Uruguay

El feminismo, esa incansable práctica de decirnos cosas

27 marzo, 2023

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Agustina Grenno

El feminismo, esa incansable práctica de decirnos cosas

Han pasado unas semanas del 8 de marzo y seguimos hilvanando sentidos y sensaciones. Las charlas con compañeras de aquí y de allá comparten vivencias, lecturas, problemas, potencias. Esa red político-afectiva que somos se teje, entre otras cosas, con muchas palabras. La práctica cotidiana de decirnos cosas, de conversar para hacer común, es también una de nuestras formas de hacer política. Sobre algunas de las muchas formas de ese trabajo lingüístico-afectivo puesto a disposición de nosotras mismas trata esta nota.


Es el fin de semana previo al 8M. Hace frío pero hay sol. Mientras camino a encontrarme con unas amigas recibo un audio de Noel. Desde el otro hemisferio, con el calor y la manija de cada marzo en Montevideo, me cuenta lo que están preparando para la cobertura de Zur y me invita a escribir. Claro que no necesita invitarme, también soy parte del colectivo, pero no se trata de eso. Lo que me está diciendo, en realidad, es que cree que tengo algo para decir. Sus palabras invitan a las mías [1].

No quiero desechar la invitación y a la vez no me convence. Es cierto que en los últimos años el feminismo ha sido mi principal espacio de militancia, que conozco los procesos y debates que lo conforman, que desde mi colectivo o articulaciones más amplias siempre he participado en la organización del 8M, que acabo de escribir una tesis sobre el movimiento. Pero hace meses que vivo en otro país y escribir sobre un proceso que están protagonizando otras y que yo solo acompaño, con entusiasmo, desde lejos, me resulta incómodo, hasta inapropiado. Guardo la idea en algún rincón.

Pasan los días y llega el 8M. Desde que me despierto, los ojos se me quedan pegados al celular. Intercambio mensajes, audios, videollamadas con muchísimas amigas y compañeras del movimiento, también con mi madre y con mis tías. A eso se suman los mensajes de los grupos de la ciudad donde vivo ahora, que ultiman detalles para las actividades de la tarde, que mezclan lenguas que dicen “¡viva la huelga!” y “¡feliz día de lucha!”, que mandan abrazos a las que no pueden ir a la plaza hoy o a las que aún no nos acostumbramos a pasar el 8 lejos de casa. Unas horas después, el hambre me recuerda que estuve toda la mañana en esa, hablando, texteando. Entonces me doy cuenta: el 8M, entre muchas otras cosas, es un día de decirnos cosas. El feminismo también son esas palabras que recorren distancias de susurro, grito o fibra óptica. Y de eso sí puedo escribir.

Aprendimos juntas a brillar [2]

Una amiga me cuenta que terminó una relación, otra que anda muy cansada, otra que se quedó sin trabajo, otra que está lejos y extraña, otra que está triste. A cada una le digo lo que creo que es mejor según la situación. A todas les digo lo que ellas ya saben, lo que todas sabemos pero siempre se nos olvida: que van a estar bien, que no están solas, que se den tiempo de sentir lo que tengan que sentir, que se junten con otras, que cuentan conmigo, que cuentan con otras. Claro que no todas son penas, esas mismas amigas u otras me cuentan que les fue bien en algo que se propusieron hacer, o que les sucedió algo que las llena de felicidad, o que andan tramando nuevos proyectos y desafíos. Entonces les digo que su felicidad también es la mía, que seguro les irá muy bien en lo que están por emprender, que se merecen todo lo bueno que les sucede y más. Les digo lo que antes ellas u otras me dijeron a mí, sumo un eslabón a una cadena infinita de palabras de sostén que me precede y excede.

