Brasil: El agua que todo arrasa
Dos mujeres, ya entradas en años, aguardan el rescate a la intemperie, sobre el tejado de la vieja casa familiar, en un poblado de Rio Grande do Sul. En otro techo, un anciano se asoma por una pequeña abertura, abrazado a su perro. Se han resistido a dejar sus viviendas. El viejo duda cuando llega la lancha. Echa una última mirada hacia abajo. No sabemos si quiere llevarse algún objeto que dejó rezagado o si se está despidiendo de su casa. Tal vez acepte abandonarla para salvar la vida del perro, su compañero. Tal vez ese sea el argumento que lo convence entre las palabras que no conseguimos oír, pero adivinamos en los gestos insistentes de los rescatistas.
Las hermanas repasan la vida que quedará atrás. Una de las mujeres se acuerda de repente, mientras espera la lancha, de aquel mantel blanco bordado, entre bolitas de naftalina que quedó en el cajón de la cómoda, nunca usado, guardado para una ocasión excepcional que nunca se presentó. ¿Para qué? Una vida cargada de futuros ya perdidos en la lama de estos días.
Hace unas horas que no llueve, pero el pronóstico dice que habrá más precipitaciones. Y el dique corre riesgo de romperse. Las mujeres irán a la casa de algún pariente. Hay que ver con quién, porque, aunque las viviendas de las hijas están a salvo en áreas un poco más altas, quedaron aisladas o rodeadas de lama. Los sobrinos recuerdan el patio de la abuela y de las tías regañonas, con la higuera y el columpio disputado entre los primos, y las gallinas sueltas; el perfume de jazmín y de azahar, alternado con el olor a fritura. Ahora están crecidos, pero la memoria de la infancia permanecía en aquel patio ahora en el fondo del agua. El diluvio se llevó la higuera.
Una joven no pudo despedir a su bebé, que mal había nacido y cuando, en helicóptero, consiguió llegar al hospital, ya era tarde. En el aula de la escuela donde se refugiaron los vecinos, una señora, sentada sobre un colchón, mira una y otra vez las pocas fotos que logró rescatar. Fue en lo primero que pensó antes de abandonar su casa.
El dueño del pequeño comercio, y la acotada prosperidad que suponía eterna, no sabe qué hará. El aluvión se llevó la mercadería y destruyó la tienda. Ahora está en una cancha de baloncesto adaptada para recibir desabrigados. Lo sorprende tener que compartir el espacio con vecinos más pobres, a los que ya no les vendía fiado. El colchón, las sábanas, las frazadas son iguales para todos. Piensa que, por lo menos, pudo pagar el estudio de sus hijos. Ese pensamiento le restituye alguna serenidad. Se pregunta si será contemplado por algún “plan de reconstrucción” de los que anuncian en el noticiero para el que ha sido entrevistado. ¿Quién tendrá prioridad? ¿Los hacendados exportadores de soja? ¿Los que perdieron las viviendas? ¿Los que se quedaron sin trabajo? ¿Los supermercados?
Un padre de familia, “hombre de bien”, toma la decisión de hacer la fila con un bidón vacío en el quilombo, donde vive “esa gente que invade” terrenos. El único lugar donde se preservan las nacientes. Se siente humillado. Pero ya no hay agua en el reservatorio de casa, y la mujer no tiene cómo cocinar. Se traga el orgullo, los músculos tensos, temiendo ser tratado con desprecio. Las gentes lo reciben con una sonrisa. Le avisan que están con una cocina comunitaria, y que, a la tarde, va a haber una actividad para los niños. Ahora piensa en volver para donar algunos bastimentos.
En un país con la estratificación social de Brasil, y en un período en que los estratos intermediarios sienten la amenaza de caer ladera abajo, las inundaciones operan de una manera muy particular en los corazones y mentes. Los que se consideraban a salvo de naufragar en la miseria por su propio mérito viven ahora la incertidumbre. Muchos fueron acumulando generación tras generación camadas de autocomplacencia por cada año en que conseguían mantener, no su condición de vida, que eso fue perdido por todos los que no son grandes propietarios, sino su distinción con relación a los que están en el peldaño inmediatamente inferior. Estos son vistos como apestados, como si la pobreza fuese producto de una flaqueza moral que no puede afectar a quien así los ve. El miedo a caer en el próximo anillo del infierno hace con que se evite la compasión, que puede traer el “contagio”: “no hay peor pobre que el que está cerca”. En estos tiempos, el corazón se eriza de espinas defensivas.
El agua que todo arrasa, como bien dice Felipe Mattos Johnson[1], es resultado de la acción predadora del capital en su fase actual. Mejor dicho, es la respuesta del agua, que reacciona a la destrucción del equilibrio de las cadenas extractivas. El agua, el viento, la tierra, buscan su justicia, que se presenta a veces como venganza. Al día de hoy, hay 446 municipios del estado de Rio Grande do Sul afectados por las inundaciones; 76.884 personas refugiadas en abrigos; 538.545 que tuvieron que abandonar sus casas; 806 heridos; 124 desaparecidos; 148 muertos; 76.483 personas rescatadas; 11.002 animales rescatados[2]. Para la mayoría de los afectados directa o indirectamente, los que perdieron sus seres queridos, sus casas, sus pertenencias, sus medios de vida, estas inundaciones son una herida en la memoria. ¿Cómo elaborar una explicación? ¿Cómo encontrar motivos para un desastre que parece tan desmesurado? Y para aquellos que venían explicándose su posición intermediaria en la pirámide social, ¿cómo anudar un antes y un después en una cadena causal? Es más fácil atribuir la desgracia a la fatalidad, a una catástrofe “natural”. Todo parece absurdo.
Reflexionar colectivamente sobre las causas es una condición para la salud mental. Una condición para no hundirse en el marasmo, en la pasividad. ¿Cómo hacer planes para el futuro cuando todo lo vivido está bajo sospecha de haber provocado el desastre? ¿Cómo “reconstruir” la vida repitiendo neuróticamente el modelo que generó tanta destrucción? Y, lo más importante, ¿en quiénes confiar para hacer narrativas colectivas de futuro?
Como describe Felipe Mattos Johnson en su artículo ya citado Solidaridades insurgentes vs neoextractivismo, las redes de apoyo mutuo de base comunitaria y territorial son una referencia de defensa de la tierra, de las nacientes, del alimento sano, de las relaciones amorosas de cuidado. Esperamos que esas prácticas generosas consigan fundar nuevas lealtades, nuevas confianzas, más allá de las ilusiones de manutención de las distinciones entre los de abajo.
Notas:
[1] Ver: https://zur.uy/solidaridades-insurgentes-vs-neoextractivismo-las-inundaciones-en-rio-grande-do-sul/
[2] Ver: https://g1.globo.com/rs/rio-grande-do-sul/noticia/2024/05/15/mpt-recebe-69-denuncias-de-comparecimento-obrigatorio-ao-trabalho-em-meio-as-cheias-no-rs.ghtml