Informe SERPAJ Uruguay

Atentados, exabruptos y pensiones militares: la continuación de la historia durante el año 2018

31 diciembre, 2018

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Atentados, exabruptos y pensiones militares: la continuación de la historia durante el año 2018

Desde Zur, compartimos el anuario del Servicio de Paz y Justicia (Serpaj). Como todos los años, se recogen diversas voces y temáticas, que se organizan en dos grandes secciones: derechos civiles y políticos y derechos económicos, sociales y culturales.


Como ha sido habitual desde el fin de la dictadura, a lo largo del año 2018 se reiteraron  declaraciones y acciones de militares en actividad y retirados que marcan intervenciones más o menos abiertas en la vida política del país y manifiestan concepciones marcadamente antidemocráticas, al menos de un segmento relevante de la oficialidad en retiro.

Sobre todo, tres tipos de eventos pueden ser señalados: los atentados a placas y monumentos a la memoria, las declaraciones de militares retirados, que entre otras cosas han intentado legitimar de nuevo el golpe de Estado y la dictadura, y los acontecimientos que rodearon a la reforma (o intento de reforma) del Servicio de Retiros y Pensiones de las Fuerzas Armadas (más conocido como Caja Militar) . Sin duda, este útlimo fue el tema prinicipal y expica que el centro del discurso militar no ha estado tanto esta vez en la oposición a los juicios a militares por violaciones de derechos humanos durante la dictadura, sino en la defensa corporativa. Pero en todos los casos, en el trasfondo de los debates emerge de nuevo la lucha por imponer una definición del pasado reciente.

Atentados y exabruptos

Entre junio y octubre de 2018 se registraron diversos atentados a Marcas de la Memoria (placas conmemorativas de hechos de violencia contra derechos humanos en la dictadura) ubicadas en el Centro General de Instrucción para Oficiales de Reserva, en el Hospital Militar, en las cercanías del Penal de Libertad, en el callejón de la Facultad de Derecho, y en la Rambla 25 de Agosto. También fue vandalizado el Monumento Memorial en Recordación de los Detenidos Desaparecidos, en el Cerro. En general, se trató de atentados con pintura, aunque en algún caso se trató del robo de la placa. A fines de junio fue identificado como autor de dos de estos atentados un Coronel retirado. Aunque en principio fue un solo arresto, la multiplicidad de acciones sugiere que otros individuos podrían estar involucrados, y aunque no necesariamente exista una organización, muestra -como han opinado referentes de organizaciones de derechos humanos- la existencia de un “clima” de intolerancia que da muestras de hacerse más denso.

Como en años anteriores, los directivos de los clubes sociales insistieron en declaraciones públicas reivindicando o justificando los hechos de la dictadura, pero posiblemente el más llamativo fue el realizado por el presidente del Centro Militar, el coronel retirado Carlos Silva Valiente. Se trató de un discurso particularmente radical, incluso considerando que miembros de esa institución se contaron entre los militares más comprometidos con el régimen militar (incluyendo a Gregorio Álvarez). Entre muchas otras cosas, Silva negó que en Uruguay haya democracia, negó que Álvarez hubiera sido un dictador y que la dictadura fuera una dictadura (habría sido consecuencia de “un vacío de poder”). Se declaró partidario de “de la cultura occidental y cristiana, y del orden natural”, acusó a “los grandes centros de poder” de generar conflictos entre países, vinculándolos al Foro de San Pablo y al ISIS, elogió a Bolsonario, y finalmente sugirió que la gente le pide a los militares que vuelvan (Montevideo Portal, 11/10/2018).

Las consideraciones sobre la dictadura y el desprecio hacia los homosexuales fueron los principales elementos que motivaron a que organizaciones de Derechos Humanos presentaran una denuncia penal ante la Fiscalía de la Nación (La diaria, 20/10/2018), debido a una posible apología del delito e incitación al odio. Como suele suceder en estos casos, no es sencillo decidir cuál es la forma adecuada de reaccionar, ya que muchas veces los exabruptos son deliberados (el periodista afirma que “él sabe que sus dichos causarán revuelo, pero no le importa”). Es posible que, parte del éxito de Bolsonaro, como el de Hitler en su momento, sea atribuibile al aura de autenticidad que se obtiene al decir disparates e insultos. De todos modos, si no es mediante la judicialización, no hay herramientas claras para enfrentar ese tipo de discurso en un contexto en el que la esfera de la opinión pública parece deteriorada y las mentiras se han transformado en arma política.