En mis espacios de trabajo, los del sur y los del norte, también nos decimos cosas. En un encuentro entre profesoras y estudiantes que organizamos la semana del 8M en la universidad donde estudio, varias cuentan que fue la palabra decisiva de una amiga la que las impulsó a seguir con sus proyectos, investigaciones, publicaciones en un mundo donde tener voz propia sigue siendo mucho más difícil para nosotras que para los varones. En la universidad donde trabajo como docente hace varios años, mis antiguas estudiantes, hoy colegas iniciando sus carreras académicas, muchas veces me piden orientación para definir aspectos de sus proyectos de investigación o abordar discusiones vinculadas a los temas en los yo llevo un poquito más de tiempo trabajando. Entonces nos tomamos unos mates por zoom y tenemos conversaciones que mezclan novedades de nuestras vidas y de las cosas que estudiamos. El cien por ciento de las veces no necesitan nada más que alguien que las aliente a seguir sus intuiciones y defender sus ideas. Es decir, esa orientación que parece ser feminista porque sucede entre quienes estudiamos feminismos, es en realidad feminista porque se trata de sostenernos unas a otras, de ser soporte para que cada una confíe en sí misma y pueda decir lo mucho que tiene para decir.

Lo anterior es un aprendizaje de mis espacios de militancia feminista. Por ejemplo, cuando organizábamos actividades de formación con compañeras de Minervas, mi colectivo, muchas veces las que recién se animaban a dinamizar talleres recurrían a las que teníamos más experiencia para que las ayudemos. Hubo que inventar entonces cómo acompañar sin sustituir, cómo ser apoyo de lo que ellas podían hacer bien, probablemente mejor que una misma, solo que aún no lo sabían. Cada una habrá encontrado sus estrategias. La mía fue tratar de ofrecer cien por ciento de disponibilidad y cero por ciento de control (aunque ambas cosas son muy difíciles de lograr plenamente). Es decir, estar siempre disponible para escuchar sus ideas, dudas, inseguridades y alentarlas a seguir por el camino que ellas mismas hubieran elegido para encarar el desafío. En términos más simples, básicamente se trataba de escuchar mucho y decir tantas veces como fuera necesario: “vos podés”, “todo va a estar bien”, “vas a brillar”. Habrá quienes piensen que es condescendencia, pero para mí es un trabajo afectivo mediado por la palabra (aunque también por los abrazos, las miradas cómplices, las sonrisas) que pone la experiencia propia a disposición de la otra para que encuentre o reafirme su lugar de enunciación. Y esto el feminismo lo aplica a todos los planos de la vida.

Desde ahora en adelante, vivirás dentro de mí [3]

Vuelvo al 8M. Vuelvo a todas las palabras que me dijeron mis amigas, mis compañeras. Vuelvo a esa otra marea, la de los mensajes, audios, fotos, videos que inundaron mi celular, mi corazón. Estás acá. Nosotras te llevamos siempre. Te pienso tanto. Te extrañamos mucho. Estuviste muy presente ayer. Me acordé mucho de vos estos días. Es una forma distinta de habitarlo. Estuviste presente en nuestros coras. Tás acá, re acá. La distancia son los padres. Hoy marchas con todas nosotras. Siempre acá. Hoy voy a extrañar encontrarme contigo en la calle.

No sé bien cómo explicarlo, pero siento que ellas me llevaron consigo. No me refiero solamente a que me recordaron. Recordar es evocar un pasado. Yo siento que estuve presente en el presente. Que cada una me llevo consigo de una manera viva, actual, productiva. Siento que mi cuerpo se encarnó en los suyos y se mezcló con el de otras al calor de la lucha. Porque el acuerparnos no solo sucede cuando marchamos juntas, cuando bailamos en plena avenida principal de la ciudad, cuando leemos colectivamente la proclama unas pegadas a las otras, cuando nos espiralamos en el abrazo caracol. También nos acuerpamos mutuamente así, cuando yo no puedo estar ahí pero mis compañeras me llevan consigo. Entonces, no estoy con ellas en un sentido figurado, realmente estoy EN ellas [4]. Además, fueron sus ojos, sus oídos, su piel, los órganos sensoriales a través de los cuales pude percibir lo que pasó ese día en la calle o en las asambleas los días previos. Obviamente, entiendo las diferencias, sé muy bien que hay algo de la presencia física y sostenida en el tiempo que no se sustituye. De hecho, lo que más extrañé estos días fue no haber sido parte del trabajo político previo, siempre lúcido e inspirador, que construyó el 8M, porque la huelga no es el día sino el proceso. Pero lo que intento decir es que la parte de todo eso de la que sí fui parte, se materializó a través de los cuerpos de otras, de su generosidad para disponerlos para que yo escuche, vea, sienta.

