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Marina Garcés: “Una distopía llamada mundo”

6 septiembre, 2024

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Marina Garcés: “Una distopía llamada mundo”

«Una desproporción no entre el sistema y sus alternativas, sino entre la fuerza destructiva de esto que ya no sé si calificar como sistema —un capitalismo desbocado, autoritario y enloquecido— y cualquier forma de vida que logre subsistir. Ahí es donde, en mi opinión, reside la gran tragedia de nuestro tiempo»


 

Ciclo de conversaciones: ¿Qué tiempos son estos? 

En el marco del décimo aniversario de ZUR, les invitamos a un ciclo de conversaciones que venimos realizando con diversas personas. Desde su quehacer, estas voces nos ayudan a concebir maneras de habitar el mundo, entenderlo, nombrarlo y organizarnos frente a aquello que deseamos transformar.

Vivimos en un contexto marcado por la confusión y la sobreinformación, por guerras y genocidios transmitidos en televisión, y por nuevas izquierdas que parecen replicar prácticas de viejas derechas. Consideramos que estas conversaciones pueden servir como coordenadas para los tiempos que corren, en los que encontrarnos se ha vuelto un desafío.

Les invitamos a seguir el hilo de estas conversaciones. Por favor, compártanlas con quienes puedan interesarse, y si lo desean, envíen sus resonancias a través de las redes sociales de ZUR @zurpueblodevoces.


Marina Garcés (1973) es catalana. Desde la filósofa crítica nos ha proporcionado herramientas conceptuales para cuestionar el presente y reimaginar un futuro común. Su trabajo, que abarca desde la filosofía hasta la educación y la política, nos invita a repensar la realidad social y a buscar nuevas formas de compromiso y acción 

Huáscar Salazar: Pareciera que prevalece una sensación de desorientación y confusión en este mundo de la postpandemia, en el que vivimos un incremento de guerras y violencias, mientras hay un genocidio en curso que intenta ser normalizado. Junto a ello nos enfrentamos a las cada vez más difíciles consecuencias del cambio climático, algo que también comenzamos a normalizar. A veces se nos dificulta contar con una serie de claves interpretativas para entender lo que está pasando y que a la vez sean útiles para enfrentar esta realidad. Tú has estado trabajando y pensando sobre estos temas, Marina. ¿Qué tiempos estamos viviendo? 

Marina Garcés: Parecería que estamos como en un tiempo contra el tiempo, en un tiempo sin tiempo; es decir, en un periodo histórico en el que el tiempo mismo se nos ha vuelto problemático. No sabemos si es que no nos queda tiempo, entendido como el tiempo de lo vivible, el tiempo de lo por vivir, el tiempo de lo imaginable, el tiempo en disputa entre proyectos políticos y sociales distintos. Más bien parece que todos, desde un lugar u otro de la escala social o de los lugares del planeta, estamos en ese contrarreloj, en ese tiempo en contra en el que incluso la disputa entre privilegios tiene que ver también con quién va a tener más tiempo vivible por delante y de qué tipo. 

En esa batalla por el tiempo, no sé si sirve un concepto como el de “historia”. Se teorizó hace décadas el fin de la historia, la post-historia, todo ese tipo de conceptos que iban ligados a una manera única, lineal y progresiva de entender la historia, pero en la que parecía que se abrían multitemporalidades, maneras diversas de estar en el tiempo, incluso tiempos que habían quedado aparcados o negados por esa historia única liderada e impuesta por occidente. Y ahora pareciera que ni siquiera hay post-historia, solo este tiempo en contra, por el cual se libran todas las batallas. 

El peligro es que está triunfando una nueva lectura única de esa temporalidad, que es la lectura apocalíptica, la interpretación ya no del fin de la historia, sino del fin de los tiempos. Pasar del fin de la historia —que podía abrir otras historicidades— al fin de los tiempos, pienso que conlleva una derrota precisamente por la batalla de interpretaciones, por la apertura a otros tiempos posibles. Ante el Apocalipsis es muy simple: o es castigo o salvación, esto en términos bíblicos, pero da igual que estemos o no en el marco de una religión u otra. Es ese ser salvados o ser condenados como único código de lectura de lo que puede ocurrir. 

