El mar
Un muchacho sube por la escalera, guitarra al hombro. Los pies, dos plumas en la baldosa fría. Las noches son largas en la taberna, duran lo que duran las canciones, siempre se le hace tarde, tan tarde, que al final es temprano. Hoy se dormirá cuando los pescadores tiren las redes al mar.
No quiere hacer ruido. Es mayo y no empezó la temporada, pero en el hotel hay huéspedes. Además, duermen las niñas. Las pequeñas rubias, blancas, que bailan cuando él toca la guitarra, las hijas de la dueña del hotel.
Baja un hombro y la correa de la guitarra cede, apoya el instrumento contra la pared y las cuerdas ofrecen una última nota al aire. Sale al balcón y ve amanecer. Después se recuesta en la cama. Los versos que empezó a escribir en el Monasterio de Montserrat y que lleva desde hace días en la cabeza sin solución, se le revelan ahora en toda su simpleza. Mañana los escribiré, piensa. Y es cierto, al otro día Serrat los escribe, pero antes, cierra los ojos y duerme.
Después, pasan 50 años.
Caminamos pisando piedras pulidas, el agua es transparente y salada. ¡Cuidado! le digo a mi hijo, porque veo una víbora hecha de carne de medusa. Saco el celular del bolso y filmo ese gusano transparente con pintas, no sé si se mueve por sí mismo o lo mece el mar. Caminamos hacia las rocas y el bicho desaparece, ahí nos bañamos.
Todavía mojada, me acerco a Can Batlle, el hotel donde Serrat escribió Mediterráneo. Voy por la terraza del restaurante, entre las mesas y el perfume a marisco y a vino, pero la moza es implacable, sin reserva, imposible. Cerca del mostrador está colgada la tapa del disco. Serrat mira entrecerrando los ojos, tiene la melena revuelta y una camiseta que parece traída del futuro, con un triángulo rodeado de estrellas. Es una foto que podría haberle sacado un amigo.
La canción Mediterráneo es celebratoria y vital, sin embargo, a mí me pone melancólica. Ese Mi afilado y agudo del principio, seguido de una percusión (podrían ser maracas o un hi hat) es mi madre haciendo helado de limón una tarde de verano, los gatos echados a la sombra del gomero. Es mi abuelo Juan oyendo la radio y encolando libros viejos.
Cuando Serrat escribió esa canción, en el verano de 1970, mi abuelo hacía 20 años que vivía en Montevideo. Tenía una esposa y dos hijas chicas. Había puesto un almacén. Creía que si los trabajadores se organizaban podía ocurrir un cambio fundamental. Si se enojaba o se ponía nervioso le salía acento catalán y todavía tenía la manía de ir algunas tardes al puerto a ver los barcos que iban y volvían a ese lugar que él extrañaba, al que habría vuelto dando brazadas hasta que el agua terrosa se volviera salada y azul como la que él conocía.
Entonces, cuando escucho Mediterráneo pienso en él. Lo imagino llegando a Castelldefels con sus amigos, o corriendo en bandada el tren a Blanes. Pero también yendo por primera vez a la playa de Pocitos.
Al llegar a Uruguay se anotó en la Escuela Industrial, ahí se hizo un amigo, Troche, y una tarde de domingo quedaron en ir a la playa.
¿Dónde cojo el ómnibus para la playa Pocitos? preguntó Juan a unas mujeres que salían de una tienda y las vio ponerse coloradas y tentarse de la risa. Se bajó del ómnibus como le habían dicho, en la última parada de Avenida Brasil.
Juan, que tiene 19 años y usa un traje de baño cortísimo, se acerca caminando hacia ese otro joven que levanta la mano desde la arena.
-¿Qué lees? – pregunta
Troche gira el libro y muestra El Principito
-Ah, es Saint Exupéry- dice Juan
-¿Te gusta leer? -pregunta Troche
Entonces mi abuelo recuerda como se recuerda un relámpago: la biblioteca de su casa en Terrassa, una pieza al final de la escalera con las paredes llenas de libros. Se ve leyendo en la escalera, guiñando un ojo por el sol, ve a José, su padre, detrás del escritorio, antes de la guerra, pero no dice nada.
-Tenés que leer Martin Fierro, ese es flor de libro- dice Troche.
Y Juan memoriza: Martín Fierro. Le gusta cómo suenan esas dos palabras juntas.
