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¿Cómo sería una ciudad cuidadora y comunitaria?

7 noviembre, 2022

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Ilustración Emma Gascó

¿Cómo sería una ciudad cuidadora y comunitaria?

Ante la fragilidad de la sociedad, los cuidados se han expuesto como esenciales. La necesidad de un vuelco total va más allá de las respuestas que puedan dar las Administraciones Públicas, requiere una mirada cooperativa y horizontal.


La discusión sobre el trabajo reproductivo y los cuidados se ha complejizado y situado en el centro del debate público durante los últimos años, gracias a los aportes desde una teoría feminista cada vez más interseccional. En términos prácticos, sin embargo, no se ha traducido en una corresponsabilidad en los cuidados entre hombres y mujeres: en España el 85 por ciento de las mujeres cocinan o hacen otro tipo de trabajo diario dentro de la casa, mientras que el porcentaje de los hombres no llega al 40. En cuanto al cuidado de los hijos e hijas, las mujeres dedican 38 horas cada semana y los hombres, 23. Si las tareas están externalizadas, la balanza aún se desequilibra más: una enorme mayoría de mujeres migrantes y racializadas trabajan precarizadas en hogares que no son los suyos y sin seguridad laboral. Pero las cifras más desiguales son las que se refieren a la atención de personas mayores y dependientes: en más del 87 por ciento de los casos este trabajo, profesional o no, es femenino.

Que los cuidados son un asunto político y moral de primer orden va más allá de las cifras, y atañe a una visión antropológica de la persona como animal relacional y dependiente que históricamente ha sido olvidada. Lo que muchas teóricas se esmeran en demostrar –desde Carol Gilligan hasta Alicia Puleo— es que toda la humanidad, sin excepción, requiere de ellos para su supervivencia. “Los ejercicios de cuidados se han extendido mucho más allá de lo que es la crianza de los hijos y la asistencia a los enfermos y dependientes. Los servicios de limpieza, provisión de alimentos, restauración y cuidado del cuerpo forman parte de un completo y una industria que da empleo a mucha gente”, explica en Tiempo de cuidados la filósofa Victoria Camps. “Hemos sido testigos de ello durante la pandemia, cuando quedaron fuera del confinamiento los llamados servicios esenciales, indispensables para el abastecimiento y la higiene general. Servicios esenciales, sí, pero, como se constató de inmediato, los peor remunerados, y la mayoría de ellos en manos de mujeres”, añade.

Por estos dos motivos, no es extraño que solo dos días después de decretarse en estado de alarma, como contaba June Fernández en un reportaje para Pikara Magazine, el movimiento feminista de Euskal Herria convococase a “actores políticos, sindicales y sociales a una mesa de coordinación con expertas para abordar el colapso de los cuidados”. A raíz de esta propuesta, se materializaron varias herramientas de trabajo con incidencia política. “Bizitzak Erdigunean publicó un dossier compuesto por un diagnóstico y una batería de demandas y exigencias para generar las estructuras públicas y comunitarias necesarias”, escribió Fernández. “El diagnóstico describe el sistema en el que vivimos como biocida, injusto y desigual en el valor que se les da a las vidas y a los trabajos, y en el reparto de estos. El análisis sostiene que nuestra sociedad es frágil ante una pandemia como consecuencia de la globalización neoliberal y de los recortes sociales aplicados a partir de la crisis económica de 2008”. Además, la economista Amaia Pérez Orozco, en calidad de representante del colectivo, pudo exponer estas propuestas –incluido un plan de choque para mejorar las condiciones de las trabajadoras del hogar– en la Comisión de Reconstrucción Económica y Social del Congreso. “No se trata de poner en marcha unas medidas concretas sino de un vuelco total. La pregunta es qué capacidad tenemos de hacer un cambio socioeconómico radical y de evitar que, pasada la urgencia, se instalen las inercias”, expuso la economista.

