Teoría política de la comida de Leonardo Rossi
El viernes 25 de agosto se presenta en Buenos Aires el libro «Teoría política de la comida: una crítica ecológico-comunal en tiempos de colapso» de Leonardo Rossi, el cual reúne su investigación doctoral. Es editado por Muchos Mundos y cuenta con prólogo de Horacio Machado que compartimos a continuación para promover e invitar a su lectura.
Recrear la comun-idad del pan; el desafío geológico-político para una nueva Era
“Al evaluar nuestra situación actual, sostengo que ya hemos dado por terminada la Era Cenozoica de los sistemas geobiológicos del planeta. Sesenta y cinco millones de años de desarrollo de la vida han terminado. La extinción está teniendo lugar en todos los sistemas de vida a una escala sin precedentes desde la fase terminal de la Era Mesozoica.
La renovación de la vida en un contexto creativo requiere que se produzca un nuevo período biológico, un período en el que los seres humanos habiten la Tierra de forma mutuamente enriquecedora. Este nuevo modo de ser del planeta lo describo como la Era Ecozoica…
Para que esto surja hay condiciones especiales requeridas por parte del humano, ya que, aunque esta Era no puede ser un período de vida antropocéntrico, puede nacer sólo bajo ciertas condiciones que conciernen dominantemente a la comprensión, elección y acción humanas (…)
La primera condición es comprender que el universo es una comunión de sujetos, no una colección de objetos.”
Thomas Berry, La Era Ecozoica, 1991
El maravilloso misterio de la vida se nos presenta a diario, en los actos aparentemente más simples y casi rutinarios. Su complejidad incomprehensible, inabarcable y su deslumbrante potencial de goce, de disfrute de sus exquisitos sabores, se nos brinda —a la vez como posibilidad y necesidad— a cada rato, varias veces al día, cotidianamente, desde que nacemos hasta que morimos, en el mero acto (de preparar la comida y)[1] de comer. Es un acto que condensa la profunda hendidura geológica y la avezada aventura política que nos hizo como especie.
Alimentarnos es conectarnos al mundo, integrarnos a la comunidad de vida. La vida como unidad-en-común se nos revela, se nos manifiesta y se nos materializa en el cotidiano acto de comer. Como acto vital, comer es (aprender a) hacernos parte y partícipes de la compleja trama universal de elementos, seres y procesos a través de los cuales se nos con-vida la energía cósmica que nos constituye, nos anima y nos sostiene en cuanto organismos específicos, en cuanto especie material y espiritualmente ligada a la totalidad espacio-temporal que conforma la biodiversidad terráquea.
Comer es comulgar: un acto eminentemente político y religioso, sacramental, por el cual nos unimos a la existencia como la totalidad compartida que nos contiene; es abrirnos y hacernos parte de la mil-milenaria danza de elementos fundamentales que conforman la partitura histórica de la vida terráquea. Significa integrarnos como un miembro más, misteriosamente convidados a la comunidad biótica-geológica de seres que participan del fluir hidro-mineralógico de la vida. En cada comida, la vida se nos brinda como don comunal. En cada bocado, la energía cósmica nos atraviesa, nos enhebra y nos (re)liga al tejido orgánico —inseparablemente material y espiritual— vibrante y sintiente de Gea, ésta, nuestra Tierra, nuestra Casa-Común, nuestro planeta-útero y cobijo, el único cuerpo celeste con semejante atributo: el de ser un planeta vivo, capaz de gestar y contener una Gran Comunidad de comunidades con-vivientes.
Porque la Tierra es eso: nuestra Gran Ecúmene, la vasta comunidad transgeneracional y transespecífica que la habita. Y los seres humanos no somos sino apenas unos de sus más recientes habitantes. Miles y millones de años, de entidades y de especies nos precedieron y, en distinto grado, nos conformaron; crearon las pre-condiciones para nuestra emergencia específica. Y cuando esas ciertas precondiciones básicas estuvieron prestas, la irrupción de un evento aleatorio estructural (propio de su devenir, una contingencia climática), puso a ciertos grupos de mamíferos primates ante el escenario desafiante de una novel sabana africana, confrontándolos a atravesar el portal geohistórico de la hominización. Así nacimos como especie.