Una pregunta crítica hoy es cómo desmontar esa dicotomía, esa disyuntiva. Para mí el problema de la crítica, de una posición no solo analítica sino realmente situada y crítica con nuestra experiencia contemporánea del tiempo, es de qué maneras podemos atravesar este apocalipsis sin relatos de autoengaño, sin nuevas promesas ilusorias, sino adentrándonos en otros términos a esa disputa por la condena o la salvación. 

H.S.: Me gustaría que puedas ahondar un poco sobre esta idea de la “condición póstuma” (1) y su carácter paralizante. O sea, esta amenaza del fin del mundo, que se vive de muchas maneras en distintas latitudes, pareciera llevarnos a la parálisis. ¿Cómo lo entiendes? 

M.G.: En uno de mis ensayos abordaba, de forma un tanto poética, nuestra temporalidad como condición póstuma —jugando también con ese otro bautizo que fue la condición posmoderna para nombrar el fin del tiempo lineal de la modernidad y su superación—. Pero, claro, una condición póstuma remite a algo que sucede después de la vida, como la obra póstuma de un autor o autora es aquella que se publica tras su muerte. Entonces, ¿qué sería una condición póstuma? Por supuesto, no estamos del todo muertos, pero quizá hemos aceptado como irreversible cierta muerte. 

Ahí es donde pienso que la condición de tiempos póstumos tiene un sentido, pero ¿de qué muerte estamos hablando? Nos referimos a la muerte de un cierto tipo de vida del planeta, de un cierto tipo de civilización —crisis civilizatoria—, de un cierto tipo de idea de futuro —el no futuro, los futuros robados—. Es decir, ¿cuántas muertes hemos dado por irreversibles en nuestra manera de vivir el presente? Esta es la condición póstuma, más allá de una simple metáfora. 

Entonces, analizar estas muertes o pensarnos desde ellas quizás significa también pensarnos desde determinados umbrales: ¿qué civilización estamos dejando atrás y, por lo tanto, qué régimen y qué economía de expectativas respecto a esa civilización estamos abandonando, para bien y para mal? ¿Qué idea de planeta de vida y de vida en el planeta estamos dejando atrás, situándonos ya no en el futuro posible del cambio climático, de la emergencia climática, sino en el tiempo presente de esas crisis y, por lo tanto, qué luchas, qué sujetos humanos y no humanos están tomando sus posibles posiciones ahí? ¿Y qué idea de vida está en disputa en este tiempo póstumo? 

Quizá hay otros conceptos de vida a recuperar y a la vez a inventar en este tiempo póstumo, que ya no es la vida acumulativa, de cuántos supervivientes en términos numéricos pueden sumar este planeta, que ha sido una cierta concepción biopolítica y productivista de la vida. A lo mejor debemos pensar y encaminarnos hacia otros conceptos que tienen más que ver con la pregunta sobre cómo vivir juntos, con quiénes y de qué maneras, en los límites de un planeta que no se puede simplemente pensar desde la acumulación y la extralimitación de cualquier forma de vida. 

H.S.: Nuestro punto de partida, desde las posiciones críticas y emancipatorias, supone que las alternativas son una posibilidad. Por su lado, el pensamiento dominante trata de cerrar esta posibilidad. En este momento, particularmente complejo de crisis ambiental y de cambio climático, ¿cómo entendemos las alternativas? No podemos situarnos en un lugar que niega lo que está pasando en el mundo o que concibe las cosas de manera ingenua. ¿Pensar alternativas o formas de habitar alternativamente este mundo implicaría también hacernos cargo de esto que está pasando? 