Porque no es solo una cuestión de políticas públicas. Desde una perspectiva feminista, faltaría dar un paso más: para dignificar los cuidados y repartirlos de forma cooperativa es necesaria una transformación de las relaciones sociales hacia un modelo comunitario. Si hasta ahora los cuidados han sido relegados al ámbito femenino y del hogar –con la posibilidad de privatizarlos y externalizarlos–, junto con unos servicios de atención mínimos que proporciona el Estado –siempre a las personas y no a los colectivos–, adoptar una perspectiva comunitaria implica que la sociedad se responsabilice de los cuidados de los demás, reconociéndonos como seres vulnerables. Desde esta premisa, pensar en un ámbito comunitario que colectivice los cuidados abre además una serie de preguntas transformadoras que cuestionan el papel actual central de la familia, las condiciones de semiesclavitud que se ven obligadas a aceptar las trabajadoras del hogar, el valor del dinero como indispensable para una vida digna y el acceso limitado a lo público.

Cómo sería una ciudad cuidadora y comunitaria

“El cuidado en común implica que quienes rodean a las personas más dependientes se hacen cargo y toman alguna responsabilidad en las labores de cuidado”, resume Myriam Paredes, profesora investigadora del Departamento de Desarrollo, Ambiente y Territorio de FLACSO-Ecuador, a la pregunta de qué significa aplicar una perspectiva comunitaria en un entorno concreto. Y completa que implica también “el apoyo colectivo no formalizado, como las colectividades forjadas en la confianza del prójimo que ponen un ojo o dan la mano en el cuidado de los niños pequeños, de adultos mayores o personas con capacidades distintas, o bien la formación de comunidades con objetivos formales y un acuerdo, un compromiso formal alrededor del cuidado en común. Aquí los ejemplos van desde los bancos de tiempo, hasta las madres que se apoyan durante la lactancia o crianza de los niños”.

Desde este mismo punto de partida, el Col·lectiu Punt 6, afincado en Barcelona, lleva años trabajando en torno a la idea de un urbanismo feminista, cuestionando por un lado el modelo actual de construcción de viviendas e infraestructuras en las ciudades y, por otro, proponiendo nuevas fórmulas que tengan en cuenta las necesidades de toda la ciudadanía y no solo de aquella parte que ocupa puestos productivos en el sistema económico. “Poner la vida cotidiana de las personas en el centro significa diseñar ciudades que respondan al trabajo no remunerado de cuidados, doméstico y reproductivo, y a la vez reivindicar que este trabajo tiene que ser responsabilidad social y pública y no exclusiva de las mujeres”. Con estas palabras presentan uno de sus proyectos, llamado “red comunitaria de cuidados en el entorno de la vivienda”, y cuyo fin es “que las viviendas de un entorno próximo puedan organizarse en una cooperativa dispersa de vivienda y consumo para compartir espacios, gestión y tiempos de cuidados creando una red de apoyo vecinal y comunitaria”.

Roser Casanovas, una de las cinco mujeres del colectivo, explica que con este prototipo quedaron finalistas en un concurso organizado por el Ayuntamiento de Nueva York que, en realidad, buscaba propuestas para hacer más accesible la vivienda. “Nos presentamos con un proyecto diferente porque pensamos que esto es más importante. La red de cuidados en torno a la vivienda tiene una mirada que rompe el límite entre la vivienda individual gestionada por una familia y el exterior público gestionado por la Administración. Entre medias ponemos esta propuesta”, comenta Casanovas que, aun tomando como ejemplo positivo el movimiento actual de cooperativas de viviendas que se está desarrollando en varias ciudades europeas, problematiza que hacerlo extensible a gran escala supondría construir de cero todo el paisaje urbano. “En esas propuestas solo hay un edificio y lo comunitario solo ocurre dentro de él. Teniendo en cuenta la ley del suelo que tenemos, lo que proponemos son cooperativas dispersas formadas por viviendas individuales que puedan compartir la idea de la cooperativa en un entorno cercano, formando un grupo de personas que tienen espacios y cuidados compartidos. Si no generamos estos espacios, no los vamos a encontrar, porque actualmente no tenemos ni plazas donde poder ir a juntarnos con otros y otras”.

