Romper filas: la deserción como crisis del sentido
Se te agarra a las tripas y ya no te suelta. Una inquietud, un ruido de fondo, un malestar. La cosa, lejos de desaparecer, va creciendo. A pesar de distracciones, narcóticos, obstinaciones. Hasta que no se soporta más. Y nos rompe.
Al rompernos, rompemos. Con un lugar, una posición, un espacio de reconocimiento. Huimos como de la peste de aquello que hasta hace muy poco quizá era lo que más deseábamos. Se volvió sofoco, prisión, ahogo. El cuerpo es quien decide: deserción.
La sociedad (hablando por boca de familia, amigos o parejas) interpreta traición y debilidad. Fallamos, somos un fallo andante. Nos invita a descansar y a retomar, a volver y regresar al cauce de la normalidad.
El desertor se hace sus propias preguntas. Debe hacérselas si no quiere desfallecer ante la sociedad. ¿Por qué abandonar, marcharse, romper filas? ¿Es mi deserción una capitulación ante los desafíos de mi verdadero deseo o está naciendo un deseo nuevo que debo escuchar?
La deserción hace preguntas a un mundo que siempre tiene ya todas las respuestas, los caminos posibles y los tranquilizantes. Interrumpe los automatismos que llamamos candorosamente “mi vida”. Quiebra los guiones dispuestos para nosotros por la sociedad del espectáculo.
Desertamos para poder pensar, pensamos para poder respirar.
No es depresión, sino deserción
Por todas partes se diagnostica una epidemia de depresión. Informes médicos, padres alarmados e Íñigo Errejón demandan más psicólogos, atención, medicación. Los antidepresivos son ya los medicamentos más solicitados en las farmacias.
La pandemia fue un punto de inflexión. Multiplicó y radicalizó un estado anímico de falta de ganas, apagón libidinal y bajón. Desde entonces se han generalizado los fenómenos de deserción de la sociedad: dejar el trabajo o trabajar lo menos posible, no seguir la actualidad política más que para el meme y la risotada, no participar, no ilusionarse…
La ‘vuelta a la normalidad’ de los desaforados del turismo, la política y los negocios tiene algo de fake, de gesticulación impostada, de fuga hacia adelante ante un vacío de fondo.
El filósofo italiano Franco Berardi Bifo se pregunta en su último libro, pronto disponible en castellano en la editorial Prometeo, por la naturaleza de este fenómeno y propone la siguiente interpretación: “No es depresión, sino deserción”. Se diagnostica y medicaliza lo que es un fenómeno existencial y político. Lo verdaderamente anormal es adaptarse a una sociedad enferma.
Lo primero, entonces, un cambio de mirada. No ver la deserción como defecto, sino como potencial. No como lo que hay que explicar, sino como lo que explica. No lo que hay que resolver y solucionar, sino lo que nos hace preguntas sobre la vida que llevamos y la necesidad de introducir en ella cambios radicales.
La deserción no es resignación, sino búsqueda silenciosa de algo distinto. No es bajón o caída del ánimo, sino separación del deseo de los canales estresantes (éxito, consumo, autorrealización) por donde circulaba. No es fuga de lo político, sino impugnación de la política tradicional que gestiona nuestras vidas sin preguntarnos siquiera. Lo que necesitamos es inventar una politización que cure y una curación que no aísle.
El desertor ha perdido la fe. Está decepcionado de todas las promesas de paraíso y los cantos de sirena. Pero hace de su decepción un gesto activo. No se limita a la resignación amarga, ni busca chivos expiatorios de su malestar, sino que hace de su retirada una pregunta: ¿Cómo vivir?
Según Bifo, la decepción del desertor afecta al núcleo más profundo de la cultura occidental: la voluntad, la fuerza de voluntad, la política como voluntad general, estatal. La historia de Occidente puede leerse como la sustitución una por otra de las figuras de la voluntad: Dios puede, la Historia puede, la técnica puede, la razón puede, el partido puede, el líder puede, el Estado puede…
Pues bien, no, no pueden. No se puede. Los cambios forzados por la voluntad –incluida la voluntad revolucionaria– sólo han sembrado más caos en el mundo. Ahora toca asumir la impotencia, pero de un modo activo, como palanca.
El desertor no puede más. Pero al abdicar de las promesas de la voluntad (“si quieres, puedes”), algo distinto se abre. Entre el poder y la impotencia, entre la ilusión y el cinismo, entre la espera y la desesperación. El desertor encuentra una nueva brújula en la sensibilidad. A diferencia de la voluntad, la sensibilidad no pretende el control, sino una mayor receptividad: una apertura, una disponibilidad y una atención al mundo. Hacerse amigo de las cosas y los seres, en lugar de pretender su dominio.
Mientras que Occidente es incapaz de asumir el declive de la voluntad, el ocaso del paradigma del control y el fracaso de la política para cambiar un mundo demasiado veloz e impredecible, el desertor parte de su agotamiento, pero aprende a saber-hacer con el no-saber y el no-poder, buscando tejer alianzas sensibles con las fuerzas del mundo en lugar de la violencia de las imposiciones.