La reforma de la “Caja Militar”

El tercer tema ha sido la discusión sobre la reforma del Servicios de Retiros y Pensiones de las Fuerzas Armadas, conocido como Caja Militar. La idea de reformar este servicio ha estado en la agenda desde la reforma previsional de 1996, al igual que la de otras cajas paraestatales y estatales, pero era la única que permanecía sin  modificaciones.

En consecuencia, la Caja Militar ha llegado a representar un costo muy alto para el Estado -casi quinientos millones de dólares anuales- que además estaban muy concentrados en los segmentos más altos de ingresos, correspondientes a los grados superiores de la oficialidad (en ocasiones, esas jubilaciones cuadriplican  las prestaciones más elevadas pagadas por el Banco de Previsión Social). En contrapartida, se pagan jubilaciones muy bajas al personal subalterno retirado. Además, el régimen incluía otras facilidades, como la posibilidad de un retiro temprano que permitía continuar la vida activa sumando ingresos a la jubilación obtenida. Los críticos del sistema veían en esto supervivencias de los privilegios que el régimen militar había otorgado a la corporación. Pero incluso quienes no lo ven así aceptan que el déficit ocasionado por la Caja Militar es insostenible.

Sin embargo, los proyectos para reformar el sistema no se habían concretado hasta el momento. En 1996 se había estudiado uno a continuación de la reforma del sistema previsional general. Este proyecto incluso había sido apoyado por el entonces director del servicio, el coronel Mario Frachelle. En un acto realizado en el Centro Militar a comienzos de 1997, el jerarca exhortó, tras reconocer que el déficit que ya tenía la Caja Militar era “insoluble”,  a apoyar la iniciativa, ya que las otras cajas a reformar (incluida la policial) “tienen una capacidad de disuación y de lobby que no la tenemos nosotros” (Búsqueda, 16/01/1997). Casi fue una profecía invertida.

Luego, el tema había vuelto a la agenda al menos una vez en 2002, sin consecuencias. En el año 2011 el gobierno de José Mujica volvió a ponerlo sobre la mesa, en articulación con una reforma de mayor evergadura del conjunto de las Fuerzas Armadas, pero estos proyectos nunca salieron del papel.

La pérdida de dinamismo de la economía y el crecimiento del déficit fiscal fueron seguramente los principales motivos que impulsaron al gobierno a acelerar la reforma del servicio de pensiones militares en 2016, aun cuando solo tendría consecuencias fiscales perceptibles no antes de una década. Pese a ello, como cualquier otra alteración de criterios acerca de la distribución de recursos de protección social, trajo aparejado un intenso debate. Hasta allí, no había nada de particular. Sin embargo, las intervenciones públicas de los militares mostraron algunas características idiosincráticas. Estas características peculiares merecen ser repasadas, porque hablan de la relación compleja que las fuerzas armadas mantienen con el Estado y el resto de la sociedad, no solo en Uruguay, sino en toda América Latina.

Militares, partidos, y un Estado de Derecho a medias

La característica más importante mostrada por la resistencia a la reforma de la Caja Militar es que los mandos militares en actividad asumieron explícita y públicamente funciones de representación corporativa. Al hacerlo, cuestionaron no solo la iniciativa sino a los propios ministros, particularmente al ministro de Trabajo y Seguridad Social, Ernesto Murro.