Hace ya algunas décadas que desde las ciencias humanas y sociales se hace énfasis en la necesidad de recuperar el cuerpo. Dentro de la lingüística, por suerte son cada vez más las investigadoras, en general feministas, que contribuyen con su trabajo crítico a revertir la descorporeización del lenguaje que signó buena parte de la producción hegemónica dentro de la disciplina. Una de las ideas centrales que plantean es que el cuerpo es el centro de la producción de lenguaje y de significados. A partir de esta premisa, me pregunto qué pasa si, además, pensamos en estos cuerpos no como individuos sino como composiciones colectivas. Silvia Federici utiliza la noción de cuerpo expansivo para hablar de un cuerpo que quiere no apropiarse sino conectarse con el mundo. Invita a pensar el cuerpo más allá de cómo ha sido construido por el capitalismo y su ciencia; es decir, como máquina, como agregado de células, fragmentado. Nos recuerda que nuestros cuerpos no están aislados, sino que pueden ser afectados por los astros, el clima, la naturaleza, los animales. Y, también, que están íntimamente conectados con los cuerpo de los otros.

La combinación de estas maneras de entender el cuerpo y el lenguaje permite imaginar procesos de producción de sentidos anclados en una corporalidad colectiva. Ya no es un cuerpo individual produciendo una subjetividad individual, ni tampoco lo social como masa uniforme o estructura rígida que predetermina todo. Es mi cuerpo tejido íntimamente con el de otras, es un cuerpo colectivo que se compone en la calle, en la asamblea, en las múltiples formas de la experiencia política compartida. Desde ahí es posible mirar de nuevo a la palabra y pensar el lenguaje ya no como aquello que se opone cartesianamente al cuerpo, sino como uno más de los varios elementos que nos ayudan a constelarnos.

Las palabras que nos salvan cuando todo nos abandona [5]

Quiero volver a las palabras, a las cosas que nos decimos. Quiero volver a eso porque si puedo sentir que el 8M mi cuerpo estuvo en la calle con mis compañeras es porque hubo palabras que me lo hicieron saber. Porque ellas no solo me llevaron consigo, sino que se tomaron el trabajo de decírmelo. Y este es mi punto: el trabajo lingüístico es un trabajo afectivo, uno más de los tantos trabajos de cuidado que desarrollamos mayormente las mujeres y que son necesarios para reproducir la vida social y construir común. Como todos los trabajos de cuidado, el trabajo lingüístico puede ser explotado al servicio de otros -de forma remunerada o no [6]– o puede ser utilizado para reproducir nuestros vínculos, organizaciones y comunidades. Esto último es lo que quiero rescatar, porque es lo que hacemos de manera cotidiana entre compañeras y amigas, y lo que desde siempre han hecho las mujeres entre sí: sostener prácticas lingüísticas específicas para acompañarse, resistir, darse aliento, significar sus experiencias, interpretar el mundo y luchar por transformarlo.