Y, efectivamente, nos empezamos a hacer humanos en tanto y en cuanto empezamos a aprender a procurar y preparar nuestra propia comida. Al cocinar, se fue “cocinando” también la especie homo. Las condiciones biológicas y los requerimientos somáticos se fueron entrelazando simpoiéticamente con colaboraciones de otras especies vecinas y compañeras (Haraway, 2019). Junto a ellas, también fueron co-emergiendo aprendizajes específicos. En el arte de co-habitar, fuimos desarrollando nuestras propias habilidades socioculturales.
En principio, nuestras “dis”-capacidades homínidas fueron un factor decisivo, determinante para el desarrollo de nuestras facultades específicas. Para poder comer (y, por lo tanto, subsistir) debimos, antes, aprender a cooperar: a trabajar en conjunto, coordinada y colectivamente. Debimos aprender a sumar y a integrar fuerzas y habilidades en común, para poder cazar, para poder protegernos y, también, para poder alimentarnos. En función de esa necesidad de coordinar esfuerzos, se fue desplegando nuestro lenguaje específico, y el desarrollo de las facultades lingüísticas y de nuestras operaciones neurológicas demandó dietas más exigentes y complejas.
Decisivamente, ese “salto alimentario” —si bien requirió de otras fuentes nutricionales— sólo pudo lograrse mediante el desarrollo de una cualidad sociocultural: el aprendizaje de la reciprocidad y la comensalidad, el grado más profundo e intenso, más distintivo e intrínseco a nuestra condición. “El compartir alimentos implicaba un grado de cooperación que no existe en primates no humanos contemporáneos y que seguramente no existía entre sus ancestros, excepto en casos aislados. Se trata de un atributo que implica cooperación entre individuos y también nuevos niveles de comprensión y confianza en las motivaciones de los otros” (Patterson, 2014, p. 143). Se puede decir que empezamos a nacer como especies al aprender a compartir el pan, a hacernos propiamente com-pañeros de especie, a reconocernos como iguales y a tratarnos con reciprocidad, en torno al cum panis: a “comer del mismo pan”, “quienes comparten su pan con”.
Desde nuestra más temprana edad como especie hasta nuestros días, compartir la comida es la expresión más sublime de confianza y la forma más plena de la celebración y la fiesta que nos caracteriza como humanus (el sufijo “anus” indica la procedencia, la tierra de origen, y “humus”, es la tierra en sí). En torno al pan, las y los hijos de la Tierra se reconocen como hermana/os. El fuego, que sirvió para la cocción de comidas más complejas y nutritivas, cocinó también un tipo de relaciones, de confianza y mutualidad que sería decisivo para la mera subsistencia y más allá, para una idea de “calidad de vida”, centrada en el disfrute compartido.
El proceso de hominización no fue sino el resultado emergente de la interacción metabólica, políticamente producida, entre Tierra y trabajo (naturaleza genérica y naturaleza específicamente humana), principalmente orientado a la procuración del propio sustento[2]. Al procurarse la propia comida, los seres humanos han debido, primero, crear una forma de producción-en-común: la vida como producción social —en su nivel específicamente humano— se nos manifiesta como producción de comunalidad: producir una comunidad de productora/es, producir la tierra como fuente común de fertilidad y producir el pan como bien común por excelencia.
La comunidad política se construye eminentemente en torno a la producción del pan. Se define fundamentalmente por los límites (polis) que integra a aquellos con quienes se comparte el pan. El límite es una necesidad ecológica y política, pero no separa, sino que es un requisito para sostener la común-unidad arraigada, es decir, la integración entre un pueblo y su territorio. Pues la polis no divide a priori, ni crea fronteras de guerra; sólo delimita un territorio apropiado. Al contrario, sin límites, se corre el riesgo (en el que ya recaímos) de imaginar un mundo ilimitado, de fronteras abiertas y presuntamente infinitas para la conquista. La polis es la creación de un territorio apropiado: un territorio para cada pueblo, un pueblo arraigado a su propio territorio. Tal como está magistralmente planteado por Tolstói en su cuento “De cuánta tierra precisa un hombre” (1886), la polis es la delimitación de aquella extensión suficiente, justa, para asegurar lo que una comunidad política/pueblo necesita para vivir y desplegar su propio modo de vida.
