Intensidad
A propósito del Encuentro La vida no-fascista en Montevideo
Puedo sugerir una cosa:
busquen lo que es bueno,
fuerte y bello en su sociedad
y trabajen a partir de ahí.
Vayan hacia afuera.
Crea siempre a partir de lo que ya tienes.
Entonces sabrás qué hacer.
(Foucault, 1984)
Un grupo en el que participé en mi lugar de trabajo hace unos años fue adjetivado como “los intensos”. Ese grupo es uno de los más productivos y alegres que conozco.
Muchas veces en mi vida me han dicho que soy muy exigente, sé que en algunos temas lo soy. En algunos con cierto orgullo y en otros tantos por neurótica, es decir culpógena.
Ayer una colega más joven me dijo; quiero reconocerte que vos fuiste la única en un espacio colectivo de más de 40 personas que te animaste a enfrentar la violencia de algunos participantes. Me agradeció la valentía de tratar de parar la violencia y poner un límite a esa agresividad gratuita. Pero ¿cuál es el límite entre el deseo común, la heroicidad, la inmolación? ¿Entre el deseo y la culpa? Incluso la culpa por desear. Me respondo provisoriamente: el cuidado de una misma y de las tramas que habita y riega con intensidad, es decir con amor. Eros, una potencia en desuso.
El límite con la heroicidad patriarcal es un borde en el que a tientas intentamos afirmarnos en nuevas y precarias prácticas y desde ahí, -y porque ya las habitamos de algún extraño modo- soñar con el contagio de esa intensidad no vengativa.
No hay gobiernos de izquierda, solo prácticas de izquierda, decía Deleuze.
Nos queda el cuerpo y nos quedan las prácticas. Nos quedan las memorias de las múltiples desobediencias que nos hemos atrevido para defender la vida.
¿Cuál es el límite entre estirar los posibles y no quedar toda estirada, toda lechugita en la intemperie? A veces tengo una sensación desoladora de la Universidad actual.
Hace casi un año hice una carta de renuncia. Fue un ejercicio literario pero lo compartí con colegas buscando resonancias. También fue la forma de elaborar un duelo: no logramos aún confiar en que es posible algo más colectivo. El apoyo mutuo es la excepción, no la norma. Y en general está siendo mucho más fácil fuera del ámbito académico.
Tengo mucha fe en lo colectivo. Un poco porque vengo de una familia numerosa, y porque entre mis hermanas pasó un hilo de vitalidad y orden en medio del caos (las grandes ayudan a las que vienen detrás). También fue gracias a un maravilloso aquelarre de “sin tribus” con las que recorrimos el pasaje de la juventud a la actual adultez. Las tías de mi hija. Mis hermanas del alma.
Nos salvamos en la desobediencia al poder, cuya génesis siempre fue profundamente teológica. Nos salvamos saliendo de lo dicotómico y jerárquico que nos habita. Confío en la grupalidad igualitaria, que no homogénea.
Necesitamos un desplazamiento del deseo que sea además recuperación de la memoria. Una memoria viva que es también memoria de deseos de otros mundos posibles compartidos. Pero se trata de un deseo que no nace de la voluntad esa que “llegado el caso hace apretar los dientes y soportar el sufrimiento”, como nos recuerda Simone Weil. Un deseo inteligente que, contrariamente a lo que de ordinario se piensa, para aumentar, debe ser movido por afectos alegres en tanto son el motor de movimiento singular y colectivo. Porque para que el deseo aumente, es preciso que haya alegría en la lucidez y, al unísono necesitamos fe en que es posible. Y es que “las certezas de este tipo son de carácter experimental. Pero si no se cree en ellas antes de haberlas experimentado, si no se actúa, al menos, como si se creyera, no se llegará nunca a la experiencia que las hace posibles” (Simone Weil, 1942).
Quizá estemos a tiempo de recuperar memorias deseantes pero en todo caso, será una tarea que inevitablemente nos convoca a poner el cuerpo, como tanto sabemos nosotras, mujeres que entendimos que, al poder de la crueldad, tenemos para ofrecer el porvenir de la vida.
Hasta que la dignidad se haga costumbre.