Uruguay

Empezar a hablar

1 septiembre, 2020

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mediactivismo.uy

Empezar a hablar

Varones Carnaval, la izquierda y el feminismo


Muchas veces pienso que tengo que decir las cosas que me resultan más importantes, verbalizarlas, compartirlas, aun a riesgo de que sean rechazadas o malentendidas. Es que el hecho de decirlas me hace bien, más allá de cualquier otro efecto.

Audre Lorde, 1984

En estos días, a partir de la iniciativa Varones Carnaval, las redes sociales se tiñeron del hartazgo de la violencia machista, de un modo que parece incontenible, imparable, inabarcable. Ese silencio que solo podía transitar por nuestras venas y encallar en nuestras gargantas, de pronto comienza a salir significativamente de nuestros cuerpos en el grito de las más jóvenes y toda la complejidad de ese silencio se instala, por fin, en el entramado social. El vómito de la opresión salpica los aspectos más abstractos de la sociedad —esto es, sus instituciones y sus acervos simbólicos—, pero también los aspectos más concretos de la cotidianidad. Las tinturas del hartazgo alcanzaron nuestra afectividad y, en definitiva, nuestra intimidad.

Lo novedoso de Varones Carnaval es que se volvió imposible de ignorar e imposible de desmentir que dentro del campo de la izquierda o, más aún, en los ámbitos populares de la izquierda (pero no solo) hay abusadores y violadores. Resulta novedoso, no sorprendente. El famoso “secreto a voces” (eso de que todo el mundo sabía que el compañero era un desubicado, de que todos teníamos algún cuento sobre él) que se construye a partir de un pacto de silencio colectivo o de la indiferencia, es cada vez más difícil de sostener. Por eso no nos resulta extraño: porque nos resulta familiar. Y ahí está, justamente, uno de los nudos: los lugares más seguros de nuestra subjetividad, de pronto, están amenazados.

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En algunas de las denuncias anónimas publicadas en el usuario de Instagram de Varones Carnaval parece evidente que hay una configuración delictiva, en otras posiblemente no la haya. No todo acto machista es delictivo y es posible que ese límite resulte difícil de comprender porque todos los testimonios, sin excepción, pertenecen a un mismo universo de situaciones de violencia patriarcal y, por tanto, a un mismo sustento simbólico. El binomio legalidad-ilegalidad traza una frontera difusa y no es un aspecto menor en todo este acontecimiento. Sin embargo, más allá de cada caso en concreto, hay un hecho que trasciende esa frontera, que es imposible de ignorar y de desmentir: los cuerpos de las niñas, adolescentes y mujeres jóvenes (y no solo) están a disposición de las trayectorias, el éxito, el dinero y el goce de los varones. Forzar a una adolescente a tener relaciones sexuales, aprovechándose de que el escenario habilita ese poder y de la idolatría, es un extremo de esa violencia y, quizás, uno de los ejemplos más claros del vínculo entre el patriacado y el capitalismo dentro del campo de la izquierda.

A partir de Varones Carnaval, escuché a mujeres adultas que convivieron o transitaron los espacios más íntimos del carnaval hurgar en sus registros y advertir, a partir de una relectura de esas experiencias, que habían visto y que habían callado. Las escuché pedir disculpas a las mujeres más jóvenes por eso, a pesar de desconocer, hasta ahora y por más feministas que sean, que eran portadoras de un silencio tan hondo. Las escuché pedir disculpas por haber visto y, en definitiva, no haber advertido.

Lo cierto es que todas, no solo ellas, callamos o debimos callar más de una vez. Porque para ver el abuso donde antes vimos el consentimiento nos hizo falta un proceso individual, con los tiempos de cada una y con las posibilidades de cada una. Porque para poder ver el abuso primero hay que querer verlo, o viceversa. Porque para poder hablar primero hay que querer hacerlo, o viceversa. Ahora, esos procesos no salen de un repollo, sino de la potencialidad política de los feminismos a través de generaciones y generaciones para transformar, en forma colectiva, el silencio en lenguaje y en acción, en discurso y en práctica política, en la calle, en la casa y en la cama.

