América Latina

La caravana migrante en la frontera mexicana

23 octubre, 2018

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elfaro.net

La caravana migrante en la frontera mexicana


La caravana de migrantes hondureños, ahora nutrida también de guatemaltecos y nicaragüenses, se ha estancado en el puente fronterizo entre Guatemala y México. Entre ese campo de refugiados improvisado, reina ahora el caos.


20 de octubre de 2018. El puente que atraviesa el río Suchiate y que separa las fronteras entre Guatemala y México es el imperio del caos. Y del calor húmedo que derrite el ánimo y la voluntad y la paz.

La multitudinaria caravana de migrantes centroamericanos, que atravesó Guatemala para llegar a la frontera de Tecún Umán, ha convertido al puente fronterizo entre México y Guatemala en un campo de refugiados. Pero hoy, que tienen más de 24 horas de haberse apoderado del puente, los bríos y la enjundia colectiva comienza a asentarse y a dar paso al pandemonio.

Familias enteras han construido carpas para protegerse de la maldad inmisericorde del sol y dormitan con el sopor del medio día. La basura de cuatro mil o cinco mil, o siete mil personas —nadie lo sabe en realidad— se acumula por los rincones, forma promontorios malolientes, se unta o rueda, o moja el asfalto.

Unos voluntarios regalan comida —platos de arroz, huevo y frijoles— sobre un pick up rojo. Algunos hombres gritan rabiosos, alegando que la comida no alcanzará para todos y que deben tener prioridad las mujeres y los niños: son los hombres que viajan con sus mujeres y sus niños. Otros hombres hacen cola para recibir un plato de comida y alegan que el hambre no distingue. Y había un hombre que gritaba que las mujeres y los niños primero, mientras hacía cola para obtener comida.

Surgen profetas e iluminados que dan consejos sobre cualquier cosa a quien quiera escucharlos. Aseguran que el presidente hondureño, Juan Orlando Hernández, ha infiltrado la marcha con malandros, cuya misión es comportarse de la peor forma posible para desprestigiar la caravana. Dicen que Trump ha dicho…, dicen que «México» los dejará pasar si se portan bien o que los deportará o que no será capaz de aguantar la presión económica del bloqueo fronterizo.

Eva Fernández, una mujer que, en 2016, intentó disputar la candidatura presidencial por el Partido Nacional a Juan Orlando Hernández, se erigió como una líder súbita, porque apareció sobre el puente, justo en el portón metálico que marca el inicio de México, portando unos papelitos numerados del 1 al 40. Las autoridades de migración mexicana accedieron a atender a grupos de 40 personas para procesar su solicitud de refugio o de visa humanitaria y le entregaron a Eva Fernández los tiquetes. De pronto ella se convirtió en la persona más poderosa sobre el puente y la multitud la arrinconó contra el portón, suplicando a gritos, exigiendo —a gritos, también— uno de los 40 papelitos. Entonces ella estableció que los papelitos serían para las mujeres con niños. Y casi todas las mujeres mostraron a sus hijos. Entonces ella precisó que los papelitos serían para quien tuviera a los niños más pequeños y aparecieron, alzados en brazos, una cantidad enorme de bebés de semanas y meses. Algunas mujeres mostraron hasta tres. Eva Fernández pedía paciencia y entregaba algún tiquete a la mujer cuyo niño le parecía más pequeño, o más desnutrido o más lloroso. Cargó a una bebé con pamper y se filmó a sí misma con su teléfono enviando un mensaje humanista a favor de los migrantes. El calor era insoportable y el bosque de brazos alzados, de manos suplicantes, de pequeños bebés —como prueba de necesidad— fue creciendo y dejando a Eva Fernández sumida en la desesperación.

Un grupo de hombres cargan en brazos a una mujer que se ha desmayado y consiguen que las autoridades mexicanas les permitan llevarla hasta el otro lado del portón fronterizo, donde unos paramédicos la atienden. Los camilleros improvisados son obligados a regresar a su lado del puente.

Un grupo de hombres jóvenes arrancó una de las mallas metálicas que flanquean el puente y ofrecían sus servicios para bajar gente al río, donde una balsa hecha de neumáticos los trasladaría hacia territorio mexicano. Para ello improvisaron una especie de ascensor: una escalera atada a una cuerda. Muchos hombres sostenían la cuerda desde el puente y la bajaban a fuerza de brazos, con el cliente abordo, hasta llegar a las balsas. Bajaron a varias señoras, muchachas, hombres y niños con ese sistema. Los hombres aseguraban ser hondureños, aunque nadie en la caravana los había visto antes, y tenían un sospechoso acento mexicano. De pronto, otro grupo de hombres les estropeó el negocio a punta de empujones y amenazas. Llegaron con la malla metálica que había sido arrancada y la colocaron en su lugar, amenazando con golpizas a los coyotes, que no tuvieron más que huír, maldiciendo.