Desde una perspectiva de ecología política, el vínculo político es un vínculo trófico-metabólico de circuitos complejos (socioculturales y políticos, pero también materiales, hidroenergéticos y bioquímicos, multiespecíficos) entre seres humanos y suelos, aires, aguas, seres vegetales, minerales y de otras clases de animales, que com-parten y re-producen en común la fuente energética solar como sustento y bien de fondo naturalmente comunal. La irrupción de la agricultura desde entre quince mil y diez mil años atrás, no hizo sino diversificar, enriquecer, ampliar, profundizar y complejizar esos circuitos y esas dinámicas tróficas-hidro-energéticas. Al aprender cada vez más el maravilloso lenguaje de la fotosíntesis y poder direccionarla en el sentido de la producción de nuevos saberes y sabores, la especie humana, esparcida en la vasta geodiversidad terráquea, fue re-escribiendo la corteza y la faz entera del planeta, creando una gea-grafía ya propiamente agro-cultural. Al reconducir la energía química creada gratuitamente por nuestras hermanas plantas hacia nuevos seres y destinos, la aventura de la vida se fue haciendo más sabrosa, la humusidad de la Tierra fue cobrando formas cada vez más precisas y asombrosas. La agricultura no es —me parece— un hito que marca los orígenes del “Antropoceno”, como algunos erróneamente han planteado, sino, diría, todo lo contrario: fue otro umbral decisivo en ese proceso cosmogenésico de hominización-humanización de Gea, o —si se prefiere— de socialización de la naturaleza.
Las agriculturas —porque nunca hubo, hasta el peligroso intento moderno, prácticas agrícolas que pudieran simplificarse y uniformizarse al extremo de la homogeneidad monológica de la mismidad— fueron las formas específicamente humanas de poblar la tierra, de expandir el mundo de la vida, “la habitabilidad de la superficie del globo”, al decir de Alexander Von Humbolt al procurar dar cuenta del sentido de la geo(a)grafía. La diversidad de las dietas, de los sabores y de los saberes fueron una forma específicamente humana de socializar la Tierra. La humanidad de lo humano fue — correlativa y simultáneamente, dialécticamente— desarrollándose (diría mejor, brotando y floreciendo) con, por y a través del cultivo de la tierra.
La cuidadosa reconstrucción y reconsideración crítica, meticulosa y agudamente perceptiva del papel de las agriculturas y de la emergencia originaria de los sistemas agroalimentarios en la historia de la humanidad —una historia, como se dijo, no abstracta, sino encarnada y arraigada en el seno del proceso ontológico-político de cosmogénesis (Boff, 1996)— es el base de partida y el punto neurálgico del gran trabajo de investigación, análisis y reflexión que, en este libro, nos brinda Leonardo Rossi. Sencillamente, nos invita a reconsiderar la trayectoria ontológico-política de lo que nos hizo como especie, la centralidad que, en la emergencia de lo humano, tuvo la producción del pan y el carácter tan básico como insoslayable de la producción de comunidad como requisito y condición vital.
La investigación que tenemos entre manos es una consistente y sólida indagación de la comunidad como requerimiento biológico y como desafío político de la especie homo y, consecuentemente, de la centralidad que la producción agroalimentaria tuvo y tiene para la constitución política de la vida humana y, más allá, para el devenir geológico de la Tierra. Antropológica y geológicamente, en este tiempo de colapso y de tránsito en los umbrales del fin del mundo —el mundo colonial del capital— queda a la vista (de las miradas perceptivas) la centralidad ontológico-política del modo mediante el cual las sociedades humanas resuelven el desafío de producir y cubrir sus requerimientos energéticos. Para explicitar esa centralidad, este texto nos invita a remontarnos a los orígenes.