M.G.: El concepto de alternativa en mi imaginario —seguro que podemos encontrar otros sentidos— remite todavía a un cierto tiempo en el que se podía considerar que había un sistema que funcionaba a su manera, destruyendo, matando, dominando, oprimiendo, pero que tenía su lógica de funcionamiento. Las alternativas eran aquello que se podía construir por fuera y en contra. Por lo tanto, existía un juego entre ese sistema hegemónico y sus alternativas que se iban construyendo en sus márgenes, en sus alrededores, entre sus expulsados, pero también entre sus desertores y sus combatientes. Ese «en contra», pero al margen. 

Considero que actualmente no hay margen, es decir, no existen alternativas en el sentido de coexistencia entre mundos posibles. La desproporción entre lo que este sistema fagocita y destruye, y las alternativas viables, sostenibles y duraderas, ha superado cualquier proporción concebible. Quizá debamos pensar más en términos de repertorios de posibilidades. «Repertorios» es, para mí, una palabra hermosa, porque un repertorio de posibilidades es algo disponible, como un catálogo de ideas que no todas han llegado a materializarse, no todas han triunfado, muchas han sido derrotadas, algunas son formas de vida pasadas, otras son formas de vida ficticias, unas están en plena lucha, otras son derrotas que no hemos olvidado. Es decir, todo un repertorio de posibles en la memoria, en el presente y en el futuro. Para mí, la lucha consiste en poder discernir cuáles de estos posibles se activan y cómo lo hacen, en las grietas y en el seno de este mismo sistema, porque lo alternativo no está afuera, ya que no existe un «afuera». 

A veces pensamos que porque no hay un «afuera» no hay nada que hacer y no sabemos cómo pensar, lo cual genera esa impotencia paralizante de la que hablabas. Sin embargo, si reflexionamos realmente sobre todo lo que ya ha sido pensado, aunque no se esté gestando un mundo alternativo de forma visible, hay una riqueza de lo posible que a veces no la vemos porque la queremos situar como un plan B, como un plan otro, o como un proyecto distinto. Desde esta perspectiva, se evidencia una enorme desproporción de fuerzas. 

Pero pienso que hay una inmensa riqueza de ideas y formas de vida en el pasado, en el presente y en lo que podríamos denominar futuro. No obstante, también existe una correlación de fuerzas que no sé nombrar de otra manera que como absolutamente desproporcionada. Una desproporción no entre el sistema y sus alternativas, sino entre la fuerza destructiva de esto que ya no sé si calificar como sistema —un capitalismo desbocado, autoritario y enloquecido— y cualquier forma de vida que logre subsistir. Ahí es donde, en mi opinión, reside la gran tragedia de nuestro tiempo. 

H.S.: ¿Es posible “un mundo en común”(2)? ¿Cómo pensamos lo común en este momento? 

M.G.: Para mí, lo común nunca ha sido el nombre de una utopía o un proyecto único. Lo común es el problema, es nuestro problema, siempre que este «nuestro» no remita a una idea predeterminada de quiénes somos nosotros. Si algo caracteriza a la pregunta por un mundo común, es la necesidad de siempre redefinir ese «nosotros», en términos políticos, sociales, y también en términos humanos y no humanos. Es decir, ¿quiénes somos nosotros y con quiénes y de qué maneras articulamos formas de vida que hagan posible la vida, no solo la supervivencia de algunos? Esa es la pregunta por un mundo común, una pregunta que no es solo teórica, sino práctica, cotidiana, política, concreta y, a la vez, imaginativa y conceptual, todo simultáneamente. 

Entonces, no es que sea posible, es que un mundo siempre es común. Lo que no es común no es mundo, es otra cosa: son planos de realidad que destruyen mundos. Lo que vivimos hoy, pienso, no es un mundo, sino una especie de distopía a la que llamamos mundo, pero que es una colección de escenarios de lo invivible en el que lo que no hay es mundo. Mundo es poder generar relaciones entre sentidos, entre presencias, ausencias, deseos, proyectos, realidades, singularidades, continuidades, discontinuidades. Todo eso es mundo. Cuando no hay mundo es cuando lo único que puede subsistir es esa supervivencia de unos contra otros o de cada vez menos contra el resto. Entonces, el mundo común es posible, o los mundos comunes son posibles, precisamente no como proyectos de esta realidad, sino como contrarrealidades en las que el mundo aparece contra la realidad. 

