertos de árboles. La misión terrícola, encabezada por el capitán Davidson, misógino y racista, aspira a desmontar todo el territorio, mientras hace uso y abuso tanto de la población nativa (a la que esclavizan y vejan sin miramientos), como de cuerpos de mujeres que son tratadas como objetos desechables.
La rueda celeste también nos muestra un futuro distópico de hacinamiento poblacional, precariedad de la vida, hambruna y crisis socioambiental, en el que George Orr, su protagonista principal, se percata que sus sueños tienen fuerza material y pueden modificar -para bien y para mal- la realidad. Un psiquiatra sin escrúpulos buscará aprovecharse de este don onírico y orientarlo en su beneficio personal. Esta fábula conjuga una magistral denuncia de las tentaciones despóticas que tiende a generar el acceso a un poder de carácter omnímodo, con la reafirmación de la potencia revolucionaria que tienen los sueños -y también las pesadillas- para incidir en la historia y desviar el curso de los acontecimientos.
Pero acaso la más conocida de sus novelas sea Los desposeídos, donde se confrontan y vinculan dos planetas: Anarres, anarquista e igualitario, y Urras, en el que impera el sistema injusto y autoritario del “propietariado” (cualquier parecido con nuestra realidad no es pura coincidencia). Quienes participan de esta extraordinaria historia de viajeros y dislocación espacio-temporal, deciden crear un lenguaje -el právico- que prescinde de los pronombres “posesivos”, a la par que se desentienden del dinero, revitalizan el valor de uso de los productos, afrontan los peligros de la burocratización y aspiran a gestar una comunicación interestelar de corte confederalista.
José Carlos Mariátegui solía decir que las y los grandes revolucionarios lo fueron por su enorme capacidad imaginativa. Adentrarse en cada una de las novelas de Ursula Le Guin nos nutre de ese combustible tan imprescindible para soñar, que habilita a senti-pensar que lo imposible tiene cabida y puede germinar en nuestras vidas. Porque como supo afirmar esta hechicera de palabras que no temía a los dragones, si bien el poder del capitalismo hoy nos parece inevitable, también lo era hasta hace no tanto tiempo el derecho divino de los reyes.
Será cuestión entonces de animarnos a que los sueños y la esperanza conmuevan nuevamente la realidad, para hacerle jaque mate a este sistema de muerte que no da de comer ni de amar. Eso sí: habrá que jugar la partida tan solo con peones, de color negro para más detalles. Y, de ser necesario, atreverse también a patear el tablero con desmesura.
Publicada originalmente en desinformemonos.org