¿Puede ser buen profesor un violador?
El fin de semana fue noticia que un docente de UTU, formalizado por abuso sexual reiterado a una menor de edad, obtuvo una “medalla conmemorativa” por sus treinta años de servicio en la educación pública. Asimismo, el documento declara que la misma será entregada el día del funcionario y el alumno de UTU. Si bien este acto nos llena de rabia e indignación también sabemos que no resulta extraño ni anómalo, es sistémico, una muestra más de cómo actúa el Estado y sus instituciones educativas frente a acosadores, abusadores y violadores. Más que ausente, el Estado es patriarcal y el sistema educativo es un dispositivo que reproduce sus lógicas de violencia.
En el correr de este año, y tomando sólo en cuenta educación secundaria, se han visibilizado múltiples denuncias de acoso y abuso sexual. Éstas han sido llevadas a cabo fundamentalmente por estudiantes, pero también por madres y docentes que han hecho cuerpo y acción el compromiso de creer, contener y acompañar. Las denuncias no sólo se han enfocado en lo concreto del abuso, sino también en la inoperancia y complicidad de las instituciones que muestran dar más apoyo a los acosadores que a les estudiantes, dejando claro que su prioridad siempre es el corporativismo patriarcal y mantener las instituciones en un funcionamiento de normalidad productiva.
En el liceo 9 gurisas con la consigna “nadie debería tener miedo de venir a estudiar” denuncian al director por acoso; en el liceo Dámaso el gremio desarrolla un conflicto contra la restitución de un docente que habiendo sido denunciado y estando su denuncia en proceso de investigación, es devuelto a su cargo sin considerar la revictimización de las estudiantes; en el liceo de Minas varias madres se manifiestan contra la omisión de la dirección frente las reiteradas denuncias contra un profesor que anteriormente había sido denunciado en Maldonado; en Florida un profesor es denunciado por acoso a estudiantes y se hace público que ya había sido denunciado en distintas ocasiones e instituciones. Esta situación no es privativa de secundaria, recordemos cómo a partir de las denuncias de “varones en carnaval” también se realizaron incontables denuncias en distintos ámbitos de la educación contra docentes tanto de UdeLaR como de Formación en Educación que continúan en sus cargos, dando clases, investigando, opinando constantemente sobre los problemas que aquejan la educación pública.
El constante abuso y acoso sexual dentro del sistema educativo dan cuenta de la resistencia a asumir y reparar el daño generado no sólo por quienes abusan, sino también por el resto cómplice que oculta o en el mejor de los casos da paso a protocolos infértiles que continuan separando el “ser buen docente” del “ser abusador”. Se deja sistemáticamente en evidencia el carácter patriarcal, violento, insensible, cosificante, corporativista y burocratizante del sistema educativo en todos sus niveles. En tiempos de reformas la perspectiva feminista es fundamental para evitar los sesgos simplificadores y neutralizadores de las problemáticas que explotan día a día en nuestra cotidianidad y que ameritan mucho más que cambio presupuestal y revisión de mallas curriculares.
¿Puede ser buen profesor un violador?