H.S.: Quiero centrarme en el escenario latinoamericano —aunque aquí en Europa empieza a haber una dinámica similar— para hablar de lo que pasa con las izquierdas y las derechas. En los últimos años, las izquierdas progresistas se han hecho cargo de modelos económicos neoliberales y depredadores —Bolivia, bajo el progresismo, se ha convertido en el tercer país con mayor depredación de bosques primarios del mundo—. En el fondo, las derechas y estas izquierdas que disputan el poder del Estado nos están presentando horizontes similares, aunque en la forma y en los discursos aparentemente son muy distintos. Es decir, podemos entender que de alguna manera el avance de estas derechas ultra (Bolsonaro, Milei, Kast, etc.) tiene que ver con que la alternativa que las izquierdas estatales nos ofrecen es neoliberalismo. Es decir, ante esta ausencia de alternativas, lo que el sistema parece ofrecernos como distinto son estas derechas. ¿Cómo entiendes tú su avance en el escenario político mundial? 

M.G.: En Europa en general, y en España en particular —aunque el caso español es distinto debido a su temporalidad histórica diferente, marcada por la larga duración del franquismo y el relativamente corto periodo de la llamada democracia—, la experiencia de que las izquierdas en el sistema representativo actúan como gestoras del neoliberalismo, con ciertos atenuantes y parches, es una realidad que, en mi opinión, nadie pondría en duda. Si bien hubo un momento de cierta ampliación de esas formas posibles de estar en la cogestión del capitalismo, por ejemplo, en España después del 15M, con un abanico de propuestas políticas que parecían querer renovar las izquierdas, el ciclo de cuestionamiento sobre la viabilidad de esto ha sido muy breve. Y cuando las izquierdas gestionan el programa de las derechas económicas, ya no hay izquierda. Los votantes son conscientes de esto; pensar que el votante es ingenuo o que solo se mueve por emociones manipulables por los populismos, considero que es subestimar considerablemente cierta inteligencia colectiva de la ciudadanía. 

Otra cosa es cómo abordamos esta realidad de las izquierdas políticas. Siempre han existido dos opciones; en España, la opción que se ha practicado más y de la que me considero aprendiz y continuadora junto a mucha gente, ha sido situar el pensamiento y las prácticas de izquierdas fuera del espectro político convencional: en los movimientos sociales, en los movimientos autogestionarios, en un tipo de creatividad social más allá del espacio de la representación política. Aquí es donde se han librado históricamente luchas que abarcan desde el anarquismo, los feminismos, lo que se denominaba ecologismo y ahora conocemos como luchas ambientales, hasta la educación crítica; todos estos ámbitos donde se han estado gestando continuamente mundos comunes, en el sentido que mencionábamos antes. 

Pero volvemos a lo mismo, ¿en qué medida hoy estos espacios de la izquierda no institucional o no representativa tienen capacidad de sostenerse a sí mismos en la realidad de la devastación, en este tiempo de la destrucción rápida de vínculos, de formas de vida y de economías autogestionadas por movimientos, escuelas, colectivos, etc.?  

¿Cuál es la otra opción? Dar ese espacio por perdido y buscar la respuesta —como planteabas en tu pregunta— en liderazgos fuertes, en políticas de resentimiento, en anhelos de identidad que de algún modo simplifiquen y clarifiquen la desorientación contemporánea. Esto tiene muchas expresiones; las más evidentes son las que vemos en las extremas derechas o las derechas más reaccionarias. Pero también está ocurriendo como actitud dentro de ciertas izquierdas. Esta reacción, este repliegue en grupos homogéneos, identidades fuertes y posiciones reaccionarias también tiene un imaginario de izquierdas, tomando repertorios y categorías del ámbito de las izquierdas. Hay ecologismos reaccionarios, formas neoprimitivistas de entender la comunidad, maneras muy identitarias de entender, practicar o defender las luchas de género. 

