En modo guerra
A medida que la pandemia se propaga por todos los rincones del planeta, cada vez más gobiernos y organismos internacionales vienen “declarándole la guerra” a la COVID-19. Una crisis sanitaria y una tragedia humana que devienen en un conflicto marcial. La respuesta de este mundo frente a una crisis sanitaria
Un ejército de yuppies, todos ellos con el mismo rostro, con corbata y casco militar es la perturbadora imagen con que el FMI acompañó una publicación titulada: “Políticas económicas para la guerra contra el COVID-19”. En Francia, el presidente Emmanuel Macron, en uno de sus discursos recientes, sentenciaba repetitivamente: “estamos en guerra”. Mientras que en Bolivia –desde donde escribo– en estos días se estrena el plan: “Ahora todos somos soldados”. Ejemplos similares hay bastantes por todo el mundo.
Presenciamos un momento paradójico. Por un lado, una crisis sanitaria sin precedentes como resultado de la pandemia del coronavirus, lo que ha puesto en evidencia la centralidad de las actividades de reproducción de la vida y los trabajos de cuidado. Por el otro lado, un mundo que frente a esta contingencia se ha puesto en modo bélico. Utilizando para ello una jerga castrense, sacando ejércitos a las calles, aumentando medidas autoritarias y, en general, organizando la vida social bajo una lógica de combate.
Una primera manera de entender este escenario de militarización es la que, sin mediar mayor explicación, reduce esta crisis a un resultado previsible: “se terminará beneficiando al capital”; i.e. este desastre, similar a un shock, será sistemáticamente aprovechado por las élites de este planeta.
Esta premisa con sustrato histórico no es menor, y se sostiene en la lógica inherente al capital. Sin embargo, quedarse solo en ella es insuficiente para tener una concepción más profunda de este momento surreal. Es importante partir de una interpretación más amplia que rebase la idea de necesidad histórica, ya que si lo que sucede no se entiende como una determinación, las alternativas son una posibilidad.
Con todo, para entender esta lógica militarista como respuesta a la expansión de la pandemia, es oportuno hacer un ejercicio que permita reconocer las variaciones por las que puede transitar una sociedad subordinada al mando que impone la relación capital/estado. Es interesante ver que bajo esta relación dominante nuestras sociedades tienden a desplazarse en un continuum que tiene en los extremos a la normalidad y a la guerra.
La normalidad no es otra cosa que el modo de organización y jerarquización de la sociedad en torno al apuntalamiento de procesos de acumulación ampliada, es decir, la sociedad de mercado funcionando en su faceta ejemplar, sin interferencias –dirían los economistas–. Es el momento en el que el sujeto ideal del orden es el consumidor y su sujeción se produce principalmente a través de mecanismos económicos y de una represión encubierta por el manto de la legalidad.
La normalidad es el capitalismo de manual. Por eso es que en la rebelión chilena del año pasado una de las frases que más hizo sentido fue: “No queremos volver a la normalidad, porque la normalidad era el problema”.
Pero cuando esa normalidad no es posible –por los motivos que sean– este mundo inmediatamente instaura el modo guerra, que más allá del enemigo a ser derrotado, es una forma castrense y aparentemente extraordinaria de organizar la vida de toda la sociedad, de ordenar nuestros haceres y de establecer jerarquías. El sujeto ideal pasa de consumidor a soldado, capaz de disciplinarse y obedecer ordenes –no delibera–, estar dispuesto a ofrendar su vida por un objetivo que se sobrepone a todo lo demás.
Jacques Attali, personaje central de la economía francesa, durante las semanas pasadas convocó a los países a asumir economías de guerra. Lo que no es otra cosa que una “economía que permite enfrentar un peligro mortal concentrándola en lo esencial, en la defensa ante el enemigo”. Este modo guerra, sin embargo, implica una determinada manera de enfrentar ese “peligro mortal”: centralizando lo más posible todas las decisiones; convirtiendo todo recurso –incluida la vida humana– en algo sacrificable y prescindible; exigiendo e imponiendo disciplinamiento a todos los niveles; estableciendo una serie de mediaciones castrenses; exacerbando la identidad nacional; instalando excepciones para todo tipo de derechos; y otras medidas violentas que se vienen impulsando en estos días.
El modo guerra es el momento predilecto de la centralización del mando, en el que, hasta muchos escépticos, terminan justificando esta forma de gobierno para enfrentar el fin último que implica la guerra.
Este modo de organizar la vida es una estrategia fundamental para el mando político de nuestras sociedades capitalistas, porque es la que, cuando “retorna” la normalidad, permite reestructurar un orden de consumidores disciplinados y legitimar los procesos de despojo resultados de la guerra. Pero no solo eso, el modo guerra es una forma de enfrentar una contingencia para la que este mundo no está hecho y donde el mercado es totalmente incompetente.
Es decir, frente a una crisis sanitaria como la que vivimos, que lo que demanda es la organización social en torno al cuidado de la vida, este mundo inicia guerras. El modo guerra es presentado como un momento excepcional al que hay que subordinarnos para salvar –¡no cuidar!– vidas que son visualizadas como estadísticas, primando una racionalidad de minimización de impactos negativos –prinicipalmente económicos–.
Lo que ha quedado muy claro en estos días es que la relación dominante de este mundo simplemente no tiene una genética de cuidado, es incapaz de ello, su vocación gira en torno a la expropiación del excedente y la vida humana es un recurso para ello. Ante una crisis inesperada como la que vivimos, el modo guerra intenta suplantar la necesidad de cuidados, presentándose como la única manera de “enfrentar al virus” y organizando la vida desde un esquema de violencia.