Hablar nunca ha sido fácil para las mujeres porque nos educaron, justamente, para lo contrario: para callar o, si no quedaba otra, susurrar, pero jamás para decir, mucho menos para gritar. Si el pacto de silencio (o la indiferencia) es colectivo, su ruptura también debería serlo; y si la ruptura del silencio es colectiva, la escucha también debería serlo. Porque para poder ver el abuso primero hay que querer verlo, o viceversa. Porque para poder hablar primero hay que querer hacerlo, o viceversa.

Aun así, comenzar a hablar no era fácil, aunque estuviéramos convencidas de que los agresores no tendrían más la complicidad de nuestro silencio y quisiéramos que así sea. También debimos aprender que si no hay condiciones de escucha, es mejor no hablar, porque muchas veces es la única manera de proteger nuestros deseos o, dicho con otras palabras, de acceder o permanecer en ciertos espacios dentro de la izquierda. El carnaval es un ejemplo.

El silencio, como señala Elizabeth Jelin, es también un acto de supervivencia, de autoprotección: “Estas prácticas de resistencia son, en algún sentido, la manifestación de un mínimo de autonomía y reflexión del sujeto. En la medida en que se trata de prácticas ocultas, resulta difícil reconocerlas y diferenciarlas de la pasividad y la apatía, a menos que se encuentren ya en proceso de convertirse en movimientos colectivos o en patrones de conducta más explícitos —o sea, que ya esté en curso el propio proceso de formación de actores y de movimientos, de reconocimientos mutuos y de espacios públicos—”.1 Aunque Jelin se refiera a las denuncias de las mujeres en torno a las violaciones ocurridas durante los terrorismos de Estado, hay cierta semejanza con lo que está ocurriendo en estos momentos. Situaciones como las que hoy se denuncian trascienden, de pronto, la teoría feminista y aparecen encarnadas en personas que queremos, en personas con las que convivimos. Es el compañero del sindicato o del comité, es un colega, es un hijo, es un hermano, es la pareja.

Hablar no era tan fácil y comprender que el ejercicio patriarcal del poder es algo que trasciende, incluso, el cuerpo de los varones es algo que a muchas nos incomoda y nos interpela profundamente. Menos mal, porque eso quiere decir que estamos dispuestas a escuchar, a repensarnos y a volver a tejer, desde un nuevo lugar. Ser feminista, en mi caso, es aceptar que siempre puede haber otro lugar posible, pero ese lugar nunca puede significar poner a una compañera bajo sospecha quizás por haber visto, quizás por haber callado.

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Hablar no era fácil porque, por más feministas que nos sintamos, no estamos afuera del patriarcado. Nadie lo está y nosotras mismas, muchas veces —más de las que quisiéramos—, reproducimos sus lógicas sin darnos cuenta o sin ponderar lo grave que es no contestarlas, a la vez que los espacios, dentro del campo de la izquierda, se nos cierran con mayor frecuencia cuanto más dejamos de callar.

Hablar no era tan fácil y estas mujeres, las que impulsaron y denunciaron a través de Varones Carnaval, lo hicieron juntas. El escrache, como método, es problemático, indudablemente; lo es para las denunciantes y para los agresores. Pero no estoy dispuesta a dar esa discusión en este momento. Primero, porque me pregunto: ¿había otra manera? Segundo, porque lo central son los hechos. Una vez más: los cuerpos de las niñas, adolescentes y mujeres jóvenes (y no solo) están a disposición de las trayectorias, el éxito, el dinero y el goce de los varones. Tercero, porque la forma en que se hizo la denuncia y la sospecha o la acusación de que se trata de una operación asociada al calendario electoral aparecen en el libreto de la izquierda como formas de negar lo innegable: la violencia patriarcal contra niñas y adolescentes no ocurre solamente en los colegios caros y en el verano esteño. En la izquierda también hay violadores y ese puede ser nuestro “compañero” de Medicina o Psicología, o puede ser un ídolo popular. En todas las organizaciones de izquierda hay violadores y abusadores, sencillamente porque no hay lugar en el que no estén.