Es decir, hay toda una reacción reaccionaria, tanto en la derecha como en la izquierda, que responde a su imposibilidad de estar en la complejidad, de estar en lo incierto, de estar en lo múltiple, de estar en todo ese tipo de categorías que precisamente habían estado haciendo posible abrir esas realidades en el sistema capitalista, a mundos comunes de lo múltiple, de lo abigarrado —como se ha dicho desde América Latina—, de la creatividad abierta a realidades postidentitarias o donde las identidades juegan otro papel que no es el del repliegue a lo esencialista.  

Entonces, ahí veo también otra tarea importante del pensamiento crítico hoy; no solo se trata, como decíamos antes, de deshacer esa dicotomía de condena-salvación del apocalipsis, sino también de cómo ir haciendo que no sea inevitable la respuesta identitaria y reaccionaria frente a los malestares de nuestras sociedades. 

H.S.: Me interesa ahondar un poco sobre este tema. Vivimos un momento de resurgir de reivindicaciones identitarias en el mundo. ¿Por qué está pasando esto? 

M.G.: Una identidad lo simplifica todo. Lo saben los aficionados al fútbol que pueden jugar a ello, a ser del Barça o del Madrid. En ese juego se simplifican nuestras pasiones, nuestros deseos, nuestras ansias. Pero puede ser que no sea un juego, sino aquello que es lo único que nos da un lugar en el mundo, porque no nos lo da la realidad económica, no nos lo da la identidad trabajo, no nos lo da los afectos, no nos lo da un proyecto colectivo —o nos lo da, pero se rompe continuamente,—. La identidad es un código simple, eres o no eres. Dicho más filosóficamente, parte de las políticas del ser, de ser o no ser; eres hombre o mujer, eres indígena o eres occidental, eres blanco o eres racializado, eres o no eres. Eso al final funciona como antídoto a la impotencia, y a muchos de los miedos y malestares contemporáneos. La identidad es una droga muy fácil y adictiva, como muchas de las otras drogas que hoy sirven para paliar, para calmar esta ansiedad que recorre todas nuestras formas de vida. 

H.S.: Si se nos dificultan las alternativas en estos tiempos, si las respuestas no las estamos encontrando en las izquierdas institucionales y al mismo tiempo vemos como en este complejo contexto surgen muchas voces que reivindican lo identitario. ¿Qué experiencias nos aportan claves interesantes para pensar el mundo y para producir algo distinto?  

M.G.: Para mí hay tres grandes ejes. En cada lugar, estos ejes tienen sus traducciones y sus maneras de concretarse según los contextos culturales, históricos y sociales. Pero a nivel de época, pienso que hay tres grandes ejes en los que están y han estado pasando los grandes desafíos. 

En primer lugar, están, por supuesto, los feminismos. Los menciono en plural porque abarcan diversos fenómenos, según edades, ideas, contextos sociales y formas de vida. Sin embargo, comparten una manera común de resonar, visibilizar, luchar y transformar lo que podemos denominar, de forma general, el patriarcado, que también presenta distintas formas de expresión y dominio. Existe una clara visibilización y denominación de un problema común y de un enemigo común, que no se limita a una sola forma de vida o tipo de poder, sino que abarca múltiples manifestaciones. 

Entonces, pienso que no podemos decir que estamos en tiempos sin revolución, porque es claro que los feminismos son una revolución en curso, que empezó mucho antes de hoy y no se ha detenido. Tiene sus batallas internas, sus formas de repliegues identitarios de muchos tipos, las batallas ideológicas propias de algo que es muy potente, y también los liderazgos peligrosos de algo que es muy potente. Todo eso está presente, por supuesto. Y cuando hay voces que incluso alertan —como ha pasado aquí en España, en Estados Unidos y en muchos sitios— de que el feminismo ha ido demasiado lejos, en realidad pienso que no hemos visto ni una pequeña parte del camino de lo que está por hacer, porque el patriarcado es aún muy fuerte y lo será siempre, en el sentido de un siempre imaginable. Es por ello que es una lucha que no cesa, y eso ya es un elemento importantísimo. 