Se formaron también colas infinitas, de cientos de personas, para apuntarse en listas, escritas a mano en páginas de cuadernos, que registran nombre, número de hijos menores de edad y un número correlativo. Uno de los organizadores de estas listas aseguró que «el de migración» dijo que permitiría el paso de la caravana, una vez que la gente se apuntara en listas.

Un enjambre de periodistas apuntaba los ojos, o las cámaras o los micrófonos donde surgía una escena nueva o un bullicio, sin que supiéramos en realidad dónde ver, qué preguntar o a quién.

Otras personas decidieron patrullar el municipio guatemalteco de Ayutla, en busca de trabajo, o de aire, o de comida. Otros más aceptaron la invitación de las fuerzas armadas guatemaltecas, que pusieron a disposición de los migrantes varios camiones para desandar el camino, de regreso a la frontera con Honduras. Otros más siguen llegando al pueblo, sin saber el lío que se ha formado en el puente y otros más fraguan un plan para tomarse otro puente fronterizo con México y así presionar económicamente a ese país para que los deje pasar.

Siempre hay gritos. Siempre alguien está regañando a alguien, empujando a alguien o durmiendo.

Todo lo anterior ocurre a la vez.

El puente que sirve de escenario para la mayor parte de actividad lleva el nombre del doctor Rodolfo Robles, un médico guatemalteco que en 1915 descubrió una enfermedad que llegó a ser la segunda causa de ceguera en el mundo. Mide casi un kilómetro de largo y conecta —o separa— los municipios de Ayutla, en el departamento de San Marcos, Guatemala, del municipio de Ciudad Hidalgo, en el estado de Chiapas, México. Para una inmensa romería de Centroamericanos, la vida se ha detenido ahí.

Pensarlo antes

Un autobús militar, pintado de verde militar y custodiado por militares tiene todos sus asientos llenos de migrantes hondureños que se han cansado de caminar. Una madre y un hijo adolescente lloran en la primera butaca, ocultando el rostro y dándose consuelo mútuo. Están a punto de desandar una aventura de tres días y casi 500 kilómetros a través de Guatemala. El autobús va lleno de hondureños cabizbajos y derrotados. El portón metálico de México y la incertidumbre que reina en el puente han podido con ellos.

Solo esta mañana han partido 10 autobuses similares, con cerca de 400 personas —o eso dicen las autoridades migratorias guatemaltecas— que han decidido poner fin a su caminata. Los autobuses ofrecen llevar a los migrantes de regreso a la frontera de Agua Caliente, entre Guatemala y Honduras.

Tres hombres hondureños han venido a rendirse y esperan al próximo autobús. El mayor de ellos, un hombre rubio, con el rostro lleno de pecas, explica que ha sido suficiente, que ha visto a muchos niños sufriendo y que no tiene ninguna esperanza de que la caravana pueda continuar. Otro, mucho más joven, asegura que la única opción es lanzarse al río y entrar a México por un punto ciego, pero está convencido que los criminales mexicanos estarán al acecho y los atacarán. El tercero se arrepintió antes de subir al bus y ahora dice que no piensa irse.

—No los van a dejar pasar- dice el mayor.
—Déjelo, él va a aprender su propio escarmiento- dice el menor.
—Si ustedes ya no aguantan y quieren irse váyanse- replica, digno, el renuente.
—Vas a aparecer degollado en el Blog del Narco- le amenaza, cada vez más enojado, el menor.
—Sos una mierda- le dice el renuente, asustado y digno. —Si estás asustado vos subite al bus- contraataca.

En medio de la charla, los sorprende otro grupo de migrantes que ha venido a burlarse de los que se van. Acuerpan al único que ha decidido quedarse y el líder del grupo les pregunta a los otros dos: «¿Ustedes cómo pensaron que sería este camino? Por eso es que las cosas hay que pensarlas antes de salir, para no haber caminado y comido mierda durante tres días para nada».

Finalmente los dos hombres caminaron,dudosos, a inscribirse en la lista de los que regresan a su patria.

La América Central era una avalancha

Apenas ayer la caravana era invencible. Era un alud, una avalancha. Era un argumento incontestable. Durante tres días, una marcha de hondureños fue derrotando obstáculos, burlándose de la lluvia, del hambre y del frío y acumulándose en la frontera de Tecún Umán; alimentándose de nicaragüenses y de guatemaltecos que también quisieron convertirse en multitud.

Eran miles y miles. Eran incontables y habían dedicido abandonar su tierra y predicarla como un terreno yermo, sin esperanza, sin trabajo, sin nada. Llenaron los albergues del pueblo fronterizo, inundaron su parque, sus plazas y, cuando se sintieron muchos, decidieron avanzar, anunciando que a las 12 del medio día atravesarían el puente en dirección a México.