Un ejemplo de esas prácticas es el chisme, esa forma de conversación tan desprestigiada como potencialmente subversiva. Las lingüistas feministas definen al chisme como una manera de hablar entre mujeres sobre su rol social, que contribuye a perpetuarlo a la vez que provee validación. Por ejemplo, Deborah Jones [7] caracteriza al chisme como un tipo de discurso propio del ámbito personal/privado, que tiene lugar en espacios asociados a roles femeninos (casas, peluquerías, lugares de compras) o en espacios domésticos dentro de instituciones masculinas (baños de mujeres, pasillos), y que ocurre siempre en tiempos arrebatados al trabajo (productivo o doméstico/reproductivo). Las temáticas suelen referir a la experiencia personal, pero el chisme no se limita al intercambio de información sino que también es un espacio de producción de significaciones sobre los hechos; es decir, crea una visión del mundo. A partir de un recorrido histórico, Federici [8] plantea que el término gossip (chisme) pasó de referir a una amistad cercana entre mujeres a designar una conversación informal y no pública, asociada a mujeres ociosas y a la discordia. Este cambio se tramitó a lo largo del tiempo, pero tuvo un punto de quiebre: la amistad entre mujeres fue uno de los blancos de la caza de brujas. En los juicios inquisitorios las mujeres eran forzadas a denunciarse unas a otras, incluyendo amigas entre sí, madres e hijas, etc. En ese contexto, la palabra gossip dejó de indicar amistad y afecto entre mujeres para convertirse en una expresión denigrante. Para Marcela Lagarde [9] el chisme cumple la función social de decir lo que no puede ser enunciado públicamente. Para la autora, el potencial subversivo de esta práctica deriva de que permite a las mujeres adquirir conciencia de lo que es compartido. En consecuencia, propone pensar al chisme como una práctica intelectual de carácter político que incide, mediante la palabra, sobre la realidad. Esta eficacia pragmática explica el temor que produce y el desprestigio que conlleva. Para Lagarde, la condena social deviene del miedo a que las mujeres se vuelvan cómplices, ya que lo que está absolutamente proscrito en la cultura patriarcal es la alianza entre nosotras.

Otra práctica política anclada fuertemente en la palabra es la autoconciencia. Desde los años setenta, en Estados Unidos, el sur de Europa y, en menor medida, América Latina, diversos feminismos llamaron autoconciencia o concienciación a una práctica no privada pero sí íntima entre mujeres que permitió establecer las bases de procesos colectivos de organización y politización. Como dicen en su obra colectiva las integrantes de la Librería de Mujeres de Milán [10], fue a través de la práctica del pequeño grupo que el movimiento de mujeres encontró su primera forma política propia. Los espacios de autoconciencia eran grupos no insertos en organizaciones más amplias, formado por mujeres que se reunían para hablar de sí mismas o de cualquier otra cosa, pero siempre a partir de su experiencia personal. Según las italianas, los principios más o menos explícitos de esta práctica pueden resumirse del siguiente modo: se da en pequeños grupos; se le atribuye autenticidad intrínseca a la vivencia personal y a la palabra que la expresa; se le atribuye eficacia liberadora a la palabra intercambiada en grupo y entre pares; y cada mujer puede hablar con la certeza de que será escuchada y no será juzgada. Para las norteamericanas, el trabajo de concientizaciación fue entendido desde un principio como medio para la acción y organización, y también como método de producción de conocimiento. Kathie Sarachild [11], integrante de los colectivos feministas New York Radical Women y Redstockings, dice que el mero hecho de nombrar los problemas de las mujeres era una acción radical porque se enunciaba lo que nunca había sido dicho. Agrega que partir de cada una no significaba quedarse en lo anecdótico sino ver lo común para producir un saber sobre el mundo. Podemos decir entonces que, al estar basada principalmente (aunque no exclusivamente) en narrar la experiencia, la autoconciencia es una práctica en la que la palabra juega un papel fundamental en el proceso de subjetivación política feminista.

Como dice Luisa Muraro [12], en el establecimiento de relaciones entre mujeres, la palabra permite dar cuenta de la propia experiencia poniéndola en común con las demás. En ese marco, la mediación femenina permite a las mujeres ingresar en el orden simbólico, ya que es un apoyo que permite identificar y expresar el deseo propio. Por eso, más allá de las vicisitudes que tuvo la práctica política de la autoconciencia desde los setenta hasta hoy, me interesa recuperar este antecedente histórico y las formas en que hoy se recrea. Es imposible imaginar un espacio feminista, del tipo que sea, en el que no se comparta, por medio de la palabra, la experiencia de ser mujeres y disidencias en una sociedad patriarcal. Partir de nosotras mismas, de esa experiencia propia compartida por medio de la palabra, haciendo político lo personal y personal lo político, es un rasgo característico de la forma de hacer política del feminismo.