El otro eje, por supuesto, es todo lo que podemos reunir bajo la cuestión ambiental, que ya no es solo ecológica, sino ambiental, territorial, de formas de vida, de formas de consumo y de formas de distribución energética. Estamos nombrando algo que va mucho más allá de lo que era el movimiento ecologista tradicional, que se centraba más en la preservación de aquello que todavía no había sido destruido. Hoy es tanto de preservación como de creación, invención y disputa por formas futuras de vida, formas futuras de consumo energético, formas futuras de uso del agua y formas futuras de gestión de la tierra. Todo eso, pienso, está presente tanto en lo defensivo como en lo creativo. Es a la vez defensa del territorio y creación, invención tecnológica, creación de formas económicas, materiales, comunitarias y sociales de vida a escalas que también difieren de las del ecologismo tradicional de la comunidad y su territorio. Estamos hablando de un planeta de megalópolis, de entornos urbanos que tienden a albergar 20 y 30 millones de personas, concentrando cada vez más y extrayendo y consumiendo cada vez más recursos en todas las dimensiones del planeta. 

Lo interesante es que ahí ha habido un protagonismo de la gente más joven. Esto es algo importante porque existe una especie de ideología perversa que deshabilita constantemente a los jóvenes: “los jóvenes que no luchan”, “los jóvenes adictos a sus pantallas”, “los jóvenes enfermos”, “los jóvenes deprimidos”, “los jóvenes oportunistas de ese mundo en desarrollo”. Pienso, por ejemplo, cómo se crea la imagen de los jóvenes asiáticos, como una especie de plaga depredadora que viene a comerse todos los trabajos del futuro, toda la industria del futuro. Bueno, pues, precisamente de las franjas más jóvenes de edad es de donde han salido los movimientos más fuertes de los feminismos y ambientalismos. 

Yo añadiría un tercer eje, que se mira menos, pero que para mí es muy importante y quizás es menos evidente porque no es un movimiento: la cuestión pedagógico-educativa. Es claro también que, al igual que hay una crisis ambiental y una crisis del patriarcado, hay una crisis de lo que significa la educación. Qué significa y qué implica aprender hoy algo, no solo un trabajo, no solo una lengua, no solo unas determinadas habilidades para subsistir —porque no se trata solo de sobrevivir, tampoco va solo de subsistir—, sino a través de qué experiencias, de qué conocimientos, de qué ciencias, de qué lenguas, de qué artes, de qué prácticas, aprendemos a vivir hoy con otros. 

Sobre esto, las sociedades tradicionales, cada una a su manera, han dado unas respuestas; las sociedades modernas, pensadas desde la institución pública estatal, han dado otras respuestas. 

Aquí nos hacemos la pregunta: ¿cuáles son las siguientes respuestas? También hay toda una serie de miradas que se sitúan frente a otra emergencia, que es la respuesta rapidísima que está dando todo lo que es la gran red de la inteligencia artificial y sus operadoras. No es un mero algoritmo, sino una manera de situarnos en aquello que vamos a estar aprendiendo, pensando y generando en los próximos tiempos. La inteligencia artificial no como tecnología, sino como imaginario de qué significa pensar, conocer y aprender, a través de qué mecanismos, de qué metodologías. No estoy hablando de metodologías pedagógicas, sino de qué nos va a educar, cómo queremos ser educados en esta realidad y en estos mundos comunes.  

Es importante estar atentos a lo que fueron en su momento las pedagogías revolucionarias, las pedagogías críticas y la educación popular. Estos imaginarios surgieron en el marco de las sociedades modernas, con sus contrapoderes y sus disputas de género, coloniales, lingüísticas, entre otras. Sin embargo, debemos preguntarnos: ¿cuáles son o pueden ser los equivalentes contemporáneos a estas pedagogías? 