Por las carreteras seguían llegando, a pie, al interior de furgones de carga, sobre camiones, pick ups, como un torrente. Eran imparables. Llenaron las calles de Tecún Umán y los guatemaltecos los miraban con asombro, como quien ve un rayo. A las 12 en punto, aquella criatura inmensa, del tamaño de cuatro cuadras repletas, comenzó a moverse.

Cantaban el himno de su patria expulsora, soplaban ruidosas pitoretas, cargaban todo lo que poseían en la vida en una maleta. Les enseñaban a sus hijos a hacer historia.

Los portones amarillos de la aduana guatemalteca estaban cerrados y tras ellos un contingente de antimotines, con barricadas. Pero la América del Centro era un aluvión y los portones guatemaltecos cedieron ante la fuerza del monstruo. Las barricadas y los policías eran piedras en medio de un río. Los migrantes corrieron, gritaron, alzaron sus banderas y cantaron a coro el «sí se pudo» de los victoriosos. La frontera, esa enemiga, estaba aplastada.

«¡Adiós, Guatemala, gracias por todo», gritaban muchos, homenajeando a un país que se volcó a alimentarlos, a abrigarlos y darles techo. Durante días, los guatemaltecos no pararon —no han parado— de llevar comida, agua, medicinas, dinero a los albergues a lo largo del país.

Se despedían de un país antes de abandonarlo. Caminaron el puente y su kilómetro de longitud pensándose imparables y se enfrentaron a los portones blancos de México con los mismos bríos, con la misma enjundia con la que hicieron a un lado los portones amarillos de Guatemala.

Pero no contaron con algo: para el gobierno chapín, ellos eran indeseables, una papa caliente, un problema diplomático y estaba loco por dejarlos ir. Pero para el gobierno mexicano son ahora una amenaza, una futura papa caliente, un futuro problema diplomático y no estaban dispuestos a que sus portones se abrieran tan fácil.

Los primeros intentaron forzar la entrada y los portones cedieron, pero había unos 40 federales, con equipo antimotines, que no se apartarían. Las primeras bombas de humo fueron solo una advertencia. Se extinguieron abajo, en las aguas del río Suchiate, pero cuando entendieron que la masa no pararía, y cuando sintieron las primeras pedradas, dispararon las primeras bombas lacrimógenas hacia la caravana.

Se hizo la estampida, el repliegue peligroso. Una mujer con tres hijos, un bebé de semanas y otros dos menores de diez años, aulló horrorizada. Y en ese momento la marcha reparó en los cientos, muchos cientos, de niños que nutrían su paso. El ambiente tenía todas las fichas para acabar en tragedia, para que la multitud rompiera la malla metálica que flanquea el puente y se derramara hacia el río, llena de bebés y ancianos. Pero no, la multitud consiguió contenerse. En cambio, sobrevino la certeza de que la gesta que creían haber firmado, se les esfumaba en las manos. Y llegó la desesperación.

Los primeros muchachos saltaron al río —una caída de unos diez metros— y los siguieron otros, diez, veinte, treinta… mientras otros pedían paciencia, calma. Era el caos. El plan, el único plan, había fallado y la masa quedó atrapada en un puente. Aquello también era América Central.

Las gargantas más poderosas ordenaron a gritos una estrategia que se fue reproduciendo de boca en boca: los hombres debían sentarse y formar un pasillo para que las mujeres y los niños pasaran al frente de la concentración. Se hizo un desfile enorme de niñas, ancianas, madres que amamantaban a sus hijos, niños, niños, muchos, muchos, demasiados niños. Pero el portón mexicano no se movió.

Al cabo de unas horas se extendió una decisión oficial: México permitiría el ingreso -ordenado y pacífico- de grupos de personas que serían trasladadas en autobuses a estaciones migratorias donde se seguirían los procedimientos para solicitar una visa humanitaria o asilo. En resumen, México les propuso separarlos. La marcha rugió: «todos juntos, todos juntos». Para empeorar el asunto, las autoridades del Instituto Nacional de Migración (INM) mexicano, llevaron unos autobuses que algunos en la marcha reconocieron como los vehículos en que fueron deportados en ocasiones anteriores. Hasta hoy, muchos migrantes están convencidos de que subirse a esos buses es sinónimo de ser deportados a Honduras. «¡No se suban, no se suban!», se convirtió en proclama.

Una mujer regresó del lado mexicano enfurecida: «Me dijeron que me iban a llevar y que me subiera a un bus. Les dije que yo iba para Estados Unidos, no para Honduras». Acto seguido, se subió a la malla metálica y se arrojó al río.

El día fue cayendo y el sol dio paso a la amenaza de lluvia. Lo que fuera una marcha imparable se convirtió en un campamento de refugiados. La noche tuvo la bondad de no llover.

Mientras escribo este artículo, otros cientos de migrantes siguen llegando a Tecún Umán y otros cientos han conseguido llegar hasta Ciudad Hidalgo, escabulléndose por su cuenta. La avalancha centroamericana —al menos una parte de ella— todavía sueña con ser imparable.