Y, en efecto, pensar sobre los orígenes nos permite tomar consciencia y dimensión de los trastornos del presente. Y no nos referimos sólo a la gran crisis alimentaria que se esparce sobre las poblaciones humanas, afectadas por una letal combinación de hambre, desnutrición, malnutrición, obesidad y etiologías mórbidas directamente vinculadas a la (mala) alimentación; a las pandemias desatadas y al estado estructural de sindemia mundializada por y a causa del modelo agroalimentario global. Ni aludimos sólo a la crisis climática y de la biodiversidad, uno de cuyos principales vectores hunden sus raíces en aquel dicho modelo. Aludimos, en cambio, a la dimensión política de esta entera sintomatología de la crisis civilizatoria en la que nos hallamos inmersos: la crisis aguda de la convivencialidad en la que se hallan sumidas las sociedades contemporáneas.
Este texto nos invita a pensar que, si aprender a compartir el pan fue clave para construirnos biológica y políticamente como especie, desaprender por completo esa práctica fundacional sería, con toda certeza, una vía ruin hacia nuestra propia extinción. La degradación de las prácticas de comensalidad, de nuestros modos contemporáneos —hegemónicos— de producir y consumir los alimentos, es la degradación misma de nuestros cuerpos, de nuestros suelos y nuestros cielos, de la materialidad de la vida y su salubridad, y de la espiritualidad y politicidad de las religaciones que hacen a nuestra convivencia cotidiana, tanto al interior de las propias sociedades humanas, como entre éstas y el resto de nuestras especies compañeras (porque, dentro de la Tierra, todas las especies comemos de la misma mesa).
Asimismo, es una refutación contundente de quienes equivocadamente han pretendido señalar a “la agricultura” como la responsable originaria del “Antropoceno” (McClure, 2013; Ruddiman, 2013), hipótesis-reflejo de la misma arrogancia colonial psedo-universalista que impregna a la propia noción de “Antropoceno” (Machado Aráoz, 2022). En todo caso, por el contrario, los orígenes del actual estado catastrófico del mundo (del clima, de los flujos hidroenergéticos, de la biodiversidad, de la habitabilidad de la Tierra y la convivencialidad al interior de las sociedades humanas y entre éstas y el resto de las especies) que evoca esta nueva Era (Crutzen y Stoermer, 2000; Zalasiewicz et al, 2008), no cabría buscarlos en el inicio de la agricultura, sino en el proyecto eco-genocida que pretendiera acabar y poner fin a las prácticas agroculturales alrededor del mundo, y aplastarlas bajo el monolítico peso imperial de la explotación industrial de la tierra.
Guiado por los hallazgos y la hermenéutica crítica clave de los dos Carlos, Marx y Polanyi, Leonardo Rossi revisita, profundiza, amplía y despliega el carácter absolutamente nefasto del proceso de transformación (deformación, cabría decir) capitalista de la(s) agricultura(s). El texto muestra con claridad y solvencia el carácter propiamente exterminador y exterminista (Thompson, 1980) que tuviera ese ensayo nefasto de hacer de la comida un medio de lucro.
La mercantilización del alimento es un acontecimiento geológico-político de naturaleza sacrílega: la mercantilización del pan es su profanación. Es el factor detonante de los profundos trastornos geosociometabólicos que hoy embargan y asfixian la vida en la Tierra y de la Tierra. La mercantilización del pan es la mercantilización de la Tierra y del trabajo, es la raíz de la impostación de la barbarie como “civilización” que hoy subyuga a las sociedades humanas (Cesaire, 1949). La mercantilización del pan es la disolución de la comunidad política, la insoslayable degradación de la Tierra como gran comunidad de seres con-vivientes.
Claro, la investigación de Leo —también inspirada en la decisiva crítica descolonial y ecofeminista de nuestra Ecología Política del Sur— extiende el escenario geohistórico del capítulo xxiv de El Capital y desplaza la escena de la “Gran Transformación”, desde los campos británicos hacia el suelo indo-afro-americano. El “molino satánico” de la mercantilización, la gran fractura geometabólica de objetualización y privatización de la tierra, empieza a operar triturando, primero, a los pueblos del maíz. El resto es una historia conocida: el derrotero apocalíptico de la expansión del régimen de plantación a costa de los pluriversos agroculturales. No nos vamos a explayar al respecto. Este libro indaga y articula con lucidez los hitos críticos que marcarían el devenir capitalocénico del mundo: De la Conquista y el Pico Orbis, a la invención del hambre político y la implantación de las colonias monoculturales de “comida” profanada, barata y en gran escala, pensada como medio de lucro y medio de abaratamiento de la fuerza de trabajo esclavizada, dentro y más allá del régimen salarial.