Considero que este es uno de los focos que no debemos perder de vista. Estas nuevas pedagogías necesitan abordar problemas comunes y, a la vez, ofrecer respuestas situadas muy concretas. Es necesario trabajar simultáneamente en lo concreto, local y situado, así como en lo transversal y en los problemas comunes que plantea hoy el cómo deseamos educarnos y educar, aprender y ser aprendices en el mundo actual. 

H.S.: Antes de abordar una pregunta específica sobre este el último tema, y considerando los tres ejes que has planteado, me gustaría saber: ¿cómo situamos las luchas anticoloniales en este contexto? O, más concretamente, ¿qué sentido tienen estas luchas en la actualidad? 

M.G.: Considero que ninguno de estos tres ejes —que hemos descrito de forma segmentada, aunque están todos interconectados— tiene sentido sin las luchas anticoloniales. Cada uno de estos ámbitos posee su propia colonialidad. No lo plantearía como un cuarto ámbito, sino que, si pensamos por mesetas, como proponen Deleuze y Guattari, lo concebiría como uno de los cortes transversales, como una de las aproximaciones al tejido de todas estas dimensiones que estamos analizando. En el capitalismo global, que es resultado del capitalismo colonial en el sentido moderno, no existe poder que no sea a la vez colonial. 

H.S.: Tu trabajo siempre ha mostrado una clara intención pedagógica, o al menos un evidente interés por acercar la filosofía a un plano más concreto y accesible. Desde tu perspectiva, has mantenido un diálogo constante con la academia y con intelectuales que buscan nuevas formas de pensar este mundo. En este contexto, ¿cuál dirías que es la necesidad actual de generar un pensamiento crítico diferente y cómo podríamos lograrlo? 

M.G.: Para mí, es fundamental la persistencia en esa posibilidad de encuentro entre el pensamiento y el lenguaje; es casi una condición mínima para poder pensarnos. Estamos nombrando un tipo de desafíos y retos planetarios ambientales, de sociedades fracturadas, de genocidios, en los cuales, desde un esquema tradicional, podría parecer anecdótico o incluso prescindible el cuidado de la palabra, de los conceptos, y esa manera de atender de forma muy precisa lo que nos decimos. 

Pero, si hablamos de una ética de los cuidados radical, que cuide los cuerpos, las vidas y esos mundos comunes que queremos de algún modo hacer posibles en esta realidad de la devastación, esto pasa también y necesariamente por el cuidado del lenguaje, y cuidado en el sentido también cultivador. Si no cultivamos el lenguaje, no tendremos palabras. 

¿Cómo están triunfando estas extremas derechas mundiales? Destrozando el lenguaje de manera muy planificada y deliberada. Están llevando las palabras, por un lado, a una simplificación extrema: no hay matiz, no hay dobles sentidos, no hay lenguas diversas; no hay mundos, por lo tanto, que puedan subsistir ahí. Y después nos llevan a la univocidad del concepto: son lenguajes con los que triunfan estas máquinas bestiales de intoxicación a través de las redes, sobre todo, pero también de ciertos discursos políticos de la literalidad. Desde esa perspectiva, las palabras solo pueden significar una cosa y en el lenguaje solo se puede estar de una manera. Aquello que nos podemos llegar a decir, finalmente, se reduce a lo que hablábamos antes: eres esto o eres aquello, estás conmigo o estás contra mí, estás con la vida o contra la vida, eres de los míos o eres de los otros. 

Uno de los hilos de continuidad de las tradiciones revolucionarias ha sido, precisamente, la creación de lenguaje para decir aquello que nos hace más libres, que hace las vidas más dignas, que nos permite vivir, amar, cuidar, imaginar. Entonces, para mí es un campo de batalla tan importante como una fuente de agua, como un campo de cultivo, como un barrio en el que se pueda caminar o como una escuela en la que se pueda aprender. Todo eso sin lenguajes comunes quedaría como una colección de bienes sin sentido. 

