Un hospital
«Un ser no puede conquistar el derecho de existir sin el auxilio de otro, al que hace existir»
David Lapoujade
Un hospital público. Una adolescente desnutrida con 36 semanas de embarazo en la sala 38. No tiene redes, vive en el fondo de la casa de su madre pero no se da con ella porque su padrastro es violento. No tiene otros apoyos. Su familia tiene el rostro de la pobreza ancestral. Ella tiene muchos nombres posibles. Ella puede ser Valery, Jésica, Sofía o Fiorella.
Una operadora social lleva esta desolación en su cuerpo. La falta de recursos estatales es total. La operadora desea que el nacimiento la fortalezca, le llene los pulmones de aire y esperanza. Teme que se deprima con el parto pues ha tenido varios intentos de auto eliminación. Está ella y está, porque a pesar de los mandatos gubernamentales, decidió que sostener a Valery es hacer del mundo un lugar mejor.
Oscar nos confió su historia: vino de una ciudad pequeña de eso que llaman desde Montevideo, interior. Armó un rancho en un asentamiento del Cerro y se mudó enamorado. Tuvo un hijo y poco después se quedó sin laburo en la crisis de la construcción. Se deprimió. Decidió separarse para no seguir discutiendo. Pasó unos años muy difíciles pero ahora, – y sonríe mientras lo dice, – está mejor gracias a que pidió ayuda. Una trabajadora social hizo el puente a los pocos recursos existentes. La madre de su hijo le deja verlo y está aprendiendo a ser padre. Nos dice que es difícil pero que está experimentando.
Una amiga me cuenta que a pesar de que tiene dos laburos y paga poco de alquiler no está llegando a fin de mes. Ella trabaja en educación, en uno de esos barrios llamados de contexto, como el de Valery, como el que habita con su hija adolescente. Mi amiga se está angustiada y enojada. Es extremadamente talentosa y responsable. Trabaja desde los 16 años pero no llega a fin de mes. Mi amiga se siente deprimida y está pensando en tomar antidepresivos. Hace poco me enteré, que se expiden tres millones de recetas verdes anuales en salud púbica, en Uruguay.
Cuando nació mi hija por cesárea el ginecólogo habló de fútbol con el resto del equipo en el quirófano. Me pareció de mal gusto y poco tacto pero no dije nada; lo peor llegó poco después. Cuando subí a sala, y tuve en el pecho a mi pequeña, sentí que la vista se me nublaba. Me tomaron la presión: 6/4. No sé si registraron o alguna vez se dieron cuenta que el debate sobre fútbol quizá les había impedido visualizar que algo se había desgarrado y que eso me había dejado literalmente al borde del shock. Por suerte para mí no hubo daño permanente a ningún órgano pero debí volver al quirófano, esta vez con anestesia general. Desperté muy angustiada. No podía hablar por efecto de la anestesia y la entubación. Por unos segundos y en estado confusional me moví en la camilla dudando si estaba viva, si mi hija estaba bien, si, si….un inmenso agujero negro de incertidumbre y angustia.
Me salvó uno toque y tres oraciones: “Demorarás un ratito en poder hablar. Todo salió muy bien. Tu hija te espera arriba”. El toque fue sutil, apenas una mano sobre mi muñeca. La mujer que hizo ese pequeño gesto era la anestesista. Le agradezco profundamente ese gesto cada vez que recuerdo la situación.
Cuando estaba en el hospital, luego de la cirugía me mandaron caminar. La amiga que me acompañó por el pasillo me contó una historia. Hace años tuvo cáncer y debió hacer un tratamiento con radiación. Debía permanecer aislada durante una semana. Nadie podía acercarse ni tocarla. Cuando entraban a llevarle comida se la dejaban en otra habitación y tenía que ir allí para agarrarla. Cuando iban a limpiar la habitación lo hacían con unos aislantes, como esos que usan quienes trabajan con abejas. Pero había una enfermera en la noche, una veterana, que entraba y la tocaba mientras le daba la medicación. Cuando mi amiga le dijo ¡me estás tocando! Ella le contestó “no me vas a hacer nada, soy vieja, ya estoy grande. Yo creo que esto no me hace nada a mí y creo que a vos te hace bien”. Mi amiga me cuenta mientras caminamos, que esperaba y atesoraba todo el día esa caricia en el brazo.
A veces es un toque lo que nos salva del abismo. A veces deseamos que sea un toque lo que nos salve del trabajo con la propia angustia.
Pienso en los toques íntimos y en cómo generar toques colectivos que eleven la afonía de las mayorías y la hagan audible. El lazo social no puede seguir estando sobre la implosión de los cuerpos, los barrios, las infancias, el resentimiento, la insensibilidad cruel o el miedo.
¿Cuáles son las cosas qué nos permiten politizar los malestares? ¿Cómo salir de la culpabilización, la patologización del sufrimiento, la insensibilización y la negación del cuerpo? ¿Cuántas pastillas se necesitan para contener un capitalismo voraz?
¿Qué magia necesitamos para deslizarnos por un momento de nuestro dolor y resentimiento y hacer un toque, poner la mano en la muñeca de otro ser humano y así expandir un poco las posibilidades de existencia? ¿Cómo funciona esta alquimia capitalista que nos obliga a dejar de pensar lo propio para cuidar lo ajeno?
¿Cómo se hace para tener la fuerza de estar a la altura de nuestra debilidad, en vez de permanecer en la debilidad de cultivar la fuerza, la guerra y la miseria de los otros?
Tendremos que seguir experimentando, hasta que la dignidad se haga costumbre