A comienzos de setiembre el comandante en jefe del Ejército, Guido Manini Ríos, hizo declaraciones donde manifestaba que Murro “no estaba bien informado” al afirmar que la reforma sería beneficiosa y gradual para los efectivos militares, y declaró que tenía la obligación de hacer esa crítica como “jefe” de todos los soldados. Esta declaración incurría en una clara violación normativa -aunque hubo contradicciones respecto a si se defninía como una contravención al artículo 77 de la Constitución o como un apartamiento al Reglamento de Faltas de la fuerza. Posiblemente estas dudas estuvieron vinculadas al hecho de que el gobierno discutió si debía ser destituido o solamente sancionado. Al parecer, la propuesta de destitución fue abandonada debido a la intervención de la vicepresidente Lucía Topolanski, siguiendo la línea del sector liderado por el ex presidente José Mujica. Finalmente, Guido Manini Ríos fue sancionado con 30 días de arresto a rigor.

No era la primera vez que este tipo de desacato se producía desde los comandantes en jefe, o funcionarios militares en ejercicio de cargos públicos. De hecho, el gobierno del partido Nacional enfrentó, en el año 1992, reclamos de más de 400 oficiales en retiro y actividad pidiendo la destitución del Ministro de Defensa, Mariano Brito. Por supuesto, eso fue mínimo en comparación con la casi sublevación que el mismo gobierno experimentó a raíz del caso Berríos. Más cercano en el tiempo, en 2006, durante el primer período de gobierno del Frente Amplio, el presidente Vázquez había destituido al general Carlos Díaz, a raíz de una reunión inconsulta con el ex presidente Julio María Sanguinetti y el ex ministro de defensa Yamandú Fau. También durante el gobierno de José Mujica se habían producido pronunciamientos, esta vez del general Bonilla, con relación a los procesamientos de militares por delitos durante la dictadura, que fueron sancionadas por el Ministerio de Defensa Nacional (aunque después el Ministro Fernández Huidobro se preocupó de aclarar a la prensa que estaba de acuerdo con el contenido de esos dichos).

En esta ocasión el pronunciamiento de Manini obtuvo un fuerte respaldo de connotados dirigentes de la oposición, en especial del Partido Nacional, que aprovecharon la sanción para cuestionar al gobierno. Incluso el intendente de Cerro Largo anunció que iría al aeropuerto a recibirlo -Manini estaba en el exterior en el momento en que supo de la sanción- y que lo haría con la misma actitud con la que había ido a esperar a “Wilson”.

Más allá del obvio oportunismo de algunos dirigentes, no hubo prácticamente ausencia de consideraciones de índole institucional de parte de los miembros de la oposición. El problema se puede ver más grave si se piensa que las divisiones también eran bastante evidentes dentro del partido de gobierno, donde, además de que la vicepresidente abogó a favor de una sanción más leve, el ex presidente Mujica declaró que creía “que el presidente estuvo bien pero el comandante también estuvo bien”. La extrema ambiguedad de la afirmación no parece hacer otra cosa que reflejar las dudas presentes en la izquierda acerca de cómo enfrentar una potencial insubordinación, así como la particular relación que los principales referentes del Movimiento de Participación Popular han desarrollado con los militares.

Se debe tener en cuenta que uno de los argumentos a favor de Manini podría ser que, al tomar a su cargo la representación corporativa de las fuerzas armadas, podría estar quitando legitimidad a los grupos de militares reunidos en “logias” o en foros informales y redes sociales. De acuerdo a estos argumentos, esos grupos estarían sosteniendo posiciones más radiciales y acusando a los oficiales superiores de no “defender” adecuadamente a las fuerzas armadas, y en especial al personal subalterno. Esta situación, donde el comando operativo debe mantener la verticalidad del mando pero al mismo tiempo obeceder al gobierno, ha sido reiterada a lo largo de las tres décadas posteriores a la dictadura.

De hecho, los clubes y centros sociales de retirados de distintas armas suelen tener una retórica mucho más descarnada, y en esta ocasión también ocurrió así. El presidente del Centro Militar, en la citada entrevista y en otras declaraciones, también se refirió al tema pero con términos directamente insultantes hacia los ministros del gobierno. En paralelo, el diario El País difundió un documento atribuido a “altos mandos” del ejército en respaldo a Manini, en donde se acusa al gobierno de hipocresía y tergiversación de hechos. El artículo del país termina haciendo referencia a la ejecución de la marcha Tres Árboles en el cierre de la Rural -lo que miembros del partido de gobierno entendieron como una acción deliberada-,  y atribuye las acusaciones a los “enemigos” del ejército, al igual que lo habían hecho los militares retirados.