Cuando se insiste tanto, desde el ruido mediático, desde todo este ambiente en el que vivimos, que las palabras no son nada. Justamente, es esa banalización del lenguaje por quien domina los medios de control sobre el lenguaje la que nos tiene que hacer sospechar de por qué damos tan poca importancia al lenguaje o por qué se nos está convenciendo de que el lenguaje solo es aire, solo es palabra, solo es ruido. Es precisamente porque quien monopoliza el lenguaje acaba dominando la realidad. Esto ha sido así siempre, lo sabían hacer los sacerdotes, lo han sabido hacer desde ciertos usos del código y de la ley, lo hace la economía y lo hace también esta sociedad de la comunicación. Tenemos que aprender a estar en ese terreno común, que es también el lenguaje, el pensamiento, la palabra. 

H.S.: Una última pregunta que tiene que ver con la temática del evento en el que participarás en unos momentos (3). ¿Qué significa Palestina hoy? 

M.G.: Palestina… Mira, me quedo sin palabras, porque pienso que abre un vacío en el lenguaje. Justo lo que hablábamos hace momento. ¿Cómo estar en las palabras de manera que nos vinculen, de manera que nos muevan, de manera que nos permitan hacer y pensar algo que nos dignifique? 

Palestina es el nombre de la historia colonial, es el nombre de un genocidio repetido y continuado. Es el nombre de mucha vergüenza, de mucha vergüenza europea, de mucha vergüenza colonial, pero también de mucha vergüenza global. El mundo árabe… no sé dónde está el mundo árabe, los poderes del mundo árabe. Es decir, hay todo un negocio, no solo económico sino geopolítico, de disputas entre poderes, que pasa por hacer de Palestina el nombre de lo que no puede tener lugar. 

En el evento intentaré hablar desde aquí. Es lo que la realidad del mundo actual hoy nos pone enfrente como lugar de lo imposible: Palestina no puede ser. ¿Qué quiere decir que Palestina no puede ser? Se reconocen muchos estados en el mundo, de un tipo o de otro, se crean y se descrean estados, se juega con las fronteras. La lógica colonial es eso, dibujar y desdibujar fronteras cada día.  

¿Por qué Palestina no puede existir? Y no nos referimos solo a su existencia como un estado abstracto, que quizá sea lo menos relevante, sino realmente como cuerpo, como historia y como futuro. ¿Qué mensaje están transmitiendo los poderes globales con esto? 

Considero que es un mensaje que sugiere que este genocidio representa todo genocidio posible, una geopolítica de los muros que tiene allí una manifestación muy concreta. Sin embargo, si lo observamos desde la perspectiva de ese muro, vemos que son todos los muros del planeta. Es el muro mexicano, es el Mediterráneo como muro, aunque no esté construido en piedra, sino que es un muro de agua, otra forma de trinchera. Es toda esta gran política de apartheid convertida en política global. Palestina es un apartheid, pero no es el apartheid exclusivamente de los palestinos. 

H.S.: Marina, muchas gracias por tu tiempo. 

M.G.: Gracias a ti.  


 Notas:

1. La condición póstuma, según Marina Garcés, se refiere al estado de la sociedad contemporánea donde vivimos como si el fin ya hubiera ocurrido. Esta perspectiva implica una pérdida de la capacidad de imaginar y construir futuros alternativos, limitando nuestra acción al presente inmediato. Para profundizar, consultar su libro Nueva ilustración radical publicado en 2017 por Anagrama. 

2. En su libro Un mundo en comúnpublicado por Ediciones Bellaterra en 2013, Marina Garcés argumenta que la filosofía debe reconectar con la experiencia vivida y fomentar un compromiso colectivo con el mundo. Propone superar el individualismo y la pasividad para construir un «nosotros» más inclusivo, basado en la interdependencia y la acción compartida, como respuesta a los desafíos globales contemporáneos. 

3. Esta entrevista se realizó en la entrada del Museo Reina Sofía, en Madrid, el día 5 de junio de 2024, de manera previa al evento “Palestina está en cualquier lugar”donde Marina Garcés era una de las invitadas.  


¿Qué tiempos son estos? Ciclo de conversaciones:

1. Silvia Federici: «La resignación es un lujo»