El agotamiento de la voluntad no es depresión, sino deserción de un entero paradigma y forma de vida.
La deserción como aterrizaje
El medio francés Reporterre, vinculado a las luchas y movimientos ecologistas, ha publicado recientemente un amplio reportaje sobre los fenómenos de deserción en el país.
Todo arranca con un precioso acto de interrupción: en la entrega de diplomas de la organización AgroParisTech, gran escuela técnica del Ministerio de Agricultura, ocho estudiantes rechazaron el título e invitaron a sus compañeros a abandonar los “trabajos destructores” y a sumarse a los nuevos movimientos ecologistas. Es necesario, decían, abrir una “bifurcación histórica ahora”, un nuevo rumbo para el planeta.
Las dudas sobre el propio trabajo se extienden por todas partes: ¿Para quién o para qué trabajar? ¿Dónde poner los propios talentos y capacidades? La deserción, que nació como gesto de ruptura de la disciplina militar, se dirige ahora contra una nueva guerra: la guerra contra lo vivo. La movilización de todos los saberes y recursos existentes para sostener modos de vida que depredan la tierra.
La deserción que investiga Reporterre es consciente, estratégica y organizada. Conoce sus razones y sus finalidades. Los desertores tienen un discurso muy sofisticado, montan encuentros para intercambiar saberes y experiencias, elaboran materiales (guías, referencias) que puedan servir a otros desertores.
Pero esta deserción es también una política de la pregunta: ¿Cómo no cooperar con el sistema de producción destructivo? ¿Cómo sostener materialmente ese gesto de no colaboración? ¿Cómo seguir abiertos a la sociedad y no crear nuevos guetos impotentes? ¿Cómo ampliar la deserción y facilitarla a quienes no tienen los medios?
Mathieu Yon, que abandonó su trabajo para establecerse como horticultor biológico en la zona del Drôme, explica en un testimonio muy fuerte que la deserción pasa en primer lugar por un trabajo sobre uno mismo. Cada cual debe encontrar su propio “sentimiento de existir”, su relación única y singular con el mundo. Arraigarse muy materialmente la propia percepción y el propio cuerpo, dejar de ver y de verse a partir de los relatos que circulan.
Ante la desmaterialización generalizada de la vida por las pantallas, ante la homogeneización del deseo en esta sociedad supuestamente individualista, Yon habla de la deserción como aterrizaje: encontrar modos de desplegar el propio sentimiento de existir, a través del cual “el cuerpo arde en contacto con lo real”, que no dañen la tierra. “Lo más difícil”, dice Mathieu Yon, es “sostener el aliento, el fuego, dejar de contarse historias”.
El desafío de la deserción no es el instante, sino la continuidad y la duración: ¿cómo habitar el mundo en tanto que desertores?
La deserción que camina
¿Es la deserción un gesto sólo apto para privilegiados? Es decir, para quien puede permitirse abandonar un trabajo, una posición, un lugar de reconocimiento. ¿Es sólo un “gesto radical” accesible a los ciudadanos del Norte global?
Podría pensarse así, pero el escritor argentino Diego Valeriano encuentra deserción en la vida de los márgenes de la ciudad de Buenos Aires y les dedica una especie de canto trágico en su libro Deserción, inclusión y muerte.
Valeriano fue educador popular de calle en los barrios periféricos de Buenos Aires, pero también a él le fue tomando el malestar. Su cometido tenía algo de insoportablemente asistencial, desigualitario, instrumental. El “trabajo social”, altamente guionizado, automatizado y burocratizado, ofrece la inclusión social a los chicos de la calle a cambio de robarles toda su energía vital.
Esa vitalidad arrolladora y salvaje de los chicos es lo que conmueve y descoloca a Valeriano. Los que menos tienen, de los que menos se espera, son en realidad los más vivos, los que mejor saben cómo apañárselas sin nada, los que más riqueza –de complicidades, de saberes prácticos– tienen. Los únicos que podrían sobrevivir a un apocalipsis zombi.
Los chicos desertan de las máquinas estatales que asisten al precio de suprimir su autonomía y libertad de movimiento, de apagar su chispa y su gracia. Desertan a veces mediante el silencio (“el silencio esquiva la psicologiada, la caridad, la gorra. Los vuelve invisibles”). A veces mediante la pasividad (“aprender a esquivar las promesas que sólo son buenas noticias para el que promete”). A veces mediante el disimulo (“mantienen un espacio de movimiento propio, pero juegan a determinados juegos para seguir andando”).
La inclusión duele. Acudir a los talleres, aceptar los trabajos de mierda, ser esclavo del subsidio. La inclusión ahoga y quema. “Hacer la fila bien temprano, completar el formulario, bajar la app, hablar la lengua muerta de los empleadores estatales, moverse con sus tiempos, agachar la cabeza”. Ser incluido para estas vidas es aceptar volverse trámite.
