Parásitos. Los olores de la casa que estalla
«Todo es tan metafórico»
“Las puertas y ventanas se colocan en las paredes de la casa
Pero es el espacio vacío lo que da habitabilidad al hogar.
Lo que existe puede poseerse;
Lo que no existe sólo cumple una función”. Tao Te Ching
La Casa
Algo alegórico tienen las historias que transcurren en casas. Entre las cuatro paredes del hogar pareciera como si un universo trepidara desde los cimientos. Durante un tiempo “La Casa” fue el título provisorio que tuvo Cien años de soledad. Y un cuento como Casa Tomada de Cortázar, consigue en pocas páginas meter a empellones al lector en esa atmósfera saturada de signos atávicos -para, enseguida, echarlo a patadas de su sofocante recinto-. En La poética del espacio Gastón Bachelard teoriza sobre los significados que adquiere cada uno de las habitaciones que conforman su armazón. Ya sea el ático ensoñado, proyectado hacia el cielo o el sótano húmedo y desolado del inconsciente, la casa nos habla a través de imágenes sobre las formas que habitan nuestra cabeza. Esa clave alegórica está presente en Parásitos. La película coreana, que transcurre en una lujosa casa construida por un arquitecto famoso, aprovecha el espacio para narrar una de las mejores sátiras sociales filmadas desde el Ángel Exterminador de Buñuel (otra película que corre el cerrojo de la puerta para presentar a sus personajes).
Uno de los méritos del film es que ajusta el mundo representado a un siglo XXI dividido por desigualdades de clase tan profundas como arraigadas, sumido en un modelo económico terciarizado y lleno de dispositivos móviles cuya principal función parece ser promover la pertenencia no conflictiva a comunidades virtuales. Esta combinación de elementos presentes en la cotidianidad globalizada se expresa desde los primeros fotogramas de la película. Está en la familia apretada en un rincón del baño para colgarse a una red de wi-fi o en el personaje del padre mirando atento las instrucciones de un tutorial de youtube para doblar cajas de pizza. Así, el director Bong Joon-ho consigue, en su obra más importante hasta la fecha, que la distopía no requiera del recurso del porvenir en su búsqueda del escenario aciago. Parásito del 2019 -el año indeleble- porta una epifanía imposible de rebatir en los tiempos que corren. A saber: el capitalismo es por sí solo la consumación del paisaje distópico. Y hace siglos vivimos y morimos, aunque a veces nos parezca que solo hacemos lo último, dentro de su funesta órbita.
Esto que estalla
«Esta casa que hemos compartido durante tantos años
es bajita como el suelo y tan alta o más que el cielo,
pero, estad vigilantes
porque al menor descuido confundiréis las señales de ruta
y de esta vida al fin, habréis perdido toda esperanza». Juan Luis Martínez
¿Qué es eso que yace oculto en el subterráneo de la enorme casa del arquitecto? O, interrogado desde otro oriente ¿Qué es lo que duerme sepultado bajo las obras del estadio olímpico de Neo Tokyo esperando romper “el normal funcionamiento” de la ciudad en pedazos? ¿Qué está apunto de despertar de un estruendoso y monumental estallido? Una hipótesis es que detrás de esas imágenes en las que aquello que está abajo emerge con fuerza a la superficie, despunta una metáfora latente acerca de la inequidad inherente al sistema. Una injusticia estructural cuyos promotes confían podrá ser reprimida por la ilusión de un consumo libidinalmente ilimitado, pero materialmente restringido.