Derrota del gobierno, pero no solo

El año se cierra con un resultado favorable a la corporación militar, que logró quitar a la reforma sus aristas esenciales, al punto que el diputado frenteamplista Alejandro Zavala declaró que el proyecto no los incluía, y lo votaban por disciplina. Pero más importante que las consecuencias fiscales -por supuesto muy relevantes- es el empoderamiento de los grupos más duros y conservadores de la sociedad.

Una primera pregunta a hacerse es respecto a las fuentes del poder de estos grupos. No parece lógico atribuirlo a la posesión de armas -aunque seguramente tampoco haya que despreciar ese hecho- sino más bien a un conjunto de otros elementos. Tal vez convenga recordar que el poder no solo se puede definir como la capacidad de imponer acciones a otros, sino también como la capacidad de impedir que otros impongan acciones, lo que significa mantener la conducta propia como algo impredecible. A su vez, esta capacidad requiere del control de espacios de decisión propios. Así, un primer elemento de poder, más que las armas mismas, son los recursos que las fuerzas armadas manejan: personal, vehículos, equipamientos,  hospitales, edificios, regulación de la navegación aérea, y por supuesto, el propio sistema de retiros. Así, se podría interpretar la resistencia a permitir la intervención civil en estas áreas no tanto como con el objetivo de mantener algunos privilegios, tales como jubilaciones altas, sino el de mantener la amplitud de los espacios controlados.

A su vez, la defensa corporativa se enlaza con un relato de los hechos del pasado (desde el golpe de estado a los delitos de lesa humanidad cometidos en forma paralela) que insiste en reivindicarlos, justificarlos o minimizarlos. Con variantes, el relato gira alrededor de la idea de la agresión sobre el ejército. Este relato legitima los reclamos corporativos, y a la vez se reproduce con ellos. La complicada (y muchas veces conflictiva) red de vínculos formales e informales entre militares retirados y activos,  sirve de soporte objetivo a esa forma de representación del mundo, al generar un microambiente donde los actores comparten una visión común sobre sí mismos y el país.

De todos modos, esto no sería suficiente de no ser por el apoyo que sectores de la oposición y algunos representantes del Frente Amplio -particularmente el diputado Darío Pérez- dieron a esos reclamos. Fuera por oportunismo o por convicción, frente a la presión militar las elites políticas no se mantuvieron unidas en el respaldo a las instituciones. Sin embargo, no parece que esto sea un hecho nuevo en la historia reciente. Por el contrario, los vínculos entre oficiales y sectores políticos han politizado a las fuerzas armadas a lo largo de la historia, y le han asegurado apoyos a sus reinvidicaciones, sin perjuicio de enfrentamientos duros entre facciones -incluyendo el uso de explosivos, como el que en el año 1992 se colocó en el estudio del Dr. Sanguinetti-. Pero más allá de estos estallidos de violencia, la acción de los militares en el caso de la reforma de la Caja no parece muy diferente de lo que ha sido la acción corporativa de distintos grupos de interés a lo largo de la historia del país.

El problema, obviamente, es que en este caso el grupo de interés es (o debería ser) parte del Estado, y por lo tanto no debería comportarse como una cámara empresarial o un sindicato. Resulta bien interesante observar que en el discurso militar, y en el de los que lo apoyaron, se eludía mencionar las jubilaciones de los oficiales, y en cambio se insistía en los perjuicios para el personal de tropa, cuyos salarios, se repretía una y otra vez, eran totalmente sumergidos. Ahora bien, ese personal de tropa no tiene su propia representación gremial, que fue asumida directamente por Manini Ríos y los oficiales retirados. Justamente, la defensa que hizo Mujica de Manini se apoyaba en este hecho: los solados no tienen sindicato, por tanto el comandante debe defenderlos.