– ¿Dónde lo puedo comprar?
– Lo venden en los quioscos que están en la Plaza Independencia, sale 1 peso.
Y a los días va Juan y, aunque es caro (1 peso son dos entradas al cine) lo compra, y ese es el primer libro que lee mi abuelo en Montevideo.
Can Batlle está pintado con cal como el resto de las casas del pueblo. El pedacito de Mediterráneo que se ve desde ahí está salpicado de unas rocas que se llaman Las Formigues. Eso era lo que veía Serrat mientras terminaba su letra. A veces pienso que las producciones más brillantes de un artista suceden siempre antes de los 30 años. Es una de esas ideas arbitrarias que tengo, algo que después me cuesta defender, pero que ahora, con el cuello hacia atrás para ver el balcón, me parece certero. ¿Cómo era la persona que escribió esos versos? ¿Qué habrá venido primero, la letra, la música o todo al mismo tiempo?
La canción empieza evocando recuerdos de la niñez y primeros amores, pero como un mar que amanece en calma y después cambia, en la segunda parte altera su estado. Serrat, que tiene 27 años, deja instrucciones sobre qué hacer con su cuerpo cuando muera. Esa parte de la canción me cambia la respiración y me humedece los ojos, me veo tomando un avión para devolver las cenizas de mi abuelo a estas playas. Y enseguida pienso si eso tendría algún sentido, porque al final de cuentas Juan vivió más tiempo en Uruguay que en Catalunya.
¿Dónde quiere mi abuelo que lo esparzan? Cuando se lo pregunto, me dice que donde nosotros queramos, que le da igual.
En una época hablábamos más de la muerte, un día me dijo que no le daba miedo morirse, pero que le angustiaba pensar que una vez sin vida ya nunca más sabría que había existido. A mí me pareció una idea confusa y triste. Porque pienso que cuando yo muera no solamente voy a saber que alguna vez existí, sino que voy a verlo todo desde algún lugar, o mejor aún, voy a fundirme en las personas, en los lugares, en las cosas que amé y que me amaron. Pero si lo pienso, tampoco sé dónde quiero que me esparzan. Una vez le dije a Nacho que quería que fuera en el lugar donde nos casamos, cerca de ese mar y después le dije que mejor en un bosque donde crecieran hongos, he cambiado de opinión según el momento.
Serrat sí sabía, quería que fuera en la ladera de un monte para tener buena vista, para que su cuerpo se hiciera camino, para darle verde a los pinos y amarillo a esa flor silvestre y frágil, que ahora veo donde termina la arena y empiezan los juncos.
Mediterráneo es una de esas canciones que cuando Juan muera no voy a poder escuchar. Sin embargo, el día que le pregunté qué canción le gustaba más de Serrat no la nombró, tampoco dijo Cantares, que eran las que me imaginaba que podrían gustarle. Ese día me contó que la primera vez que escuchó Mediterráneo estaba despachando en el almacén y le pareció que tenía una melodía simplona y hasta vulgar. Le hizo acordar a las canciones francesas que estaban de moda cuando vivía en Ax. A él la que más le gusta es Barquito de Papel. Esa es una canción preciosa, dice, y en la palabra preciosa, se concentra toda su ternura.
Barquito de Papel es la penúltima canción de ese disco que parece un árbol genealógico, la banda sonora de la película de mi casa, porque ahí también está la canción Lucía, que me da el nombre y esa otra, imponente, la que le gustaba a mi padre: Pueblo Blanco, que habla de los que no pueden salir del pueblo y el que cuenta es una especie de Pedro Páramo. Barquito de Papel no habla del mar alborotado, azul, interminable, sino de un charco en un día de lluvia. Tiene una melodía tierna y sencilla.
Tal vez las instrucciones de mi abuelo estén ahí, en esa letra, en esa inmensidad a medida. Entonces pienso que cuando ese señor, el que me esperaba fumando a la salida de la escuela, el que hizo casitas de madera para mí y aviones para mi hermano, el que me dio sopa con un chorro de oliva porque estaba embarazada, se muera, solo tendré que arroparlo, pegarlo a mi cuerpo, darle calor y así devolverlo a la tierra. Como si recién naciera, como si todo fuera un círculo. Aunque él no sepa más que alguna vez existió. Aunque yo no quiera volver a oír ciertas canciones.