La ANEP cree que sí, tanto cuando felicita a un violador por los servicios prestados como cuando sostiene lógicas que garantizan que acosadores, abusadores y violadores permanezcan dentro del sistema educativo sin más. Durar treinta años en el sistema educativo, independientemente del daño o el bienestar que podamos generar entre nosotres y nuestres estudiantes, parece ser meritorio. Considerar que un abusador puede ser buen profesor se articula a la creencia de que buen docente es quien “cumple” o “produce” independientemente de los efectos que esta labor tenga en las vidas de las personas con las que trabaja, ni quién sea esta persona. Implica el vaciamiento de la figura del docente a su ejercicio productivo fundado en el principio del “servicio” que se evalúa bajo criterios que reducen la docencia a la función reproductora del orden social. Un docente que trabaja treinta años, cumpliendo más o menos bien con sus horarios, programas y obligaciones burocráticas es “buen docente”. De esta forma y cómo afirma bell hooks: “los académicos, ya podíamos ser drogadictos, alcohólicos, maltratadores o abusadores sexuales, el único aspecto importante de nuestra identidad venía determinado por lo bien que funcionasen nuestras cabezas, por nuestra capacidad para hacer nuestro trabajo en el aula”. La reducción de la docencia al “cumplimiento de funciones” reduce el fenómeno pedagógico a un acto de aplicación de técnicas y de acercamiento de unos conocimientos específicos sobre quienes son comprendidos como meros receptáculos. El cuerpo, los afectos, las emociones, la intelectualidad, no desaparecen, sino que son disciplinados hacia la automaticidad que encarna la técnica y la burocracia, solidificando la fantasiosa división entre los ámbitos público y privado. En este sentido, si algo se desajusta en la institución se busca que vuelva a la “normalidad”, que no “estorbe”, desvaneciendo el conflicto y solapando el malestar y el daño generado, en una palabra “gestionando” el conflicto hacia su invisibilización. Si no molesta no se reconoce el problema y se mira a un costado. De esta forma encontramos que múltiples denuncias de abuso realizadas frente a direcciones o inspecciones son resueltas con charlas que invitan a los abusadores a tomar horas en otros centros al año siguiente, de modo que muchos de ellos se trasladan de un liceo a otro sin ningún inconveniente; o bien la sugerencia de tomar licencias psiquiátricas, hasta que baje la tensión y todo tome su curso “normal”, hasta que todes se olviden -lo que en general deriva en el abandono de cursos por parte de quienes denuncian- ¿Cuál es el índice de estudiantes que se desafilian del sistema por ser abusadas por sus docentes? Pregunta para el INEED.
Educar es acompañar la existencia
Es engañoso pensar que sólo las autoridades hacen parte de este problema, la complicidad se materializa en distintos niveles y agentes en la cotidianidad educativa. Quien es denunciado cuenta con redes institucionales que validan su palabra y ponen en duda la de quien denuncia. Esta validación se da a través de múltiples mecanismos: el asombro de que “fulanito” pueda tener malas intenciones con sus conductas, la creencia de que cabe la posibilidad de que quien denuncia esté tergiversando una broma o el carácter simpático de su abusador, la búsqueda de la validación de la denuncia por parte de alguna otra persona de “confianza” que busca complicidad del cuerpo docente a través de la deslegitimación de la voz de les estudiantes, la culpabilización de quien denuncia cuando es sometida a interrogatorios que tienden a buscar fundamento en su actuar y no el de quien es denunciado, la inoperancia y burocratización que caracteriza los protocolos disponibles, la solicitud de pruebas o de la repetición del relato innumerables veces. Estos mecanismos ejercen una presión silenciadora al momento de enunciar la situación atravesada y cuando no los desestimulan “protocolarmente”. Una vez que se realiza la denuncia la violencia y deslegitimación no terminan: estudiantes que son sometidas a careos con sus abusadores (a pesar de la ilegalidad de este dispositivo), direcciones que ocultan las denuncias para no agregar problemas a la cotidianidad institucional, procesos de investigación detenidos por meses cuyo único resultado es la revictimización de quien denuncia, la lentitud que habilita a los abusadores a ir de liceo en liceo en tanto no se compruebe que ha abusado (en muchos casos sistemáticamente y generación tras generación), y finalmente el reintegro de quien, comprobándose o no el abuso o acoso continuará dando clases y ocupando un lugar que le va a permitir seguir violentando estudiantes en otro lugar o incluso en el mismo.