El régimen de plantación es malversación de las energías vitales. No es agricultura, sino su antítesis: es un modo de destrucción del mundo agrocultural. No refiere al arte humano de cultivar la tierra, cultivándose a sí mismo, ni al manejo sabio de la fotosíntesis como nutriente de simpóiesis, sino a la explotación descomunal de las reservas carboníferas como medios de acumulación de valor abstracto que todo lo envenena: los cielos, los suelos, las aguas y los cuerpos. La plantación no tiene nada que ver con cuidado y cultivo, con crianza y nutrición, sino con explotación como medio de acumulación. Mercantilización del pan: destrucción de la comunidad política de la Tierra, degradación de la humusidad.
Al des-encubrir este trágico derrotero, el libro de Leo Rossi —una reformulación sumaria y cuidadosamente seleccionada de su tesis de doctorado que la vida me donó la gracia de acompañar— nos invita no a mirar pasivamente el espectáculo necroeconómico del Plantacioceno, sino a contemplar comprometidamente el mundo, a saber mirar/sentir y aprender a cuidar las prácticas agroculturales que subsisten en los márgenes y los suelos contrahegemónicos que todavía cultivan la comunalidad y producen el alimento que nutre los horizontes de otros futuros posibles. De nosotras/os depende que podamos gestar una nueva Era: una era en la vivamos como una gran comunión de sujetos.
Horacio Machado Aráoz, Valles Kakanos de Catamarca, junio de 2023.
Bibliografía
Boff, Leonardo (1996) Ecología. Grito de la Tierra, grito de los pobres. Buenos Aires, Lumen.
Cesaire, Aime (2006) [1949] Discurso sobre el colonialismo. Madrid, Akal.
Crutzen, Paul y Stoermer, Eugenne (2000) The Anthropocene. IGPB Global Change News, 41, 17-18.
Haraway, Donna (2019) Seguir con el problema. Bilbao, Consonni.
Machado Aráoz, Horacio (2022) America(n)-Nature, conquestual habitus and the origins of the «Anthropocene». Mine, Plantation and their geological (and anthropological) impacts. DIE ERDE, Journal of the Geographical Society of Berlin (3): 162-17 7
McClure, Sarah (2013) Domesticated Animals and Biodiversity: Early Agriculture at the Gates of Europe and Long-term Ecological Consequences. Anthropocene 4 (2)
Patterson, Thomas (2014) Karl Marx, antropólogo. Barcelona, Bellaterra.
Ruddiman, William F. (2013) The Anthropocene. Annual Review of Earth and Planetary Sciences. 41, 45–68.
Thomspon, Edward (1980) Notes on Exterminism, the last Stage of Civilization. New Left Review I/121, 3-31.
Zalasiewicz, Jan et Alt. (2008) Are we now living in the Antrhropocene? Geological Society of America Today, 18 (2), pp. 4-8.
Notas
[1] Un síntoma fulminante, trágico, del estado contemporáneo de alienación y sobreexplotación generalizada sobre el que se asienta el modo de vida industrial-mercantil urbanocéntrico hegemónico resulta del hecho de los millones de personas que diariamente comen, habiéndose “salteado” el momento crucial de preparar su propia comida; los millones de personas que viven en este mundo sin siquiera haber aprendido a cocinar. Tanto más trágico es, por cierto, el estado contemporáneo de sobreexplotación generalizada que trascurre de fondo, cuando observamos los millones de personas que sobreviven con hambre diariamente, con hambre crónica y con miedo, ya a no tener qué comer, ya a lo que tienen para comer.
[2] En estos tiempos, que tanto se habla de “sustentabilidad” o, mejor dicho, que la retórica de la sustentabilidad-mercantil corporativa se esparce como otra forma de contaminación de la noósfera contemporánea, bien valdría la pena volver a repensar la sustentabilidad en esta dimensión básica, vital.
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