Se deserta para caminar. Los chicos se mueven, vagabundean, derivan. Escapan al tiempo-norma, al tiempo-aula, asistido y juzgado. Aprenden a sortear a todos los que detienen el movimiento: policías, burócratas, estetas de lo pobre. A todos los que atenúan y mutilan las potencias del caminar, del compartir, del aventurarse.
Se camina entre amigos. El vínculo entre los chicos desertores y Valeriano es la amistad. Informal, igualitaria, no vigilante. Amistad es lo que se precisa para sostener la deserción a la vida-norma: un amor desprendido del control, sin juicios, sin preguntas inquisitoriales, sin necesidad de explicaciones. Amistad y no caridad, solidaridad vertical, ni asistencia.
Entre amigos se busca entender. La deserción que camina es una forma de seguir haciéndose preguntas. No preguntas educadas, especulativas, formuladas con la cabeza, con sus citas y bibliografía, sino preguntas desde las tripas, formuladas con los pies, arriesgando el tipo. “Caminar juntos para entender lo que es la vida, no su vida, esa vida garrón que ya juzgamos de antemano, sino la vida. Esta nuestra, la de todos, la que no entendemos”.
Deserción difícil en el sur del Sur global: demasiado intensa, demasiado expuesta, demasiado precaria. Insostenible, destinada a no durar, pero que deja en los cuerpos las marcas de una “verdadera vida” experimentada en el caminar común. Eso es lo que finalmente “se entiende sin entender” entre amigos y que Valeriano cuenta en este libro-dinamita.
La deserción como disolución
¿Y en España? ¿Hay signos de deserción que podemos advertir, escuchar, atender?
Llega a mis manos un comunicado de un grupo anónimo de estudiantes de antropología que firman como Komum. El título ya provoca a la lectura: ‘La antropología en disolución’.
Me cuentan que lo repartieron el primer día del reciente congreso anual de antropología tratando de desestabilizar algo de los automatismos de este tipo de eventos académicos, de abrir espacio para otras preguntas.
El texto está escrito a la vez con una mezcla de agresividad y ternura. Una ternura que rechaza, un rechazo que abraza. Un tono muy diferente al de los clásicos manifiestos de los grupos-vanguardia: sin superioridad, con dudas, lleno de humor e ironía. El propio texto se presenta como un takeo, un gesto efímero y en movimiento, cambiante y habitado de contradicciones, que no quiere durar ni hacerse monumento, sino provocar algo aquí y ahora.
El texto comienza, nuevamente, desde la decepción. Con la promesa de la antropología, de las ciencias sociales en general, del saber y del saber crítico por más señas. Hay que dejar de engañarse y de contarse cuentos: las potencialidades de todos ellas han sido neutralizadas en la pinza entre mercado, academia y abandono. La adaptación de los saberes a la lógica del beneficio. La mentira del discurso moralmente puro del cientificismo académico. Y la opción terrible por el tedio y la indiferencia.
El texto habla de la antropología, desde donde parte la afectación concreta de los que escriben, pero su alcance es general: puede tocar e interpelar a todos los que hacemos de la palabra un modo de vida y deseamos que las ideas vuelvan a ser peligrosas. No hay afuera, no hay alternativa utópica a la pinza entre mercado, academia y resignación, ¿cómo habitar dentro y contra? ¿Cómo resistir desde el lenguaje, contra su aplanamiento comunicativo y académico (redes sociales y papers)?
La propuesta de Komum es llegar verdaderamente a un FIN. Radicalizar el agotamiento de las ciencias sociales y acelerar su final, en la confianza de que esa disolución libere los potenciales capturados por su forma institucionalizada. Matar a la antropología para que sus potencias revivan. Disolución como deserción.
¿Cómo operar esta disolución? A través del encuentro. “El encuentro ha sido siempre la práctica antropológica por antonomasia. Paradójicamente, es hora de rescatarlo para acabar con la antropología”. El encuentro en igualdad, contra la separación del sujeto (que conoce) y el objeto (conocido). El encuentro de todos los asqueados por las prácticas extractivas que hacen de los mundos investigados medios de carrera y negocio. El encuentro como amistad cómplice entre desertores: una apuesta, un viaje compartido, sin garantías. El texto es un llamamiento al encuentro.
Ni por arriba ni por abajo
En los últimos años el cambio se ha intentado por abajo, concentrando y desplegando energías desde plazas y calles. Se ha intentado por arriba, entrando en los espacios cerrados de la política profesional para modificar leyes. Ambas tentativas se han topado con serios límites.
En su quietud sólo aparente, la deserción es una manera de seguir buscando salidas en una situación sin salida. Ni por arriba ni por abajo, sino por la grieta. Sin ilusiones que vender, ni rendiciones que acatar. Lo primero es un malestar en el cuerpo: un temblor, una vacilación del sentido. Después un rechazo: un ligero movimiento, un tomar distancia. Por último la posibilidad de otro recorrido: un caminar juntos, una amistad nueva.
“Sólo sé qué no sé nada” dijo uno de los primeros desertores de quienes tenemos noticia. Eso nunca le impidió buscar el encuentro, la conversación, seguir callejeando, preguntando. La amistad que entiende todo sin entender nada.
Publicado en ctxt.es