Unas palabras para regresar a la ternura
Jocelyn lo dice siempre. En realidad pienso en ella mientras escribo esto. Nos amamos con fervor entre nosotras, las amigas, las amoras, las hermanas. Nos rabiamos cuando otra le pasa algo. Las injusticias las sentimos en la piel, nos dan gastritis, o colitis, ahí están, golpeándonos en el pecho. Pero el trato no siempre refleja ese amorcito tan caluroso que nos tenemos.
Nos enseñaron a que a las otras mujeres las tenemos que tratar con indiferencia, sí, con cariño a veces, pero también con recelo e incluso con cuidado. Sus malditos dichos y refranes. Si estuviéramos juntas, ninguna difunta, más bien.
Pero regreso, Joce lo dice siempre: necesitamos tratarnos con ternura. A veces no sé si entiendo exactamente a qué se refiere, pero lo intento. Veo cómo han cambiando mis relaciones con otras mujeres durante los años. Le tenía mucho miedo a tener amigas en algún momento de mi vida porque de niña fueron las relaciones que más me afectaron, las que creo que más me lastimaron.
Me pasé la primaria como la niña gorda, así que con eso vinieron una serie de violencias que ahora mismo no quiero mencionar, ya lo he hecho en otros textos. Mis compañeras, pero específicamente mis maestras vertían mucho desprecio sobre mí… Ahora que lo pienso, las adultas vertían mucho desprecio sobre nosotras, las niñas y mujeres jóvenes.
Me ha tomado años analizar que probablemente era una misoginia interiorizada brutal, que muy seguramente ellas también se despreciaban a sí mismas y a otras mujeres a su alrededor, pero también estoy en paz reconociendo que, aunque entiendo, no tengo que perdonar sus violencias de adultas sobre una bola de niñas que de por sí estábamos viviendo y aguantando agresiones en la calle, en la casa, en los medios. A las niñas, mis compañeras, sí las he perdonado, algunas son mis amigas ahora, crecimos para retar esa imposición, para romperla y desterrarla.
¿Hubiese sido muy difícil tratarnos con amor, con ternura? La ternura me genera una imagen mental, más que una definición, me genera esta imagen de cuando alguien te unta un aceite sobre las manos o te frota el cuero cabelludo con cuidado o cuando alguien te acaricia el rostro para limpiarte las lágrimas. La ternura también es el regazo de mi abuela y mi cabeza recargada en sus rodillas.
La ternura me sabe mucho a manzanilla con miel y me huele a guisos de esos que toman tiempo, al arroz con leche de mi madre. Es tiempo, de ese que se siente largo e infinito, incluso cuando son unas horas. Es un mensaje de Nancy diciéndome Mon Amour y yo contestándole “sí, mi bebé”. Son las reuniones en la casa de las brujas con risas, con panes, con abrazos de saludo y despedida.
Es compartir un secreto con alguna amiga, la mirada cómplice. Es buscar formas de decir las cosas sin lastimar, pero tampoco mentir. Es estar en desacuerdo con la otra y decírselo sin agredirla, sin burlas o sin escarnio, pero con firmeza. Es entender que sí necesitamos decirnos que nos queremos, que nos extrañamos, que nos admiramos.
Hay una sensibilidad inherente que a veces olvidamos procurar, en parte porque de las mujeres siembre se dice que somos demasiado emocionales, que nos dejamos guiar por lo que sentimos, y que eso está mal. Se da por sentado que los hombres son más “racionales”, lo cual a mí me parece no sólo ridículo, sino una expresión más de que no se entiende que no es que el cerebro esté por allá y las emociones por acá y todo lo demás por otro lado, como si fuésemos seres fragmentados, sino que todo eso corresponde a una misma cosa, al ser y al existir.
Esa fragmentación también ha sido muy redituable para el patriarcado, al decirnos que nosotras estamos mal, que somos unas “histéricas” o que estamos enfermas por aceptar y expresar nuestras emociones. Aún peor si somos capaces de expresarlo hacia otras mujeres.
La ternura no nos quita nada, no nos hace menos fuertes, no nos hace más vulnerables. Sin embargo, sí nos da la posibilidad de estrechar lazos, de conocer a las otras desde la dulzura, desde lo íntimo. Es reconocernos en vida como merecedoras de cariño y afecto, y también reconocernos como dadoras de ese cariño, claro, en el entendido que las relaciones entre mujeres también requieren una ética y una corresponsabilidad, de otra forma se convierte en una forma más de explotación emocional.
No, no me refiero a esa entrega absoluta y ciega, sino más bien en un diálogo constante de afectos, un crecimiento conjunto que permite que la ternura se vuelva una constante, que ni siquiera la tengamos que pensar para que esté presente.
Para mí la ternura no es una cucharada de azúcar que empalaga y abruma. Es esa infusión de hierbitas después de mojarme bajo la lluvia. Es ese abracito que nos damos unas a otras antes de separarnos y que dice: te quiero, te cuido, te voy a extrañar.
Publicada originalmente en https://www.la-critica.org/
Artículos de Montserrat Pérez en La Crítica