Esta violencia es posible no solamente porque la educación y la justicia son patriarcales, sino porque quienes la ejercen eligen deliberadamente la reproducción de mecanismos que atentan directamente contra les estudiantes, porque se elige a quién creer y a quién desestimar. Y es importante decir y reiterar que quienes eligen esa vía son docentes y educadores y que están educando. Entablar una relación de enseñanza no se reduce a reproducir contenidos programáticos, sino que materializa procesos de formación de personas y grupos. No sólo presentamos a les estudiantes una relación con el conocimiento sino que también legitimamos y fomentamos formas de ser, de pensar, de sentir, de hacer. Educar es tanto el acompañamiento de un proceso intelectual como afectivo, pero sobre todo existencial. Las formas de ser y agenciar que encarnamos en el ámbito educativo poseen efectos insondables en los procesos vitales de les estudiantes y de nosotres mismes. Ser docente es también acompañar a estar en el mundo, a estar en relación con otres y a estar en relación consigo misme.
Estas formas de ejercicio de la violencia lejos de carecer de contenidos pedagógicos también generan aprendizaje. ¿Qué tipo de “normalidad” se defiende y qué nos enseña y enseña a les estudiantes? ¿Qué tipo de “aprendizaje” se le da a les estudiantes cuándo son abusadas/es en sus aulas? ¿Qué enseñamos cuando sus abusadores continúan trabajando impunemente y además son defendidos y felicitados por las autoridades, compañeres de trabajo o sindicato? ¿Qué tipo de pedagogía es la que estructura y sistematiza el daño?¿Qué efectos podemos esperar de una relación pedagógica en la que opera el abuso ejercido por quien ocupa un lugar de acompañamiento? ¿Qué educación se ofrece a través del ejercicio sistemático de la violencia?
Educar también es cuidar y cuidarnos
Les estudiantes son sometides a la crueldad de quienes abusan, pero también de quienes frente al abuso no dan respuestas efectivas a favor del cuidado y su protección, y quienes sí las dan son igual de violentadas y amedrentadas, cuando no perseguidas. Rita Segato sostiene que la pedagogía de la crueldad nos enseña a “disecar lo vivo”, a transformarlo en un estado de “cosa” o “mercancía” en la que se obtiene goce sin considerar el dolor del otre, somete la vida a la desprotección y precariedad, nos enseña a tratarnos y a tratar a les demás como meras cosas sin considerar la afectación que nuestros actos pueden tener en les otres (p. 12). La vida es reducida a un trámite sin considerar que incluso un trámite puede doler. Fundada en el mandato de la masculinidad, la pedagogía de la crueldad se ejerce a través del corporativismo institucional y masculino generando mecanismos de desprotección de les estudiantes y de protección de los abusadores. Somete a quien denuncia a la burocratización de su agencia y palabra generando mecanismos insensibles frente el dolor que carga y sometiéndola a la revictimización a través de la formalidad y plazos propios de los diseños institucionales estatales. Daña la vincularidad en tanto enseña y solidifica la vivencia de la desconfianza. Enseña que más vale callar e irse que desgastar energía en denunciar aquello que no va a ser escuchado.
Desarmar esta estructura no es un asunto que pueda reducirse a una reforma de planes ni programas, antes bien es un compromiso ético-político que muchas/es de quienes ponemos el cuerpo en educación venimos haciendo a fuerza de feminismo y de repensar nuestras prácticas educativas, de aprendizaje y de relación. Las distintas manifestaciones que estudiantes, madres y docentes han realizado para que las denuncias sean tomadas en cuenta muestran un proceso de aprendizaje valioso de este tiempo de marea feminista en las calles y en los liceos. Nos muestran que la pedagogía no es un asunto reductible a las instituciones, sino que desborda las aulas y las transforma, que educar también es cuidar y cuidarnos, que una educación en contra de la crueldad, la violencia y el patriarcado aunque se ensaye en pequeños gestos, en cuentagotas, son esas gotas las que erosionan y transforman la materia más dura sin necesidad de medallas ni condecoraciones patriarcales.
*Maria es Profesora de Formación en Educación e integrante de P.R.O.F.A.S.