La acción feminista nos permite crear vidas más libres para todas. En buena medida, esa acción es posible porque hablar entre nosotraes nos permite interpretar políticamente nuestras experiencias y crear formas colectivas de resistir a las violencias y despojos. El lenguaje es condición y posibilidad de ese proceso, aunque, claro, no es suficiente. Entre otras cosas, se requiere también de autonomía: sin contar con espacios propios que cuidan, producen vínculos político-afectivos de confianza y habilitan la palabra, difícilmente pueden desarrollarse procesos de subjetivación que nos permitan construir un lugar de enunciación propio. Históricamente, el trabajo afectivo que realizamos con la palabra ha implicado más esfuerzo para las mujeres. Pero cuando disponemos de ese trabajo para nosotras mismas, desde los intercambios más informales entre amigas hasta los más estructurados, hay una potencia que se expande. Porque hicimos de nuestra práctica cotidiana de ofrecernos palabras de sostén una práctica política y sabemos muy bien que desde esas complicidades podemos encender todas las rebeliones.


Notas:

[1] Luego de esa invitación inicial, esta nota se siguió nutriendo de mis intercambios con Noel Sosa. También de las sugerencias y del impulso para escribir de mis amigas Denisse Gómez-Retana y Melisa Martínez.

[2] La idea de “aprendimos juntas a brillar” la tomo de esta canción de Tremenda Jauría, banda de sonido de estos años de rebelión.

[3] La frase es de la canción No es mi despedida, de la inmensa Gilda, un himno de todas las que migramos.

[4] Por supuesto, mis compañeras también estuvieron (están siempre) conmigo. Estuvieron en las conversaciones que tuve con mis amigas de aquí los días previos, porque sus palabras hablan también a través de garganta. En las ganas de pasar el 8M junto con otras y en la calle, y en el trabajo de hormiguita para hacerlo posible. En mi decisión (y posibilidad) de no trabajar ese día, que para mí desde 2017 significa huelga, y en la fuerza para afrontar las sutiles consecuencias de ese pequeño desacato, que no tardaron en llegar. En las consignas de los carteles que pinté esa tarde en la plaza y en la receta del tecito antigripal que cuidó mi cuerpo luego del frío que pasé ahí (ridículamente, el 8M no es un día de verano en todas partes).

[5] Referencia a la canción Où vont les mots?, de La Grande Sophie.

[6] En general somos las mujeres las que nos ocupamos de preguntar a todes cómo están, las que anunciamos las buenas y malas noticias en la familia, las que enseñamos a hablar a les niñes, las que más escuchamos los problemas de les amigues, etc. En el ámbito del trabajo remunerado, también somos mayoría entre las lingüistas, profesoras de lengua, maestras, terapeutas, intérpretes de lenguas de señas, traductoras, etc. Sobre las trabajadoras del lenguaje, recomiendo mucho el artículo de mi amiga Natalia Villarroell Torres en este dossier de lingüística feminista.

[7] Jones, D. (1990). Gossip: Notes on women’s oral culture. En D. Cameron (Ed.), The Feminist Critique of Language (pp. 242-250). Routledge.

[8] Federici, S. (2018). Witches, Witch-hunting and Women. PM Press.

[9] Lagarde, M. (2011). Los cautiverios de las mujeres. Madresposas, monjas, putas, presas y locas. horas y HORAS.

[10] Librería de Mujeres de Milán. (2004). No creas tener derechos. La generación de la libertad femenina en las ideas y vivencias de un grupo de mujeres. horas y HORAS.

[11] Sarachild, K. (1978). Consciousness-Raising: A Radical Weapon. En Redstockings of the Women’s Liberation Movement (Ed.), Feminist Revolution (pp. 144-150). Random House.

[12] Muraro, L. (2007). El pensamiento de la experiencia. Douda. Estudis de la Diferència Sexual, 33, 41-46.