Su proyecto no se queda en la teoría, sino que contiene un total de 30 puntos específicos para poner en práctica. Entre las propuestas de “infraestructuras duras” habría un local de intercambio de ropa y objetos, un coche y un aparcamiento compartido por el vecindiario, una lavandería comunitaria, espacios cedidos para juegos donde se encuentran niñas y niños de edades similares con personas adultas a su cargo que se van turnando, o un huerto comunitario. Y como “infraestructuras blandas” proponen, entre otras cosas, un sistema de préstamos de libros entre la gente que funcione como una biblioteca pública a través de una aplicación móvil, el intercambio de esquejes de plantas, encuentros entre una abuela y una nieta “de adopción” a las que simplemente les guste pasar tiempo juntas, acompañamiento de los mayores al médico o una red de intercambio de tupperwares que implicaría que cada día alguien en la comunidad se encargue de hacer la comida del trabajo para varias personas. Por supuesto, no todo el barrio tendría que participar en todas las actividades o redes: lo fundamental, explican, es que sea un modelo adaptativo y relacional donde cada uno ofrezca lo que pueda aportar y se beneficie de lo que necesite.

Tanto Paredes como Casanovas repiten con rotundidad que, aunque un sistema comunitario proveerá algunos cuidados aliviando a las mujeres de una carga de trabajo doméstico que realizan de forma gratuita, ninguna propuesta exime de su responsabilidad a las Administraciones Públicas. De hecho, su implicación debería ser mayor que la actual y servir de facilitadoras. “Aunque el Estado no puede reemplazar algunos ámbitos, su objetivo debe ser aportar sostenimiento con la mejor calidad posible”, comenta la profesora. “En el caso del cuidado comunitario, es necesario que reconozca el trabajo de las cuidadoras social y económicamente, que apoyen la infraestructura material y social comunitaria donde se entregan cuidados y que estos se vinculen de forma fluida con los espacios públicos como hospitales, bancos de leche, centros de salud, etc”, subraya.

La integrante de Col·lectiu Punt 6 va más al detalle y concreta la posible implicación de la Administración Pública: “Lo que podría hacer el Ayuntamiento es un programa para facilitar el uso de locales, si hay uno que no está ocupado por ningún negocio, que la red pudiera alquilarlo no a precio de mercado y convertirlo en unos de esos lugares de encuentro, de almacenaje extra, o donde se cuidan niñas y niños”. Se trata de un proceso complejo, cuenta, pero también apremiante y que necesita, más que costes, un cambio de mentalidad que asuma la responsabilidad compartida: “Entendemos que esto no es una fórmula mágica, es un proceso y depende de las personas que forman los barrios; lo que proponemos es un primer arranque para decir basta ya de encerrar la carga de los cuidados en el interior del hogar y de seguir perpetuando que lo haga un género en concreto”.

Un ejemplo que poder seguir para ellas es Radars, un proyecto que funciona desde hace ya trece años y que está presente en la mayoría de los barrios de Barcelona. Desde sus inicios, Radars ha trabajado conjuntamente con los vecinos y vecinas, así como con comercios e instituciones, bajo el objetivo de crear una comunidad más participativa y solidaria. Una acción que ha supuesto una enorme ganancia de autonomía para muchas personas mayores que viven solas. “Cuando realizamos actividades de vinculación en algún equipamiento del barrio, se crea un espacio en el que las personas mayores que participan del proyecto tienen la oportunidad de conocerse entre ellas. El éxito lo vemos, por ejemplo, cuando nos damos cuenta de que a la siguiente actividad estas personas acuden y se van juntas”, cuenta Jana Raga, del Institut Municipal de Serveis Socials de Barcelona, implicado en el proyecto.

Llama la atención –o quizá no tanto– que de las 300 personas que forman ya parte de Radars, el 80 por ciento sean mujeres. Lo que lleva a cuestionar que igual que la privatización de los cuidados no rompió con su feminización, sino que la afianzó y precarizó aún más, dejando su responsabilidad en manos de mujeres migrantes con unas condiciones nefastas, podría ocurrir lo mismo en un sistema comunitario. Pero más que un dato para el pesimismo, esto nos devuelve al comienzo, a la necesidad de entender que solo con un replanteamiento total de qué significan los cuidados en una sociedad, y a través de una implicación horizontal por parte todos los actores sociales, será posible aspirar a una democracia cuidadora, que respete la vida de todas sin olvidar nunca la de quienes cuidan.

 

*Texto fue originalmente publicado en pikaramagazine.com