¿Se pueden sacar algunas enseñanzas de estos hechos? Seguramente, la principal es la de recordar que el Estado de Derecho no es un conjunto de formas jurídicas, sino un complejo entramado de relaciones sociales que descansa en ciertos pilares dados por supuestos. A riesgo de simplificar demasiado un modelo complejo, podría decirse que el Estado de Derecho requiere en especial del cumplimiento de dos de estos supuestos.

En primer lugar, requiere de un sistema administrativo y una organización con un mínimo de autonomía respecto a los grupos de interés. En segundo lugar, también requiere de una sociedad civil con capacidad de movilización y expresión. La tensión generada por las demandas de la sociedad civil permite mantener al aparato estatal separado de los poderes fácticos de la sociedad (incluyendo intereses económicos y grupos de poder basados en la violencia). Estos supuestos son justamente los que no se han terminado de concretar en América Latina.

Sin embargo, pese a ese contexto regional, Uruguay tuvo en el pasado algo bastante parecido a una sociedad civil autónoma, emergente desde los sindicatos de trabajadores, los grupos profesionales, la educación y las redes vecinales. Y tuvo también algo bastante parecido a un sistema estatal autónomo de los poderes económicos, no porque éstos no tuvieran influencia, sino porque esa influencia estaba mediada por las estructuras de los partidos políticos tradicionales. Esto es, las elites políticas mantuvieron control sobre los recursos públicos, usándolos para alimentar sus redes de clientela y sus vínculos rentísticos, al menos hasta finales de los años sesenta. Pero a la vez, los partidos y los distintos sectores de esos partidos sostuvieron suficiente tensión interna como para impedir que ningún grupo se apropiara totalmente del sistema. De esta forma, y al menos mientras la economía lo permitía, Uruguay se pareció bastante a un Estado de Derecho.

Esta lectura -discutible, por supuesto- sustenta la idea de que durante el siglo XX los partidos políticos penetraron profundamente todos los grupos de la sociedad civil y todas las áreas del Estado, generando una sociedad altamente politizada. Pero hasta el golpe de Estado al menos, mantenían controlados a esos actores, incluyendo a las facciones militares.  Cuando el Frente Amplio tomó el gobierno en 2005, pareció llevar adelante dos estrategias frente a estos: promover su integración a través de su transformación profesional -habría sido la idea durante el primer período de Tabaré Vázquez; o reproducir la lógica de los partidos tradicionales cooptando un número significativo de oficiales. En 2012 Lucía Topolansky generó una fuerte polémica al decir que querían unas Fuerzas Armadas “fieles” a “nuestro proyecto”. Si bien fue duramente criticada incluso por el Ministro, la  entonces senadora tal vez no haya hecho otra cosa que decir en voz alta lo que otros también pensaban. Y tal vez eso explicaría la adhesión que Fernández Huidobro obtuvo entre los  militares, ya que hasta el presidente del Centro Militar dijo que “lo extrañaban”.

Fuera como fuese, los acontecimientos ocurridos con la reforma de la Caja Militar señalan que ambas políticas fracasaron. Las fronteras entre el aparato militar y los partidos tradicionales han vuelto a difuminarse, si es que alguna vez lo habían hecho, aunque tal vez invirtiendo la lógica se podría decir que las elites políticas ya no dominan a los grupos y redes militares, sino que más bien los siguen en su agenda.

Por cierto, esto en sí mismo no es lo peor. Como se dijo antes, los militares han logrado conservar espacios de poder, unidad corporativa (incluso en el conflicto) y han mantenido contra toda evidencia un relato cohesionador que los presenta como defensores de la pureza moral y el orden. Estos son excelentes soportes para quienes tienen la tentación de ensayar una propuesta de extrema derecha, como parece mostrar el ejemplo de Brasil.

Y tal vez ahora se entienda mejor por qué era tan importante promover la actuación de la justicia y la búsqueda de la verdad. No es solo por respetar el reclamo de individuos perjudicados. Es por la necesidad de someter al Estado, a todo el Estado, a las reglas del Derecho. Sin un Estado así, sometido al Derecho -por eso se llama  “de Derecho”- se abren los espacios para las aventuras populistas.

Esperemos que todavía no sea muy tarde para evitarlo.