“Todo es tan metafórico”, repite ensimismado el hijo de la miserable famila que protagoniza Parásitos. La primera vez lo hace cargando en los brazos la pesada roca que promete traer la prosperidad material a la familia. Pero esa piedra se le pegará al pecho como un chinche y cuando intente deshacerse de ella le romperá la cabeza y el corazón. El peso ciego de ese símbolo ominoso es el que terminará por liberar lo que permanece enterrado en el sótano social. Al final, se desencadenará la tragedia y las apariencias que sostienen la aguda división de clases exhibirá su desquisiante inervación. Para el momento en que empiecen los créditos la sátira nos habrá dejado una lapidaria lección pivotando en la pupila: el capitalismo no posee héroes y, por más que su imaginario esté plagado de ellos, en el fondo, esconde una perniciosa herencia de dolor y locura. Al igual que El Guasón, Parásito termina por echar por el suelo el relato de la supuesta cordura que sostiene en vilo el sistema dominante.
Tetsuo toma por asalto la ciudad. Desgarra la cortina roja de una tienda destruida y, atándosela al cuello, se encamina a su encuentro con Akira. La capa raída señala el implacable avance de su tranco por la ciudad militarizada y, a la vez, representa un mordaz antídoto contra la figura del súper héroe en la cultura popular.
Pestilencia y fantasma
“El olor a pobre puede distinguirse. Es un olor como de una humedad permanente. Como de una humedad que viniese desde la médula de los huesos mismos y que fuese atravesando todo hacia arriba. Es un olor de flemas eternas que nacen en pulmones criados en el frío. Es un olor de perdida de autoestima, es un olor que lo impregna todo, y así también el perro de una casa pobre será un perro con olor a pobre. También se sentirá ese olor en las murallas de la casa misma. En las maderas resecas podrá olerse.” Luis Barrales.
Una noche el fantasma sube al salón de la casa (la segunda vez, lo hará a plena luz de día y su aparición desatará una delirante debacle). Viene desde el subsuelo arrastrando una amarga ristra de cadenas. Si alguien inquiriese su procedencia habría que contestar que se trata del alma en pena de los desarraigados. Trae consigo desesperación mas no desesperanza -siempre y cuando escuchemos el sentido de la letanía que pronuncia-. Apenas asome su inquietante silueta, el niño caerá fulminado por violentas convulsiones. Como el fantasma que recorre Europa al comienzo del Manifiesto comunista, la intempestiva presencia del espectro llega a romper la calma aparente sobre la que reposan los basamentos de la desigualdad.
Encima de la fantasmagoría que bulle bajo la lujosa casa del capitalismo global, existe un espectáculo montado a partir de la apariencia y la ilusión. En este entramado cada quien representa un rol determinado dentro de una jerarquía dictada por una escala social cuyos peldaños permanecen podridos. La familia pobre, por ejemplo, debe fingir a través de artimañas una posición y unos estándares que satisfagan la expectativa de sus empleadores. Poco importa que cada uno de sus miembros esté perfectamente cualificado para desempeñar sus funciones, pues la familia rica necesita performar el estatus social al que pertenece. El infante es, en ese sentido, el personaje que reproduce esta impostura aprendida de forma mecánica. Extremadamente consentido, Da-song es, en su calidad de hijo varón, no tan sólo el heredero de la fortuna del padre, sino también quien carga con la sucesión del prestigio familiar. Por eso ya aprendió a aparentar ser un precoz genio artístico y será el primero en descubrir el olor “a trapo hervido” que impregna a la familia de impostores. Obsesionado con los indios, como si le atrajese el fantasma de los pueblos masacrados en la epopeya colonial estadounidense, sus pinturas expresan la desasosegante desfiguración de un mundo dividido en un holgado arriba y un estrecho abajo. Para cuando el clímax de la película golpee al espectador con su secuencia final, la fábula con dientes que es la sátira nos habrá calado el colmillo con una filosa moraleja: la razón capitalista solo puede ser desquiciante. La segunda vez que el fantasma lo visite, el niño caerá inconsciente al suelo. Y de nada valdrá taparse la nariz ante el hedor de su presencia.
Hoy, voy a salir a buscar
Todo lo que quiero
Voy a derrumbar
Mi casa y a empezar de nuevo.
El Mató un policía motorizado
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Publicado originalmente en: http://razacomica.cl