Es fácil pedirnos que cuidemos las formas o decirnos que le hacemos el juego a la derecha, pero no lo es tanto comenzar a hacerse cargo, es decir, romper el pacto corporativo entre varones. La cofradía, justamente, es lo que sostiene ese sistema de jerarquías de posiciones masculinas que exige a los varones pautas muy claras de demostración de su virilidad y, por supuesto, de su heterosexualidad. Comprender por qué lo que antes era un comportamiento “normal” y no tenía consecuencias ahora sí las tiene es reconocer que, en realidad, esos comportamientos no deben ser “normales”, simplemente porque se basan en un sistema jerárquico. Reconocer esas jerarquías implica romper con esa lealtad corporativa. Pero, acaso, ¿no se trata de eso ser de izquierda? ¿La izquierda no es, acaso, “el cuestionamiento y el desafío de las jerarquías sociales”? ¿No es eso lo que la opone a la derecha, que se caracteriza por la defensa de esas jerarquías?2

Si para nosotras hablar no era tan fácil, para los varones (que también han sido violados y abusados) tampoco lo va a ser, por razones atravesadas de muchísima complejidad. Una de ellas tiene que ver con que la fisura de ese pacto colectivo a partir de Varones Carnaval erosiona la figura del violador instalada en el imaginario social como un monstruo infrahumano y, de nuevo: aparece encarnada, de pronto, en las personas que queremos, en las personas con las que convivimos. Los violadores dejan de ser un ser que debe ser apartado de la convivencia social, dejan de ser excepcionales, dejan de ser una malformación social para ser vistos en todos lados. ¿Cómo no van a estar en todos lados si están en nuestras propias casas, si la mayoría de los abusos se cometen cuando entre el agresor y la víctima media un vínculo de confianza? Humanizar la figura del violador es un proceso que, necesariamente, atraviesa la afectividad y la intimidad de todas las personas, ya no solo las de las mujeres.

Otra de las razones por las cuales no será fácil empezar a hablar sobre cómo desarmar la masculinidad hegemónica —funcional al capitalismo— es que las instituciones y las organizaciones de izquierda deben empezar a hacerse cargo. Pero hacerse cargo no es expulsar al “monstruo” de sus espacios; es, en cambio, comenzar a desentrañar cómo opera en sus ámbitos ese pacto de silencio (esa indiferencia) para desarticularlo, es asumir que es parte de la convivencia y de una impunidad cotidiana, es comprender que el punitivismo en sí mismo y por sí solo no produce ninguna transformación y, en lo inmediato, es intervenir urgentemente para garantizar la integridad física y emocional de las denunciantes.

En el plano simbólico, hacerse cargo también supone un costo enorme para la izquierda, porque el asunto toca el nervio de raíz: se trata de admitir que la categoría de clase no es suficiente para explicar las desigualdades, que no es suficiente para comprender las jerarquías sociales. Y no podrán ser comprendidas si el vínculo izquierda-feminismo sigue planteándose en términos binarios, si no se sale de la lógica de colocar en la vereda de enfrente todo lo que interpela a la izquierda o la deja mal parada, si la única aspiración es reconstruir un pacto progresista, cuya fragilidad radica, justamente, en haberse levantado para mejorar las condiciones de vida sobre la base de esas jerarquías, sin tener en el horizonte el impulso de erradicarlas.

El vínculo entre la izquierda y el feminismo está en cortocircuito. Pero esto, lejos de representar un problema, es una oportunidad inédita para dialogar con quienes estén dispuestos hasta construir nuevos pactos, hasta plantearse nuevas utopías. No es fácil, pero es necesario empezar a hablar.

1 Jelin, Elizabeth, “Exclusión, memorias y luchas políticas”, en Estudios latinoamericanos sobre cultura y transformaciones sociales en tiempos de globalización (Buenos Aires, CLACSO, 2001).

2 Entre, La reacción. Derecha e incorrección política en Uruguay (Estuario, 2019).